LOS 900 DÍAS: EL SITIO DE LENINGRADO
Publicado en
enero 18, 2015
Sección de libros.
SEGUNDA PARTE
Leningrado agonizaba. Sitiada por el Ejército alemán, formidablemente atrincherado, y cortadas sus vías de acceso al resto de Rusia, la ciudad recibía, a través del bloqueo, apenas una pequeña ayuda en alimentos y combustible. En medio de la metralla, las bombas y el hambre, la urbe se hundía en una apocalíptica blancura de nieve, hambre y terror. Harrison Salisbury, uno de los más importantes redactores del Times de Nueva York y ganador del Premio Pulitzer de periodismo, ha pasado 25 años recopilando material para este relato. Estos hechos no se habían revelado anteriormente ni en el mundo libre ni en la Unión Soviética. Salisbury demuestra en estas páginas asombrosas que el desastre final de Leningrado no obedeció a órdenes de Berlín, sino del propio Kremlin. Esta epopeya de intolerables penalidades y tragedias pone de manifiesto el triunfo del pueblo de Leningrado, abandonado, a merced de sus fuerzas exclusivamente.
"El relato de uno de los más horribles, y también de los más heroicos, episodios de la historia humana. El señor Salisbury reúne todas las cualidades que se requerían para escribirlo, y por cierto que lo ha hecho con verdadera maestría. De su pluma ha salido una obra maestra de la narración".
— C.P. Snow, en la sección bibliográfica del Times de Nueva York.
"Es una historia de extraordinaria sensibilidad, y al mismo tiempo es literatura auténtica ... digna de figurar al lado de La guerra y la paz".
— Harry Barnard, en Book Week.
Condensado del libro de Harrison Salisbury.
EN DICIEMBRE comenzaron a aparecer los trineos infantiles pintados de rojo o amarillo, deslizándose por las pendientes, regalos quizá de alguna Navidad. Pero ahora llevaban una tétrica carga: los enfermos, los moribundos... y los muertos, amortajados en sábanas o dentro de ataúdes de madera sin pintar.
Por todas partes se veían estos trineos: por los amplios bulevares, sobre el helado río Neva, en la espléndida Perspectiva Nevsky, símbolo del pasado imperial de Leningrado. El chirrido monótono de los patines sobre las nevadas calles resultaba ensordecedor; incluso ahogaba el distante tronar de los cañones alemanes. No había automóviles en las calles : sólo gente arrastrando trineos. Con frecuencia caían muertos los que arrastraban, sin hacer ruido, sin proferir un quejido, ni un grito.
A mediados de diciembre de 1941 6000 personas morían de hambre cada día a causa del asedio alemán. Hasta el olor de la ciudad comenzaba a cambiar. Desaparecieron las emanaciones de gasolina, tabaco, caballos, perros y gatos. La ciudad olía ya a nieve fresca y piedra mojada. A veces uno arrugaba la nariz al percibir en la calle el tufo amargo del aguarrás, señal de que acababa de pasar un camión lleno de cadáveres, camino del cementerio. El aguarrás que se usaba para rociar con él el vehículo y los cuerpos, permanecía en el aire helado como si fuera el rastro de la muerte.*
Todos los leningradenses se preguntaban qué había sucedido, cómo habían llegado al borde mismo de la catástrofe. Convencidos por años de propaganda de que era invencible el poderío soviético, muchos se resistían a creer que los alemanes hubieran recorrido 800 kilómetros a través de los Países Bálticos para llegar a las puertas de la ciudad. Y sin embargo, la bfitzkrieg germana, que comenzó el 22 de junio de 1941, lo había logrado en poco más de dos meses.
Con la caída de dos poblaciones, Mga y Shlisselburg, la ciudad de Leningrado había quedado aislada del resto de Rusia; el asedio comenzaba. Los envíos de alimentos y combustible procedentes del exterior habían disminuido casi por completo. El primero de enero de 1942, después de 123 días de sitio, las reservas alimenticias de la ciudad estaban casi agotadas; pero eso era un hecho sólo conocido por Andrei Zhdanov, secretario del partido en Leningrado, y su grupo de colaboradores.
En Moscú, Stalin y sus generales habían planeado una nueva ofensiva rusa para liberar a Leningrado. Pero también aquella esperanza había muerto. Batido durante seis meses por fuerzas alemanas superiores, habiendo sufrido hasta el 100 por ciento de bajas en algunas unidades, el Ejército Rojo no pudo realizar la operación.
Sólo quedaba a Leningrado una posibilidad de supervivencia: la ruta del hielo sobre el lago Ladoga, enorme extensión de agua que se halla al nordeste de la ciudad. Esta ruta estaba formada por una red de unas 60 trochas, con una longitud total de 1600 km. aproximadamente. Desde el primero de noviembre se transportaban suministros por dicha vía, pero las dificultades que producían los ataques aéreos, las bajas temperaturas y los resquebrajamientos de la superficie helada, la hacían poco práctica. La temperatura en la zona oscilaba entre los 10 y los 20 grados bajo cero. Algunos conductores morían congelados, y sus camiones quedaban paralizados.
El 5 de enero Zhdanov, que trabajaba sin cesar para mantener en actividad la débil arteria salvadora, tuvo que confesar que la ruta "lleva a Leningrado sólo la tercera parte de los víveres indispensables para mantener siquiera sea el más escaso nivel de subsistencia. El pueblo sufre las más increíbles penalidades".
Desesperados, Zhdanov y sus ayudantes echaron mano de todos los recursos que tenían a su disposición: uno de ellos era la juventud comunista. Pese a que sus filas habían sido diezmadas en el frente, los que quedaban se organizaron en destacamentos para ir de edificio en edificio, ayudando a los vivos, retirando a los muertos. Las escenas que se ofrecían a sus ojos superaban todo lo imaginable.
Una joven, después de una de estas visitas a un apartamento de Leningrado, contaba: "Había escarcha en las paredes. En una silla reposaba el cadáver de un muchacho de 14 años; en una cuna, el de un niño de meses. Sobre la cama, muerta, el ama de la casa. En la puerta, una vecina contemplaba, sin comprender, el espeluznante cuadro. Al día siguiente moriría ella también".
Tal era Leningrado en enero de 1942. "La ciudad está muerta", escribía un cronista. "No hay electricidad. Ni tranvías. Ni agua. Casi el único medio de transporte son los trineos que llevan cadáveres. La ciudad se muere tal como ha vivido desde hace medio año: apretando los dientes".
Zhdanov y sus colaboradores sabían que sólo las medidas más extremas podrían lograr que Leningrado sobreviviera aquel invierno. Nadie podría salvar a los leningradenses... Ni Stalin, ni el Ejército Rojo, ni el partido comunista... Sólo sus ciudadanos, hombres y mujeres, hambrientos, muertos de frío, combatiendo en las ruinas de su ciudad, luchando mientras tuviesen fuerzas.
CIUDAD DE LOS MUERTOS
EN EL Museo de Historia de la ciudad hay unas pocas hojas arrancadas de un cuaderno escolar. Son páginas del abecedario ruso. Bajo las letras correspondientes, se leen diversos apuntes hechos por una mano infantil:
Z—Zhenya murió el 28 de diciembre de 1941. B—Babushka murió el 25 de enero de 1942. L—Leka murió el 17 de marzo. M—Mamá, el 13 de mayo. Todos murieron. Sólo queda Tanya.
Estas notas las escribió Tanya Savicheva, colegiala de 11 años, y en ellas se lee la historia de su familia durante el asedio. A Tanya la evacuaron de Leningrado en la primavera de 1942, pero sufría de disentería crónica, y, en 1943, también ella murió.
La extinción de toda una familia no era infrecuente. Según palabras del cronista oficial de Leningrado, "cada día que uno sobrevivía en la ciudad asediada equivalía a muchos meses de vida corriente. Resultaba aterrador ver cómo, de hora en hora, se iban agotando las fuerzas de los seres queridos que nos rodeaban. Ante los ojos de las madres, morían hijos e hijas; los niños quedaban huérfanos; multitud de familias desaparecieron por completo". La gente solía comer cualquier cosa que calmara las punzadas del hambre. Un día, el almirante Yuri Panteleyev, jefe de estado mayor de la Flota del Báltico, recibió la visita de la esposa de uno de sus amigos. Ella y su familia se morían de hambre, pero Panteleyev confesó que él nada podía hacer. Cuando se levantó para despedirse, la señora vio una cartera de cuero que el almirante tenía en su mesa.
