Publicado en
diciembre 07, 2014
¿No sabe usted qué hacer con su pelo? Millones de mujeres están encontrando una solución nada descabellada.
Por Jean Libman Block.
UNA AMA de casa deja estupefactas a sus vecinas al colgar en el tendedero su peluca de rizos dorados, para que se seque. Una maestra hace las delicias de sus pequeños discípulos al aparecer todas las mañanas con un color de cabellera distinto. Los bomberos luchan denodadamente para salvar la vida de una mujer que se ha precipitado en un edificio en llamas para rescatar sus pelucas.
Una verdadera epidemia de pelucas ha cundido entre las mujeres del mundo entero. "No se había visto nada igual desde que María Antonieta perdió la cabeza... y con ella, sus pelucas", comentó hace poco un agobiado importador, que trabaja día y noche, y hasta los fines de semana, para satisfacer la demanda de las multitudes que, a golpes y codazos, se abren paso hasta los mostradores de pelucas.
Ese tocado del que ninguna mujer parece poder prescindir es la peluca sintética, cortada, peinada, lavable en casa, que se ajusta como una gorra de baño y se parece lo bastante al pelo natural para engañar a todos los hombres y a la mayoría de las mujeres. El costo de las pelucas fluctúa entre los 20 y los 30 dólares, las hay en más de dos docenas de colores, y se mantienen peinadas a pesar de la lluvia, el viento, el uso continuo y las múltiples lavadas en casa.
Desde la más remota antigüedad, una de las quejas más frecuentes de las mujeres ha sido: "¡No sé qué hacer con mi pelo!" Sin embargo, la respuesta ha sido siempre obvia: cubrirse la rebelde cabellera con una pañoleta, una gorra... o con el pelo de otra persona. Los egipcios adoraban las pelucas. Se dice que la reina Isabel I de Inglaterra poseía 80 pelucas, y las damas y los caballeros elegantes de la corte francesa en el siglo XVIII, rivalizaban en diseñar tocados de increíble extravagancia. Sin embargo, en el más democrático siglo XIX, la peluca cayó en desuso. Casi todos los observadores pensaron que se había eclipsado para siempre.
Pero en 1950, cuando el modista francés Hubert Givenchy dio espectacularidad a su último desfile de modas, al coronar a sus modelos con pelucas multicolores, dio también el primero y modesto paso hacia un verdadero alud. Al poco tiempo las estrellas de cine y las elegantes de la sociedad comenzaron a descubrir las ventajas de la peluca. Hechas a mano, de pelo humano y con un costo mínimo de 300 dólares, proporcionaban un peinado instantáneo perfecto. Pero las pelucas constituían un lujo casi inalcanzable. El cabello humano, procedente en su mayoría de Europa meridional, era caro y escaso, y ofrecía además la desventaja de que había que lavarlo profesionalmente y peinarlo con frecuencia. La mujer de la clase media observaba, envidiaba... y esperaba.
Su primera oportunidad se presentó cuando empezó a llegar cabello oriental en cantidades ilimitadas al mercado de las pelucas. La segunda fue cuando en Hong Kong y Corea empezaron a multiplicarse las fábricas de pelucas hechas a máquina. A raíz de esto, los precios comenzaron a bajar hasta llegar a los 100 dólares aproximadamente, y la calidad a mejorar de día en día.
Mientras, la revolución que tenía lugar en los Estados Unidos en el dominio de las telas sintéticas, y que permitía a la joven empleada envolverse en abrigos de visón de imitación casi perfecta, hizo que surgiera una nueva pregunta intrigante: ¿Podrían también crearse en el tubo de ensayo mechones rubios y rizos morenos? El primer cabello de laboratorio estaba muy bien en las muñecas, y algunos fabricantes de pelo sintético para muñecas empezaron a probar suerte con las pelucas para seres humanos. Aunque los resultados fueron dudosos (difíciles de peinar, excesivamente rizadas y cargadas de electricidad estática), las mujeres se las arrebataban.
