Publicado en
diciembre 28, 2014
Una madre habla del descubrimiento hecho por su hijito: que en los negocios el cliente, cualquiera que sea su especie, tiene siempre la razón.
Por Edith Hunter (Condensado de "Petroleum Today".
CHARLIE, de ocho años de edad, ya tiene, casi desde hace cuatro, su propio taller para automóviles. Con el nombre de Huntaco Oil Company, derivado del apellido familiar, lo ha establecido dentro y alrededor de dos grandes cajas de embalaje, al pie de un nogal contiguo al muro de piedra que hay al lado de nuestro maizal. Su inventario consta aproximadamente de 130 latas de aceite vacías, todas ellas artísticamente desplegadas en perchas recogidas del basurero. Además, tiene almacenados centenares de gastadas bujías de motor, viejas correas de ventilador, cajas vacías de repuestos de automóvil, tapacubos, cámaras de aire y neumáticos, ya brillantes de lisos.
Como en nuestra región los inviernos son rigurosos, Charlie se ve obligado a cerrar su establecimiento durante cerca de seis meses al año. Al entrar el invierno, la Huntaco va quedando gradualmente enterrada bajo la nieve para no reaparecer hasta el deshielo de la primavera.
Generalmente, Charlie prepara la reapertura de la Huntaco para el mes de abril. Sus preparativos consisten en rastrillar la hojarasca del nogal, vaciar las latas llenas del agua del deshielo, colgar de las ramas las lacias correas de ventilador y colocar tapacubos, neumáticos viejos y cámaras inservibles a lo largo del muro de piedra. Cuando vemos tres sartas de gallardetes de plástico, viejos pero aun con alegres colores, tendidas de las cajas de embalaje al tronco del árbol, ya sabemos que no está lejano, el día de la gran reinauguración (si bien tales arreos son vistos hoy con desaprobación por los decoradores de establecimientos del ramo).
Pero el año pasado, aun entrado ya el mes de septiembre, los azules y rojos gallardetes que tan triunfalmente habían ondeado sobre aquel rincón de nuestro maizal durante los últimos veranos, seguían lamentablemente amontonados en el suelo. La reapertura del taller de servicio se había aplazado indefinidamente por causas completamente ajenas a la voluntad de su propietario.
El primer aplazamiento ocurrió a fines de abril. Charlie (apropiadamente ataviado con la chaqueta corta de trabajo, que, cubierta con los distintivos de diversas marcas de productos y las insignias de varias compañías petroleras, había adoptado el chico como uniforme de la Huntaco) trabajaba con ahínco, poniendo en orden su establecimiento. Acababa de entrar en el cajón que le sirve de almacén durante el invierno cuando velozmente pasó aleteando ante sus ojos un asustado petirrojo. El muchacho miró con cuidado alrededor y descubrió un nido espacioso y casi terminado, encajado en la tapa de un envase de cartón que en otros días había contenido un silenciador de tubo de escape. Al momento Charlie apareció en casa gritando:
—¡Corre! ¡Ven a ver lo que he encontrado en la Huntaco!
El niño, gran amante de la Naturaleza, supo inmediatamente lo que debía hacer.
—La avecilla se espantará cuando me acerque a la Huntaco —dijo—. Tendré que mudar una de las perchas de latas de aceite a la entrada del garaje, y allí podré jugar a que soy encargado de una gasolinera hasta que hayan crecido los pájarillos. ¿Cuánto crees que pueden tardar?
Haciendo un rápido cálculo, contesté:
—Por lo menos un mes; quizá algo más. De momento ni siquiera ha empezado a poner sus huevos.
—Bueno, eso no importa —replicó—. Será divertido tener mis propios petirrojos.
Y así fue. El pájaro había hecho el nido a tan poca altura que Charlie pudo seguir a diario la marcha de los acontecimientos. La madre puso el primer huevo el 12 de mayo, y el cuarto y último, el 15. El 26 de mayo salió del cascarón la primera cría, y en los días siguientes salieron otras dos. La cuarta no llegó a darse.
—No tienen casi ninguna pluma —comentó el chico.