—¿Me permite llevármela? —preguntó. Perplejo, el almirante se la dio.
Pocos días más tarde Panteleyev recibió un regalo de su visitante: un plato de gelatina de carne y, aparte, los herrajes niquelados de su cartera. En una tarjeta, la señora explicaba que no había podido hacer nada con ellos, pero que la gelatina era producto del cuero de la cartera.
Aquel invierno fue uno de los más fríos de los tiempos modernos, con una temperatura media de 13 grados bajo cero en diciembre y 20 grados bajo cero en enero. Las únicas fuentes de combustible eran los pequeños bosques en torno a la ciudad, un poco de turba que se encontraba bajo la nieve en la ribera norte del Neva, y las casas y edificios de madera de Leningrado. Andrei Zhdanov autorizó la demolición de casi la totalidad de los edificios de madera.
El helado suelo parecía de hierro; para poder enterrar a los muertos, los zapadores del Ejército tenían que abrir con dinamita largas zanjas en los cementerios y en algunas de las plazas públicas.
En el cementerio Piskarevsky se ordenó emplear máquinas de vapor. Una noche el periodista Vsevolod Kochetov, del Pravda de Leningrado, vio las máquinas trabajando. Pensó que estaban construyendo nuevas fortificaciones, pero su chofer aclaró:
—Están abriendo tumbas. ¿No ve los cadáveres?
Kochetov observó más detenidamente. Lo que había tomado por haces de leña eran montones de cuerpos humanos.
—Los hay por millares —comentó el chofer—. Paso por aquí diariamente y todos los días abren una nueva zanja.
Aun así, quedaban muchos muertos sin enterrar. Con amenaza de ser juzgados por un "tribunal revolucionario" —lo que significaba so pena de fusilamiento—, las autoridades habían ordenado el cumplimiento de "las más estrictas normas sanitarias". Para muchos leningradenses era una amenaza inútil. A medida que se debilitaba la población, iba quedando cada vez menos gente con fuerza para enterrar a los muertos. Muchas veces solían trasladar el cadáver al cuarto más frío de la casa, con lo que, paulatinamente, las casas de Leningrado fueron llenándose de muertos.
A veces los sobrevivientes dejaban los cadáveres en las calles, con la esperanza de que una patrulla que pasara les diera sepultura. Las calles eran entonces lugares de horrores inconcebibles. Un transeúnte se alarmó al ver a varias personas sentadas en las puertas con la cabeza entre las manos. Sólo al aproximarse pudo observar que estaban muertas. Los vivos pasaban a su lado, casi con indiferencia.
A orillas del Neva el escritor Nikolai Chukovsky vio que alguien había abierto en el hielo una docena de agujeros y que centenares de mujeres, con cubos en la mano, esperaban su turno. Las cañerías de la ciudad estaban todas congeladas, y el agua se obtenía principalmente del río y de los canales. Pero, horrorizado, Chukovsky observó que en el hielo alrededor de los agujeros había muchos cadáveres abandonados de gente que había muerto allí mientras esperaba para llenar su cubo.
Nadie que hubiera bebido del agua de los agujeros del hielo aquel invierno podía quitarse ya el gusto de la boca. Daba lo mismo que se hirviera (por lo general no había fuego con que hacerlo), o que se utilizara para hacer un sucedáneo de café o de té. El gusto delator, entre dulce y mohoso, siempre parecía quedar.
Incluso los ánimos más esforzados comenzaban a dudar de que Leningrado pudiera sobrevivir a tal situación.
LA VOZ DE LA VIDA
UN DÍA en que el escritor Lev Uspensky fue a la Casa de la Radio, sede de Radio Leningrado, se sorprendió al ver en el gélido estudio un curioso aparato de madera, especie de rastrillo corto sin dientes, en forma de T. El director, Y. L. Babushkin, le explicó que era una muleta que le permitía leer ante el micrófono cuando estaba demasiado débil para tenerse en pie.
—Y hay que leer —agregó el director—. En millares de casas están a la escucha. Nuestra voz puede salvarlos.
La T de madera no era un simple invento ocioso. El poeta Vladimir Volzhenin había desfallecido de inanición en la emisora después de leer sus versos al público de Leningrado. A los pocos días murió. Un actor que cantó en la representación de La doncella de la nieve, de Rimsky-Korsakov, estaba tan débil que tenía que apoyarse en un bastón. Al caer la noche él también había muerto.
Vsevolod Rimsky-Korsakov, sobrino del célebre compositor, hacía servicio de vigía de incendios sobre el techo del edificio de siete pisos de la Casa de la Radio. Una noche de enero estaba de guardia mientras los fuegos iluminaban el horizonte donde se proyectaban las siluetas de los edificios. Hablaba con un amigo del día de la victoria, que estaba seguro vendría. Antes de la mañana, había muerto.
En enero la vida de la Casa de la Radio se concentraba en una habitación alargada del cuarto piso que, según un testigo, tenía el aspecto de un campamento de gitanos. La estancia estaba siempre llena, con veinte o treinta hombres y mujeres. Había catres y divanes, mesas de despacho y cajas de embalaje, montones de periódicos, archivos y unas estufas pequeñas. Cuando el frío, los bombardeos y el hambre estaban en su apogeo, se instalaron los micrófonos en aquella sala, para evitar a los debilitados locutores el esfuerzo de subir al estudio principal de la emisora.
"Los teatros y cines estaban cerrados", recuerda la poetisa Olga Berggolts. "La mayoría de los leningradenses carecía de fuerzas hasta para leer en sus casas. Creo que nunca se han escuchado recitales poéticos como lo hicieron los habitantes de Leningrado aquel invierno: hambrientos, hinchados, casi sin vida".
Pero el 8 de enero de 1942 la radio enmudeció en casi todas las zonas de Leningrado. No había energía eléctrica para la trasmisión. Pronto, desde todos los confines de la ciudad, comenzaron a afluir personas hacia la Casa de la Radio para preguntar qué pasaba y enterarse de cuándo volvería a transmitir la emisora. Un anciano llegó penosamente desde la isla Vasilevsky, con un bastón en cada mano, y dijo: "Si algo piden de nosotros, si es cuestión de valor personal... está bien. Incluso si se trata de reducirnos las raciones... podemos aceptarlo. Pero que no nos quiten la radio. Sin ella, la vida es demasiado terrible. Sin ella, es como estar ya en la tumba".
Posteriormente volvió la corriente eléctrica, y se reanudaron las emisiones de poesía, sinfonías y óperas. La radio, según estimación de los que en ella trabajaban y de los que sobrevivieron al asedio de Leningrado, fue lo que mantuvo viva la ilusión en la ciudad cuando no había ni alimentos, ni calor, ni luz, ni virtualmente esperanza alguna.
UNA NUEVA CLASE DE CRIMEN
AL ENTRAR el invierno, y a medida que pasaban las semanas, fue propagándose lo que entre la policía leningradense se denominó "una nueva clase de crimen".
Era el asesinato para proporcionarse comida. Sucedía a diario. Un golpe por la espalda... una anciana que esperaba en una cola de racionamiento caía muerta... y un joven pálido echaba a correr después de haberle arrebatado el bolso y su cartilla. El relámpago fugaz de un cuchillo... un hombre que salía de una panadería caía mortalmente herido en la nieve... y una sombra oscura se alejaba con la hogaza de pan que la víctima llevaba.
La policía de Leningrado, como toda la de Stalin, estaba bien organizada y con personal suficiente, aun en aquellos tiempos difíciles. Pero la mayoría de los crímenes no los cometían delincuentes habituales (entre los que las autoridades contaban con una buena red de confidentes). Eran actos de ciudadanos ordinarios, movidos al robo y al asesinato por el hambre, los bombardeos, el frío, los sufrimientos.
A medida que avanzaba el invierno, aparecieron bandas de asesinos. A veces había entre ellos desertores del frente, ex soldados del Ejército Rojo, elementos de toda índole. Asaltaban a los peatones de día o de noche. Organizaban golpes contra las panaderías e incluso robaban los camiones o los trineos que transportaban provisiones. Penetraban en los pisos y los saqueaban; si un ocupante alzaba la voz (por lo general allí no había más que muertos), le daban un golpe en la cabeza y después prendían fuego al apartamento para borrar sus huellas.**
La reacción oficial ante este tipo de crímenes fue rápida y directa. El subsecretario del partido en Leningrado, A. A. Kuznetsov, delegado de Zhdanov, explicaba más tarde: "Les diré sencillamente que fusilábamos a la gente sólo por robar un pan".
