EL TWONKY (Henry Kuttner)
Publicado en
junio 29, 2015
Los cambios de personal en Mideastern Radio eran tan frecuentes que a Mickey Lloyd le costaba acordarse de sus hombres. Constantemente había empleados que renunciaban para trabajar donde les pagaban mejores sueldos. Así que cuando ese hombrecillo cabezón salió distraídamente de un cuarto de almacenamiento, Lloyd le echó una ojeada al uniforme de trabajo pardo provisto por la compañía y dijo con tono mesurado:
—La sirena sonó hace media hora. A trabajar.
— ¿Trabajar-r-r? —al hombrecillo le costó articular la palabra.
¿Borracho? Lloyd, como capataz, no podía permitirlo. Tiró el cigarrillo, se acercó y lo olfateó. No, no era alcohol. Examinó la identificación en el uniforme del hombrecillo.
—Dos-cero-cuatro. Ajá. ¿Eres nuevo aquí?
—Nuevo. ¿Eh? —el hombre se frotaba un chichón en la frente; era un individuo menudo y extraño, calvo como un tubo, con una carucha arrugada y pálida, y ojos diminutos y desencajados.
—Vamos, Joe. ¡Despierta! —Lloyd empezaba a impacientarse—. Trabajas aquí, ¿no?
—Joe —dijo el hombre pensativamente—. Trabajar. Sí, trabajo. Yo los fabrico —le costaba pronunciar las palabras, como si tuviera una fisura palatal.
Echándole una ojeada a la identificación, Lloyd aferró a Joe del brazo y lo arrastró a la sala de montaje.
—Aquí está tu puesto. A trabajar. ¿Sabes lo que tienes que hacer?
El otro irguió el cuerpo esmirriado.
—Soy...experto —recalcó—. Los hago mejor que Ponthwank.
—De acuerdo —dijo Lloyd—. Manos a la obra, entonces —y se marchó.
El hombre llamado Joe titubeó. Se masajeaba la magulladura de la frente. El uniforme de trabajo le llamaba la atención, lo examinaba con curiosidad. Dónde... Oh, sí. Estaba colgado en el cuarto donde había aparecido. Sus ropas, naturalmente se habían disipado durante el viaje... ¿Cuál viaje?
Amnesia, pensó. Había caído desde el...el algo, cuando la velocidad disminuyó y...se detuvo. ¡Qué extraño era ese cobertizo enorme, atestado de maquinaria! No le evocaba nada familiar.
Amnesia, eso era. Era un obrero. Fabricaba cosas. En cuanto a la extrañeza del lugar, eso no significaba nada. Todavía estaba aturdido. Pronto se despejaría. Ya veía más claro.
Trabajo. Joe se esforzaba por recordar mientras recorría la sala. Había hombres con ropa de trabajo, haciendo cosas. Cosas simples y obvias. Pero...qué infantiles y elementales.
Tal vez fuera una guardería...
Poco después Joe entró en un depósito y examinó algunos modelos terminados de radiofonógrafos. Conque eso fabricaban... Toscos y groseros. Pero a él no le correspondía juzgar. No. Su función era fabricar Twonkies.
¿Twonkies? El nombre le relampagueó en la memoria. Claro que sabía hacer Twonkies. Los había hecho toda la vida. Le habían entrenado especialmente. Ahora se usaba un modelo diferente de Twonky, pero qué diablos, para un obrero capaz, era cosa de niños.
Joe volvió al taller y encontró un banco vacío. Se puso a construir un Twonky. Ocasionalmente se escabullía para robar el material que necesitaba. Una vez, cuando no pudo encontrar tungsteno, se apresuró en fabricar un pequeño artefacto para elaborar el material, y lo elaboró.
Su banco estaba en un rincón apartado, mal iluminado, aunque había luz de sobra para los ojos de Joe. Nadie reparó en la consola que se estaba construyendo allí. Joe trabajaba muy, muy rápido. Ignoró la sirena del mediodía, y a la hora de salir, ya había terminado. Tal vez necesitaba otra mano de pintura; le faltaba el tono-lustre de un Twonky stándard. Pero ninguno de los otros tenía tono-lustre. Joe suspiró, se recostó bajo el banco, buscó en vano un cojín-de-reposo y se durmió en el suelo.
Despertó pocas horas más tarde. La fábrica estaba desierta. ¡Qué extraño! Tal vez hayan cambiado los horarios. Quizás... Joe estaba desconcertado. El sueño le había disipado las brumas de la amnesia, si de eso se trataba, pero todavía estaba aturdido.
Farfullando entrecortadamente, mandó el Twonky al depósito y lo comparó con los otros. En apariencia era idéntico a un combinado último modelo. Imitando el diseño de los otros, Joe había camuflado y disfrazado los diversos órganos y reactores.
Volvió al taller. Las últimas brumas se le disiparon en la mente. Un escalofrío le sacudió los hombros.
— ¡Gran Snell! —jadeó—. ¡Ahora entiendo! ¡He caído en un nudo temporal!
Mirando perplejo alrededor, corrió al cuarto de almacenamiento donde había aparecido por primera vez. Se quitó la ropa y la colgó del gancho. Después Joe fue a un rincón, palpó el aire, cabeceó satisfecho y se sentó sobre nada, a un metro del suelo. Luego desapareció.
—El tiempo es curvo —dijo Kerry Westerfield—. Eventualmente regresa al mismo punto donde se inició. Eso es la duplicación —apoyó los pies sobre una piedra que sobresalía de la chimenea y se estiró gozosamente. En la cocina, Martha hacía tintinear botellas y vasos—. Ayer a esta hora tomé un Martini —dijo Kerry—. La curva temporal indica que ahora tendría que tomar otro. ¿Me escuchas, ángel?
—Lo estoy sirviendo —respondió el ángel.
—Entonces has comprendido. Sigo adelante. El tiempo traza una espiral en vez de un círculo. Si llamas ‘a’ al primer ciclo, el segundo será ‘a más 1’, ¿entiendes? Lo que significa que hoy corresponde un Martini doble.
