Publicado en
abril 17, 2015
La historia poco menos que increíble de un adolescente que escapó de Cuba volando sobre el Atlántico, oculto en el tren de aterrizaje de un avión DC-8.
Drama de la vida real.
Por Armando Socarrás Ramírez. Redacción de Denis Fodor y John Reddy.
Los motores de retropropulsión del DC-8 de la compañía Iberia, Líneas Aéreas de España, atronaban con ensordecedor estruendo mientras el enorme avión rodaba hacia el punto en que nos hallábamos agazapados entre el denso matorral, muy cerca del extremo de la pista del Aeropuerto José Martí, en La Habana. Hacía ya meses que mi amigo Jorge Pérez Blanco y yo proyectábamos viajar como polizones, ocultos en el hueco donde encajan las ruedas del avión, en aquel vuelo, el No. 904, que la empresa Iberia efectúa una vez a la semana, sin escalas, entre La Habana y Madrid. Y ahora precisamente, ya avanzada la tarde del día 3 del pasado mes de junio, había llegado el momento esperado.
Comprendíamos muy bien que éramos muy jóvenes para correr un riesgo tan grande: yo tenía 17 años de edad; Jorge, 16. Ambos, sin embargo, estábamos decididos a escapar de Cuba y habíamos trazado nuestros planes cuidadosamente. Sabíamos que los aviones, al salir del aeropuerto, rodaban hasta el extremo de la pista, de 3500 m. de longitud, se detenían unos momentos antes de virar y, acto seguido, corrían por la pista a gran velocidad para despegar. Jorge y yo calzábamos zapatos con suela de caucho para encaramarnos más fácilmente en las ruedas, y cada uno llevábamos una cuerda para atarnos una vez dentro del hueco del tren de aterrizaje. También nos habíamos taponado los oídos con algodón como medida defensiva contra el rugir de los cuatro motores de reacción. Cuando la gigantesca aeronave daba vuelta, aplastando con los gases despedidos por sus máquinas las altas hierbas que nos cubrían, nos mantuvimos inmóviles, bañados en el sudor que el miedo nos provocaba.
—¡Corre! —grité a Jorge.
Nos lanzamos hacia la pista y a zancadas nos dirigimos a las ruedas de la izquierda del aparato, inmóvil de momento. Cuando Jorge trepaba por los neumáticos, de un metro de diámetro, comprendí que no habría sitio para meternos los dos en el mismo hueco.
—¡Probaré en el otro lado! —grité a mi compañero.
Rápidamente me encaramé a las ruedas de la derecha, me agarré de un poste y, retorciéndome y cimbreándome, me alcé hasta introducirme en el hueco, sumido en la penumbra. De pronto el avión comenzó a rodar, y me aferré a no supe qué pieza de la maquinaria para no caerme. El aullido de los motores estuvo a punto de ensordecerme.
Cuando el avión despegó, las enormes ruedas dobles, que abrasaban de calor, se empezaron a retraer para encajar en su compartimiento. Me pegué al techo del compartimiento a medida que las ruedas iban subiendo y acercándoseme cada vez más. Al fin, desesperado, quise rechazarlas con los pies, pero las ruedas me empujaban con fuerza irresistible hacia arriba y me apretaban de modo espantoso contra el techo. Ya sentía que iban a aplastarme, cuando se fijaron en su sitio y las portezuelas se cerraron debajo de ellas. Quedé entonces sumido en tinieblas. Era yo una armazón de 63 kilos de peso y poco más de 1,60 m. de estatura, e iba literalmente metido como una cuña entre una enrevesada maraña de conductos y aparatos. No podía moverme con libertad bastante para atarme a ninguna parte, de manera que metí la cuerda detrás de un tubo.
Al poco rato, antes de que tuviera tiempo de recobrar el aliento, las portezuelas se abrieron de nuevo repentinamente y volvió a bajar el tren de aterrizaje. Yo me aferré con desesperación al hueco, meciéndome sobre el abismo y preguntándome si me habrían descubierto, si estaría el avión volviendo en esos momentos a su punto de partida para que el piloto me entregara a la policía castrista.
Cuando las ruedas se empezaron a recoger otra vez había descubierto yo entre toda la maquinaria un poco más de espacio, donde podría acomodarme sin peligro. Aunque apenas podía respirar, sabía ya que allí había sitio suficiente para mí. Tomé un par de aspirinas para resistir el ensordecedor estruendo y me arrepentí de no haberme puesto algo de más abrigo que la ligera camisa deportiva y el uniforme verde de trabajo que llevaba.
Arriba, en la cabina del avión que efectuaba el vuelo 904, el comandante, Valentín Vara de Rey, hombre de 44 años de edad, había dado comienzo a las rutinarias tareas de su vuelo nocturno, que se prolongaría durante 8 horas y 20 minutos. El despegue había sido completamente normal, y el aparato, con 147 pasajeros y 10 tripulantes a bordo, lo había efectuado a una velocidad de 275 kilómetros por hora. Pero algo anormal había sucedido inmediatamente después del despegue. En el tablero de instrumentos, una de las tres luces rojas se había quedado encendida, delatando que el tren de aterrizaje no se había recogido debidamente.