En noviembre el Pravda de Leningrado comenzó a publicar sueltos breves, invariablemente en la última página, en los que se informaba de las sentencias de los tribunales militares en los delitos de robo de alimentos: tres hombres fusilados por robar en un almacén; dos mujeres ejecutadas por ganancias ilícitas en el mercado negro; cinco individuos fusilados por robo de harina de un camión; seis hombres ajusticiados por conspirar para distraer alimentos del sistema estatal. A veces algunos acusados eran condenados a 25 años en un campamento de trabajo.
Pero la pena más usual era la capital. Fueron destacadas patrullas de soldados del frente para vigilar las calles. No se seguía ningún procedimiento legal. Simplemente, hacían detener a los sospechosos y los cacheaban. Si les hallaban cartillas de racionamiento robadas, o cualquier alimento cuya posesión no pudieran justificar, los fusilaban en el acto y en el lugar.
Cada mes se expedía una nueva tarjeta de racionamiento, y antes de diciembre la gente podía obtener en las oficinas regionales duplicado de las cartillas extraviadas, pero en diciembre comenzaron a formarse largas colas en esas oficinas y, antes de que el jefe de abastos, Dimitri Pavlov, pudiera impedirlo, se habían expedido 24.000 tarjetas nuevas a gente que alegaba haber perdido la suya en algún incendio provocado por el fuego enemigo. Pavlov sabía que muchas personas obraban fraudulentamente. Por ello se privó a las oficinas regionales de la facultad de expedir duplicados de cartillas. En adelante, las nuevas tarjetas sólo podrían obtenerse en la oficina central tras presentar pruebas irrefutables: la declaración de testigos, corroborada por la del administrador del edificio, un agente local del partido o la policía. Las solicitudes pronto bajaron a cero, pues, en realidad, si uno perdía la cartilla le era poco menos que imposible obtener un duplicado.
Por tanto, lo peor que le podía ocurrir a un leningradense era la pérdida de su tarjeta de racionamiento. Una noche, una pensionista y su hija Lulya, de 16 años, se presentaron en el Hospital Erisman. Las dos se hallaban en un estado de gran agitación. Una embaucadora había prometido a la hija conseguirle un buen empleo, con buenas comidas, en un hospital militar. Aquella noche la mujer persuadió a la madre para que le prestara 45 rublos (todo lo que tenía), tomó las cartillas de racionamiento de las dos y las condujo al Hospital Erisman, donde iban a "entrevistar" a la joven. De pronto, madre e hija oyeron que su bienhechora les gritaba en la oscuridad: "Por aquí", y después desapareció.
En el hospital las dos lloraban. La madre decía y repetía: "¡Lulya: me has llevado a la tumba... todavía viva!" Uno de los médicos las ayudó a hacer un informe para la policía. Pero nadie sabía si les serviría o no. Habían quedado sin tarjetas de racionamiento y apenas estaban a principios del mes. Cuatro semanas sin alimento: una sentencia de muerte.
ARDE LA CIUDAD
LAS PRIVACIONES llevaron a muchos al borde de la locura. Yelizaveta Sharypina, maestra que trabajaba para el partido, fue un día a una tienda de la calle Borodinsky. Allí vio a una señora muy excitada que insultaba sin cesar a un muchacho de unos diez años, mientras lo golpeaba repetidamente. El chico, sentado en el suelo, hacía caso omiso de los golpes y, con gran avidez, devoraba un trozo de pan negro, embutiéndoselo en la boca con toda la rapidez que sus mandíbulas le permitían. Alrededor de la mujer y el niño se formó un grupo de espectadores silenciosos.
Sharypina sujetó a la mujer, mientras trataba de hacerla desistir.
—Es un ladrón... ¡un ladrón!... ¡un ladrón! —gritaba la mujer desesperada.
El dependiente le acababa de dar su ración diaria de pan, y ella la había dejado un instante sobre el mostrador. El muchacho agarró el pan, se sentó en el suelo y comenzó a engullirlo, sin importarle los golpes ni los gritos, ni nada de lo que sucedía en torno suyo. La señora decía que unas pocas semanas antes había llevado a su único hijo al depósito de cadáveres. Sharypina logró que la gente que había en el despacho de pan diera trozos de sus respectivas raciones a la desdichada mujer. Luego interrogó al muchacho. Su padre, según creía, estaba en el frente. Su madre había muerto de hambre. Quedaban dos hermanos: él y uno menor, y vivían en el sótano de una casa que había sido destruida por una bomba.
Aumentaron los sufrimientos. Los niños más pequeños se criaron sin conocer lo que eran perros ni gatos, pues ya no quedaba casi ninguno en Leningrado. Tampoco había pájaros. Los primeros en desaparecer fueron los cuervos. Volaron hacia las líneas alemanas en noviembre.
Se acabaron después las gaviotas y las palomas, devoradas por los ciudadanos. Después se extinguieron los gorriones y los estorninos. Morían de frío y de hambre, lo mismo que las personas. Algunos decían haber visto gorriones caer como piedras al volar sobre el Neva, simplemente congelados durante el vuelo.
También las ratas habían desaparecido casi totalmente. Es posible que hubieran muerto congeladas. Pero los soldados del frente no lo creían así. Decían que los roedores de Leningrado saliendo de los helados sótanos, abandonando los edificios bombardeados, se habían abierto paso, por decenas de millares, a las trincheras del frente. Allí la comida era menos escasa. Muy cierto era que las ratas abundaban en el frente. El único consuelo que podían tener los hambrientos soldados rusos era el saber que esos animales eran más numerosos en el frente alemán, donde la alimentación era bastante mejor.
El 25 de enero Kuznetsov recibió una llamada telefónica urgente de la última central de energía eléctrica que funcionaba. Era la número 5, que había estado en servicio gracias a un escaso suministro diario de 500 metros cúbicos de madera. Pero aquel día se había agotado el último combustible, y no había más en camino.
"Hagan lo que puedan durante algunas horas", suplico Kuznetsov. Pero no había con que alimentar las calderas. Las turbinas fueron girando cada vez más lentamente hasta pararse al fin. Ello privó de electricidad a la única estación de bombas de agua que quedaba. Dejaron de funcionar las bombas. Sin agua, los panaderos no podían seguir haciendo pan.
A la panadería del distrito Frunze, una de las ocho que aún funcionaban en la ciudad, se llevaron dos bombas del cuerpo de bomberos y con ellas se logró trabajar. En otro distrito se hizo un llamamiento a la Juventud Comunista: "Se necesitan 4000 cubos de agua antes de la noche para la panadería, o no habrá pan mañana. Necesitamos un mínimo de 2000 voluntarios, porque ninguno de ellos puede transportar más de dos cubos; no tienen las fuerzas suficientes".
Se logró movilizar a los jóvenes, los cuales formaron una cadena humana desde las heladas riberas del Neva hasta la panadería, para pasarse los cubos de agua. Luego, con los trineos de los niños, se repartió el pan a los despachos.
Al acabarse las reservas de combustible en la central número 5, la estación principal de bombeo estuvo sin recibir energía eléctrica durante 36 horas. La temperatura era de 35 grados bajo cero y, mientras las bombas volvían a funcionar, las tuberías de Leningrado se helaron. El resultado fue que no se pudieron combatir más incendios y la ciudad comenzó a arder.
Estallaron centenares de incendios, provocados por las defectuosas y mal instaladas estufas improvisadas con que los leningradenses trataban de calentar sus casas. Desde el primero de enero al 10 de marzo se registraron 1578 siniestros, causados por las 135.000 estufas que había, según ciertos cálculos. Los edificios ardían día tras día.
Una tarde Fedor Grachev, médico director de un hospital en la isla Vasilevsky, andaba por la Plaza del Teatro cuando vio el fulgor de un gran fuego en la calle Decembrists. Las llamas se habían apoderado de los tres pisos superiores de un edificio que estaba decorado con figuras del folklore ruso.
Las llamaradas salían de las ventanas, proyectando una luz tétrica sobre la escena. El calor del incendio derretía la nieve y el hielo, y esto había atraído una multitud que pacientemente llenaba sus cubos con la escasa agua. Nadie hacía ningún intento de extinguir las llamas.
—¿Lleva ardiendo mucho tiempo? —preguntó Grachev a una mujer que estaba allí.
—Desde esta mañana.
Grachev se quedó un rato para calentarse; luego siguió su camino.
"¡QUÉ REGALADA VIDA!"
