AURORA, EL CREPÚSCULO DE UNA BALLENA AZUL
Publicado en
marzo 14, 2015
Nacido en los cálidos mares que bañan el África, nutrido con la leche materna y el rico alimento sólido de los comederos del Antártico, el ballenato exploraba alegremente las maravillas de su mundo oceánico. Miembro de la especie animal más grande que jamás haya existido sobre la Tierra, se sentía supremo entre las criaturas. Pero no lo era, porque también existía el hombre, que cazaba cetáceos para obtener aceite, carne y otros nutrientes; perseguía sobre todo a la ballena azul, pues produce más grasa que cualquier otra variedad. En 1965 había matado tantos ejemplares que sobrevivían menos de 2000, y por fin decidió no cazarlos.
Con gran sensibilidad e imaginación Sally Carrighar ha plasmado el ciclo vital encantador, alegre y conmovedor de un gentil gigante.
Logra algo muy cercano a lo sublime.
—Times de Nueva York
Por Sally Carrighar
DESPUÉS de casi 11 meses de gestación, estaba a punto de nacer una ballena azul. Se retorció; las paredes de la matriz percibieron la señal de auxilio y empezaron a contraerse.
El feto, con ayuda de sus movimientos y de los impulsos uterinos, pasó por una abertura pequeña que se hizo en el seno. Se encontró en un conducto resbaladizo. A pesar de sus siete metros y dos toneladas, su cuerpo cilíndrico le permitía deslizarse con facilidad. Sólo necesitaba que continuaran las contracciones maternas; pero se suspendieron.
En el instante en que naciera, la criatura debería encontrarse en la superficie, porque requeriría aire, de inmediato. Pero en ese momento caía una fuerte tempestad, y el mar era un caos de olas encrespadas y bullente espuma. Cómo podría saber el recién nacido la manera de respirar sin absorber grandes cantidades de agua? La ballena permaneció bajo el oleaje, tratando de retrasar el parto.
Mientras vivió dentro del vientre, el feto sólo había oído los sonidos vitales del ser que lo gestaba: el palpitar de su corazón de media tonelada, el correr de la sangre por sus venas y arterias, grandes canales de unos 10 centímetros de diámetro.
Ahora escuchaba ruidos provenientes de su futuro mundo exterior: estruendos crecientes que llegaban a su máxima intensidad al romper una ola contra el cuerpo de su madre.
Imposible aguardar más: el alumbramiento era inminente. Se reanudaron las contracciones, y la criatura nació. Como la madre no tenía dientes para cortar el cordón umbilical, lo rompió con un tirón brusco, y se colocó debajo del recién nacido para sacarlo del agua. ¡Oxígeno! Aspiró hasta llenar los pulmones. En eso, una enorme ola les cayó encima. El hijo la sintió y cerró los orificios respiratorios. Con todo, le entró agua. Por instinto comprendió que podía expulsarla después, cuando tuviera la oportunidad. En ese momento los dos se hundieron bajo la espuma y las olas, cuyo peso es capaz de aplastar a un cetáceo tierno, incluso cuando pertenece a la especie animal más grande del mundo.
Subieron otra vez y salieron a la depresión de una ola; volvieron a bajar y a subir. En ocasiones estuvo a punto de echárseles encima una mole de agua. Aun bajo la superficie era tan violento el tumbo y retumbo del mar, que a veces tiraba al ballenato de la espalda de su madre. Sus músculos y sus nervios se cansaron rápidamente; tras una hora de zarandeo y de lucha, se sentía exhausto y apenas hacía algún esfuerzo por soplar. Las aletas y la cola se le habían aflojado. El corazón latía muy débilmente.
La madre advirtió que el cuerpo del hijo estaba inerte. Cuando empezó a resbalarse del lomo, lo enderezó y se puso a nadar para transmitirle la fuerza de sus músculos. Por fin sintió que se recuperaba.
Decrecieron las olas, y ondearon bajo ellos; los levantaban, los mantenían en alto un momento y luego los dejaban bajar con suavidad. El mar se allanó poco a poco; las nubes se disiparon y salió el Sol.
VIDA Y RESPIRACION
UNA NECESIDAD distinta empezó entonces a inquietar al recién nacido; su boca buscaba con ansia algo por detrás de la cabeza de la madre. Ella comprendió y, volviéndose de costado, se deslizó hacia adelante para que la boca de la cría se juntara con el par de pliegues en la parte baja de su abdomen. Estos se abrieron y surgieron dos pezones inmensos. El lactante no tenía labios para succionar, pero enrolló la lengua alrededor de una de las tetas y formó una especie de embudo, cuyo extremo más angosto quedó en su garganta. En seguida los músculos pectorales, mediante fuertes pulsaciones, hicieron salir abundante leche, que tenía diez veces más grasa que la de vaca.
Saciada el hambre, la madre le puso una de sus aletas bajo el mentón para impedir que se hundiera, y se pusieron a dormitar un rato. En esa época del año (fines de junio) la esperma de la ballena era de 30 centímetros de espesor en algunas partes de su cuerpo. Después de seis meses de intensa alimentación en el Antártico, había acumulado suficiente nutrimento para satisfacer sus necesidades y las de su cría hasta la temporada próxima. En los seis meses que quedaban, perdería gradualmente peso y flotabilidad, al mismo tiempo que el hijo ganaría ambas cosas. Pronto, este crecería a razón de casi 100 kilos diarios, y de 50 centímetros de longitud cada diez días y medio.
A la mañana siguiente, el pequeño cetáceo descubrió que podía sacar la cabeza del agua maniobrando con las aletas caudales, y que al levantar la cola, avanzaba un poco. ¡Había aprendido a mantener los respiraderos fuera de la superficie! Además, advirtió que sus aletitas lo equilibraban para no rodar sobre un costado.
Durante este primer ejercicio de natación, dio vueltas en torno a la madre. Era formidable: medía cuatro veces más que él, y su cabeza alcanzaba tres metros de anchura. Por su color azul oscuro, semejaba la sombra de una nube en el mar. Tenía la piel lisa y luciente, y su cuerpo fusiforme (que se ensanchaba de la cabeza a las aletas pectorales y luego se angostaba hasta llegar a la cola) le permitía deslizarse con facilidad. En vez de orejas, tenía dos agujeros diminutos, pero su oído era prodigioso.