—Sabía en qué terminaría tu explicación —repuso Martha, entrando en la sala espaciosa y revestida de roble; era una mujer menuda, morena, con una cara singularmente bonita y una silueta incomparable. El pequeño delantal de guinga lucía ligeramente absurdo combinado con pantalones y blusa de seda—. Y no fabrican ginebra a prueba de infinitud. Aquí tienes tu Martini —agitó el recipiente y acercó los vasos.
—Muévelo despacio —advirtió Kerry—. Nunca lo agites. Eso es —aceptó el vaso y lo estudió apreciativamente; el cabello negro y entrecano le brilló a la luz de la lámpara mientras sorbía el Martini—. Bueno, muy bueno.
Martha bebió lentamente, observando a su marido. Un tipo simpático, Kerry Westerfield. Era cuarentón, agradablemente feo, de boca ancha, y contemplaba la vida con un ocasional destello sardónico en la mirada. Hacía doce años que estaban casados, y eran felices.
El fulgor tenue y tardío del crepúsculo se filtraba por las ventanas, perfilando el gabinete contra la pared, al lado de la puerta. Kerry lo observó satisfecho.
—Nos ha costado bastante, pero...
— ¿Qué? Oh, a los hombres les costó bastante subirlo por las escaleras. ¿Por qué no lo pruebas, Kerry?
— ¿Y tú, no lo has probado?
—El viejo ya era bastante complicado —dijo Martha con fastidio—. Esos aparatos me confunden. Me he criado con un Edison. Dabas vuelta una manivela y salían ruidos raros de una trompeta. Eso llegué a entenderlo. Pero esto... Aprietas un botón y suceden cosas extraordinarias. Ojos eléctricos, selección de tono, discos que se tocan por las dos caras, acompañados por gruñidos y chasquidos exóticos dentro de la consola... Tal vez tú entiendas algo del asunto. Yo prefiero no entender. Cada vez que paso un disco de Crosby en semejante aparato, Bing parece incómodo.
Kerry comió una aceituna.
—Voy a poner Debussy —señaló una mesa—. Te he traído un nuevo disco de Crosby. El último.
Martha gesticuló alegremente.
— ¿Puedo ponerlo, no?
—Ajá.
—Pero tendrás que enseñarme cómo.
—Es sencillo —dijo Kerry, mirando con orgullo la consola—. Estos bebés son magníficos, ¿sabes? Hacen todo, menos pensar.
—Ojala lavaran los platos —comentó Martha; dejó el vaso, se levantó y entró en la cocina.
Kerry encendió una lámpara y se puso a examinar la radio nueva. El último modelo de Mideastern, con todas las novedades recientes. Era caro, pero no representaba un lujo para él. Además, el viejo ya estaba bastante maltrecho.
Vio que no estaba enchufado. Tampoco se veían conexiones, ni siquiera el cable a tierra. Algo nuevo, tal vez. Antena y cable a tierra incorporados. Kerry se agachó, buscó un tomacorriente y conectó el aparato.
Después abrió las portezuelas y examinó las perillas con absoluta satisfacción. Brotó un haz de luz azulada que le dio en los ojos. En el interior de la consola se oyeron chasquidos tenues y secretos. De pronto se acallaron. Kerry parpadeó, tocó perillas y palancas y se mordisqueó una uña.
—Patrón psicológico probado y aprobado —dijo la radio con voz distante.
— ¿Eh? ¿Qué habrá sido? —Kerry hizo girar una perilla—. Un radioaficionado... No. A esta hora, imposible. Hm.
Se encogió de hombros y fue a sentarse al lado de la discoteca. Examinó rápidamente los títulos y los nombres de los compositores. ¿Dónde estaba El cisne de Tuonela? Allí, al lado de Finlandia. Kerry sacó el sobre y lo abrió. Con la mano libre extrajo un cigarrillo, se lo puso entre los labios y tanteó la mesa por los fósforos. El primero se le apagó.
Lo arrojó al hogar. Estaba por encender otro cuando un ruido débil le llamó la atención. La radio se le acercó cruzando la sala. Un zarcillo con forma de látigo salió de alguna parte, recogió un fósforo, lo raspó contra la mesa —como había hecho Kerry— y acercó la llama al cigarrillo del hombre.
Kerry actuó mecánicamente. Aspiró, y de pronto soltó el humo tosiendo convulsivamente. Se arqueó en dos, jadeante y momentáneamente ciego. Cuando recobró la visión, la radio estaba de vuelta en su sitio de costumbre.
Kerry se mordisqueó el labio inferior.
—Martha —llamó.
—La sopa está lista —dijo ella.
Kerry no respondió. Se levantó, se acercó a la radio y la miró, dubitativo. El cable estaba desconectado. Kerry volvió a conectarlo con cierta aprensión. Se agachó para examinar las patas de la consola. La terminación parecía muy buena. Su mano exploratoria no descubrió nada raro. Madera... Dura y tensa.
Cómo diablos...
— ¡La cena! —llamó Martha.
Kerry arrojó el cigarrillo al fuego y salió lentamente de la sala. Martha le observó, mientras depositaba un recipiente con caldo sobre la mesa.
— ¿Cuántos Martinis has tomado?
—Sólo uno, el que me serviste. Creo que me he dormido un minuto —dijo vagamente Kerry—. Sí, claro.
—Bien, despierta —ordenó Martha—. Y que sea la última vez que te duermes ante mi pastel. Al menos por una semana.
Kerry buscaba en su billetera con aire distraído. Extrajo un sobre y se lo entregó a Martha.
—Aquí tienes el billete, ángel. No lo pierdas.
— ¡Oh! ¡Un compartimiento para mí sola! —Martha guardó el cartón en el sobre y gorjeó de felicidad—. Eres magnífico. ¿Seguro que podrás arreglarte sin mí?
— ¿Eh? Sí... Creo que sí —Kerry saló el aguacate; tiritaba como si se recobrara de un mareo—. Claro, me las arreglaré. Tú ve a Denver y ayuda a Carol a tener el niño. Todo queda en familia.