EN AQUEL osario en que se había convertido Leningrado, las acciones más simples asumían proporciones épicas. Olga Berggolts ofrece uno más de entre muchos ejemplos. Su padre, el Dr. Feodor Berggolts, le había advertido al comienzo del asedio que si su esposo Nicolai no salía de la ciudad, estaba condertado a muerte. Su salud era tan precaria que lo habían eximido del servicio militar. Pero Nikolai, especialista en literatura, había permanecido y seguido sus estudios, y Olga había trabajado en la Casa de la Radio, declamando sus versos a la ciudad.
El 29 de enero se cumplió la predicción de su padre. Nikolai murió. Fue la única vez que Olga lloró durante el asedio, pues, tal como escribía en uno de sus poemas, "las lágrimas de los leningradenses se han congelado".
En los primeros días de febrero Olga emprendió la caminata más larga que haría en su vida. Iría a visitar a su padre en la fábrica donde trabajaba como médico residente, a unos 20 kilómetros del centro de la ciudad. Sus camaradas de la Casa de la Radio le dieron cuantas provisiones pudieron; ella tenía su propia ración de pan: 250 gramos, que colocó en la funda de una máscara antigás.
Comenzó su viaje lentamente un día encapotado y frío. No estaba segura de si tendría fuerzas para llegar a su destino. Por tanto, resolvió pensar sólo en cada etapa de su viaje. Primero, la caminata a lo largo de la Nevsky, contando, uno por uno, los postes del alumbrado...
Así llegó a la estación de Moscú. Allí pudo hacer alto durante un rato, para seguir luego por el Staro Nevsky en dirección a la fábrica Lenin. Iba de poste en poste. Había cadáveres por la calle... y trolebuses parados, vacíos. Le parecían reliquias de otra vida, de otro siglo diferente.
Siguió andando, y el camino comenzó a parecerle sorprendentemente corto y tranquilo. Todo era suave y dulce; si pudiese abandonarse en uno de aquellos montones de nieve blanda...
Después de haber estado andando durante más de tres horas, Olga descansó nuevamente y encendió uno de sus dos cigarrillos. Más tarde, en la fábrica Lenin, cortó cuidadosamente un pedazo de pan.
Por fin llegó al lugar por donde debía cruzar el helado río Neva. Caía ya la tarde, y sobre el río parecía flotar una especie de bruma color lila. La fábrica le pareció entonces más lejana que nunca, a pesar de que ya podía divisarla en la nevada lontananza; sabía que a la izquierda de los talleres principales estaba el viejo edificio enmaderado donde su padre tenía la clínica.
Le quedaba un trozo de pan: unos cien gramos. Tan pronto como me reúna con mi padre —se decía Olga— tomaremos una taza de agua caliente y nos comeremos este pan.
Salió al lecho del Neva. El sendero era muy angosto y los pasos de Olga se tornaron indecisos. Al llegar a la otra ribera, se sintió desfallecer. Aquella margen del río era como una montaña de hielo. Delante de Olga, subiendo a gatas por el hielo, iba una mujer con una jarra de agua sacada del río.
"No puedo subir esa cuesta", se dijo Olga en voz alta. Todo aquel terrible viaje había sido en vano. Pero al aproximarse más a la montaña de hielo notó que habían abierto escalones en la ladera. La mujer que llevaba el agua le habló:
—¿Lo intentamos?
Las dos comenzaron a subir juntas, apoyándose una en el hombro de la otra, a gatas, parando cada dos escalones para descansar.
—El doctor abrió estos escalones —dijo la mujer mientras descansaban por cuarta vez—. Así es un poco más fácil llevar agua.
Llegaron arriba y siguieron hacia la fábrica y la clínica. Olga entró en la salita de espera, mal iluminada. Sobre un banco de madera yacía una mujer, envuelta en una chaqueta. Parecía dormir, pero estaba muerta. En el aposento adyacente se hallaba, sentado ante una mesa, un hombre cuyo pálido rostro iluminaba un grueso cirio de iglesia.
—Papá, soy yo —dijo Olga.
Su padre comprendió al instante por qué había venido, pero no quiso hablar de ello. Se levantó, le echó el brazo por el hombro y le dijo:
—Ven, vamos a tomar el té.
En otro cuarto, a la luz de una vela, tomaron té y comieron galletas hechas del grano rebuscado en los sótanos de una fábrica de cerveza. Olga ofreció a su padre el cigarrillo que le quedaba. Él aspiraba placenteramente el humo mientras exclamaba :
—¡Qué regalada vida nos estamos dando!
—Papá: por lo que a mí respecta, ya no me considero con vida —respondió ella.
—¡Tonterías! —le contestó él bruscamente—. Claro que estás viva. Mírame. Le tengo mucho apego a la vida. Hasta me he hecho coleccionista.
Era una especie de sicosis, explicó. Se había puesto a coleccionar tarjetas postales, botones, semillas de rosa. Alguien había prometido enviarle las de una rosa especial llamada "Gloria de paz". Desgraciadamente habían quemado como leña la cerca de madera que rodeaba la clínica. Pero en la primavera erigirían otra, y junto a ella él sembraría las rosas.
—Ahora —dijo el padre— duerme. El sueño es lo mejor de todo. Así verás a lo largo de mi cerca las nuevas rosas "Gloria de paz".
Al recostarse, Olga contempló las manos de su padre a la incierta luz de la vela... manos de médico, manos de cirujano, que habían salvado millares de vidas... manos que habían tallado escalones en la ladera helada... manos que cultivarían flores fragantes, nunca vistas en la Tierra.
—Sí —pensaba ella—, veré las rosas de mi padre. Será tal como él lo dice.
OSCURAS CALLES DOSTOIEVSKIANAS
EL MERCADO ocupaba el corazón de Leningrado. Durante doscientos años había sido centro de vendedores ambulantes, traficantes de todo tipo, buhoneros, floristas y prostitutas. Antes de la guerra había florecido allí un gran mercado de campesinos, cerrado ya desde hacía tiempo. Pero a medida que el hambre se hizo más intensa, resurgió el comercio de alimentos.
Con la llegada del invierno, el lugar se había convertido en el más animado mercado de la ciudad. El papel moneda no tenía ningún valor práctico: el pan era el principal medio de cambio; el vodka ocupaba el segundo lugar.
Todo se vendía en el mercado. Había hombres de rostro impasible, que ofrecían vasos llenos de tierra del Badayev —tierra pura excavada de los sótanos de los almacenes Badayev, en donde habían caído toneladas de azúcar cuando en septiembre se incendiaron aquellos edificios. Una vez que se extinguió el gran fuego, los equipos de recuperación, organizados por el jefe de abastos, Pavlov, habían sacado con bombas durante días enteros el azúcar derretido, pero millares de toneladas saturaban todavía las cenizas y la tierra de los sótanos. No tardaron en penetrar en el lugar hombres y mujeres armados de picos para extraer tierra. La del primer metro del suelo la vendían a 100 rublos el vaso; la de más abajo, a 50.
Se vendía alcohol metílico —decían, falsamente, que pasándolo por seis capas de lino resultaba potable— y dentífrico con el cual podían hacerse budines (mezclándolo con almidón), o también goma de escritorio que se expendía en barras, como chocolate.
Había quien ofrecía pan, a veces hogazas enteras. Pero los vendedores lo mostraban con desconfianza. No era porque tuviesen miedo de la policía; temían más a los ladrones hambrientos que en cualquier momento pudieran sacar un cuchillo o golpearlos en la cabeza.
Detrás del mercado, en una maraña de callejuelas retorcidas, quedaban los arrabales del tiempo de los zares. Allí había escrito Dostoievski su Crimen y castigo; allí quedaba la casa de Los hermanos Karamazov. A lo largo de todo el siglo XIX habían existido aquellos bulliciosos antros y los conocidos cuchitriles donde muchos habían entrado para no volver a salir con vida.
Todo aquello, naturalmente, había quedado abolido hacía muchos años por la Revolución. La prostitución y el crimen se habían acabado... o así se decía al menos. Pero nuevamente el distrito que rodeaba al mercado se había convertido en el centro de toda índole de delitos en la ciudad sitiada. Vagaban por las calles personajes que parecían arrancados de las páginas de Dostoievski.
De vez en cuando pasaba un hombre o una mujer de cara redonda, rosada y suave; un estremecimiento cundía entre la multitud. Aquella gente era la más temible en aquellos días.