Al exhalar, daba origen a un surtidor formidable. Aun cuando el agua se expelía por dos orificios respiratorios, muy cerca el uno del otro, brotaba como un solo chorro de seis a nueve. metros de altura. Aquí, en el aire tibio de la zona ecuatorial, frente a la costa occidental de África, no era vaporoso como lo sería entre los hielos del Antártico; pero se veía en forma de nube, ya que el aire exhalado era más caliente que el circundante, y formaba condensaciones de humedad.
Hace 65 millones de años, quizá más, las ballenas fueron terrestres. Todavía conservan huesos de piernas atrofiadas, hoy ocultos en aletas y costados. Para respirar, deben salir a la superficie cientos de veces al día, mientras que los peces obtienen el oxígeno del agua misma, gracias a las agallas.
Ya que había aprendido a nadar, el ballenato debía perfeccionar otra habilidad: el medio de que disponía para evitar las colisiones con los incontables vecinos. Sus ojos azules jamás llegarían a ser mayores que una toronja. Fuera del agua alcanzaba a ver hasta unos 60 metros de distancia; carecía de conos retinianos y por ello no percibía los colores. Nunca podría apreciar los matices del cielo, ni los últimos rayos de sol, excepto como una gama de resplandores grises.
Bajo la superficie, su vista era más eficiente, aunque en el mar turbio, lleno de cieno y de plancton, la mitad de la luz solar se pierde a una profundidad de dos metros. Más abajo, sólo había oscuridad. Sin embargo, por los muchos sonidos que escuchaba, sabía que lo rodeaban otros seres: peces que tamborileaban con sus vejigas natatorias, rastrillaban con los dientes, croaban, chillaban y cantaban.
Siempre que descendían a donde la visibilidad era nula, ella enviaba constantemente unos sonidos de sondeo, que dirigía con mucha precisión. Él advertía que producían ecos, los cuales avisaban a las ballenas que se acercaban a algún objeto. Al variar el rumbo de un lado a otro, la madre podía averiguar el tamaño del cuerpo y, si estaba en movimiento, su velocidad y dirección. Por el tiempo que tardaba el eco en volver, sabía también a qué distancia se encontraba.
Cuando el ballenato entendió aquello, el mar cobró vida para él.
UN LANCE PELIGROSO
LA MADRE dejó de acompañarlo en todo momento. Pertenecían a una especie errante. Mientras supiera dónde se hallaba la cría, podía dar rienda suelta a su inquietud y nadar libremente en la zona veraniega. Hacía diez años, ella y su compañero permanente la habían escogido. Durante el tiempo que anduvieron juntos regresaban allí después de dejar los comederos del Antártico. Este año, aunque estaba sola, había vuelto.
En una de sus breves ausencias oyó una llamada de auxilio de su hijo, y acudió al instante. El pequeño había estado divirtiéndose aquel día, cuando de pronto percibió un prolongado chapoteo en la superficie. Aunque estaba bastante retirado, la curiosidad lo hizo acercarse. Alcanzó a captar dos ruidos diferentes : uno continuo y el otro, intermitente: plas... plas... plas...
Entonces vio que se trataba de un gran tiburón de color gris, que pretendía encerrar un cardumen de caballas nadando alrededor de ellas y golpeando el agua con la cola, cuyo solo lóbulo superior medía unos tres metros.
El cetáceo, al presentir la carnicería, se quedó hipnotizado. El escualo iba a dar otra vuelta en torno a su presa antes de atacarla, cuando detectó el olor a ballena. Dejó los peces y se abalanzó sobre el ballenato. Este giró para emprender la fuga, y lanzó la llamada de auxilio, porque en ese momento los dientes de su atacante se le habían hincado en el costado.
Le arrancaron un gran pedazo de carne. Enloquecido de dolor, huyó despavorido, sacudiendo frenéticamente la cola y manteniéndose en la superficie, donde la resistencia del agua era menor.
El tiburón estaba resuelto a comer más. Su hocico se emparejó a las aletas caudales de su víctima. Un par de metros adelante estaba el flanco jugoso y sangrante. Rozó con su aleta la piel del ballenato e irguió la afilada cola.
La boca del cazador alcanzó el flanco y se abrió para dar otro mordisco... pero en ese instante estalló en fragmentos. La madre había embestido al asesino con un golpe que lo despedazó y dejó el agua llena de huesos dispersos, carne, sangre y caballas a medio digerir.
Rápidamente, la ballena azul se colocó debajo de su hijo y lo llevó a aguas tranquilas, donde salió a la superficie para confortarlo con leche tibia, y acariciarle la herida con la aleta.
En casi todas las especies de cetáceos se observa el instinto de acercarse a la costa cuando están enfermos o heridos, como si algún profundo atavismo los atrajera hacia lo que fue su hogar hace millones de años. Así pues, la madre se dirigió con su cría a la costa, donde pasaron algún tiempo mientras le sanaba la herida.
Habían transcurrido dos semanas desde su nacimiento, que aconteció a fines de junio. Antes de diciembre, debería estar destetado y empezar a alimentarse por sí mismo. Casi todos los animales jóvenes tienen que aprender a encontrar y, en algunos casos, atacar y matar lo que comen. Sin embargo, como el alimento preferido de la ballena azul, el diminuto camarón eufósido, abunda en la región a donde se dirigían (la isla Georgia del Sur, al este del cabo de Hornos), bastaría abrir la boca para ingerirlo. Dicho comedero distaba varios miles de kilómetros, pero la madre conocía la ruta.
No habían avanzado mucho cuando toparon con un grupo de yubartas. Una cantaba despreocupadamente, primero en falsete, y luego con voz de bajo profundo. Aquel canto era algo muy distinto de cuanto el ballenato hubiera oído hasta entonces.
Poco después vieron venir una banda de 80 o 90 delfines juguetones. Las ballenas no se sumergieron. Sabían que no constituían una amenaza y ellos tampoco pensaban molestarlas. Pasaron de largo con su jovialidad habitual.
LAS ORCAS ASESINAS
LOS CETÁCEOS no eran los únicos transeúntes por las rutas de navegación entre Europa y Sudáfrica. Los motores de los buques llenaban el mar con su matraqueo metálico, dificultando detectar el eco de las vibraciones de sonar.
Pero los buques no pasaban constantemente, y entonces el ballenato podía aprender a bucear. A su madre le gustaba sondear las profundidades de esta zona porque estaba limpia de obstrucciones rocosas. Se zambulló unas cuantas veces por puro placer, y ello constituyó la primera lección.