—Bien. Mi única hermana... Ya sabes cómo son ella y Bil —sonrió Martha—. Locos de remate. Ahora necesitarán de alguien más centrado.
No hubo respuesta. Kerry, meditativo, masticaba el aguacate. Murmuró algo sobre Beda el Venerable.
— ¿Qué pasa con él?
—Una disertación, mañana. En cada curso nos ensañamos con Beda el Venerable, por alguna extraña razón. En fin...
— ¿Ya tienes preparada la clase?
—Claro —dijo Kerry; hacía ocho años que enseñaba en la universidad, y por cierto que a esta altura ya conocía bien las reglas del juego.
Más tarde, mientras fumaban y tomaban el café, Martha miró la hora.
—El tren saldrá pronto. Mejor termino de empacar. Los platos...
—Los lavaré yo.
Kerry siguió a su mujer hasta el dormitorio, y aunque quiso ayudarle, no pudo ser muy eficaz. Después bajó las maletas hasta el coche, esperó a Martha con el motor en marcha, y luego ambos partieron hacia la estación.
El tren llegó a tiempo. Media hora después de la despedida Kerry guardaba el coche en el garaje y entraba en la casa bostezando poderosamente... Estaba cansado. Bien. Los platos. Después, una cerveza y a leer a la cama.
Con una mirada aprensiva a la radio, entró en la cocina y se dispuso a lavar la vajilla. Sonó el teléfono. Kerry se secó las manos con un paño y atendió la llamada.
Era Mike Fitzgerald, que enseñaba psicología en la universidad.
— ¿Qué tal, Fitz?
—Qué tal. ¿Se fue Martha ya?
—Sí. Acabo de despedirla en la estación.
— ¿Tienes ganas de charlar, entonces? Tengo un scotch excelente. ¿Por qué no vienes a casa y hablamos?
—Me gustaría —dijo Kerry bostezando otra vez—, pero estoy muerto. Mañana será un día agotador. Dejémoslo para otra vez...
—Claro. Acabo de corregir monografías y sentí la necesidad de airearme. ¿Qué pasa?
—Nada. Espera un minuto —Kerry dejó el teléfono y miró por encima del hombro con el ceño fruncido. En la cocina había ruidos. ¿Qué demonios pasaba?
—Cruzó la sala y cuando llegó a la puerta de la cocina quedó petrificado ante el espectáculo: la radio estaba lavando los platos.
Al rato volvió al teléfono.
— ¿Pasa algo? —preguntó Fitzgerald.
—Mi nueva radio —dijo cautelosamente Kerry—. Está lavando los platos.
Fitz tardó un momento en responder. Rió dubitativamente.
— ¿Ah, sí?
—Te llamo enseguida —dijo Kerry y cortó. Se quedó inmóvil un instante, mordiéndose el labio. Luego volvió a la cocina y se puso a mirar.
La radio le daba la espalda, por así decirlo. Varios tentáculos de madera manipulaban los platos; los hundían en agua caliente y espumosa, los frotaban con una esponja, los sumergían en el agua limpia y por último los ordenaban en la bandeja de secado. Esos apéndices eran lo único que se movía. Las patas, al parecer, eran sólidas.
— ¡Eh! —dijo Kerry.
No recibió respuesta. Se acercó para examinar más detalladamente la radio. Los tentáculos surgían de una ranura bajo una de las perillas. El cable estaba colgando. No gastaba electricidad, entonces... ¿Pero qué...?
Kerry retrocedió y se puso un cigarrillo en la boca. De inmediato la radio se volvió, encendió una cerilla y se la acercó. Kerry parpadeó mientras le estudiaba las patas. No podían ser de madera. Se curvaban con los movimientos, elásticas como goma. La radio se contoneaba de un modo muy peculiar.
Cuando Kerry hubo encendido su cigarrillo, la radio volvió al fregadero para terminar su faena.
Kerry llamó a Fitzgerald.
—No bromeaba, hombre. Pero tengo alucinaciones o algo por el estilo. Esa maldita radio acaba de encenderme el cigarrillo.
—Un momento —dijo Fitzgerald, vacilante—. ¿No me estás tomando el pelo, verdad?
—No. Y tampoco creo que sea una alucinación. La cosa cumple con tus deseos. ¿Puedes venir a casa y probarme los reflejos?
—De acuerdo —dijo Fitz—. Dame diez minutos. Prepárame un trago.
Colgó. Kerry, después de hacer lo mismo, se volvió en el preciso instante en que la radio regresaba a la sala. El contorno cuadrado y macizo era ligeramente aterrador, como una especie de duende. Kerry tiritó.
Siguió a la radio, que tomaba su ubicación original, inmóvil e imperturbable. Abrió las portezuelas, examinó la bandeja giradiscos, el brazo del fonógrafo y los otros botones y dispositivos. Aparentemente no había nada anormal. Tocó de nuevo las patas. No eran de madera, al fin y al cabo. Era difícil asegurarlo sin dañar el acabado. Naturalmente, Kerry se resistía a estropear la consola nueva con un cuchillo.
Probó la radio y sintonizó las emisoras locales sin inconvenientes. El tono era bueno. Demasiado bueno, pensó. El fonógrafo...
Escogió al azar La entrada de los boyardos de Halvorsen, puso el disco y cerró la tapa. No se oyó ningún sonido. Al investigar comprobó que la aguja se deslizaba normalmente a lo largo del surco, pero sin resultado audible. ¿Entonces...?
Kerry sacó el disco cuando sonó el timbre. Era Fitzgerald, un hombre desgarbado y saturnino, de cara arrugada y correosa y cabello ensortijado gris y opaco. Le extendió una mano grande y huesuda.
— ¿Dónde está mi trago?
—Hola, Fitz. Ven a la cocina que prepararé algo. ¿Un whisky con soda?
—De acuerdo.
—Bien —Kerry le hizo entrar—. Pero no bebas todavía. Quiero mostrarte mi nuevo equipo.
— ¿El que lava los platos? —preguntó Fitz—. ¿Qué más sabe hacer?
Kerry le alcanzó un vaso.
—No toca discos.
