UN PRESIDIARIO, UN NIÑO Y UN MILAGRO
Publicado en
febrero 15, 2015
Al tender la mano más allá de los muros de la prisión para ayudar a un niño desconocido, Morgan Leach descubrió nuevamente el valor del cariño.
Por Joseph Blank, en colaboración con Marjorie Mueller.
A PRINCIPIOS de febrero de 1972, cuando les llegó una carta procedente de la prisión de Folsom (California), Treva y George Allison habían perdido ya toda esperanza. Habían escrito poco antes de Navidad a varios periódicos del Estado solicitando la ayuda de un talabartero que pudiera hacer un cuello ortopédico para su hijo Kearey, de siete años de edad. Habían recurrido en vano a todos los fabricantes de aparatos correccionales de Oakland y San Francisco. Al parecer, la confección de abrazaderas de cuero a la medida resultaba demasiado costosa, y no había ya quien conociera el arte.
En octubre, cuando Kearey se encontraba de vacaciones en un campamento, saltaron llamaradas de una fogata y prendieron fuego a su ropa, originándole terribles quemaduras en el rostro, el cuello, la parte superior del tronco y los brazos. Durante las tres horas y media que transcurrieron hasta llegar al Hospital Saint Francis Memorial, de San Francisco, el niño no cesó de gemir. "Mamá, me voy a morir. Creo que no volveré a jugar", decía.
Las quemaduras cubrían el 35 por ciento de su cuerpo, pero había buenas probabilidades de salvarlo. En casos como este, la voluntad de vivir es casi tan importante como la atención médica y hospitalaria, pues la víctima sufre dolores horribles. El chiquillo no tardó en mostrar la determinación necesaria.
Cuando el Dr. Lawrence Foster, el especialista en cirugía plástica que le hacía injertos de piel, mencionó que esperaba darlo de alta en febrero, él protestó: "¡Oh, no! ¡Estaré en casa para Navidad!"
Kearey sufría dolores inimaginables cuando se le desprendía la piel chamuscada y le cambiaban los vendajes. Los injertos, al prender, le producían una comezón enloquecedora; y no podía rascarse por temor a destruirlos. Para Treva, los ojos de su hijo parecían los de un anciano de 100 años.
Con todo, sólo en una ocasión flaqueó Kearey. El 8 de diciembre, cuando su madre llegó al pabellón de quemaduras, la enfermera en jefe le dijo que el niño estaba sumamente inquieto; le habían dado sedantes, pero él agitaba con violencia la cabeza para mantenerse despierto. "Mamá, no soporto más"; gritaba. "Quiero morir".
Entró por fin en un sueño profundo. Al despertar, la depresión había desaparecido. Cuatro días después fue dado de alta... y celebró la Navidad en casa.
INJERTOS CONSTRICTORES
El chiquillo debía regresar periódicamente al hospital para que le practicaran nuevos injertos. Después lo seguirían examinando para determinar si haría falta una nueva intervención quirúrgica a causa de los cambios producidos por el crecimiento. La piel injertada no crece con la rapidez y la uniformidad de la normal; con el tiempo entorpece la movilidad en las articulaciones. En el caso de Kearey, podía afectar el movimiento de brazos, espalda, cuello y cabeza, y deformar el desarrollo de los huesos.
De hecho, cuando se encontraba aún en el hospital, los injertos y cicatrices habían empezado a contraerse. La barbilla y el lado izquierdo de la mandíbula iban cerrándose cada vez más contra la clavícula. (Posteriormente, se le torció el mentón y su boca se deformó al extremo de no poderla cerrar.) Por ello, el muchacho tendría que usar durante ocho o diez meses un corsé muy incómodo y un cuello ortopédico para evitar nuevas contracciones que podrían curvarle la columna vertebral y deformarle los huesos faciales.
El Dr. George Scrimshaw, que se había hecho cargo del tratamiento, recomendó una abrazadera de cuero, hecha a la medida, para la quijada y el cuello. Si el forro interior ajustaba perfectamente y carecía de costuras y arrugas, favorecería el crecimiento uniforme de los injertos. La ventaja del cuero es la comodidad: proporciona todo el apoyo necesario y al mismo tiempo permite el movimiento (cosa que no ocurre con el plástico y el metal). Y puesto que "respira", causa poca transpiración. El cirujano ignoraba dónde podrían obtener un soporte así, pero instó a los Allison a tratar de encontrarlo.