Él veía cómo vaciaba los pulmones con cuatro o cinco respiraciones cortas y rápidas, de modo que no se acumulara entre una y otra el bióxido de carbono. Así los pulmones quedaban mucho más limpios que con una sola exhalación. La vio zambullirse verticalmente y tan recta que las aletas caudales salieron del agua al sumergirse. Notó que permanecía abajo más tiempo del normal. Cuando reapareció, no emergió a su lado, sino tan lejos que apenas podía divisarla.
Una mañana sintió el deseo de vaciar también sus pulmones. No necesitaba tomar oxígeno, puesto que en la sangre y en los músculos tenía almacenado suficiente para unos 20 minutos. En forma automática su organismo se serviría de esa provisión al sumergirse, y cambiaría el flujo sanguíneo de manera que la mayor parte de la sangre circulara por el corazón y por el cerebro; mientras, el resto del cuerpo entraría en un estado parecido a la hibernación.
Siguiendo el ejemplo de su madre, el ballenato se sumergió hasta que ella se colocó bajo su vientre y lo alzó en trayectoria oblicua. Era demasiado joven para descender a la misma profundidad que un adulto de su especie: unos 350 metros. En tal punto la presión es de 85 kilos sobre cada centímetro cuadrado de su cuerpo, en contraste con un kilo en la superficie. Allá abajo, sus costillas podrían comprimirse al grado de causar la contracción de los pulmones, aunque sin dañarlos, estos cederían por haberse vaciado totalmente antes de la zambullida; y todas las costillas, menos dos, también se aflojarían por no estar adheridas al esternón.
Cierta tarde, descendieron juntos. Bajaron 200 metros, 250, 300. Era ya tiempo de emerger. Justo en ese momento, el agua se agitó con una especie de golpeteo regular. La cría no lo había oído jamás, pero el corazón le dio un vuelco. Y tenía razón: eran unas orcas asesinas que iban por la superficie.
Vendrían unas doce, alineadas horizontalmente, levantando a un tiempo las aletas grandes y negras de su espalda, sumergiéndose y saliendo, con una determinación que delataba intenciones nada amistosas. La ballena azul adulta desarrolla una velocidad máxima de 35 k.p.h., lo que le permite escapar fácilmente de la orca, pero esta vez la acompañaba un ballenato de un mes de nacido.
Tan implacables eran las asesinas que, en ocasiones, le habían arrancado la boca a una yubarta o a otra ballena lenta en el acto de escapar. Muchas veces los animales grandes se daban por vencidos antes de intentar una huida inútil. La ballena madre había visto una yubarta hembra volverse sobre el lomo a esperar la muerte, mientras las orcas le comían la cara y la lengua.
El ruido provenía del sur. Por tanto, emprenderían el ascenso también en esa dirección con la esperanza de que les pasaran por encima y estuviesen ya lejos, hacia el norte, antes de que emergieran. Se deslizó debajo de su hijo, y empezó a subir tan lenta y gradualmente como podía resistir el pequeño. Él también sospechó que los amenazaba algún peligro, pero no comprendía lo que su madre se proponía. ¿Por qué tardaba tanto en cambiar de rumbo y ascender? ¡Era imposible seguir así!
Ya estaban sobre ellos las cazadoras, pero el miedo del ballenato cedía ante la angustiosa necesidad de respirar. No podía resistir más. Se retorcía con desesperación, y ella empezó a nadar con mayor rapidez para aliviar su aflicción.
Fue una carrera frenética. Pero las asesinas ya habían pasado de largo. Lenta, muy lentamente, madre e hijo ascendieron. Al disminuir la presión del agua sintió que los pulmones le iban a estallar. Por fin salieron y, tras un fuerte resoplido, la cría se estiró y se echó a descansar.
Aún se oía cerca el ruido de las orcas. ¿Habrían visto los dos surtidores? Al parecer no, pues seguía sin cambiar el terrible ritmo de su avance. Por si acaso, se sumergieron otra vez, hasta que los ruidos desaparecieron casi por completo. Había pasado el peligro.
COMPAÑERISMO
AL CUMPLIR 10 semanas de edad, el ballenato medía 10 metros y medio y pesaba nueve toneladas, gracias a la leche de la madre, que, por cierto, empezaba a sentir hambre. Pero no había, para qué apresurarse; si llegaban a los comederos antes de noviembre, en la primavera antártica, el hielo cubriría todavía el manto de quisquillas del océano. Mientras tanto, avanzaban perezosamente, de 30 a 40 kilómetros al día, y gozaban del calor del Atlántico meridional, una de las regiones marinas más agradables.
Al pequeño 1e encantaba zambullirse, dar un giro rápido hacia arriba y salir rizando la superficie. Después de un sinfín de volteretas, se echaba boca arriba y dejaba que el Sol le calentara los pliegues de la garganta, los cuales le permitirían abrir la boca enormemente cuando ingiriera grandes cantidades de crustáceos diminutos.
Esos días hubieran sido idílicos, de no ser porque se les adosaron algunos pasajeros poco gratos. Los más molestos eran los anfípodos o "piojos de mar". De dos centímetros, parecidos al cangrejo, clavan sus tenazas en la piel de las ballenas y comen para cavar un nicho, donde se instalan cómodamente. Mueren y se desprenden cuando llegan a una zona de hielo.
Avanzaron poco a poco hacia el sur, y de pronto se encontraron con unas condiciones atmosféricas del todo distintas. Habían llegado a la turbulenta región entre el paralelo 40 y el 49, donde los ventarrones del cabo de Hornos hacia el oeste, mantienen revuelto el mar helado. En circunstancias normales, la madre se hubiera quedado allí algún tiempo; bullía en el agua el sabor de las quisquillas, arrastradas por las corrientes que barren los comederos de Georgia del Sur; pero esta vez pensaba en otra cosa.
Cinco meses antes, ella y su compañero se habían detenido en esas mismas aguas mientras viajaban hacia el norte en busca de los últimos camarones. En su ansiosa caza, se alejaron el uno del otro. La hembra, que entonces estaba encinta (la cría nacería seis semanas después), oyó el ruido de un buque a corta distancia, y luego otro, el más repugnante que podía haber escuchado: el de la carne al estallar.
Aterrorizada, empezó a nadar de uno a otro lado, y a llamar con desesperación. No obtuvo respuesta. Con el valor que le daba su angustia, se dirigió al barco, salió a la superficie y vio que remolcaban a su compañero, boca arriba.