—Oh, bueno. Un problema menor, si te hace las tareas domésticas. Echémosle un vistazo —Fitzgerald entró en la sala, escogió La siesta de un fauno y se acercó a la radio—. No está enchufada...
—No tiene la menor importancia —le aseguró Kerry.
— ¿Baterías? —Fitzgerald puso el disco en la bandeja y ajustó los controles—. Veinticinco centímetros...así. Ahora veremos —miró a Kerry con una sonrisa triunfal—. ¿Bien?
Ahora toca.
Tocaba.
—Prueba con esa pieza de Halvorsen. Ten —dijo Kerry, y le alcanzó el disco a Fitzgerald, que empujó la palanca de expulsión y observó cómo se levantaba el brazo.
Pero esta vez el fonógrafo se negó a tocar. La entrada de los boyardos no era de su agrado.
—Qué raro —masculló Fitz—. Probablemente es el disco. Probemos con otro.
Con Dafnis y Cloé no hubo problemas. Pero la radio se negó calladamente a tocar Bolero, del mismo compositor. Kerry se sentó y señaló una silla cercana.
—Eso no demuestra nada. Ven aquí y observa. Todavía no bebas nada. ¿Te sientes perfectamente normal?
—Claro. ¿Y bien?
Kerry sacó un cigarrillo. La consola cruzó la habitación, recogió una caja de cerillas y le acercó la llama cordialmente. Luego volvió a colocarse contra la pared. Fitzgerald no hizo comentarios. Sacó un cigarrillo y esperó. Pero no ocurrió nada.
— ¿Y? —preguntó Kerry.
—Un robot. Es la única respuesta posible. ¿Dónde diablos lo has conseguido?
—No pareces muy sorprendido.
—Sin embargo lo estoy. Pero es que ya había visto algunos. ¿Sabes que Westinghouse los ha lanzado? Sólo que este... —Fitzgerald se palpó los dientes con una uña ¿Quién lo hizo?
— ¿Cómo quieres que lo sepa? —preguntó Kerry—. La fábrica de radios, supongo.
Fitzgerald entornó los ojos.
—Espera un minuto. Realmente, no entiendo...
—No hay nada que entender. Hace unos días compré este equipo. Entregué el viejo. Me lo trajeron esta tarde, y... —Kerry explicó todo lo sucedido.
— ¿Quieres decir que no sabías que era un robot?
—Exacto. Yo lo he comprado como radio. Y... Y...la maldita cosa me parece casi viva.
—No —Fitzgerald meneó la cabeza, se levantó e inspeccionó detenidamente la consola—. Es una nueva clase de robot. Al menos... —titubeó—. ¿Qué otra cosa se podría pensar?
Sugiero que te pongas en contacto con Mideastern mañana y les preguntes a ellos.
—Abramos el gabinete y miremos adentro —sugirió Kerry.
Fitzgerald accedió, pero el experimento resultó imposible. Los paneles, presumiblemente de madera, no estaban atornillados, y no parecía haber modo de abrir la consola. Kerry encontró un destornillador y lo usó, al principio con cautela, después con una especie de furor reprimido. No pudo desgajar un panel ni tampoco raspar la superficie oscura y tersa del gabinete.
— ¡Demonios! —dijo al fin—. Cualquier conjetura es buena. Es un robot. Sólo que no sabía que podían fabricar algo de este tipo. ¿Y por qué en una radio?
—No me lo preguntes a mí —dijo Fitzgerald—. Llama mañana a la fábrica. Ese es el primer paso. Naturalmente, estoy bastante desconcertado. Si se ha inventado una nueva clase de robot especializado, ¿por qué lo pondrán en una consola? ¿Y el movimiento de esas patas...? No hay ruedas.
—Yo también me pregunto lo mismo.
—Cuando se mueve, parece que las patas fueran de goma... Pero no lo son. Son duras como la madera. O el plástico.
—La cosa me da miedo —dijo Kerry.
— ¿Quieres pasar la noche en casa?
—No. No, creo que no. El...robot no puede...hacerme daño...
—No creo que se proponga eso. Te ha dado una mano, ¿verdad?
—Sí —dijo Kerry, y fue a preparar otro trago.
No llegaron a ninguna conclusión definitiva. Fitzgerald, varias horas más tarde, volvió a su casa preocupado. No estaba tan tranquilo como parecía, pero no quería alterar a Kerry.
La irrupción de algo tan imprevisto en la vida normal era ligeramente perturbadora. Y sin embargo, como él había dicho, el robot no parecía ser peligroso.
Kerry se llevó a la cama una nueva novela policial. La radio le siguió al dormitorio y suavemente le quitó el libro de la mano. Kerry manoteó instintivamente.
— ¡Eh! —dijo—. ¿Qué diablos...?
La radio regresó a la sala. Kerry la siguió y vio cómo guardaba el libro en la biblioteca. Al rato Kerry se retiró, cerró la puerta con llave y durmió agitadamente hasta el alba.
Tambaleándose, en bata y pantuflas, volvió para echarle un nuevo vistazo a la consola. Estaba otra vez en su lugar, como si nunca se hubiera movido de allí. Kerry, bastante pálido, se preparó el desayuno.
No pudo tomar más que una taza de café. La radio entró, le quitó la segunda taza con aire de reprobación y la vació en el fregadero.
Ya era demasiado. Kerry Westerfield buscó el sombrero y el abrigo y huyó de casa. Tuvo el horrible temor de que la radio le siguiera, pero por suerte para su cordura, no fue así.
Estaba empezando a preocuparse.
En la mañana se hizo de tiempo para llamar a Mideastern. El vendedor no sabía nada. Era un equipo stándard último modelo. Claro que si no era satisfactorio...
—Está bien —dijo Kerry—. ¿Pero quién lo ha fabricado? Eso es lo que quiero averiguar.
—Un momento, señor —hubo una demora—. Procede de la sección del señor Lloyd, uno de nuestros capataces. —Déme con él, por favor.
Pero Lloyd no fue muy útil. Tras mucho cavilar, recordó que el combinado había aparecido en el depósito sin número de serie. Se lo habían agregado después.