Buscaron en vano. Cuando Kearey fue dado de alta, le colocaron uno de metal y plástico, forrado de caucho esponjoso, pero lo hacía llorar por lo incómodo que era, así que se lo quitaron.
"¿POR QUE NO PROBAR?"
Hacia principios de febrero, el encargado del taller de artesanías de la prisión de Folsom mostró al recluso Morgan Leach una nota publicada en el diario Bee, de Sacramento, acerca de un niño que había sido víctima de graves quemaduras y necesitaba un cuello ortopédico hecho de cuero. Leach, de 51 años, cumplía una sentencia de diez por homicidio involuntario. Había sido talabartero desde su adolescencia, y le gustaba el oficio.
Inmediatamente pidió hablar con el subdirector de la prisión, Robert Thomas. Nunca había confeccionado un soporte ortopédico, confesó, pero le gustaría intentarlo. Thomas escribió a los Allison.
"No creo que pueda hacerlo", expresó Treva, "pero, ¿por qué no probar ?" Y su esposo convino en darle la oportunidad.
Hicieron el viaje de 185 kilómetros hasta Folsom. Aunque el sub-director los recibió amablemente en su oficina, los padres de Kearey se sentían nerviosos. El niño, en cambio, estaba tranquilo. Minutos después se presentó Morgan Leach, lacónico y grave.
Ciertamente, no era hombre efusivo. Dieciocho años antes se había separado de su esposa; poco después le notificaron que ella y sus tres hijas habían muerto en un accidente automovilístico. Se convirtió entonces en vagabundo; esta era la segunda condena que cumplía. Había jurado no volver a intimar con nadie ni depender de persona alguna.
Disimuló la impresión que le causaron las cicatrices de Kearey, pero sintió un enorme interés por aquel niño que mostraba manchas rojizas en la frente y la mejilla derecha. Se propuso confeccionar una abrazadera perfecta, por mucho trabajo que le costara.
Hizo varias preguntas acerca del tejido cicatrizado, tomó medidas y trazó algunos dibujos. "Creo que podré hacerla", confió a los Allison. "Tardaré un poco en obtener los materiales y en elaborarla. Avisaré al subdirector cuando esté lista para la prueba".
De vuelta en su celda, empezó a sacar patrones. Optó por un modelo de dos partes, unidas entre sí. Para el exterior emplearía cuero de pescuezo de toro, la piel más resistente del animal; y para el interior, la gamuza más suave. Llenaría el espacio intermedio con caucho esponjoso de alta densidad. Uniría las dos partes con una especie de esparadrapo que se adhiere con firmeza y se despega con facilidad.
Por lo general, la gamuza se curte a base de sustancias químicas, que, en el caso de Kearey, podrían provocar reacciones en los injertos. Por ello, escribió a varios proveedores hasta que dio con uno que suministraba gamuza curtida por indios. Estos, en su preparación, se valen de los órganos del ciervo.
Lo más difícil era la conformación del cuero exterior, que daría al cuello su forma, resistencia y ajuste; si se moldeaba bien, permitiría que el interior sujetara la mandíbula y quedara correctamente entallado, sin oprimir por ningún lado el maxilar inferior.
Morgan cortó los materiales y con el consentimiento tácito de los guardias introdujo en su celda una lámpara de luz infrarroja. Humedecida, la piel de toro se hace blanda y flexible; seca, se vuelve rígida y dura. Para darle forma tendría que moldearla ininterrumpidamente durante el largo proceso de secamiento. En dos ocasiones, trabajó más de 24 horas al calor de la lámpara, y las manos le quedaron de un rojo encendido.
LAS PRUEBAS
Más o menos cada semana, los Allison acudían al despacho del subdirector del penal; Kearey se probaba el soporte y el presidiario tomaba nota de las modificaciones necesarias. A finales de abril, poco después de que le quitaron al niño las vendas del más reciente de sus injertos, Leach le acomodaba la abrazadera cuando rozó por accidente la piel injertada, todavía muy sensible. El niño no dijo palabra, pero le rodaron las lágrimas.
