Publicado en
marzo 14, 2015
He aquí una pregunta que muchos padres de familia juzgarán inquietante, pero que debe hacernos meditar en bien de nuestros retoños.
Por Arlene Silberman (antes maestra, en la actualidad es conferenciante, escritora y consejera en problemas pedagógicos).
ERA UN día perfecto de primavera. Las madreselvas llenaban el aire con su dulce aroma y la profusión de lilas me alegraba el corazón mientras conducía mi auto por un paseo sombreado por los árboles. De pronto, un letrero adherido al parachoques posterior del coche que me precedía arruinó mi serenidad. ¿ACARICIO HOY A SU HIJO? preguntaban desafiantes aquellas letras rojas. Me cambié de carril, pero al cabo de unos minutos, reapareció el mismo letrero, que me obligaba a meditar en su pregunta.
Me estremecí al recordar mis estridentes censuras de aquella mañana en la cocina. "Mark, ayer te dije que tenías el cuello sucio, ¡y aún no te lo has lavado!" ¿Cómo no se me ocurrió dar a mi hijo las gracias por haber limpiado espontáneamente el piso del baño? ¿Por qué no le dije lo mucho que me gustaba su camisa nueva?
"Robert (y aún tenía yo metido en los oídos el tono de mi voz), si anoche hubieses vuelto a casa a una hora decente, esta mañana te habrías levantado a tiempo para prepararte el desayuno". Me había olvidado totalmente de que la semana anterior Robert había rechazado la invitación a una fiesta, con el solo propósito de poder visitar a sus abuelos.
No, claro: no me había mostrado cariñosa con mis hijos ese día. Ni tampoco estaba muy segura de haberlo hecho el día anterior.
Como me sentía más monstruo que madre, decidí averiguar qué respuesta darían otros padres a la pregunta que tan desazonada me tenía. Así pues, en la siguiente junta de la sociedad de maestros y padres de familia escribí en grandes letras mayúsculas, en un pizarrón que estaba a la vista de todos, la frase ¿ACARICIÓ HOY A SU HIJO? y me preparé a observar la reacción que provocase. Casi todos los presentes "cambiaron de carril", fingiendo no haber visto la pregunta escrita.
Por último, acicateados por los pocos padres que osaron enfrentarse a sí mismos, dedicamos las dos horas siguientes a hablar con escrupulosa y a veces penosa sinceridad. Casi todos hubimos de reconocer que ese día no habíamos acariciado o halagado a nuestros hijos; a decir verdad, muchos nos dimos cuenta de que las caricias no entraban en nuestras costumbres. Estábamos siempre prontos a criticar a los, niños, pero poco dispuestos a alabarlos. Con frecuencia los admirábamos, pero rara vez les expresábamos nuestra admiración. Poco a poco descubrimos tres razones de que, en nuestro comportamiento como padres o madres, tendiéramos a ocultar nuestros verdaderos sentimientos hacia los hijos:
1. Muchísimos de nosotros no sabemos demostrar cariño. No falta quien crea que la caricia es sólo el abrazo o el contacto de la piel. ¡De ninguna manera! He llegado a comprender que acaricio a Robert cuando preparo su plato favorito. Y Mark es objeto de las caricias de su padre cada vez que le guarda la sección de deportes del diario mientras nuestro joven alpinista sale de excursión. Llegamos a la conclusión de que cierto tono de voz puede ser también una caricia. Y lo mismo diremos de una sonrisa, un guiño, de un apretón de manos, de alborotarles el pelo. Lo es también el desear al hijo buena suerte en voz baja, el echarle un brazo sobre el hombro o dejarle una nota sobre la almohada.
2. Quizá nos dé miedo acariciar. Algunos padres o madres (sobre todo los primeros) parecen avergonzarse por cualquier demostración sentimental. Sin embargo, todavía es mayor su miedo de "echar a perder" a los hijos con alabanzas. Con frecuencia temen que los niños se envanezcan demasiado. Y sin embargo, aún no conozco al siquiatra, sicólogo o trabajador social que no opine que el problema hoy fundamental entre los niños es precisamente la inseguridad y la angustia de la propia valía.