De haber captado la menor señal de vida, hubiera acudido a su lado; pero comprendió que había muerto, y regresó. Día tras día, presa del dolor, siguió sola hacia el norte, donde dio a luz a su hijo.
Así pues, continuaron en dirección al sur, más allá del cabo de Buena Esperanza. Cierto día encontraron varios rorcuales, esbeltos y ágiles como ellos, y casi de su tamaño, aunque realmente no eran congéneres. Su presencia no alivió la desolación de la madre. Recordaba la época en que centenares de ballenas azules emigraban juntas a Georgia del Sur. Aquel año no habían encontrado ninguna.
Pero poco después cambió su suerte. Se toparon con tres ballenas azules: los padres y una joven hembra lactante, que habían pasado los meses cálidos frente a la costa oriental de África y se dirigían ahora a los mismos comederos.
El viaje fue en lo sucesivo una maravillosa vivencia de compañerismo armonioso. Hacían movimientos de trenzado y tejido, separándose para volverse a juntar; avanzaban en la misma dirección, al mismo paso, hacia la misma meta; eran gentiles y graciosos, y los animales más grandes del planeta.
Llevaban apenas dos días de viajar juntos, cuando se les sumó otro ejemplar de su familia, cuya energía sintieron antes de verlo. Oyeron una voz; un reclamo en tres tonos, peculiar de su especie, en una frecuencia demasiado baja para el oído humano, pero que se difundía ampliamente por el océano.
Pronto apareció, desplazando el mar a cada lado. Era un poco más pequeño que la ballena madre, pues los machos no suelen alcanzar la longitud de las hembras; pero estaba en la madurez y se movía con vigorosa precisión. Festejaron el encuentro con zambullidas y chapoteos. Los adultos se sentían más seguros, después de esa intranquilidad que invade a casi todos los animales cuando su número ha disminuido en forma alarmante.
Pasados unos días, el mar se tornó agitado. Se levantaba en olas grandes y potentes, más propias para bregar que para jugar. Abundaban cristales de hielo diminutos. El agua empezaba a congelarse.
Y luego, en un día soleado, llegaron a una zona de refulgentes trozos y capas de hielo. El ballenato se levantaba en el aire por el puro gozo de sentirse deslumbrado. Golpeó una capa pequeña y la rompió, haciendo saltar innumerables pedacitos blancos.
Continuaron su viaje y llegaron a la región de los grandes témpanos. El ballenato se puso a examinarlos. Cuando envió sus señales contra ellos, regresaron rápida y nítidamente. Se atrevió a tocarlos y le parecieron más duros que todo lo que conocía. No convenía golpearlos, pues podría lastimarse o verse atrapado debajo de una capa tan gruesa y ancha que le impediría subir a respirar. Los padres conocían estas situaciones y vigilaban a sus hijos mientras se familiarizaban con las delicias y los peligros del hielo.
ALIMENTO SUSTANCIOSO
LOS PARÁSITOS que llevaban en la carne sucumbieron al frío y se les desprendieron. Entonces tomaron su lugar unas plantas verdes, diminutas e inofensivas, que dan al abdomen de los cetáceos un color verde amarillento, motivo por el cual los balleneros suelen llamarlos "barrigas de azufre".
El ballenato medía ya 15 metros. En el momento de nacer, tenía en la mandíbula superior unas filas de pequeñas placas paralelas, de un material córneo, casi como si tuviera un solo diente a cada lado, cortado en muchas tajadas delgadas y transversales. Estas láminas medían unos 2,5 centímetros de longitud y sus bordes interiores estaban como deshilachados. Ahora, a los seis meses, eran ya de 40 centímetros y se habían extendido hacia adentro, cubriendo casi todo el paladar de barbas (masa peluda y rasposa).
Una mañana supo para qué le servía aquel pelo, y también por qué tenía 90 ranuras debajo de la garganta. Nadaba en compañía de su madre cuando oyó un ruido extraño, como el resonar de muchos ecos pequeños. Se acercó y vio una pelota de criaturas vivientes, que giraban a una. Era un manto de quisquillas.
Instantáneamente sintió el impulso de abrir muchó las mandíbulas, acción que separó los surcos de la garganta y dio más profundidad a la cavidad bucal, permitiéndole engullir todas las presas junto con el agua en que nadaban. Cerró luego la boca y dejó escapar el agua por las comisuras de los labios. Millares de animalitos deliciosos quedaron atrapados en el fleco piloso. Con su lengua los retiró y se los tragó: era el primer alimento sólido que había llegado a su estómago, y ¡qué suculento!
Las azules del sur casi no comen más que quisquillas; así y todo, llegan a pesar lo que ningún otro animal: hasta 140 toneladas. Esos bocaditos de cuatro centímetros no parecen ser muy nutritivos; son casi transparentes, como pedacitos insignificantes de gelatina rosada. En realidad contienen caroteno, que en el hígado de las ballenas se convierte en vitamina A, y tal vez ayude a explicar la enormidad de estos cetáceos.
Pronto el ballenato llegaría a consumirlas por millones: un promedio de tres toneladas al día. Por su parte, los crustáceos, para mantener sus grandes números, comen cantidades ingentes de otros seres diminutos. Las aguas del Antártico son desoladas e inhospitalarias en los meses oscuros, cuando el hielo las cubre; en el verano, sin embargo, el Sol brilla allí casi las 24 horas del día y produce una abundancia de plantas diminutas, muchas más que en otros océanos. Y en esa zona ningún centro de plancton es tan rico como el que rodea la isla Georgia del Sur, afloramiento en forma de media luna, casi exactamente al este del cabo de Hornos.
Cuando las ballenas llegaron a la plataforma que circunda la isla, se encontraron por fin en el comedero tan buscado. Eran tan espesos los mantos de quisquillas que en algunos sitios había que comer para avanzar. A eso habían venido.
UN SURTIDOR DE SANGRE
POR TODAS partes había ballenas de distintas familias: rorcuales, yubartas, sei y cachalotes. Estos pasaban casi a diario en dirección a otras aguas en busca de calamares. Aquí no podían alimentarse, puesto que carecen de barbas; en cambio, tienen largos dientes agudos en la angosta quijada inferior, y encima unas cavidades para encajarlos.
