Publicado en
diciembre 21, 2014
Correspondiente a la edición de Diciembre de 1996
Por Daniel Samper.
EI curioso encuentro tenía lugar en el sitio más yerto de la estepa siberiana. Los cuatro convencionistas fueron llegando en medio de las tinieblas precedidos de tormentas de nieve, repiquetear de cascabeles y resoplidos de venados. Tomaron asiento cerca a la chimenea y se presentaron con tan grandes muestras de afabilidad que ninguno habría podido pensar que los otros tenían serios reparos sobre sus vecinos.
Después de consumir una jarra de sangría caliente, se puso en pie uno que era tan viejo como sus compañeros. Llevaba luenga barba blanca, como ellos, y vestía también de rojo. Sólo se distinguía de los concurrentes restantes porque era algo más flaco y alto que los otros, y porque tan pronto como empezó a hablar, denunció un espeso acento ruso envuelto en tufo de vodka. Bienvenidos, dijo Abuelo Invierno, pues no era otro el que hablaba. Lamento distraerlos de sus ocupaciones decembrinas, que son tan copiosas como las mías, pero creo que es fundamental dirimir de una vez por todas este molesto problema de los derechos de autor. Uno de nosotros es el verdadero símbolo navideño. Los demás son falsos, y es hora de que estos empiecen a pagar regalías a aquel. San Nicolás, el holandés, pidió la palabra y habló con un dejo de soma: Me extraña que el camarada Abuelo se muestre tan preocupado por algo tan capitalista como la propiedad intelectual, después de que la mayor parte de su vida fue asiduo colaborador del régimen comunista. Debe ser que está muy seguro de ser él el verdadero símbolo navideño, pues de otra manera supongo que se habría negado a aceptar una alienación tan molesta como la de pagar un derecho de existir. Camarada, vivimos nuevos tiempos... pretendió interrumpirlo el Abuelo Invierno con un gesto de desagrado. Pero San Nicolás continuó hablando sin pararle atención. Podemos ahorrarnos disgustos y polémicas que serían de mal recibo en personajes como nosotros, si entendemos que el verdadero San Nicolás soy yo. Provengo de una vieja tradición flamenca y encontrarán alusiones a mí, no a Santa Claus, ni al Abuelo Invierno, ni a Papá Noel, en autores tan respetables como Washington Irving. Diciendo esto, San Nicolás sacó de su bolsillo rojo un libro negro titulado La historia holandesa de Nueva York y mostró a los circunstantes una página donde era posible leer la fecha de impresión. 1809 dijo. Tengo por lo menos 187 años de existencia reconocida en miles de libros. Creo que es suficiente prueba de autenticidad.
No bien había acabado de sentarse pomposamente San Nicolás, cuando se incorporó el más rechoncho de los cuatro. Pére Noél dijo en fórma solemne. Papá Noel, para los que no hablan francés. Acabamos de escuchar de labios de nuestro colega (mirada respetuosa a San Nicolás) un dato notable: su edad. Lo felicito, y me propongo leer el libro de Irving, autor muy dado, dicho sea de paso, a historias de espantos y a leyendas tenebrosas y tan falsas como ésta. Papá Noel había levantado la voz y con ademán tribunicio señalaba el libro negro. ¡Sí, una leyenda más! No podemos pagar regalías a leyendas, sino a realidades. Y la realidad dice que soy yo el verdadero símbolo navideño. Soy tan antiguo como la Navidad, de allí lo de Noel.Y esa antigüedad me coloca en posición de informar a ustedes que desde mañana, en París, empezaré a percibir el 3% de las ventas que ustedes hagan en sus respectivos países. ¡C'est tout!
Papá Noel cayó pesadamente en su silla, de la cual se levantó un polvillo secular. San Nicolás comentó en voz baja, pero lo suficientemente duro como para que lo oyeran todos: Antipático, como buen francés.