— ¿Pero quién lo hizo?
—Realmente no sé. Supongo que podría averiguado Si le parece bien, le llamaré para informarle.
—No lo olvide —dijo Kerry y volvió a sus clases. La disertación sobre Beda el Venerable no fue lo exitosa que era de esperar.
A la hora de almorzar vio a Fitzgerald, que se alegró de encontrarle.
— ¿Has averiguado algo más sobre tu robot? —preguntó el profesor de psicología.
Nadie podía oírles. Kerry suspiró, se sentó a la mesa y encendió un cigarrillo.
—Nada. Es un placer poder hacer esto solo —se l enó los pulmones de humo—. Telefoneé a la compañía...
— ¿Y...?
—No saben nada. Salvo que no tenía número de serie.
—Eso puede ser importante —dijo Fitzgerald.
Kerry le contó los incidentes del libro y el café, y Fitzgerald miró pensativamente su leche.
—Te he hecho algunos test psicológicos. No te conviene sobreexcitarte.
— ¡Una novela policial!
—Admito que exagero un poco. Pero puedo entender por qué el robot ha actuado de ese modo, aunque no sé cómo se las compuso —titubeó—. Es decir, sin inteligencia.
— ¿Inteligencia? —Kerry se relamió los labios—. No estoy tan seguro de que sea sólo una máquina. Y no estoy chiflado.
—No, claro que no. Pero dices que el robot estaba en la sala. ¿Cómo pudo saber que te disponías a leer?
—Lo único que puedo imaginar es visión de rayos X y poderes de observación y asimilación increíblemente rápidos. Tal vez no quiere que yo lea nada, no sé. Realmente...
—Todo un comentario —gruñó Fitzgerald—. ¿Sabes algo de teoría sobre máquinas de esa especie?
— ¿Robots?
—Puramente teóricas... Tú sabes que tu cerebro es un coloide, ¿no? Compacto, complejo, pero lento... Supón que elaboras un artefacto con una unidad radioatómica revestida de material aislante. El resultado es un cerebro, Kerry. Un cerebro con un número tremendo de unidades que interactúan a la velocidad de la luz. Una válvula de radio regula la corriente a razón de cuarenta millones de señales por segundo. Y teóricamente un cerebro radioatómico del tipo que acabo de mencionar concentraría percepción, reconocimiento, consideración, reacción y ajuste en un cienmilésimo de segundo.
—Teóricamente.
—De acuerdo. Pero me gustaría saber de dónde ha salido tu radio.
Alguien se acercó para atenderles.
—Señor Westerfield, le llaman por teléfono.
Kerry se excusó y salió. Al volver, arrugaba las cejas oscuras, perplejo. Fitzgerald le miró, inquisitivo.
—Un fulano llamado Lloyd, de la planta de Mideastern. He hablado con él acerca de la radio.
— ¿Tuviste suerte?
Kerry meneó la cabeza.
—No. Bien...no mucha. No sabe quién la ha construido.
— ¿Pero fue armada en la planta?
—Sí. Hace dos semanas... Pero no se registró el nombre del operario. Lloyd parecía bastante sorprendido. Si una radio es armada en la planta, tienen que saber quién hizo el trabajo.
— ¿Entonces?
—Entonces nada. Le pregunté cómo abrir el gabinete, y dijo que era fácil. Sólo hay que destornillar el panel trasero.
—No hay tornillos —dijo Fitzgerald.
—Ya sé.
Se miraron.
—Daría cincuenta dólares por saber si el robot fue de veras construido hace apenas dos semanas —dijo Fitzgerald.
— ¿Por qué?
—Porque un cerebro radioatómico requeriría entrenamiento. Aun para cosas tan sencillas como encender un cigarrillo.
—Me vio hacerlo una vez.
—Y siguió el ejemplo. Los platos... Bien, inducción, supongo. Si ese aparato ha sido entrenado, es un robot. Pero si no...
— ¿Sí? —le apremió Kerry.
—No sé qué demonios es. Está tan cerca del robot como nosotros del Eohippus. Pero sí sé una cosa, Kerry. Es muy probable que ningún científico de hoy tenga los conocimientos necesarios para construir esa...cosa.
—Razonas en círculo —dijo Kerry—. La cosa fue construida...
—Ajá. ¿Pero, cómo, cuándo, por quién? Eso es lo que me preocupa.
—Bien, tengo una clase en cinco minutos. ¿Por qué no vienes esta noche a casa?
—No puedo. Tengo una conferencia. De todas maneras, te llamaré más tarde.
Kerry salió cabeceando. Trataba de olvidar el asunto. Y lo lograba..., pero esa noche, mientras cenaba en un restaurante, tuvo miedo de volver a casa. Un duende le estaba esperando.
—Brandy —le dijo al mozo—. Doble.
Dos horas más tarde un taxi le dejaba frente a su casa. Estaba absolutamente borracho. Los objetos le flotaban delante de los ojos. Caminó hacia el porche con pasos vacilantes, subió las escaleras con excesivo cuidado y entró en la casa.
Encendió una lámpara. La radio le salió al encuentro.
Los tentáculos, delgados pero fuertes como el metal, se le enroscaron suavemente alrededor del cuerpo y le inmovilizaron. Kerry sintió un ataque de pavor. Forcejeó desesperadamente y trató de gritar, pero tenía la garganta seca.
Del panel de la radio brotó un haz de luz amarilla que le encandiló. Luego le bajó hasta el pecho. De pronto Kerry sintió un gusto raro bajo la lengua.
Un minuto después el rayo se apagó, los tentáculos desaparecieron de la vista y la consola regresó a su rincón. Kerry se tambaleó hasta una silla y se distendió, tragando saliva.
Estaba sobrio. Lo que era totalmente imposible. Catorce medidas de brandy infiltran una buena dosis de alcohol en el cuerpo. Nadie podría, ni siquiera con una varita mágica, llegar de inmediato a la sobriedad. Pero era exactamente lo que había ocurrido.