En enero, un joven llamado Dimitri y su novia, Tamara, decidieron comprar un par de valenki, botas gruesas de fieltro, para una amiga. (Tras una larga serie de economías, Tamara había logrado reunir 600 gramos de pan para dar a cambio de las botas.) Se encaminaron al mercado.***
Al principio no encontraban lo que querían, pero al cabo de un rato repararon en un individuo alto, que aparecía excesivamente bien vestido para lo que se estilaba durante el asedio. Llevaba un magnífico gorro de piel, un pesado abrigo de piel de carnero y hermosas botas grises. Lucía una abundante y llamativa barba y, a pesar del hambre reinante, parecía estar lleno de vigor. En la mano tenía una sola bota de mujer, exactamente de la clase que la joven pareja deseaba comprar.
Regatearon. El sujeto pedía un kilo de pan. Dimitri ofrecía 600 gramos. El gigante, después de examinar el pan, convino finalmente en hacer el trato. La otra bota, les dijo, estaba en su apartamento, situado en una callejuela inmediata. No sin cierto temor, el joven siguió al buhonero. Tamara le advirtió que tuviese cuidado. "Mejor quedarse sin valenki que sin cabeza", le dijo medio en broma.
Los dos hombres penetraron por un silencioso callejón y no tardaron en llegar ante un edificio que no había sido dañado ni por las bombas ni por la artillería alemanas. Dimitri siguió los pasos del gigante por unas escaleras. El otro subía ágilmente, mirando hacia atrás de trecho en trecho. Al ir aproximándose al piso superior, una sensación de zozobra se apoderó de Dimitri. Acudieron a su mente los terribles episodios que había oído relatar. El hombre alto parecía demasiado bien alimentado.
Al llegar al último piso, el individuo llamó a la puerta, y alguien preguntó :
—¿Quién es?
—Soy yo —respondió el interpelado—; ¡traigo uno vivo!
Dimitri se estremeció al oír aquellas palabras. La puerta se abrió, y pudo ver una mano colorada, velluda, y una cara que le hacía una extraña mueca. De pronto una ráfaga de viento agitó la puerta del pasillo y, a la luz vacilante de las velas, el joven vio varios trozos de carne blanca que colgaban de unos ganchos del techo. Uno de los trozos terminaba en una mano humana de dedos largos y venas azules.
En aquel momento los dos hombres se abalanzaron sobre Dimitri, que bajó a saltos la escalera y logró llegar al portal antes que sus perseguidores. Afortunadamente para él, en aquellos momentos pasaba por la callejuela un camión militar.
—Caníbales! —gritó Dimitri.
Dos soldados saltaron del vehículo y se adentraron en la casa. Se oyeron unos tiros, y a los pocos minutos reaparecieron los soldados, uno con un pesado gabán y el otro con el pan de Dimitri, que devolvió a este.
El joven dio las gracias a los soldados. Ellos volvieron a subir al camión y siguieron hacia el lago Ladoga, donde formaban parte de la guarnición de la ruta del hielo. Antes de despedirse dijeron a Dimitri que en el apartamento habían hallado, colgados de los ganchos, cinco muslos, todos de seres humanos.
EL HORROR CULMINANTE
¿QUIÉNES eran los caníbales? ¿Cuántos eran? No es un tema del que gusten tratar los sobrevivientes de Leningrado. Las pruebas de esta historia macabra aparecen aquí y allá, en referencias casuales, en memorias. "Durante lo más arduo del asedio", comentaba un sobreviviente, "Leningrado estuvo en poder de los antropófagos". Este mismo sobreviviente aseguraba haber conocido casos en que los maridos se habían comido a sus mujeres, o estas a los esposos, y los padres a sus hijos. Otros sostienen que esta práctica era poco frecuente, y que sólo surgía cuando la gente enloquecía.
La verdad es que existieron antropófagos por lucro y que el centro de tal comercio estuvo en el mercado. Los hambrientos no preguntaban demasiado por la naturaleza de las bolitas de carne picada que se ofrecían en venta. Los vendedores, impasibles con sus pesadas botas y grandes abrigos, se encogían de hombros ante cualquier pregunta. "Si lo quiere, lo compra; si no, lo deja". Los precios eran fantásticos: de 300 a 400 rublos por unas pocas bolitas.
A veces cortaban la carne de los muertos. Hay muchos indicios de que la práctica de mutilar los cadáveres estuvo ampliamente extendida. Muchas mujeres de Leningrado descubrieron con horror en los cementerios que alguien había cortado trozos de las partes carnosas de los cadáveres que yacían amontonados como leña. Por espantosa que fuera la necrofagia, no había leyes que prohibieran la mutilación de cadáveres ni el consumo de su carne.
Entre los relatos fantásticos que circulaban por Leningrado estaban los de los círculos o cofradías de consumidores de carne humana. Se decía que tales sociedades se reunían con motivo de bacanales a las que sólo asistían los socios de la cofradía. Esta gente era la hez del infierno terrenal en que se había convertido Leningrado. Los estratos más abyectos los constituían aquellos que insistían en comer carne humana "fresca", designación que se empleaba para distinguirla de los trozos pertenecientes a cadáveres. El que tales relatos se ajustaran a la verdad, no tenía importancia. Lo principal era que en Leningrado creían en su existencia, y ello añadía un tremendo horror a sus desdichas.
EL CAMINO DE LA VIDA
UNA CIRCUNSTANCIA esperanzadora comenzó a levantar los ánimos. La ruta del hielo a través del lago Ladoga, única vía de comunicación de la ciudad con el resto de Rusia, comenzaba por fin a funcionar. Se habían tomado medidas urgentes para mejorar el enlace ferroviario desde el lago a Leningrado, y se estaba construyendo una segunda línea de enlace. En los primeros diez días de enero cruzaron por el hielo 10.300 toneladas de carga; en los diez días siguientes el total de mercancías recibidas se duplicó. Por primera vez desde el comienzo de la guerra estaban llegando más alimentos de los que se consumían.
Al mismo tiempo, la muerte estaba modificando las exigencias de la urbe. En noviembre, 11.085 personas habían muerto de hambre. En diciembre, el número era casi cinco veces mayor: 52.881. En enero, según el cálculo, más bien moderado, de A. Karasev, morían diariamente de 3400 a 4000 personas, haciendo un total al mes de entre 108.500 y 124.000. Las estadísticas no se cuidaban demasiado; todas las autoridades soviéticas lo reconocen así. Pero era evidente que el número de bocas que alimentar disminuía notablemente de día en día.
El 20 de enero Pavlov tenía provisiones para tres semanas, bien disponibles, bien en tránsito por la ruta del lago, o en depósitos listos para entregar. Era cierto que en Leningrado sólo había harina para tres o cuatro días. Pero el futuro se veía más esperanzador; así, el 24 de enero Pavlov elevó la ración de pan a 400 gramos diarios para los obreros, 300 para los empleados y 250 para sus dependientes y los niños. El 11 de febrero volvió a elevarla.
Se procedió a estas medidas al mismo tiempo que Zhdanov tomaba una determinación importante: la de evacuar por lo menos una cuarta parte de la población —medio millón de personas— por la ruta del hielo. La orden se dio oficialmente el 22 de enero, y Alexis Kosygyn, hoy jefe del gobierno de la Unión Soviética, se encargó de esta operación.
Pasaron muchas semanas antes de que todo marchara con fluidez. Los evacuados estaban tan débiles que sólo tomarles los datos requería horas enteras. Un grupo, al llegar a Borisova Griva, en la línea férrea de Leningrado, estaba tan agotado que en el trasbordo del tren a camiones y autobuses se tardó día y medio. Ni los trenes ni los camiones tenían calefacción, y la mayoría de los evacuados no sobrevivieron a las penalidades. Pero tampoco hubieran podido resistir en Leningrado.
Pavel Luknitsky, corresponsal de la agencia Tass, cruzó el lago en misión informativa a principios de febrero. Llegó a Zhikharevo, en la orilla opuesta, ya entrada la noche, esperando hallar una habitación abrigada, comida y descanso. Se encontró con un caos. Millares de personas que iban a ser evacuadas vagaban por las heladas calles del pueblo, destruido por la guerra: mujeres y niños, débiles, desfallecidos, congelados. Nadie sabía dónde se podía encontrar un comedor, ni dónde podían obtenerse los documentos para los trenes de la evacuación, ni cuándo saldría el tren, ni dónde se podía pasar la noche, ni siquiera a dónde ir para calentarse.