Morgan sintió un profundo remordimiento. "Perdóname, Kearey", dijo en voz casi inaudible. "No te lastimaría por nada del mundo". El llanto le nubló la vista, y no pudo seguir trabajando.
En junio, le volvió a colocar el soporte. Después de un rato, Kearey declaró: "Se siente bien".
Lo llevó puesto las 24 horas del día durante nueve meses, hasta que los injertos se aplanaron y dejaron de estirarle la piel entre la quijada y la clavícula. El aparato funcionaba a maravilla; el forro interior, sin costuras, y terso, no dejaba marcas en los injertos.
Durante el verano y el otoño la familia Allison volvió con frecuencia a Folsom para que Morgan hiciera todavía algunos ajustes. Varias de esas visitas no eran imprescindibles, pero ni ellos ni el presidiario querían dejarse de ver. El matrimonio deseaba llevarle regalos, pero el reglamento de la prisión lo prohibía. Sin embargo, no impedía que él se los hiciera: artículos de cuero y otros objetos que obtenía por trueque de los artesanos de la cárcel.
En el curso de los dos años siguientes, los Allison continuaron visitándolo. Entre un viaje y otro, Treva, Kearey y sus dos hermanos menores le enviaban cartas, tarjetas postales y fotografías. Morgan escribió: "Hacía ya mucho tiempo que nadie me demostraba cariño".
Al estrecharse la relación, el recluso empezó a comunicarles lo que pensaba hacer una vez cumplida su condena. Llegó a hablar de volverse trampero en los bosques, pero Treva y George protestaron:
—Estás equivocado si crees que puedes introducirte en nuestra vida y luego alejarte cuando te plazca. ¡No te permitiremos desaparecer sin más ni más!
—Perdónenme —respondió—. No quise lastimarlos, Kearey es como mi propio hijo. Contar con ustedes es lo más maravilloso que me ha ocurrido.
NUEVA VIDA
Quedó entonces acordado que cuando fuese puesto en libertad lo llevarían a vivir con ellos; necesitaría algún tiempo para reincorporarse a la vida normal. El 7 de diciembre de 1974 les avisó. por teléfono: "¿Saben? ¡Salgo pasado mañana!"
A las 4:30 de la.madrugada toda la familia iba en camino. Aguardaron en la garita del centinela, a la entrada de la prisión. A las 7:15 el ex presidiario Morgan Leach, maleta en mano, salió con paso rápido. Kearey iba lleno de contento y repetía incesantemente: "Pasaremos una Navidad como nunca".
En los días que siguieron, el niño y el recién liberado dieron largos paseos juntos y Leach enseñó al chiquillo a cortar, filetear y coser el cuero. Fue creciendo entre ellos un profundo afecto.
Unas semanas después, cierta agencia de noticias publicó el relato de su vivencia con la familia Allison. En una población del norte del Estado de Nueva York, la señora Leach y sus hijas leyeron el artículo. La versión que llegara al ex preso de que habían muerto, tenía por base una confusión de identidades y de rumores. Por primera vez en 22 años, aquella mujer sabía del paradero de su marido. Sin embargo quedaba una pregunta: ¿cómo la recibiría?
Una de sus hijas se encargó de llamar por teléfono. Morgan, pasmado, pidió de inmediato hablar con su esposa. Después, ella tomó un avión para reunirse con él.
Los esposos Leach no tardaron en reconciliarse. Se establecieron en una población cercana a la de los Allison, donde luego fueron a residir dos de sus hijas con sus respectivas familias. Morgan abrió una talabartería. Por desgracia, el negocio no prosperó, y él se ha visto afectado por varias enfermedades. No obstante, tiene ahora un empleo de medio tiempo y espera encontrar un trabajo mejor.
Se siente muy agradecido. Con su esposa, sus hijas y sus nietos en torno, posee lo que nunca antes había poseído. Y todo sucedió porque tendió la mano más allá de los muros de la prisión para ayudar a un niño desconocido que necesitaba de él.