El robot trataba de colaborar. Sólo que Kerry habría preferido seguir borracho.
Se levantó aprensivamente y se acercó a la biblioteca. Mirando de reojo a la radio, cogió la novela policial que intentara leer la noche anterior. Y, como lo había supuesto, la radio se la quitó de la mano y la puso de nuevo en el anaquel. Kerry, recordando las palabras de Fitzgerald, se miró el reloj de pulsera. Tiempo de reacción, cuatro segundos.
Tomó un volumen de Chaucer y esperó, pero la radio no se movió. Sin embargo, cuando Kerry sacó un libro de historia el aparato se lo quitó suavemente de los dedos. En seis segundos.
Kerry encontró una historia dos veces más gruesa.
Tiempo de reacción: diez segundos.
Ajá. Así que el robot leía los libros. Eso implicaba visión de rayos X y reacciones rapidísimas. ¡Por Josafat!
Kerry probó con más libros, intrigado por el criterio del robot. Alicia en el país de las maravillas le fue arrebatado de las manos, los poemas de Millay no. Hizo una lista a dos columnas, para referencia futura.
El robot no era, pues, un mero sirviente. Era un censor. ¿Pero cuáles eran las pautas de comparación?
Poco después recordó su clase del día siguiente y hojeó las notas. Tenía que verificar varios puntos. No sin titubeos, tomó el libro de referencias que necesitaba y de inmediato el robot se lo quitó.
—Un momento —dijo Kerry—. Lo necesito.
Trató de arrebatarle el libro al tentáculo, pero fue inútil. La consola no le hizo caso. Con toda calma guardó el libro en el anaquel.
Kerry se mordió el labio. Era demasiado. El maldito robot era un monitor. Se acercó subrepticiamente al libro, lo manoteó y salió de la sala antes que la radio atinara a moverse.
Pero la cosa lo seguía. Oyó las blandas pisadas de esos...pies. Kerry se escurrió en el dormitorio y cerró la puerta con llave. Esperó, con el corazón en la boca, mientras el picaporte se movía suavemente.
Un zarcillo delgado como un alambre se metió por la rendija de la puerta y tanteó la llave. Kerry brincó hacia adelante y echó la traba. Pero no sirvió de mucho. Las herramientas de precisión del robot —las antenas especializadas— la volvieron a su lugar; y luego la consola abrió la puerta, entró en la habitación y se acercó a Kerry.
Sintió un acceso de pánico. Dio un respingo y le arrojó el libro a la cosa, que lo apresó en el aire. Al parecer, era todo lo que buscaba, pues la radio se volvió y salió meciéndose torpemente en las patas gomosas, l evándose el volumen prohibido. Kerry maldijo entre dientes.
Sonó el teléfono. Era Fitzgerald.
— ¿Bien? ¿Cómo te las arreglas?
— ¿Tienes un ejemplar de la Literatura social de Cassen?
—Creo que no. ¿Por qué?
—Entonces lo buscaré mañana en la biblioteca de la universidad —Kerry le explicó lo sucedido, Fitzgerald soltó un silbido.
— ¿Entrometido, verdad? Hm-m-m. Quién sabe...
—Le tengo miedo.
—No creo que se proponga hacerte daño. ¿Dices que te curó la borrachera?
—Sí, con un rayo de luz. No es muy lógico.
—Tal vez sí. El equivalente vibratorio del cloruro de tiamina.
— ¿La luz?
—Claro. Tú sabes que la luz solar contiene vitaminas... Eso no es lo importante. Te está censurando las lecturas...y parece que lee los libros con reacciones rapidísimas. Ese aparato, sea lo que fuere, no es un robot.
—Cuéntamelo a mí —dijo amargamente Kerry—. Es un Hitler.
Fitzgerald no rió.
— ¿Por qué no vienes a pasar la noche en mi casa? —sugirió con cierta seriedad.
—No —dijo Kerry con tozudez—. Ninguna radio va a echarme de mi propia casa. Antes la partiré a hachazos.
—Bueno, supongo que sabes lo que haces. De todos modos, si pasa algo..., telefonéame.
—De acuerdo —dijo Kerry, y colgó.
Entró en la sala y miró fríamente a la radio. ¿Qué demonios era y qué intentaba hacer? Por cierto, no era un mero robot. Y por cierto que no estaba viva, en el sentido en que está vivo un cerebro coloide.
Apretando los labios, se le acercó y jugueteó con las perillas y palancas. El compás errático y bullicioso de una orquesta bailable surgió de la consola. Sintonizó la banda de onda corta. Nada extraordinario allí. ¿Entonces?
Entonces nada. No había respuesta.
Al rato se fue a acostar.
Al día siguiente, a la hora de almorzar, le mostró a Fitzgerald la Literatura social de Cassen.
— ¿Qué tiene de particular?
—Mira —Kerry hojeó el libro y señaló un pasaje—. Esto, ¿significa algo para ti?
Fitzgerald leyó.
—Sí. La idea esencial parece consistir en que el individualismo es esencial para producir literatura. ¿Correcto?
—No lo sé —dijo Kerry, mirándole.
— ¿Eh?
—Estoy confundido.
Fitzgerald se acarició el cabello gris, entornando los ojos y observando intensamente a Kerry.
—Empieza de nuevo. No te...
—Esta mañana —dijo Kerry, al borde de la impaciencia— fui a la biblioteca y busqué esta referencia. La leí, pero no significaba nada para mí. Sólo palabras. ¿Has visto cuando estás embotado por haber leído mucho? Tropiezas con una frase llena de proposiciones subjuntivas y no logras comprender... Bueno, era así.
—Léela ahora —dijo calmadamente Fitzgerald, deslizando el libro encima de la mesa.
Kerry obedeció, y alzó la vista con una sonrisa huraña.
—Es inútil.
—Lee en voz alta. Lo interpretaré contigo, paso a paso. Pero no sirvió de nada. Kerry parecía absolutamente incapaz de asimilar el sentido del pasaje.
—Bloqueo semántico, quizá —dijo Fitzgerald, rascándose la oreja—. ¿Es la primera vez que te ocurre?