La ruta del hielo ofrecía un espectáculo increíble. Sus trochas estaban atestadas, noche y día, por interminables filas de camiones. Todo el mundo andaba a gran velocidad, y el camino se extendía hacia un blanco infinito, un poco parecido, como hacía ver Luknitsky, a las estepas de Kazakhstan. A ambos lados se levantaban unos muros helados formados por las máquinas quitanieves. A cada kilómetro había un agente de tráfico, con capa blanca, protegido contra el viento por un refugio de bloques de hielo. A grandes intervalos se encontraban talleres de reparación, centros de control y puestos antiaéreos camuflados, cuyos artilleros también vivían en construcciones hechas de hielo. Aquí y allá, medio ocultos por la nieve, se veían los restos de camiones averiados o quemados.
Al caer la tarde, los agentes de circulación usaban señales luminosas verdes y blancas, pues la evacuación continuaba de día y de noche. Muchos vehículos no amortiguaban la intensidad de sus faros, y los haces de luz se proyectaban espectralmente sobre la nieve y el hielo.
Desde el 22 de enero hasta mediados de abril fueron transportadas a través del lago Ladoga 554.186 personas, entre ellas 35.713 heridos del Ejército Rojo. El movimiento no cesaba nunca, a pesar de los aviones alemanes, las terribles tormentas de nieve y las temperaturas, que llegaban a los 20 grados bajo cero. La ruta del Ladoga —el "camino de la vida"— funcionaba. Era un torrente constante: de combustible y alimentos que entraban en Leningrado. Y de gente que salía.
"¿POR QUÉ ESTARÉ TAN ALEGRE?"
EN LA ciudad, los cadáveres todavía yacían por millares en. las calles, entre los bloques de hielo, junto a los amontonamientos de nieve, en los patios y en los sótanos de las casas. Si no se sacaban, junto a las toneladas de basura acumulada, Leningrado perecería víctima de las epidemias que se desatarían en la primavera.
En marzo el Ayuntamiento ordenó emprender una campaña de limpieza, en la que participarían todos los ciudadanos físicamente capaces. Se pusieron carteles y la radio lanzó unos llamamientos urgentes; el primer día salieron a las calles 143.000 hombres y mujeres, débiles, tambaleantes. Pronto estaban trabajando 300.000 personas. Entre el 27 de marzo y el 15 de abril se limpiaron 12.000 patios, se despejaron dos millones y medio de metroscuadrados de vías públicas y se sacó un millón de toneladas de desperdicios.
En la Nevsky se removieron los escombros de los edificios bombardeados; en los espacios vacíos se erigieron fachadas falsas, pintadas a imitación de los exteriores de los edificios destruidos, hasta el punto de que se reproducía la colocación de puertas y ventanas. Al pasar rápidamente por la calle, parecía que esta no hubiera sufrido castigo alguno. El impacto de una granada en una de las cúpulas bizantinas de la "Iglesia de la Sangre", lugar donde fue asesinado Alejandro II, fue reparado con madera laminada. Tales esfuerzos continuaron durante el resto del asedio, de modo que la ciudad entera, pese a los grandes sufrimientos, daba la apariencia de orden y limpieza.
Desde fines de diciembre se habían acabado los baños públicos y las duchas y lavado de ropas comunes. Pero entonces comenzaron a abrirse de nuevo. Un día Nikolai Chukovsky, el escritor, organizó una expedición de baño para unos marinos que trabajaban con él en el periódico de la Flota del Báltico. Se presentó, no obstante, un problema a causa de Zoya, una de las cajistas. Era justo que ella también tuviese derecho al baño. Pero, ¿qué hacer con una sola mujer entre un grupo de hombres?
En la casa de baños resultó que el problema era a la inversa: era el día de las damas y no se permitió la entrada sino a Zoya. Chukovsky apeló al director —tan raro era entonces el placer del baño— y dieron permiso también a los marineros de lavarse. El pequeño grupo de hombres se desnudó y tomó el baño junto a las mujeres.
Chucovsky no pudo menos de pensar cuál hubiera sido la reacción de sus marinos unos meses atrás, al verse rodeados de mujeres desnudas. Hoy, estando todos en los huesos, a nadie le importaba un comino. No se produjo el menor indicio de sentimiento sexual ni de los unos ni de las otras. Chucovsky opinaba que los cuerpos hambrientos conservaban la fuerza eliminando el impulso sexual, suposición que confirman las estadísticas, las cuales revelan que el índice de nacimientos en Leningrado fue en 1942 un octavo del de 1941.
En algunos pequeños detalles la ciudad comenzó a revivir. El 11 de abril, Pyotr Popkov, presidente del Comité Ejecutivo, ordenó a la administración de tranvías restablecer el servicio normal en varias rutas, y cuatro días más tarde 116 coches salían de sus cocheras. Su efecto fue notable.
"Los tranvías circulan, atestados de pasajeros", escribía un cronista; "la ciudad vuelve a la vida. ¡Qué sorprendente, qué extraño, después del silencio en que había vivido Leningrado!"
Un prisionero de guerra alemán dijo a sus captores que había perdido la fe en Hitler al oír los tranvías aquella mañana. El estruendo de las ruedas, el chisporroteo de la electricidad en los cruces, llenó de alegría la ciudad. Algunos, en la Perspectiva Nevsky, lloraban ante el espectáculo.
Los alemanes celebraron el primero de mayo —día 244 del asedio—con un intenso cañoneo. El día era hermoso en la ciudad: soleado, con cierto aire veraniego. Pavel Luknitsky observó que, por las calles, algunas mujeres llevaban ramilletes de flores primaverales; otras llevaban ramas de abeto o manojos de hierba... cualquier cosa que pudiera suministrar una fuente de vitamina C para combatir el escorbuto del invierno.
El pueblo convalecía de sus penalidades. La gente se movía lentamente al calor del sol, dejando que sus beneficiosos rayos penetrasen profundamente en sus delgados cuerpos, sus pálidas caras y sus brazos enflaquecidos. La cortesía de Leningrado, que había desaparecido durante aquel terrible invierno, volvía a aparecer. Un soldado ayudaba a una anciana a subir a un tranvía, levantándola con notable esfuerzo desde el suelo hasta el último escalón.
El hielo del lago Ladoga comenzó a resquebrajarse el 24 de abril, pero ya se había planeado un oleoducto subacuático por el que se seguiría suministrando combustible. Dicho oleoducto entró en servicio el 19 de junio. Entre tanto, por orden de Alexis Kosygyn, se había ampliado la capacidad del puerto, y también se preparó gran número de barcazas. Hacia finales de mayo, considerables cargamentos de alimentos y mercancías estaban en camino.
Las "noches blancas" de junio y julio, cuando el sol septentrional nunca se pone, proporcionaron a Leningrado una apariencia de bienestar y alivio. En la Perspectiva Liteiny un jorobado puso una báscula e hizo un rápido negocio. Todos querían saber cuánto peso habían perdido durante el invierno. Sobre los puentes que atravesaban ríos y canales, Luknitsky vio grupos de mujeres lavando ropa o platos. Parecían saludables. Algunas se habían pintado los labios. La ropa que llevaban no sólo estaba limpia, sino bien planchada.
La Sala Filarmónica, que había sufrido un impacto directo, abrió nuevamente sus puertas el 9 de agosto y, a las 7 de la tarde, la élite de Leningrado comenzó a congregarse allí. Todos llevaban sus mejores ropas; era el público más elegante que se vio durante el asedio. La ocasión resultaba especialmente apropiada. Durante los comienzos del sitio Dimitri Shostakovitch había trabajado en su apartamento de Leningrado en la composición de su Séptima Sinfonía, a pesar del hambre y los bombardeos. Tenía terminados los tres primeros movimientos cuando, en octubre, ordenaron su evacuación. Había seguido trabajando, y la partitura terminada se envió por avión a Leningrado en junio. Los ensayos se habían llevado a cabo durante más de seis semanas en preparación para la función de aquella noche.
Se oyó la majestad y gloria de aquella música sobre un fondo formado por el estrépito de los cañones. El jefe de estado mayor del 18avo Ejército alemán, al enterarse de que sus soldados estaban escuchando la sinfonía por radio —se trasmitió a toda la Unión Soviética y, por onda corta, a Europa y Norteamérica—, ordenó a las baterías hacer fuego sobre la zona del teatro. Pero los rusos, que habían previsto tal posibilidad, silenciaron con su artillería las baterías germanas.