La mayor parte de las azules que vio el ballenato eran de su tamaño y edad; les seguían en número, aunque estaban desapareciendo rápidamente, los ejemplares un año mayores y de poco más de 20 metros de longitud; los más escasos eran los adultos grandes, de 30 metros, como su madre.
A pesar de su necesidad de comer, había cosas que le quitaban el apetito, sobre todo el agua nauseabunda, con sangre de ballenas, y el ruido ensordecedor cuando mataban y descuartizaban a alguno de sus congéneres. En aquella zona surcaban las aguas más de 100 barcos balleneros; había también buques-fábrica estacionados, que producían los ruidos más penetrantes y desagradables: chirridos, golpes y zumbidos de inmensos cables de acero, y peor aún, el horrible rasgar y arrancar de los cadáveres. Estas naves siguen a los mantos de quisquillas, y por tanto a las ballenas. Son unas cajas de hierro, casi tan enormes como un portaaviones pequeño, con tripulaciones de varios cientos de hombres dedicados a desmenuzar y hervir los cuerpos de los cetáceos.
Cada uno cuenta con doce o más botes balleneros, provistos de un cañón giratorio en la proa; dispara un arpón, con cabeza explosiva y un cable largo de 15 centímetros de diámetro, que penetra profundamente en el cuerpo de la ballena. Estalla casi de inmediato y se le abren cuatro garfios que se hincan en los órganos internos del cetáceo.
Cualquier esfuerzo por huir sólo produce mayores heridas.
El tiro más certero da en el pecho del animal y le destroza el corazón o los pulmones. Cuando el balénido sopla, expele un surtidor de sangre o "fuego de chimenea", como lo llaman los cazadores. A menudo el disparo alcanza alguna parte menos vulnerable, y entonces se origina una larga batalla. La ballena herida generalmente se zambulle y arrastra consigo el cable. Entonces la tripulación, sirviéndose de unos cabrestantes, trata de izarla y acercarla para descargar un segundo arponazo. Esto no es nada fácil, pues el animal que vomita y sangra, levanta muchísima espuma roja y resiste fieramente la tensión del cable. A veces prefiere huir cerca de la superficie, remolcando el bote, de 500 toneladas, aunque sus motores funcionen a toda marcha en reversa. En cualquier caso, la lucha puede durar varias horas, o tanto como resista el gran corazón.
Cuando por fin muere, la distribución de aire y aceite en su organismo la hace volverse boca arriba, y su barriga de color claro parece entonces lastimosamente desnuda. Le clavan luego una lanza hueca, y la inflan para mantenerla a flote. A continuación le cortan las aletas caudales, porque suelen hacerla girar durante el remolque. Finalmente le hacen en la cola una muesca, identificación del ballenero que la mató, y le clavan una banderola en el vientre para facilitar su localización al remolcador.
Mientras este llega, las olas mecen el cadáver. El aire comprimido separa las hendeduras de la garganta; hace salir de sus pliegues los pezones de las hembras y a veces también el pene del macho. Este órgano mide de dos a dos metros y medio de longitud, y los cazadores consideran divertido utilizarlo para elaborar bolsas de golf.
Los remolcadores arrastran a las presas hasta la popa del buque-fábrica. Le meten en el muñón de la cola un enorme garfio de acero, llamado garra, y con cadenas y malacate suben por una rampa sus 100 toneladas o más, tirándola de la cola hasta la plataforma de descuartizar. Cuadrillas de cortadores hacen largas incisiones en la piel y en la esperma del animal, desde la nariz hasta la cola. Le clavan ganchos y luego se oyen los espantosos chirridos de los malacates al arrancar las tiras de grasa.
Por último, con unas sierras les despedazan el cráneo, las vertebras y otros huesos. Todo el proceso dura 30 minutos: suficientes para que el cetáceo, que hacía poco nadaba con gracia extraordinaria, quede hecho picadillo y sea distribuido en una serie de calderas.
ESCUELA DE SUPERVIVENCIA
A FINES de febrero el ballenato empezaba a sentirse autosuficiente, a intuir que pertenecía a la más poderosa especie animal que habita, en el mar. Sin embargo no contaba con el hombre.
Hasta entonces nadie les había disparado un arpón, ni a él ni a su madre. Matar a cualquiera de ellos sería contravenir una de las prohibiciones más estrictas (aunque no siempre observadas) del organismo que se denomina Comisión Internacional de la Ballena. De hecho, su reglamento no significa nada, porque permite matar a los ejemplares en cuanto hayan alcanzado 21 metros de longitud (dos o tres años antes de que puedan procrear). Y así, los cazadores se privan de una nueva generación que podría mantener las existencias de esta especie tan valiosa para el futuro. Cuando el ballenato fue a los comederos de Georgia del Sur, atraparon apenas siete. Treinta años antes habían matado cerca de 3700 en una sola temporada.
El ballenato tal vez se salvara ese año, pues aún medía 17 metros y medio; y mientras siguiera apegado a su madre, ella también podría estar a salvo. Sin embargo, empezaba a jugar cada vez más con nuevos amigos, en especial con un macho joven, huérfano.
Ella trataba de enseñarle a soplar lejos de los barcos, cuando le faltara el aire, y a seguir luego una trayectoria difícil de rastrear. Pero a él le costaba entender que aquellos hombres eran enemigos. En cierta ocasión, estaba con la cabeza fuera del agua observando un bote ballenero, y la madre le dio un tumbo tan fuerte que lo dejó dolorido. En adelante fue más cuidadoso.
Entonces llegó el día en que aprendió, en forma contundente, por qué los hombres eran peligrosos. Él y su madre huían de dos barcos cuando oyeron la voz del macho con el que habían convivido durante su viaje al sur. Debió reconocerlos, porque se dirigía hacia ellos, llamando con su característica voz aguda. Disminuyeron ligeramente la marcha, y ella contestó.
Bajo la superficie todos estaban seguros; pero el macho, ya a unos metros de ellos, salió a tomar un poco de aire. Empezaba a sumergirse cuando sobrevino de pronto una pavorosa explosión. Por el aire y por el agua volaron pedazos de carne, chorros de sangre y trozos de hueso. El herido intentó zambullirse, pero tenía roto el espinazo y no podía gobernar las aletas caudales. Un cable grueso que salía de su profunda herida se tesó, y él, moribundo, dejó escapar un último grito de agonía. Los malacates del barco tiraron de la víctima para acercarla y llenarla de aire.