—Sí... No. No lo sé.
— ¿Tienes clases esta tarde? Bien. Vayamos a tu casa.
Kerry corrió su plato a un lado.
—De acuerdo. No tengo apetito. Cuando gustes.
Media hora después estaban mirando la radio. Parecía absolutamente inofensiva. Fitzgerald desperdició un rato tratando de arrancar un panel, pero al fin desistió de esa tarea inútil. Buscó un lápiz y un papel, se sentó frente a Kerry y se puso a formular preguntas.
En un momento se interrumpió.
—Eso no lo habías mencionado hasta ahora...
—Quizá se me habrá olvidado, y...
Fitzgerald se golpeteó los dientes con el lápiz.
—Ajá. La primera vez que la radio actuó...
—Me dio en el ojo con una luz.
—Eso no. Me refiero a...lo que dijo.
Kerry parpadeó.
— ¿Qué dijo? —titubeó—. “Patrón psicológico probado y aprobado”, o algo por el estilo. Creí que había sintonizado alguna emisora y captaba parte de un programa de preguntas y respuestas o algo así. Quieres decir...
— ¿Las palabras eran fáciles de comprender? ¿Buen inglés?
—Ahora que lo recuerdo, no —Kerry frunció el ceño—. Se arrastraban bastante. Las vocales eran duras.
—Ajá. Bien, sigamos —intentaron un test de asociación verbal, y finalmente Fitzgerald se reclinó con aire preocupado—. Quiero cotejar este material con los últimos test que te he tomado. Me parece extraño... Endemoniadamente extraño. Me sentiría mucho mejor si supiera exactamente qué es la memoria. Hemos trabajado bastante en mnemótica..., memoria artificial. Sin embargo, puede que no tenga ninguna relación.
— ¿Eh?
—Esa máquina. O bien tiene una memoria artificial altamente entrenada, o está ajustada para un medio y una cultura diferentes. Te ha afectado...bastante.
Kerry se relamió los labios.
— ¿Cómo has dicho?
—Implantándote bloqueos en la mente. Aún no he establecido las correlaciones. Cuando lo haga, quizá podamos elaborar alguna respuesta. No, esa cosa no es un robot. Es mucho más que eso.
Kerry extrajo un cigarrillo; la consola se le acercó para encenderlo. Los dos hombres la observaron con un ligero estremecimiento de horror.
—Mejor que pases la noche en mi casa —sugirió Fitzgerald.
—No —dijo Kerry con un escozor de terquedad.
Al día siguiente Fitzgerald buscó a Kerry durante el almuerzo, pero el hombre más joven no apareció. Telefoneó a la casa, y Martha atendió la llamada.
— ¡Hola! ¿Cuándo regresaste?
—Hola, Fitz. Hace una hora. Mi hermana se adelantó y tuvo el bebé sin mí, de modo que he vuelto a casa —se calló, y el tono de su voz alarmó a Fitzgerald.
— ¿Dónde está Kerry?
—Está aquí. ¿Puedes venir, Fitz? Estoy preocupada.
— ¿Qué le pasa?
—No... No sé. Ven enseguida.
—De acuerdo —dijo Fitzgerald, y colgó mordiéndose los labios; estaba preocupado.
Cuando un rato después tocó el timbre de los Westerfield descubrió que tenía los nervios totalmente crispados. Pero al ver a Martha se tranquilizó.
Le siguió por la sala. Ante todo, Fitzgerald observó la consola, que estaba como siempre, y luego a Kerry, sentado al lado de la ventana, inmóvil. La cara de Kerry tenía una expresión ausente y tensa. Las pupilas estaban dilatadas, y parecía que le costaba reconocer a Fitzgerald.
—Hola, Fitz —dijo.
— ¿Cómo te sientes?
—Fitz, ¿qué ocurre? —interrumpió Martha—. ¿Está enfermo? ¿Llamo al médico?
Fitzgerald se sentó.
— ¿Has notado algo raro en la radio?
—No. ¿Por qué?
—Entonces escucha —le contó toda la historia, observando cómo el escepticismo forcejeaba con una reticente credulidad en la cara de Martha.
—Me parece realmente... —dijo ella al fin.
—Si Kerry se pone un cigarrillo en los labios, esa cosa se lo enciende. ¿Quieres ver cómo funciona?
—No, no. Supongo que sí —Martha tenía los ojos desorbitados.
Fitzgerald le dio un cigarrillo a Kerry. Sucedió lo que era de prever. Martha no dijo una palabra. Cuando la consola volvió a su lugar, Martha tiritaba; luego ella se acercó a Kerry que la miró vagamente.
—Necesita un médico, Fitz.
—Sí —Fitzgerald no mencionó que un médico podía resultar completamente inútil.
— ¿Qué es esa cosa?
—Es más que un robot. Y ha recondicionado a Kerry. Te conté lo ocurrido. Después de cotejar los patrones psicológicos de Kerry descubrí que estaban alterados. Ha perdido casi toda la iniciativa.
—Nadie pudo haber logrado eso...
Fitzgerald arrugó el ceño.
—Eso pensaba yo... Parece que se trata del producto de una cultura muy evolucionada, muy diferente de la nuestra. Marciana, tal vez. Es un objeto tan específico que encaja naturalmente en una cultura compleja. Lo que no entiendo es por qué luce exactamente igual que una consola de Mideastern.
Martha tocó la mano de Kerry.
— ¿Camuflaje?
— ¿Pero por qué? Eras una de mis mejores alumnas en psicología, Martha. Considera esto lógicamente. Imagina una civilización donde se utiliza un artefacto como éste. Razona inductivamente.
—Lo estoy intentando. No puedo pensar muy bien, Fitz. Estoy preocupada por Kerry.
—Estoy bien —dijo Kerry.
Fitzgerald unió las yemas de los dedos.
—No es tanto una radio como un monitor. En esta otra civilización, quizá cada hombre posee uno, o quizá sólo unos pocos..., los que lo necesitan. Los mantiene en línea.
— ¿Destruyendo la iniciativa?
Fitzgerald hizo un ademán de impotencia.