A los que habían sobrevivido aquel invierno, les parecía que las penalidades tocaban a su fin. Seguramente pronto sería levantado el asedio. Pero, en realidad, la ciudad todavía se hallaba en grave peligro. Hacia el sur estaba en pleno apogeo un nuevo ataque alemán, y los ejércitos rusos habían evacuado Sebastopol y Crimea. Las tropas germanas avanzaban hacia el Volga a través del vasto cinturón de las estepas meridionales rusas. En torno a Leningrado había indicios inconfundibles de que, una vez más, tratarían de tomar la ciudad.
En septiembre, las tropas que defendían a Leningrado recibieron orden de pasar a la ofensiva, tanto para aliviar la presión alemana sobre el sur, como para levantar el bloqueo. Pero el mando supremo de Moscú no podía aún enviar al frente de Leningrado reservas suficientes para abrir brecha. La ofensiva fracasó.
Sin embargo, el ánimo de Leningrado seguía optimista, y la ciudad comenzaba a prepararse con nuevos arrestos para el segundo invierno de guerra. Un día, la joven Galina Alekseyevina, gerente del Hotel Astoria, subía cantando las escaleras de mármol del hotel.
—¿Por qué estaré tan alegre? —preguntó a Luknitsky—. Realmente no lo sé. Están bombardeando la ciudad, y se me ocurre cantar. Mire, yo vivía bastante bien, pero lloraba con frecuencia. ¡Las cosas que me hacían llorar! Hoy me río de pensar en ellas. Ahora he perdido a todos mis seres queridos. Creí que no podría sobrevivir a la prueba. Pero en estos momentos me siento preparada para cualquier cosa. Si muero, qué le vamos a hacer. Ya no le temo a la muerte.
RUGEN LOS CIELOS
LA CIUDAD se parecía muy poco a la suntuosa capital de la preguerra. No sólo centenares de edificios habían quedado destruidos, sino que las calles aparecían casi vacías. Zhdanov había decidido evacuar a otras 300.000 personas por la ruta del Ladoga, a fin de que únicamente quedara el personal mínimo necesario para la defensa y los servicios esenciales. De hecho se evacuaron 528.000 habitantes desde el momento en que se restableció el transporte hasta que volvió a formarse el hielo en noviembre. Para el día de Año Nuevo de 1943 quedaban en la ciudad sólo 637.000 habitantes, menos de una cuarta parte de la población de un año antes.
A medida que se recrudecía el invierno se hacían planes para romper el sitio definitivamente. La empresa, al final, iba a necesitar dos campañas mayores, distanciadas entre sí por un año, 365 días durante los cuales los leningradenses seguirían viviendo bajo la influencia de los terribles acontecimientos que habían pasado, con el alma sobrecogida por lo que les podría deparar el incierto porvenir.
La primera acción comenzó a las 9:30 de la mañana del 12 de enero de 1943, cuando los rusos abrieron fuego contra los alemanes con 4500 cañones. Por primera vez ya no era la vieja cuestión de demasiado poco, demasiado tarde o demasiado débil. El cañoneo duró cerca de dos horas y media. El rugir del arma más temible de los rusos, los lanzacohetes múltiples, llamados Katyushas, estremeció los campos cubiertos de hielo.
Hacia el 14 de enero, las tropas de Leningrado y otra fuerza soviética cerca del Volkhov distaban entre sí menos de cinco kilómetros. Al día siguiente la distancia disminuyó a 1200 metros. Se aproximaba el final.
Los altos jefes alemanes ordenaron un desesperado contraataque el 18 de enero; pero este falló, y en pocas horas las unidades de Leningrado y del frente del Volkhov se habían unido. Shlisselburg, la ciudad que había cerrado el cerco alemán, fue reconquistada por los rusos. El asedio de Leningrado había sido roto, después de 506 días.
Los alemanes habían sido rechazados, pero todavía estaban a las puertas de la ciudad, y sus cañones aún barrían el casco urbano. Nada había cambiado fundamentalmente para los leningradenses. Aunque las raciones se aumentaron, ninguno engordaba.
Hasta muy entrado el año de 1943 no comenzaron a llegar las provisiones norteamericanas de mantequilla y carne enlatada, huevos deshidratados, leche en polvo y azúcar. La ciudad vivía en el temor de que su débil conexión con el resto del país se pudiera romper de nuevo en cualquier momento.
La conexión se mantuvo a través de lo que pronto llegó a llamarse el "pasillo de la muerte", estrecha faja de terreno a cuyos lados había cañones alemanes emplazados a 450 metros de distancia. En febrero sólo 76 trenes lograron atravesar el pasillo, y en marzo apenas mejoró la situación. Una y otra vez las granadas alemanas estallaban en medio de la vía: los nazis cortaron los rieles 1200 veces en tan sólo once meses. A pesar de todo, a Leningrado llegaron por ferrocarril cuatro millones y medio de toneladas de mercancías.
Los alemanes seguían haciendo que Leningrado pagara cara su situación. A fines de julio, y en el mes de agosto, la sometieron al más intenso cañoneo de la guerra, tan nutrido que la plaza frente a la estación Finlandia fue llamada "el valle de la muerte". En las calles del sector se fijaron carteles blancos y azules: CIUDADANOS : EN CASO DE CAÑONEO, ESTE LADO DE LA CALLE ES EL MÁS PELIGROSO. Tan certero era el fuego, que había razones para creer que los alemanes habían introducido agentes en la ciudad para proporcionar a sus artilleros las necesarias correcciones de tiro.
La segunda y definitiva ofensiva rusa comenzó en enero de 1944. (El mando supremo de Leningrado había descubierto hacía tiempo que el invierno les proporcionaba una ventaja natural sobre los alemanes.) El general Leonid Govorov, comandante del frente, era especialista en artillería, y concentró un enorme conjunto de baterías, que dispararon 104.000 granadas sobre las líneas germanas en un bombardeo de 65 minutos. Las grandes piezas de la Flota del Báltico y las baterías de Kronstadt se unieron al fuego. En Leningrado todos sabían lo que pasaba. El rugir de la artillería y el estallido de las bombas cubría el firmamento. Durante tres años habían estado esperando este día, este estremecerse de la tierra, este tronar de los cielos.
El combate se prolongó durante dos semanas. Finalmente, en la mañana del 27 de enero, sobre la aguja de la torre del Almirantazgo, sobre la gran cúpula de la catedral de San Isaac, sobre la amplia extensión de la Plaza de Palacio, surgió una lluvia de flechas doradas, un haz de cohetes brillantes, rojos, azules y blancos. Era un saludo de los 324 cañones que anunciaba la liberación de la ciudad. Después de 880 días había llegado a su fin el asedio de Leningrado, el más prolongado que una ciudad moderna haya sufrido.
La acción alemana había producido un saldo con pocos paralelos en la historia: 716.000 leningradenses perdieron sus hogares; 526 escuelas e institutos infantiles y 21 instituciones científicas quedaron destruidas; igual suerte corrieron 191 museos y otros edificios cívicos, los parques botánico y zoológico, 840 fábricas, 71 puentes... El catálogo de ruinas era interminable. Los daños materiales fueron estimados en 45.000 millones de rublos.
El número exacto de los que perdieron la vida nunca será conocido. Según las estadísticas de Pavlov, jefe de abastos, las muertes llegaron a 632.653, pero parece que la cifra se queda corta en varios centenares de millares. No se han publicado jamás, por ejemplo, cifras oficiales que incluyan las bajas del Ejército. Es más, por razones políticas y tácticas, el gobierno soviético ha subestimado deliberadamente las pérdidas civiles y militares de la guerra.
Mijail Dudin, poeta que pasó todo el tiempo del asedio dentro de las líneas de Leningrado, insinúa que murieron un mínimo de 1.100.000 personas. Dudin fundamenta sus cálculos sobre la base de que se suponen enterrados 800.000 cadáveres en fosas comunes en el cementerio Piskarevsky y 300.000 en el de Serafimov. (Algo más que una figura poética hay en la observación formulada por el poeta leningradense Sergei Davidof sobre Piskarevsky: "Más de media ciudad yace aquí".) Uno de los más rigurosos especialistas soviéticos calcula las víctimas del hambre en Leningrado en número "no inferior al millón", conclusión que comparten los dirigentes actuales del partido en la ciudad. El total más aproximado, entre civiles y militares, oscila entre 1.300.000 y 1.500.000 muertos.
"QUE NADIE OLVIDE"
YA EN la primavera de 1944, la ciudad había vuelto casi al ritmo de los tiempos de paz, o tal le parecía a Luknitsky, al ver a las muchachas ayudando a cargar escombros de las ruinas de un edificio de la Nevsky. Estaba en obra la restauración de la Plaza de Palacio y se estaba quitando el andamiaje protector de la Columna de Alejandro. Pronto los caballos de Klodt estarían nuevamente en el puente Anichkov, y la estatua de bronce de Pedro el Grande saldría de su refugio.