Madre e hijo huyeron a toda velocidad, sin que este se resistiera. Por fin había entendido el significado de aquellos estallidos; ya comprendía por qué a veces el agua sabía a sangre de ballena; finalmente se daba cuenta de que sus congéneres flotaban boca arriba y sin moverse porque estaban muertos.
LIBERTAD Y TEMOR
EN MARZO, cuando empezaron a soplar los furiosos vientos que anuncian el invierno antártico, los buques-fábrica se retiraron a sus puertos. Hacia fines del mes la madre se fue también, con otra ballena; ya no había ningún vínculo que los uniera como pareja: eran sólo dos seres solitarios que encontraban cierto consuelo en su mutua compañía. Ella estaba consciente de que su hijo tenía que abandonarla, y ya había acumulado grasa suficiente para sobrevivir hasta la próxima temporada de alimentación. No había razón para permanecer, así que se marchó.
El ballenato y su amigo se quedaron unas semanas más y luego atravesaron el mar hasta las islas Malvinas, cerca de Patagonia. Allí viraron hacia el norte, a lo largo de la costa sudamericana, rumbo que el huérfano conocía por haberlo recorrido con sus padres camino del sur. En la esperma llevaban alimento por lo menos para seis meses, lo que les permitía vagar con una libertad desconocida para la mayoría de las criaturas de la Tierra.
Tuvieron en su peregrinación la ayuda de una lengua de agua fría: la corriente Falkland; y la aprovecharon hasta donde se cruza con la de Brasil, que fluye en dirección contraria y está compuesta de agua tibia de la zona ecuatorial. Al juntarse las dos, se produce una agitación que levanta picos de agua aquí y allá y forma bajo la superficie un caos delicioso; las ballenas se divirtieron, dejándose tumbar como niños juguetones. Luego, reemprendieron su travesía.
Pronto penetraron en una zona tibia y libre de obstrucciones, de más de cinco kilómetros de profundidad. Abajo estaba el lecho marino que los hombres llaman Planicie Abisal de Pernambuco. Permanecieron allí algún tiempo y luego siguieron hasta acercarse al ecuador, pero nunca lo cruzaron. Parecía una barrera invisible. Al otro lado hubieran encontrado una población de ballenas azules casi idénticas a ellos, pero que al igual que sus hermanas del sur, jamás franqueaban aquella frontera.
Las del hemisferio boreal también emigran a aguas más frías para alimentarse, pues cada año van al océano Glacial Ártico. Se parecen muchísimo a las del sur, con la diferencia de que son más pequeñas, ya que las quisquillas de esa zona son menos nutritivas y abundantes que las del Antártico.
Entraron en la sucia región de las calmas tropicales. Les hubiera gustado jugar y dormitar en la superficie, pero por todas partes había manchas de aceite, cucharas de plástico, platos, sandalias de caucho y gorros de baño. Lo peor era el aceite, porque les entraba en los ojos. Una vez, una bolsa de polietileno se le metió al ballenato en un espiráculo, pero sopló fuerte y la expulsó. Los dos resolvieron abandonar la zona y nadar hacia la agradable corriente de Brasil, rumbo al sur.
LA NECESIDAD de sobrevivir caracterizó a los años que pasaron frente a las, costas sudamericanas. Próxima ya la nueva temporada de alimentación, salieron en dirección al sur. Era como si tuvieran que escoger entre dos formas de morir: por hambre o por arpón, y durante cierto tiempo les parecía preferible la primera. Pero el deseo de comer los hizo seguir el camino.
Aquel año había algo nuevo en Georgia del Sur: los helicópteros, cuya misión era acechar a las ballenas grandes, sobre todo a las azules, y avisar de su ubicación a los barcos balleneros. Bajo la mirada inmisericorde de aquellos objetos voladores, no había forma de escapar. Cuando los dos llegaron a los comederos, ya habían sido sacrificadas virtualmente todas las azules grandes. Ambos pesaban alrededor de 36 toneladas y medían casi los 21 metros que la ley exigía para poder cazarlos. No era fácil apreciar la diferencia desde el aire, aun cuando los pilotos tuvieran intenciones de respetar el reglamento.
Llegaron en tiempo de niebla, y durante dos días con sus noches pudieron comer a sus anchas. Pero al siguiente amanecer se despejó el cielo; a las 8 de la mañana un helicóptero los descubrió y se dedicó a perseguirlos. Cuando salían a respirar, el tableteo mecánico encima de ellos atormentaba sus oídos. Entonces recordó el ballenato la táctica que su madre le enseñara, y se puso a nadar con su amigo en forma desordenada. Volvían sobre su ruta, se precipitaban hacia un lado, luego al otro, giraban arriba y abajo, se zambullían y salían a la superficie para respirar el menor tiempo posible; pero el helicóptero los seguía por todas partes.
Luego se acercó un bote ballenero del que tampoco podían deshacerse. En un momento de desesperación se separaron, y los cazadores resolvieron perseguir al menos ducho en el escape. Nuestro rorcual pudo haberse perdido de vista, pero no quiso abandonar a su compañero, así que volvió al estrépito que poco antes había dejado atrás.
Un arpón hizo explosión a su lado. Instintivamente se zambulló; en la profundidad alcanzó a escuchar la llamada de su amigo. La contestó. Se juntaron y él mostró el camino para salir de la plataforma; nadaron muy bajo, de modo que el piloto apenas consiguió vislumbrar su rumbo. Cuando salieron a tomar aire, ya no eran blanco de sus perseguidores.
VOCES DE ESPERANZA
AL ACERCARSE a su tercer verano, el ballenato, por tener una capa de grasa menos gruesa que de costumbre, era más ágil en sus maniobras. Cuando se puede ayunar durante seis meses sin mayor problema, es fácil olvidarse de que algún día el alimento volverá a ser necesario. Sin embargo, la intuición le decía que debían dirigirse al sur, a las aguas en donde hay alimento.
Primero visitaron el mar situado al norte de las islas Malvinas, donde algunas yubartas comían larvas de langosta. No es este el nutrimento con que las ballenas azules se habían convertido en los animales más grandes del mundo, y probablemente habrían seguido su camino a Georgia del Sur de no haberse topado con una hembra de su especie, muy madura y astuta. Atraída por los confusos adolescentes, permaneció con ellos dos o tres días; entablaron relaciones, y cuando ella prosiguió su camino, la acompañaron.
No se dirigió a la isla que ellos solían frecuentar. Sus comederos estaban cerca del continente antártico, entre las islas Shetland del Sur. Allí encontraron sus quisquillas favoritas.