Aproximándose a la madre, con precauciones y no muy a menudo, el rapaz pudo establecer una especie de relación con ella. El padre, que encontró una correa de ventilador muy apropiada como puesto de observación, no tenía, al parecer, objeción que hacer a las diarias visitas de Charlie, pues estas aliviaban un poco sus funciones paternas. Todos los días el chico llevaba a cada cría una oruga que tomaba de un manzano próximo.
El 7 de junio voló del nido el primer petirrojo, y los otros dos lo siguieron un par de días después. El local de la Huntaco quedaba nuevamente a disposición de Charlie... o al menos él así lo creyó. Pero poco después, habiendo reanudado sus preparativos de apertura del negocio para la temporada de 1966, volvió a casa diciendo:
—¡Bueno! ¿A qué no sabes quién vive ahora en la Huntaco?
—¿Quién? —pregunté.
—¡Hormigas! Levanté un par de latas, y debajo de ellas encontré un montón de huevos. Las hormigas se alarmaron tanto que volví a dejar las latas como estaban.
—¿Por qué no sigues adelante con los otros preparativos sin ocuparte de las latas? —le propuse—. Por lo menos, el mero hecho de que estés trabajando por allí no inquietará a las hormigas.
Con esto, Charlie volvió a su faena, pero pronto estuvo de vuelta en casa, diciendo:
—Ahora resulta que estoy molestando a Blanco y a Negro, que se han instalado debajo de uno de los cajones.
Blanco y Negro son nuestros dos conejos domésticos. El otoño anterior, movidos a lástima, cometimos la imprudencia de dejarlos salir de sus conejeras para que vivieran en libertad. Nuestros amigos pronosticaron que unos conejos domesticados no sobrevivirían al invierno "por sus propios medios"; pero aquellos resistieron la prueba magníficamente. Se pasaron el invierno en uno de nuestros graneros, coiendo el alimento de las gallinas y los cerdos, amén de todo lo demás que podían encontrar. Al llegar la primavera aumentaron su dieta con verduras, ¡todas las verduras! de nuestro jardín recién sembrado. Y, al parecer, se habían instalado en la Huntaco para estar cerca de esta nueva fuente de aprovisionamiento.
Entonces ideé un medio para cazarlos. Desparramé comida especial para conejos y hojas de lechuga alrededor de las latas de aceite y los neumáticos, y Charlie y yo los espiábamos desde la galería mientras gozaban del inesperado banquete. La operación siguiente consistió en colocar una trampa inofensiva, con el cebo de otros alimentos más atractivos aún.
No obstante, al cabo de dos semanas todo lo que conseguimos coger en la trampa fue una gallina clueca que exploraba la conveniencia de la Huntaco como posible nido para empollar. Cuando libertamos a la cloqueante gallina, los conejos ya habían visto en lo ocurrido una señal de alarma que bastó para que buscasen refugio en otra parte, más cerca del jardín. Y hasta ahora todavía no hemos podido atraparlos.
Antes de terminar el verano, el Taller de Servicio Huntaco había prestado también sus "servicios" a otros varios "clientes". Una solitaria comadreja escogió como madriguera la pila de madera contigua a aquel. Un mapache hembra y sus tres crías hacían nocturnas visitas para observar el progreso de la cosecha de maíz. También se acercaban regularmente ardillas de varias especies para ver cómo iban las nueces.
Acabé, pues, por decirle a Charlie que tendría que hacer limpieza general en el local de la Huntaco. A regañadientes, allá fue, dispuesto a hacer algunos arreglos. Pero no tardó mucho tiempo en regresar.
—Ahora no puedo arreglar aquello. Un enjambre de avispas están haciendo un nido en mi trasto grande, y no pretenderás que me piquen. Será mejor esperar a que haya una helada, y entonces cerraré el establecimiento por el invierno.
—No veo cómo puedes cerrar un negocio que no has llegado a abrir —repuse.
Pero ya él se había marchado en dirección al columpio. Empiezo a sospechar que Charlie ha perdido algo de su olfato para los negocios.