EL INEXTINGUIBLE AFÁN DE DIVERSIÓN
Publicado en
abril 18, 2015
El hombre está hecho para juguete de Dios, y eso es lo mejor de él. Así pues, hay que hacer de la existencia un juego.
— PLATÓN
Por Frank Trippett (Condensado de "LooK").
TODO el mundo sabe lo que es la diversión, pero es difícil definirla. Por costumbre tendemos a relacionarla con el ocio y la distracción.
Sin embargo, el instinto de convertir el fin de semana en una fiesta no está muerto en los días de trabajo de las 8 a las 5 de la tarde. Hay innumerables "elementos deportivos" en el mundo de la labor diaria y existe un principio típico: "A menos que hagas de tus negocios un juego, valdrá más que te jubiles cuanto antes".
El instinto de divertirse es ubicuo y se manifiesta hasta en la enérgica disidencia de la juventud actual. "La rebelión se funda parcialmente en el impulso de divertirse", dice la sicóloga Joyce Brothers; y Paul Krassner, periodista de la nueva ola, lo confirma: "Para las personas mayores, la diversión puede consistir en jugar canasta. Para los jóvenes, está en armar una revolución".
Lo cierto es que el deseo de diversión es algo congénito en nosotros. Se nos concibe en un momento de hondo retozo. Nacidos de la diversión, nacemos también a ella.
El recién nacido es la apoteosis de la diversión. La vida estalla en su interior y en torno suyo. Cada movimiento, aspiración, mirada, pataleo y hálito provoca alguna sensación nueva. Toda percepción le da una emoción única, en un incesante desfile de prístinas auroras. Formas, colores, movimientos, hormiguean por todas partes. La existencia es un capullo proteico y caleidoscópico. Sonidos incomprensibles atruenan a su alrededor: arrullos, crujidos, chillidos. Perfumes y hedores le llegan por turno. Flexiones musculares internas le transmiten insondables placeres gástricos : eructa y sonríe tontamente, ventosea y traza órbitas alrededor de lunas invisibles.
Cada hora cosas nuevas se hacen vivencias en él. La vida invade su tierno cerebro, no como un mundo único, sino como una sucesión deslumbrante de mundos nuevos. En esencia es todo ello un desequilibrio. El nene es arrojado al aire; abre las encías en una mueca de goce y lanza un extático jadeo al caer en los brazos de su padre. ¿Ser? Ser es estar en desequilibrio físicamente, visualmente, auditivamente, interiormente. La vida le llega en esa forma y el niño se enamora de ella.
Muy pronto, a fin de sobrevivir en sociedad, sofocará gran parte de esta alegría sin trabas. Pero durante toda su existencia activa se afanará para recuperarla. Más tarde, cuando se halle tan cerca como un adulto pueda estarlo nunca de recobrar ese embriagado goce de todo, hablará de haberse enamorado.
El desequilibrio, pues (y esa impresión que le es inseparable: la sensación de otros mundos), es la esencia de la diversión, la meta en la busca de la diversión. Quien perciba esta verdad sabe inmediatamente por qué el hombre ama la ondulación del mar: por la misma razón que a un niño le encanta que lo acunen. La vida es desequilibrio. La quietud es la muerte. El niño oye una curiosa cancioncita que lo pone en una cuna y lo mece en la copa de un árbol sacudido por el viento, y se siente misteriosamente arrullado, aunque la canción termine por hacerlo caer, con cuna y todo. ¿Acaso lo hace sentirse inseguro? Difícilmente. El desequilibrio es el alma misma de la alegría infantil. Cuando sea mayor, el niño tratará de reconquistarlo en el parque de diversiones, donde la técnica moderna ha montado complejas máquinas que no producen otra cosa.
Buscamos el desequilibrio en la acción y en el reposo, en lanzarnos al aire y en rodar por el suelo, en la bebida y en la mariguana. Es el desequilibrio epítome de los juguetes duraderos de la infancia: el columpio, el balancín, el aro, la corneta. No hay nada en que esté encarnado tan perfectamente el desequilibrio como en la pelota y no existe ningún otro objeto que haya servido al hombre para inventar tantos juegos, entre ellos el fútbol, los bolos, el tenis, el golf, el polo, el billar. Al bailar nos entregamos a un jubiloso mareo. La música, o sea el sonido organizado en atrayente desequilibrio, es un medio de evocar otros mundos que ondulan y dan vueltas.
Disfrutamos de la diversión donde podemos encontrarla. Nos zambullimos y damos saltos mortales, volamos en aviones y nos lanzamos en paracaídas. Y en una mesa de bridge, cuadrada y estática, con sus 52 estáticas cartas, hallamos regocijo en el loco vaivén de la emoción que fluye de la caída de los naipes. El médico inglés A.T.W. Simeons ha escrito: "El hombre moderno juega desde la primera infancia hasta que muere. Lo único que cambia con el paso de los años es el carácter de sus juguetes".
¡Cuántas veces no regresamos de unas vacaciones o un fin de semana dedicado a distraernos, no sintiéndonos renovados, como sucede después de divertirse, sino agotados, como después de haber pasado por alguna dura prueba! Lo lamentable es que la mayoría de las veces no necesitamos fingir tal sentimiento. La busca de diversión nos ha dejado exhaustos.
Ello se debe a que la diversión se ha convertido hoy en un artículo de consumo. ¿Y cuál es la esencia de esta "diversión" que la propaganda nos ofrece a gritos en coloridos paquetes? La mayoría de las veces no es sino el vacío inherente al deseo de hallarnos en alguna otra parte. Se cantan alabanzas, en un diluvio incesante de anuncios hipnóticos en la prensa, la radio, la televisión, al que busca la "diversión" lejos. A imitarlo se nos incita con toda fotografía en colores de un automóvil, cuya finalidad invariable es despertar nuestro poderoso instinto de diversión. En mil formas ingeniosas, los anuncios nos dicen "salga usted, y encontrará diversión... en otra parte".
En nuestros momentos de lucidez todos comprendemos la verdad: un hotel de vacaciones en el este del país es exactamente igual a otro del oeste. Pero, ¿dónde está esa "diversión" que se nos prometía? A menudo resulta que sólo era una fantasía del anunciante.
Es así como los que corren tras la diversión están descubriendo una y otra vez una verdad muy vieja: tal vez se pueda encontrar la diversión en otra parte... pero tan sólo será la diversión que uno lleve consigo. Pues es dentro de uno mismo, como cualquier niño sabe, donde ella está.