La reconstrucción de Leningrado se había planeado. Zhdanov presentó las líneas maestras de esta tarea en un discurso de dos horas, el 11 de abril de 1944, en la sesión plenaria regional del partido en la ciudad de Leningrado, la primera que se celebraba desde el comienzo de la guerra. Ante el Smolny se iba a crear una vasta plaza, y todo el sector alrededor de la estación Finlandia iba a transformarse en un gran parque en honor de Lenin.
El novelista Ilya Ehrenburg tenía una visión del futuro que Leningrado se estaba forjando. La metrópoli no pretendía ser objeto de reparaciones superficiales. Leningrado, la ciudad eterna, iba a transformarse.
"Nos hemos convertido en el corazón de Europa", decía el novelista, "los portadores de su tradición, sus constructores y sus poetas". La nueva Leningrado había de ser el símbolo de aquella Rusia. La ciudad aspiraba a ser nuevamente "el balcón hacia el Occidente" o, como sugería Ehrenburg, pórtico a través del cual surgiría Rusia, nueva portadora y defensora de la cultura occidental.
Era un sueño en escala digna de Pedro el Grande, sueño nacido en las profundidades del infierno que el pueblo había tenido que soportar. Pero aquel renacimiento no se iba a producir. Leningrado había sobrevivido a los nazis; no era tan seguro que sobreviviera al Kremlin. Ni por un momento, durante los 900 días, había habido tregua en el secreto forcejeo político con Moscú.
La política asesina y suicida ocupaba el primer lugar. La muerte de un hombre nada representaba; la de un millón quedaba reducida a un problema de propaganda; la destrucción de una gran urbe, sólo una simple jugada en la interminable lucha por el poder. El mariscal Nikolai Bulganin no hablaba en vano al decir una vez a Nikita Kruschef: "Uno no sabe, cuando lo llaman al Kremlin, si saldrá vivo o no". Esta era la moda de aquella época, la esencia del sistema estalinista-leninista, la medieval concentración del poder, la paranoica aureola de la vida del Kremlin.
Al finalizar el cerco de Leningrado, una nueva etapa se abrió en este juego mortal. Al comienzo de la guerra Zhdanov aparecía como el presunto heredero de Stalin y el segundo hombre más poderoso de Rusia. Pero su papel había bajado súbitamente con el ataque alemán, pues él había sido el artífice del pacto de no agresión con Hitler. Zhdanov había sido enviado a Leningrado a compartir la suerte de la ciudad; si esta hubiese caído, habría tenido que pagarlo con su vida.
En los días más terribles del asedio, Zhdanov se había convertido en el símbolo de la ciudad aislada, de la desesperada lucha. En todas las esquinas aparecía su retrato, al igual que en todos los despachos. Apenas podía encontrarse un cartel con la imagen de Stalin. Los leningradenses habían dado su veredicto: Stalin no era amigo de la ciudad.
Es imposible reconstruir todas las medidas y contramedidas tomadas por el Kremlin después de la guerra. Durante un tiempo pareció que Zhdanov había recobrado su antigua posición de poder. Pero en 1948 Stalin lo culpó de la ruptura del bloque soviético llevada a cabo por el mariscal Tito, primera grieta en la estructura monolítica que Rusia había forjado en la Europa oriental de la posguerra. El 31 de agosto de 1948 se anunció la muerte de Zhdanov. No se puede excluir la posibilidad de un envenenamiento o una intervención de los médicos.
La historia comenzó entonces a marchar hacia atrás a pasos agigantados. Una tras otra, desaparecieron las figuras de la epopeya de Leningrado: Kuznetsov, Popkov, los restantes secretarios del partido, los dirigentes de las grandes industrias de la ciudad y casi todos los que habían estado íntimamente asociados a Zhdanov, unas 2000 personas sólo en Leningrado.
Ciudadanos apolíticos cayeron a centenares. En 1949 se cerró el Museo de la Defensa de Leningrado sin ninguna clase de notificación. Su director fue detenido y desterrado a Siberia.
Los carteles de aviso, en blanco y azul, en los que se leía: CIUDADANOS: EN CASO DE CAÑONEO, ESTE LADO DE LA CALLE ES EL MÁS PELIGROSO, habían sido conservados como recuerdo del bombardeo nazi. Pero un día de 1949, al pasear por la Nevsky, los ciudadanos contemplaron a grupos de pintores, brocha en mano, tapando cuidadosamente todos y cada uno de los avisos. A muchos les parecía que no sólo se borraban las letras, sino la memoria misma de los 900 días.
Las novelas sobre el asedio fueron suprimidas o mutiladas. Los datos oficiales se ocultaron. Todos los documentos del Consejo de Defensa de Leningrado, por ejemplo, se pasaron a los archivos del Ministerio de Defensa. Ningún historiador soviético ha tenido acceso a ellos y todavía se consideran como altamente secretos. Aún no se han publicado los documentos de Zhdanov. No existe ningún volumen con sus discursos. Sus archivos personales (si aún se conservan) no están al alcance de los investigadores. Ni siquiera los archivos del tiempo de la guerra de los periódicos de la ciudad están a disposición del público. La epopeya de Leningrado fue borrada de la memoria pública.
Esta purga, que ha sido llamada "el aftair Leningrado", fue concebida por Malenkov y Beria, con la estrecha colaboración de Stalin, para destruir la organización del partido en Leningrado, y a todos los funcionarios importantes que hubiesen estado vinculados a Zhdanov. ¿Qué cargos se les hacían? Se tergiversó el heroísmo de Leningrado: se acusó a las autoridades de haber proyectado volar la ciudad y hundir la Flota del Báltico; al Consejo de Defensa se le imputó ser parte de una conjuración para entregar la ciudad a los alemanes. Al término de la guerra se alegaba que los conspiradores habían tratado de trasladar la capital de Moscú a Leningrado y establecer un nuevo régimen con la ayuda de algunas naciones extranjeras.
No importaba el hecho de que estas inauditas acusaciones carecieran por completo de fundamento. Los cargos se utilizaron para exterminar a todos los lugartenientes de Zhdanov y a millares de simples funcionarios.
No hubo nada en la cámara de horrores de Stalin que igualara al bloqueo y a su epílogo, "el aftair Leningrado". Un cuarto de siglo más tarde la gran ciudad del Neva no se había recuperado de las heridas de la guerra. Todavía podían apreciarse las cicatrices físicas y espirituales. La nefasta ilación de los acontecimientos estalinistas, comenzando con las feroces purgas de 1930 a 1940, dejó señales indelebles. Jamás llegaron a realizarse los sueños de un nuevo pórtico hacia Europa. Leningrado fue la última gran ciudad restaurada después de la segunda guerra mundial, bastante tiempo después que Moscú, Kiev, Odesa, Minsk y, claro está, Stalingrado.
Pero algo se logró al fin : los letreros en blanco y azul que habían advertido de los cañoneos reaparecieron en la Perspectiva Nevsky en 1957. Cada primavera los retocan cuidadosamente. Los leningradenses los aprecian mucho, de la misma forma que estiman los recuerdos que les traen. Han grabado en el muro, al lado de la llama eterna, en el Piskarevsky, las palabras de Olga Berggolts:
Aquí yace el pueblo de Leningrado.
Aquí están los ciudadanos
que ofrendaron sus vidas
defendiéndote a ti, Leningrado,
cuna de la Revolución.
Son incontables los espíritus nobles
que yacen bajo el eterno granito.
Que nadie olvide a ninguno
de aquellos que conmemora esta piedra,
que nadie olvide nada,
que nada caiga en el olvido.
Stalin está muerto. También lo están Zhdanov, Kuznetsov, Popkov, Govorov. Pero el recuerdo de los 900 días vivirá eternamente.
*Los datos incompletos recopilados en el Smolny, sede del partido en Leningrado, indican que de 3000 a 4000 personas morían diariamente. Algunos leningradenses opinan que el número llegó a los 10.000 por día durante la época más difícil del asedio.
**No todos los criminales eran rusos. También había agentes alemanes en la ciudad; resultaba sencillo atravesar las líneas del frente en los suburbios. Los infiltrados propalaban rumores y cometían actos de sabotaje.
***Los jóvenes eran amigos de Anatoly Darov, quien refiere este episodio en su libro Blokada.