3. Con frecuencia no hallamos ninguna cualidad digna de alabanza. Desde luego, acariciar a nuestros tiernos nenes no nos cuesta ningún trabajo. Claro que ellos no dejan en las toallas la mugre de las manos para decir que se las lavaron, ni ponen a sus padres en ridículo delante de la gente. La ropa tirada por el suelo y la ensordecedora música rock no suelen ser motivos de alabanza. No es, pues, extraño que en ocasiones los padres nos enfurezcamos al grado de no ver lo bueno por fijarnos en lo "malo".
Por suerte, se aprende a mirar a los hijos con aprecio y a acariciarlos. Y una forma de aprenderlo es la que recomienda la profesora Marie Hughes, recientemente jubilada de la Universidad de Nuevo México. Durante muchos años la profesora alentó a los maestros para que todas las semanas enviaran a los padres una nota alabando algo que el niño hubiera hecho. A veces no era difícil cumplir el encargo: "Tony terminó de leer un sexto libro este mes; ¡estamos muy orgullosos de él!"
Sin embargo, quien más necesita del halago es el niño más difícilmente alabable. Como la profesora Hughes quería que todos y cada uno de los pequeños recibieran semanalmente una nota de aprecio, había ocasiones en que las maestras dependientes de ella tenían que esforzarse para descubrir algo digno de lisonja. Por otra parte, al hacerlo encontraban cualidades que de otro modo hubieran pasado por alto. Escribía alguna: "Carlos todavía tiene dificultades en la lectura, pero jamás se deja descorazonar por los fracasos. ¡Admiro su empeño!" O bien: "Durante los primeros días de la semana vino una maestra sustituta, y Lola la ayudó muchísimo. Su gentileza es digna de especial agradecimiento".
Con adoptar el sistema Hughes hallarán los padres la manera de acariciar a sus hijos todos los días, no apenas una vez por semana. Por supuesto, encontrar motivos de alabanza quizá nos sea difícil, pero podremos descubrirlos si los buscamos con mayor empeño.
Hay una segunda técnica para mostrarnos cariñosos con los niños: tratarlos con tanta cortesía como a los adultos. ¿Que esto es elemental? ¡Pues no tanto! Pocos de nosotros hablaríamos con las amistades sin observar la cortesía que solemos negar a nuestrós hijos. Ordenamos, por ejemplo: "¡Pónte derecho!" Nada de tacto mostramos. "¿Ya viste cómo te queda ese suéter? Por lo menos dos tallas menos que la tuya". No, tampoco sensibilidad.
La tercera técnica se me ocurrió cierto día en que Robert me tenía desesperada. Después de decir a una buena amiga mía que mi hijo se había vuelto "totalmente desconsiderado, antipático y desorganizado", me detuve para cobrar aliento. Antes de que pudiera reanudar la letanía, ella intervino:
—Pero, ¡si Robert es un niño de lo más generoso! ¡Jamás exige nada! Ojalá mi Nancy fuera como él, en vez de pasarse el día pidiendo algo nuevo.
—No juzgues a Nancy con tanta dureza —repuse—. Nunca he oído a esa niña decir nada malo de nadie. Es un ángel.
Y de pronto caí en que el modo de admirar a nuestros hijos es figurarnos durante un instante que son ajenos. Esta nueva perspectiva invariablemente nos permitirá descubrir en ellos alguna cualidad digna de alabanza.
El padre que ha perdido un hijo cambia para siempre de perspectiva, gana un punto de vista que encierra un mensaje permanente para los padres: "Cuando veo padres impacientes, o cansados o aburridos de sus hijos, quisiera decirles: ¡Pero están vivos! ¡Piensen ustedes en el prodigio que ello representa!" escribía una mujer, llamada Frances Gunther. Su hijo, John Gunther, murió de cáncer a los 17 años. "Jamás sentí la maravilla, la belleza, la alegría de la vida tan intensamente como ahora, en el dolor que me traspasa porque Johnny no está aquí para disfrutarla".
En el epílogo de Death Be Not Proud, el libro donde John Gunther padre describe la lucha que su hijo riñó durante 15 meses para sobrevivir, esta madre implora a quienes todavía tenemos hijos que "los abracemos con mayor efusión y con un sentimiento más profundo de gozo".
Me propongo grabar sus palabras en mi corazón. Y todo padre de familia que tal haga, jamás volverá a cambiar de carril cuando vea ante sí la pregunta: "¿Acarició hoy a su hijo?"