Había otros rorcuales, aunque ninguno dedicaba mucho tiempo a jugar, pues tenían hambre y no había comida suficiente. Estaban más delgados que lo normal. Llegaron pocos buques-fábrica, sin duda porque las azules no ofrecían cantidades impresionantes de grasa.
Si bien lo helado del agua 1es molestaba, la extraordinaria actividad que desplegaban para buscar el sustento los mantenía calientes, y poco a poco fue engrosando su capa de esperma. Cuando se dirigieron otra vez al norte, no habían satisfecho del todo su necesidad de alimento, pero tampoco les habían disparado ningún arpón. Por lo menos conocían un lugar seguro que podrían aprovechar para no morir de hambre.
Durante los siguientes meses de ayuno se mantuvieron alejados de la costa sudamericana. Aunque no pudieron escapar al fragor de los buques, tampoco faltó alguna que otra satisfacción. Oyeron poblaciones de ballenas azules que, a pesar de andar dispersas en un área de varios cientos de kilómetros cuadrados, se comunicaban entre sí, ya que su voz es muy potente.
Aquello infundió al ballenato nuevas esperanzas, y empezó a enviar también mensajes por si acaso los captaba alguno de sus congéneres. Quedó sorprendido del volumen y el timbre grave de su voz. El aviso no podía ser más claro: Aquí hay una ballena azul; un macho solitario.
Se acercaba a la madurez sexual y sentía la necesidad de encontrar una ballena azul más interesante que las demás. Incluso su amigo emitía sonidos, aunque menos apremiantes, ya que su impulso sexual se desarrollaba con mayor lentitud.
Muy pronto vino la respuesta. La recién llegada no se anunció; simplemente apareció una mañana. En cuanto los ecos de la hembra le informaron que andaba cerca, él adoptó un tono de conversación, y en seguida se encontró con ella. Pasó repetidas veces junto al ballenato, mientras cada uno trataba de descubrir sus reacciones ante la presencia del otro.
A continuación, el joven macho le rozó la piel. Fue una sensación al mismo tiempo agradable y desilusionante. Repitió la maniobra en forma más lenta y prolongada. De nuevo el efecto fue positivo y negativo. Simultáneamente, los dos cetáceos dieron media vuelta y se alejaron. Aunque estaban dispuestos al apareamiento, faltaba compatibilidad.
No era extraño que este primer intento hubiera fracasado. Las ballenas azules se aparean para toda la vida. Igual que otros animales silvestres que se cortejan, exigen un compañero compatible en todo. Jamás cometerían el error de formar un vínculo que no fuera satisfactorio y permanente para ambos.
UNA HEMBRA QUE GALANTEAR
DURANTE la cuarta temporada de ayuno, el ballenato conoció a otras dos hembras en edad de aparearse, pero ninguna lo convenció. Un total de tres no era precisamente un número alentador. Las aguas subtropicales en que nadaba habían sido en otro tiempo lugar de recreo de millares de azules. Tal vez por esa falta de compañía aquel año se dirigió al sur más pronto que de costumbre.
En las Shetland encontró unos doce ejemplares de su especie. Mientras nadaba entre las dos mitades de un témpano partido, vio una hembra que avanzaba delante de él. Algo tenía de especial. Las dos puntas de su cola, si bien de pulso regular, tenían una inclinación algo dispareja; para mantenerse en línea recta, la ballena imprimía un movimiento fascinante a la parte posterior de su cuerpo. De un coletazo él se colocó a su lado.
Asombrada, la otra se sumergió en aguas más profundas. Frente a ellos, las dos mitades del iceberg comenzaban a unirse, por lo que ella trató de salir a la superficie; pero allí también se estaba cerrando la brecha. Pareció confundirse o asustarse. El macho la tocó para infundirle confianza; luego hizo cinco o seis inspiraciones rápidas, y se zambulló para demostrarle cómo podían escapar. Ella lo siguió.
Tuvieron que penetrar más de 300 metros a fin de pasar debajo del témpano. Vivieron momentos de peligro por la necesidad desesperante de respirar. Hacia el final del ascenso, cuando la veía agitarse con furia por la falta de oxígeno, le rozaba el cuerpo para darle valor.
Ya en la superficie, permanecieron un rato tendidos. La hembra parecía estar tranquila bajo la protección de aquel desconocido. Cuando este le puso una aleta sobre la espalda, no lo rechazó. Pasaron los momentos de delicia. La hembra se retiró a comer y los otros siguieron su ejemplo.
Al llegar la noche descansaron; despertaban apenas lo necesario para levantar la cola cuando los espiráculos se hundían bajo el agua. La hembra y el otro joven soltero dormían más que él; siempre estaba al acecho por si percibía los motores de un buque ballenero, pues proteger su propia vida no era ya lo único que le importaba.
Aquella fue la pauta de los días siguientes: encontrar y comer quisquillas, evitar los botes cuando se acercaban, y descansar en el momento que se alejaban. La hembra comía con obsesión. Estaba en edad de aparearse, y, de hacerlo, necesitaría suficiente grasa para nutrirse a sí misma y a la criatura.
Durante aquel verano el joven macho creía estar seguro de la compatibilidad de su hembra; ella, no tanto: le permitía acercarse y de vez en cuando pasarle una aleta por el costado o tocarla ligeramente con la boca. Pero si insistía demasiado, se zambullía e iba a salir un poco más lejos. A veces le daba pequeñas muestras de afecto, pero lo mismo hacía con el otro soltero. Este, no obstante ser menos enérgico, era solícito con la hembra y ella agradecía sus atenciones comiendo o descansando cerca de él. Entonces, el galán se interponía entre los dos.
Las noches se volvieron muy frías. Al comer, engullían tantos trozos de hielo como quisquillas. No había más solución que marcharse. Fue la hembra quien los condujo a través de las aguas tumultuosas del cabo de Hornos; luego viró hacia el norte, a lo largo de la costa de Chile. Allí, la corriente del Pacífico, impulsada por los vientos, llega a una fosa de unos ocho kilómetros de profundidad, situada a lo largo de la costa y conocida como hondonada Chileno-Peruana.
En aquella zona todo era desproporcionado. Durante las tormentas, las olas se oían a varios kilómetros tierra adentro; los nutrimentos minerales eran tan ricos que el atún alcanzaba 650 kilos de peso y el pez espada seis metros de longitud; los pulpos flotaban como cortinas. En medio de ese mundo de proporciones gigantescas, ellos seguían siendo las criaturas más grandes. Pronto medirían 24 metros.