—¿Tienen ustedes alguna dificultad? —preguntaron de la torre de mando.
—Sí —repuso el comandante Vara de Rey—. Parece que la rueda derecha no se ha retraído bien. Voy a repetir la maniobra.
El comandante había bajado el tren de aterrizaje y había vuelto a recogerlo, y esta vez las luces rojas se apagaron.
El piloto pasó por alto el incidente, como una falla sin importancia, y se aplicó con toda atención a alcanzar la altitud de crucero que se le había asignado. Al llegar a ella y tomar su nivel, observó que la temperatura exterior era de 41 grados C. bajo cero. En el interior del avión, las atractivas azafatas comenzaban a servir la cena a los pasajeros.
El frío era intenso y yo temblaba sin poderme contener, mientras me preguntaba si Jorge habría logrado introducirse en el hueco de la otra rueda. Me puse a pensar en las circunstancias que me habían colocado en aquella terrible situación. Mis padres y mi novia, María Esther, acudieron a mi memoria. ¿Qué pensarían cuando se enterasen de mi acción ?
Mi padre es fontanero, y tengo cuatro hermanos y una hermana. La nuestra es una familia pobre, como son la mayoría de los cubanos. La casa que tenemos en La Habana está formada por una sola habitación grande, en la que viven (o vivían) 11 personas. La comida era escasa y estaba estrictamente racionada. Mi única diversión consistía en jugar al béisbol y en pasear con María Esther por los muelles del puerto. Cuando cumplí los 16 años de edad el gobierno me despachó a una escuela vocacional situada en Betancourt, aldea de cultivadores de caña de azúcar situada en la provincia de Matanzas. Allí debía aprender el oficio de soldador, pero a menudo nos interrumpían las clases porque nos mandaban a sembrar caña.
A pesar de ser joven ya me sentía fastidiado de vivir en un régimen donde el gobierno disponía la forma de vida de todo el mundo. Soñaba con la libertad, y quería ser artista y vivir en los Estados Unidos, donde radica un tío mío. Ya sabía que millares de cubanos se habían marchado a aquel país y que allí habían prosperado. Cuando empezó a aproximarse la fecha de mi servicio militar, comencé a acariciar la idea de escaparme de la isla. ¿Pero cómo conseguirlo? Ya sabía que todos los días parten dos aviones atestados de cubanos para Miami (Florida), pero hay una lista de espera de 800.000 personas para esos vuelos. Además, el gobierno mira como "gusano" a todo el que se inscribe, y le hace la vida más insufrible todavía.
Mis esperanzas parecían irrealizables. Pero entonces conocí a Jorge durante un partido de béisbol. Terminado el juego nos pusimos a charlar, y supe que Jorge (lo mismo que yo) estaba completamente desilusionado de Cuba. "Este sistema te despoja de tu libertad para siempre", se lamentaba Jorge.
Mi nuevo amigo me contó que había un vuelo semanal a Madrid. Fuimos al aeropuerto en dos ocasiones con objeto de explorar el terreno. Una vez despegó un DC-8 y pasó volando sobre nosotros; todavía no habían recogido el tren de aterrizaje, y así pudimos observar el interior del compartimiento de las ruedas, y recuerdo que comenté: "Allí hay sitio bastante para mí".
En todo eso iba yo pensando mientras me helaba de frío en las tinieblas, a más de 8000 metros sobre el océano Atlántico. Ya llevábamos aproximadamente una hora en el aire, y sentía mareos por la falta de oxígeno. ¿Sería posible que hiciera apenas unas horas que Jorge y yo habíamos llegado, en bicicleta y bajo la lluvia, hasta escondernos entre la hierba? ¿Estaba a salvó Jorge? ¿Y mis padres? ¿Y María Esther? Tras pensar en ellos, perdí el conocimiento.
El Sol, como un inmenso globo de oro, se levantaba sobre el Atlántico, y sus rayos se reflejaban en el fuselaje color rojo y plata del DC-8 de las líneas aéreas Iberia cuando salvaba las costas europeas volando a gran altura sobre Portugal. A punto de finalizar el vuelo de casi 9000 km. el comandante Vara de Rey inició el descenso hacia el aeropuerto de Barajas, en Madrid. El piloto informó a sus pasajeros, por el sistema de intercomunicación, que aterrizarían a las 8 de la mañana, hora de Madrid, y que en la capital española hacía un tiempo benigno y soleado.
Poco después de haber pasado sobre Toledo, Vara de Rey soltó el tren de aterrizaje. Como siempre, la maniobra fue acompañada de una sacudida en el momento en que las ruedas chocaron contra la corriente de aire, y un ramalazo de viento alcanzó el hueco del tren con una velocidad de 300 k.p.h. El avión entró en la etapa final de su vuelo; y al poco tiempo los neumáticos despidieron chispas y humo en el momento que el DC-8 tomaba tierra a unos 225 k.p.h.