Para el negocio de sombreros de señora, que estaba en franca decadencia desde hacia más de dos lustros, el mensaje era muy claro: vender cabello; no sombreros. De la noche a la mañana, los mostradores de sombreros retoñaron con pelucas, medias pelucas, postizos, melenas y moños. En 1966 los fabricantes de sombreros, que antaño acudían a París para ver los últimos modelos, ahora volaban hacia el Extremo Oriente para ver la producción de pelucas.
La escena se traslada ahora a Osaka, en el Japón, donde la Kenegafuchi Chemical Industry Co. había estado experimentando con una fibra acrílica modificada que no resultó de ninguna utilidad para la industria textil, pero que resultó a pedir de boca cuando se hiló en forma de pelo postizo. La fibra era económica, a prueba de fuego, ligera y asombrosamente parecida al cabello humano en su estructura molecular. Cuando se peinaba y se caldeaba a unos 95 grados C., adquiría el mismo acabado durable que las telas de planchado permanente. Fue introducida, con el nombre Kanekalón, en una producción en serie de pelucas de estilo occidental, que tuvo aceptación inmediata entre las jóvenes japonesas.
Poco después, las atareadas fábricas de pelucas de Hong Kong y Seúl sustituían el cabello humano por el Kanekalón, y también por el Dynel de la Union Carbide, la aportación norteamericana al lucrativo mercado del cabello artificial. El escenario estaba listo para un verdadero impulso ascendente. Este fue iniciado por dos ases de la alta costura norteamericana: Adolfo y Halston.
A fines de 1968, estos dos originales diseñadores de sombreros lanzaron las pelucas ajustables, de pelo corto, ligeramente rizado y vaporoso fleco, confeccionadas con fibra Dynel, a un costo de 25 a 30 dólares. Estas pelucas (tan ligeras que apenas se sienten en la cabeza) provocaron verdaderos tumultos de alcance nacional en los grandes almacenes, y animaron a cientos de compañías a sumarse al gran banquete.
¿De qué magnitud es el auge de la peluca prefabricada? Las pelucas sintéticas llegan desde Hong Kong a los Estados Unidos al asombroso ritmo de un millón al mes. Hay tal escasez de la fibras Kanekalón y Dynel, que ha sido preciso asignar cuotas entre los fabricantes.
"La peluca es el último grito de la moda", dice Max Miller, presidente de la Joseph Fleischer, compañía que se especializa en pelucas desde 1902.
La moda de las pelucas tampoco ha dejado a la zaga al sexo fuerte. Ahora que los hombres cultivan el aspecto melenudo, miles de ellos opinan que donde no puede dejarse crecer una hermosa cabellera, cabe la solución de comprarla. Los hombres con empleos que exigen una apariencia irreprochable se encasquetan su peluca de cabello largo los fines de semana. Y, por el contrario, es posible que un jovenzuelo de larga melena desee de vez en cuando esconder sus mechones de pelo bajo una peluca ajustable, de corte "de cepillo", para impresionar a un mayor o a un jefe.
¿Pero qué lugar ocupa el pelo natural en medio de este gran despliegue de cabelleras sintéticas? Pues de ninguna manera ha desaparecido del panorama. Aparte de su aspecto y textura más real, una peluca de pelo natural puede remodelarse fácilmente en un peinado normal, o de gran gala. Los buenos salones de belleza están más ocupados que nunca con pedidos de pelucas a la medida, peinadas individualmente, que llegan a alcanzar el astronómico precio de mil dólares por cabeza. El propio Harry Nishiguchi, representante del Kanekalón en los Estados Unidos, reconoce que "el cabello humano será siempre el Cadillac de las pelucas".
Pero de pelo natural o sintético, la febril demanda de pelucas ha tomado un incremento mundial. En Melbourne, Estocolmo, Francfort, Londres, París, Roma, Tokio —dondequiera que las mujeres tienen algunos pesos en el bolsillo y la preocupación por la moda en la cabeza— las pelucas y las medias pelucas se compran con tanto entusiasmo como si fueran bufandas o pendientes. Gertrude Alman, vicepresidenta de Allied Stores Marketing Corporation, resume el fenómeno de la época de esta manera: "Nunca tantos hombres han visto a sus esposas tan bien arregladas, tan a menudo... y en tantas formas diferentes".