En ese momento, Abuelo Invierno hizo sonar una campana de plata para imponer orden en el recinto. El compañero Noel ha dicho algo que no podemos refutar dijo: él es tan viejo como la. Navidad. Esa circunstancia me obliga a extenderle mis respetos. Y a agregar, en el mismo orden de ideas, que yo, como mi nombre lo indica, soy tan antiguo como las estaciones, es decir, como el mundo. Ofreceré facilidades de pago y, en algunos países, permitiré que los derechos se cancelen directamente en la embajada rusa. Por lo demás, me permito informarles sobre mi próximo matrimonio con la camarada Babouschka, quien, con atavíos similares a los nuestros, simbolizará la participación de la mujer en estas actividades. ¿Puedo ofrecerles más sangría?
Santa Claus había observado el debate sin decir palabra. Sólo en ese instante escupió el chicle que masticaba con vehemencia y se dirigió a sus compañeros. Mi tía Jessica comentaba que todo tiene un precio y todo tiene su instante, empezó diciendo. Tuvo un precio el estado de Louisiana y tuvo un instante el Imperio romano. Pero ahora (dijo mirando en derredor con los brazos abiertos) ni Louisiana es ya de Francia, ni el Imperio Romano subsiste. Ustedes, queridos señores, podrán ser muy antiguos y muy tradicionales, pero nosotros pagamos un precio por adquirir la tradición, y, además, estamos en nuestro instante histórico.
¿Qué nación más grande que los Estados Unidos hay sobre la tierra? ¿Qué país despliega en Navidad mi imagen, en tan insistente forma como lo hacemos los norteamericanos? Si Cristo no nació en South Dakota, ello se debe a que hace veinte siglos no existía South Dakota. Y si el invierno era conocido antes de Thomas Alva Edison, fue ese solo hecho el que le impidió inventarlo. De modo, pues, que hemos pagado un alto precio por todas nuestras tradiciones, lengua, costumbres, religión, territorio, pero ellas ahora son nuestras. A partir de mañana pueden consignarme sus regalías en cualquier sucursal bancaria de Estados Unidos o, si lo prefieren, con tarjeta de crédito. Muchas gracias.
El Abuelo Invierno se aprestaba para responder a las palabras de Santa Claus, cuando sintieron todos que se abría la puerta de la cabaña. Un hombrecito pequeño y escuálido hizo su entrada. Temblaba de frío. Venía vestido con una extraña capa morada y llevaba una mitra en la cabeza. Negándose a tomar asiento, dijo con voz pausada:
Queridos hermanos: no voy a establecer tarifas ni porcentajes, que ello obedece al criterio comercial con que habéis desfigurado lo que fue celebración santa. Sólo vengo a pediros que dejéis en los asilos de huérfanos un mínimo óbolo, un diezmo caritativo, cuando terminéis vuestras profanas labores de mercadeo.
Todos se miraron sorprendidos por ese curioso sujeto que se expresaba con lenguaje tan alambicado y arcaico. La Natividad del Señor, prosiguió el recién llegado, que señaló una alborada de esperanza para el mundo, ha sido convertida por vosotros en francachela de compras y bebetas. Los humildes pastores, verdadero símbolo de la adoración al Niño, han sido reemplazados por obesos bufones como vosotros, más interesados en vender electrodomésticos y cobrar derechos de autor sobre lo que no les pertenece, que en impulsar el espíritu de júbilo de esta gozosa efemérides...
Abotagado, Pére Noél dio una palmada en la mesa a nombre de los demás. No toleramos estas ofensas, monsieur, ¿quién es usted para venir a faltarnos el respeto? El hombrecito empezó a desenvolver un viejo pergamino que llevaba en la mano. Soy el verdadero San Nicolás, obispo de Myra, en el Asia Menor, durante la primera mitad del siglo cuarto. Tengo aquí certificados que demuestran cómo regalé bolsas de oro a tres huérfanas pobres que necesitaban aportar su dote matrimonial, y de qué manera resucité a tres estudiantes descuartizadas. Mi modestia no me impide recordar que me distinguí en aquellos tiempos por mis actos de generosidad desinteresados, sin necesidad de cuentas bancarias ni tarjetas de crédito... Pronunciada estas palabras el hombrecito cuando se escuchó un agitado sonido de cascabeles. Al alzar la vista del pergamino, el verdadero San Nicolás descubrió que se hallaba solo en la cabaña. Los otros habían huido apresuradamente, y en el cielo una estrella brillaba más que las demás.