El aterrizaje fue perfecto, muy suave. Tras de cumplir la somera revisión que sigue a todo vuelo, Vara de Rey descendió la escalerilla y se detuvo bajo la proa del avión, en espera de un auto que debía recogerlo con su tripulación.
A corta distancia se oyó entonces un golpe suave y repentino: el cuerpo helado de Armando Socarrás se había desplomado sobre el piso de hormigón, bajo el fuselaje del DC-8. El guardia José Rocha Lorenzana, que fue el primero en llegar hasta la maltrecha forma del joven, comentó más tarde: "Al tocar su ropa, la sentí helada y tiesa, como si fuese de madera. El muchacho no hacía más que emitir un sonido extraño, una especie de gemido".
Refiriéndose al instante en que le informaron del descubrimiento de Armando Socarrás, Vara de Rey cuenta: "Al principio no pude creerlo. Pero inmediatamente me acerqué a ver al chico. Tenía la boca y la nariz cubiertas de hielo. ¡Y qué color el suyo!" Mientras observaba cómo subían a un camión al muchacho, que estaba inconsciente, el comandante exclamó para sí repetidas veces: "¡Es imposible! ¡Imposible!"
Lo primero que recuerdo después de haber perdido el conocimiento fue que tocábamos tierra en el aeropuerto de Madrid. Me desmayé otra vez, y cuando volví de nuevo en mí me hallé, más muerto que vivo, en el Gran Hospital de la Beneficencia, en el centro de Madrid. Me tomaron la temperatura, y la tenía tan baja que el termómetro no marcaba siquiera. "¿Estoy ya en España ?" fue lo primero que pregunté. E inquirí luego: "¿Dónde está Jorge?"
(Se cree que el chorro del motor del avión debió de derribar a Jorge cuando trataba de encaramarse en el hueco de la otra rueda, y que el muchacho estará preso en Cuba.)
Los médicos comentaron posteriormente que mi estado era comparable al de un paciente sometido a congelación para cirugía, procedimiento en extremo delicado que se aplica en condiciones cuidadosamente reguladas. El Dr. José María Pajares, que me atendió, calificó mi supervivencia de "milagro médico", y, a decir verdad, me considero muy afortunado de estar con vida. Pocos días después de haberme librado de la muerte, ya iba y venía por el hospital, jugando a las cartas con el agente de la policía que me cuidaba y leyendo las pilas de correspondencia que recibía de todas partes del mundo. Me gustó especialmente la carta que me escribió una chica de California, en la que me decía: "Eres un héroe, pero no muy listo". Mi tío, Elo Fernández, me llamó por teléfono trasatlántico y me invitó a que fuera a vivir con él, en los Estados Unidos. El Comité Internacional de Auxilios arregló mi pasaje y continúa prestándome ayuda.
En la actualidad estoy perfectamente. Vivo con mi tío y asisto a la escuela, donde estoy aprendiendo el inglés. Todavía tengo esperanzas de poder estudiar para artista. Me propongo ser un buen ciudadano y dar algo al país en que vivo, pues me encanta. En él la libertad es tan natural que se respira en el aire. Pienso a menudo en mi amigo Jorge. Ambos sabíamos muy bien el riesgo que corríamos y que podríamos perecer en nuestro intento de escapar de Cuba, pero valió la pena jugarse la vida. Aun conociendo los peligros del caso, si tuviera que volver a hacerlo, no vacilaría en intentarlo otra vez.
"UNA POSIBILIDAD EN UN MILLÓN"
EL DR. Charles Glasgow, vicepresidente de la Douglas Aircraft Co., fabricante del DC-8, dice que apenas hay "una posibilidad en un millón" de que una persona se libre de quedar aplastada al retraerse la enorme rueda doble en el compartimiento correspondiente. "Cierto que no falta espacio para un hombre", confiesa, "pero tendría que ser un contorsionista para acomodarse entre las ruedas, los conductos hidráulicos y otros aparatos".
Armando también pudo haber perecido por la falta de oxígeno y por el frío intensísimo. A la altitud mantenida durante el vuelo 904 (8000 metros) el contenido de oxígeno en el aire es la mitad del que se registra a nivel del mar. En cuanto a la temperatura, fue de 41 grados centígrados bajo cero. Los especialistas de la Escuela de Medicina Aeroespacial, de la Base Brooks de la Fuerza. Aérea norteamericaña, establecida en San Antonio (Tejas), declaran como regla general que en aquella altitud, en un compartimiento frío y sin aire presurizado, un ser humano no tardaría en perder la conciencia más de dos o tres minutos, y viviría muy poco tiempo más.
Quizá haya sido cierto médico español quien mejor ha resumido el caso de Armando Socarras Ramírez, al decir: "Sobrevivió gracias a la suerte, a una suerte increíble, y nada más que por suerte".