La vida era hermosa para los tres. Por su elocuente lenguaje de movimiento, se diría que la hembra estaba a punto de corresponder al galanteo. Sólo le faltaba un poco más de soltura y gracia al nadar, y una carrera más ágil y veloz cuando incitaba a que la persiguieran. El lenguaje no podría haber sido más claro: ¡Alcánzame!
Nuestro ballenato estaba encantado; todas sus acciones proclamaban: ¡Espera y verás! El único problema era que el otro soltero estaba igualmente embelesado. No trataba de persuadirla; sólo permanecía cerca de ella con infatigable devoción, mientras su amigo se esmeraba en mostrarle de cuánto se estaba perdiendo. Durante el descanso nocturno, cuando los tres dormitaban en la superficie, solía acercarse y acariciarla con su piel. No la abrazaba con sus aletas ni la envolvía con su cuerpo. Le bastaba manifestarle lo que podría ser la próxima expresión de su cariño.
Una mañana, al despertar, la hembra había desaparecido.
EXTASIS Y AGONIA
NO ESTABA muy lejos. No hubiera permanecido tanto tiempo con los machos de no haber sentido que uno de ellos valía para compañero de por vida. ¿Pero cuál? Necesitaba alejarse durante un tiempo y esperar a qué la intuición le diera la respuesta.
El más pasivo era simpático y fiel, y ella le correspondía con gratitud y confianza. No la atraía sexualmente, pero sus propios deseos tampoco eran intensos; para ello era preciso estar bien alimentada. Si una especie no está segura del porvenir, parece que pierde el instinto de la reproducción.
¡Pero el otro! Aunque tampoco había comido bastante en la última temporada, ¡qué vitalidad! ¿Sería ella la apropiada para una relación tan exigente?
Estaba demasiado lejos para que la pudieran localizar con golpecitos de eco. Sólo la voz podía alcanzarla, y la de nuestra azul era penetrante. El otro macho llamaba también, pero no tan a menudo ni con tanta urgencia; su llamada preguntaba: ¿Dónde estás?; en cambio, la del otro ordenaba: ¡Ven acá!
Y ella obedeció. Una mañana, como si nada hubiera sucedido, amaneció junto a él. Rebosante de felicidad, nadó en todas direcciones para acercarse a ella: arriba, abajo, a su lado, debajo de su vientre, por encima de su lomo, sin tocarla ni una sola vez, pero rodeándola con las corrientes y los remolinos que producía en el agua. Permaneció quieta un momento, y luego respondió con efusión a sus incitaciones; podía imitarlo en el más sútil entrelazar de los cuerpos. Giraban y bailaban abajo y arriba, a un lado y a otro, con el donaire que habían aprendido durante años de jugar en el mar, su único compañero hasta entonces.
Después, llenos de emoción nadaron lentamente en círculos en la superficie, y los fueron cerrando hasta que se unieron en su centro con una explosión que los hizo salir del agua. En el aire y bajo el Sol, se alzaron hacia el cielo dos de las criaturas más grandes de la Tierra, transportadas por el éxtasis.
Cayeron de costado entre las olas, cuando aquel tremendo impulso cesó. Los destellos de espuma fueron como un estallido del mismo Sol. Luego, terminada su primera consumación, descansaron, tocándose la piel a lo largo del cuerpo.
Al volver a la actividad, empezaron a nadar tranquilamente; la hembra iba adelante, y él la seguía, pues sólo deseaba verla. Cuando ella subió a la superficie para respirar, se le acercó y la acarició con dulzura. Excitada, volvió a zambullirse mientras él la seguía. Iniciaron un hermoso baile giratorio; ganaron velocidad y empezaron a ascender trazando curvas. Entre una gran agitación del agua, llegaron al momento culminante más pronto que la primera vez.
ATRAÍDO por el ruido, y contagiado por la febril emoción, apareció abajo un pez espada. Como arpón, clavó su arma de tres metros de longitud, en el costado de la hembra, y el salto convulsivo de esta rompió la espada. Antes de que los machos pudieran atacarlo, el pez desapareció.
La había herido precisamente detrás de una aleta, destrozándole los pulmones y el corazón. Permaneció inmóvil, mientras su compañero giró dos veces a su alrededor. Como no respondía, la golpeó con la cola en el costado y sólo entonces, al ver manar sangre de la herida, comprendió lo que había ocurrido.
¡Pronto! Había que llevarla a tierra. La costa distaba 20 kilómetros y era preciso alcanzarla antes de que se le agotaran las fuerzas. Su instinto la hizo reaccionar, y empezó a nadar acompañada por los dos machos, uno a cada lado.
La costa ya estaba a la vista, pero el agua era todavía profunda. La herida tuvo que detenerse. Sus surtidores se habían convertido en "fuegos de chimenea" por la hemorragia interna. Empezó a hundirse. Al instante, los machos se colocaron debajo de ella y la levantaron. Comprendían que necesitaba oxígeno, y la mantendrían en esa posición cuanto fuera necesario. En silencio, luchaban por salvarla.
De pronto, se oyó el ruido de las máquinas de un barco. La sangre había sido avistada desde la costa. La ballena dejó de soplar. No cabía duda: había muerto. El soltero se zambulló y se marchó; pero el otro no se daba por vencido. Trató con desesperación de mantenerle la cabeza en el aire; parecía rogarle: ¡Respira otra vez, sigue viviendo!
El bote estaba ya muy cerca. No obstante, él no se alejó. Dicen que el instinto de la propia conservación es el más fuerte; sin embargo no es así entre las ballenas azules, al menos cuando un corazón enamorado es el que decide.
Un arpón se le clavó en la cabeza y estalló, pero no antes de que él hubiera dado al bote un golpe que lo hizo bambolear y que zafó el arma. Los cazadores no tuvieron tiempo de volver a cargar el cañón. Perdieron a los dos, porque ya para entonces ella estaba muy lejos de la superficie. El macho y su compañera se hundieron juntos en la profundidad crepuscular del mar, que los recibió en su seno.
CONDENSADO DE "TWILIGHT SEAS: A BLUE WHALE'S JOURNEY", © 1975 POR SALLY CARRIGHAR Y PUBLICADO POR A.M HEATH & CO., LTD., LONDRES (INGLATERRA)