— ¡No lo sé! Así ha sucedido en el caso de Kerry. En otros..., no sé.
Martha se levantó.
—Creo que perdemos el tiempo. Kerry necesita un médico. Después podremos seguir discutiendo sobre eso —señaló la consola.
—Sería una lástima destrozarla, pero... —dijo Fitzgerald mirando significativamente el aparato.
La consola se movió. Salió del rincón contoneándose acompasadamente y caminó hacia Fitzgerald. Cuando él se levantó, los tentáculos surgieron y le apresaron. Un rayo pálido encandiló los ojos del hombre.
Se disipó casi de inmediato; los tentáculos se retiraron y la radio regresó a su lugar. Fitzgerald quedó paralizado. Martha se incorporó con la mano en la boca.
— ¡Fitz! —dijo con voz trémula.
El titubeó.
— ¿Sí? ¿Qué pasa?
— ¿Te sientes bien? ¿Qué te hizo?
Fitzgerald hizo una mueca.
— ¿Eh? Sí, me siento bien...
—La radio. ¿Qué te hizo?
Fitzgerald miró la consola.
— ¿Tiene algún problema? Temo que no entiendo mucho de reparaciones, Martha...
—Fitz —ella se le acercó y le aferró el brazo—. Escúchame —le habló rápidamente: la radio, Kerry, la discusión...
Fitzgerald la miraba atónito, como si no entendiera nada.
—Supongo que estoy idiotizado. Realmente no entiendo de qué me hablas.
—La radio... ¡Tú sabes! Dijiste que ha alterado a Kerry —Martha se interrumpió y se quedó mirándole.
Fitzgerald estaba totalmente perplejo. Martha se comportaba de un modo raro. Qué extraño. Siempre la había considerado una muchacha bastante sensata. Pero ahora sólo decía sandeces. Al menos él no podía desentrañar el significado de las palabras. No tenían sentido.
¿Y por qué hablaba de la radio? ¿No le satisfacía? Kerry había dicho que era una buena adquisición, con un tono adecuado y los implementos más novedosos. Por un instante Fitzgerald se preguntó si Martha se había vuelto loca.
En todo caso, tenía clases y se le hacía tarde. Se despidió. Martha no intentó detenerle. Estaba blanca como un papel.
Kerry sacó un cigarrillo. La radio se le acercó con una cerilla encendida.
— ¡Kerry!
— ¿Sí, Martha? —dijo él con voz muerta.
Ella miró fijamente la...radio. ¿Marte? Otro mundo... ¿Otra civilización? ¿Qué era? ¿Qué quería? ¿Qué intentaba hacer?
Martha salió de la casa y entró en el garaje. Regresó empuñando firmemente un hacha pequeña.
Kerry observó. Vio cómo Martha se acercaba a la radio blandiendo el hacha. Brotó un haz de luz, y Martha desapareció. A la luz del sol de la tarde quedaron flotando unas motas de polvo.
—Destrucción de forma de vida hostil —dijo la radio, resbalando sobre las palabras.
El cerebro de Kerry sufrió un vuelco. Se sentía mareado, aturdido y espantosamente vacío.
Martha...
Su mente era un torbellino. El instinto y la emoción luchaban con algo que las sofocaba. Abruptamente los diques se derrumbaron, los bloqueos desaparecieron, las barreras cedieron. Kerry gritó ronca, inarticuladamente, y se incorporó de un brinco.
— ¡Martha! —aulló.
No estaba. Kerry miró a su alrededor. ¿Dónde...?
¿Qué había ocurrido? No podía recordar.
Se desplomó de nuevo en la silla, se frotó la frente. Sacó un cigarrillo con la mano libre, una reacción automática que provocó una respuesta instantánea. La radio se le acercó con una cerilla encendida.
Kerry carraspeó convulsivamente y saltó de la silla. Ahora recordaba. Recogió el hacha y se abalanzó sobre la consola, mostrando los dientes en un rictus grotesco.
El haz de luz brotó de nuevo.
Kerry desapareció. El hacha cayó en la alfombra.
La radio volvió a su lugar y permaneció inmóvil una vez más. Chasquidos tenues brotaron del cerebro radioatómico.
—Sujeto básicamente inadaptable —dijo un momento después—. Ha sido necesario eliminarlo. Clic. Disposición total para el próximo sujeto. Clic.
—La tomaremos —dijo el joven.
—Oh, no se arrepentirán —sonrió el agente—. Es tranquila, aislada, y el precio es muy razonable.
—No tanto — dijo la muchacha.
—Pero es justo lo que estábamos buscando —completó el joven.
—Claro, una propiedad sin amoblar sería más barata —dijo el agente, encogiéndose de hombros—. Pero...
—Nos casamos hace poco —replicó el joven abrazando a su esposa—, y no hemos tenido tiempo de comprar muebles. ¿Te gusta, amor?
—Hm-m-m. ¿Quién vivía antes aquí?
El agente se rascó la mejilla.
—Veamos. Un matrimonio llamado Westerfield, creo. Me la dieron para alquilar hará cerca de una semana. Un bonito lugar. Si no tuviera mi propia casa, ya le habría echado el ojo.
—Bonita radio —dijo el muchacho—. ¿Ultimo modelo, no? —se acercó a la consola para examinarla.
— Ven —llamó la muchacha—. Miremos de nuevo la cocina, ¿quieres?
—Sí, amor.
Salieron de la sala, de donde llegaba todavía el sonido de la voz tersa del agente, cada vez más remota. El cálido sol de la tarde penetraba oblicuamente por las ventanas.
Por un momento hubo silencio. Luego...
—¡Clic!
Fin
Notas
(1) Aproximadamente. En realidad el nombre es irreproducible.
(2) Por haberles vendido la Tierra.
(3) Por mucho tiempo se creyó que los habitantes de Ceres eran invisibles. Luego se descubrió que Ceres no tenía habitantes.
(4) Con ventosas, por supuesto.
(5) Con lo que se alude al lector, que ha pasado por alto todo el trasfondo científico de esta crónica, elemental como era.