Publicado en
diciembre 01, 2014
Sección de libros.
"El corazón que late en cada uno de nosotros, la idea que puede durar una noche de verano o toda la vida, los deseos que nos impulsan... todos existen gracias a nuestro sistema inmunógeno". Así se expresa el Dr. Ronald Glasser en este libro extraordinario que estudia la autodefensa asombrosamente intrincada de nuestro organismo. Aunque el hombre se esfuerza en descubrir este gran misterio de la medicina desde hace poco más de un siglo, hemos aprendido en el último decenio gran parte de lo que hoy sabemos. En realidad, el autor cree que vivimos en la era de la inmunología, pues comenzamos por fin a comprender la dramática lucha interior, el inexorable combate que riñe el organismo contra las enfermedades, y acaso también contra la última gran plaga: el cáncer. Con la mayor claridad, el Dr. Glasser prepara el escenario para este drama y nos hace a todos espectadores de nuestro milagro interior.
Condensado del libro del Dr. Ronald Glasser (especialista en enfermedades renales de la infancia y profesor en el departamento de pediatría de la Universidad de Minnesota, es autor de 365 Days, que relata sus experiencias atendiendo a los soldados en Vietnam (y que fue propuesto para el Premio Nacional del Libro de los Estados Unidos), y de la novela titulada Ward 402).
EXISTIMOS hoy, y hemos sobrevivido hasta ahora, porque, en la prolongada lucha evolutiva, comenzó a desarrollarse en nuestros antepasados, y luego en cada uno de nosotros, un sistema de protección tan refinado y poderoso que hemos perdurado y seguimos adelante al cabo de 3000 millones de años de continuo batallar y pese a los apéndices perforados, huesos rotos, quemaduras, pulmonías y meningitis.
Desde el comienzo de la vida, nuestros verdaderos enemigos en la lucha por la existencia no han sido los cataclismos, sino miles de microbios unicelulares, presentes siempre y que siempre tratan de destruirnos. En nada puede verse más gráficamente lo desesperado de esta lucha, ni hasta qué punto dependemos de nuestras defensas, que en los niños nacidos sin capacidad de protegerse contra estos microbios.
No obstante nuestra aversión a la muerte, y a pesar del terror que nos inspira lo desconocido y la angustia de perder seres queridos, hay enfermedades tan horribles, tan dolorosas e implacables que no nos parece tan espantoso el fin cuando llega. La deficiencia inmunógena combinada es uno de estos males. Afecta a recién nacidos aparentemente perfectos, pero privados en su corriente sanguínea de nuestra herencia química vital. Tan terrible es su agonía que todos (padres, médicos, enfermeras, amigos) sienten alivio cuando sobreviene la muerte y se preguntan por qué vinieron al mundo.
Después que el infante sano cumple unos dos meses comienza a tener de seis a ocho resfriados por año. Son en general cortos: unos pocos, días de catarro, mal humor, algo de diarrea, y luego el pequeño se repone por completo. Pero en el caso del infortunado que nació sin sistema inmunógeno, la tos seca continúa y la fiebre persiste. Lo que los padres suponen pasajero, no lo es.
Estos luchan contra una creciente sospecha. A fin de cuentas el pequeño ha sido sano antes del resfriado y absolutamente normal desde su nacimiento. Pero ellos ignoran que su hijo, como los demás recién nacidos, estaba protegido durante esos primeros meses de normalidad contra virus y bacterias del aire que respiraba, el agua que bebía y los alimentos, por anticuerpos formados previamente en el organismo materno y trasferidos a él. Tales anticuerpos eran los guardianes especiales fabricados por el organismo de la madre para su propia protección, y habían entrado en la corriente sanguínea del feto justamente antes de nacer para protegerlo durante el parto y algún tiempo después. Pero, como cualquier otra proteína, estos anticuerpos se desintegran posteriormente, y, si el recién nacido no es capaz de elaborar los propios, quedará a merced de los microbios cuando hayan pasado algunos meses más.
Cuando el primer resfriado no desaparece, los padres llevan el pequeño a su pediatra, quien no halla nada anormal. Sin embargo, a los pocos días el niño empeora. Han transcurrido casi dos semanas y media desde que enfermó, y los padres, ansiosos y confundidos, llaman de nuevo al facultativo. Han hablado con otras familias, amigos, tías, tíos y abuelas, y saben que los resfriados normales no se prolongan tanto. Al darse cuenta de que algo anda mal, se encaran indignados con el médico, esperando que la medicina cumpla con sus promesas. Acaso el pediatra, ofendido y desesperado, hospitalice al niño, ya sea para tranquilizar a los padres o porque él mismo sospecha algo.
A la mañana siguiente, en su visita diaria, advierte unas manchas en la boca del enfermito. La madre las había visto una semana antes, pero supuso que eran leche cuajada o restos de cereal. El médico, sin embargo, sabe que no son alimento y que es imposible limpiarlas.
Esta vez no se trata de un resfriado, sino de un hongo, el Candida albicans, que crece sobre cualquier superficie tibia y húmeda. Todo pediatra ve en el transcurso de un año 10 o 15 criaturas con esas placas grisáceas en la boca, llamadas aftas. En la mayoría de los casos, aunque persistan, no son serias, y el organismo del niño las va haciendo desaparecer. Si se extienden, se pueden combatir con ciertos medicamentos fungicidas hasta que el sistema inmunógeno del infante comienza a actuar.
Pero, como todos los antibióticos, estos medicamentos sólo permiten ganar tiempo. Tienen a los microorganismos en jaque, retardan su desarrollo y quizá hasta maten unos cuantos, pero a la postre es el cuerpo mismo el que debe limpiar el campo de batalla, buscar y exterminar el último microbio. La verdad es que todos los grandes descubrimientos médicos relacionados con las enfermedades infecciosas, las drogas todas y los adelantos de la técnica sólo han conseguido ayudar al sistema inmunógeno del organismo. Nos dan un respiro para preparar la defensa, pero nada más.
Los logros de la medicina nos han traído una engañosa sensación de seguridad, como si ellos mismos fueran la solución. Pero nada puede salvar al niño que nace con deficiencia inmunógena. El hongo continúa extendiéndose. Horrorizados, los padres observan mientras la medicina falla; ven las placas grises bajar de la nariz por el rostro de su hijo. Las ven derramarse por el mentón y el cuello. Luego comienzan a agrietarse y a sangrar; el rostro redondo y rechoncho se desfigura. Hambriento, pero incapaz de comer, el pequeño lucha y se retuerce; la boca ya empieza a pudrirse. El hongo desciende por la garganta y el esófago, y llega al estómago. El enfermo arroja sangre al toser.
Por entonces el médico ya sabe qué le pasa al niño, y se lo explica a los padres. Sin embargo, desde antes, sin conocer siquiera la expresión deficiencia inmunógena, sabían que su hijo está empeñado en un combate desesperado. Silencioso, frenético, su organismo lucha contra la muerte.
—Un día —les advierte el pediatra— contraerá una infección que su organismo no podrá resistir, y el niño morirá.
—¿Cuánto le queda de vida? —pregunta el padre.
—No más de dos años.
Si todos hubiéramos nacido con igual deficiencia, la suerte de este niño sería la nuestra, y la humanidad tendría su misma historia, breve por cierto.
EN EL PRINCIPIO
LA CIENCIA de la inmunología apenas tiene 100 años, pero los procesos que estudia son tan antiguos como la Tierra misma. La forma en que nuestro organismo lucha contra las infecciones evolucionó junto con los océanos y los continentes, y por tanto los anticuerpos que hoy patrullan nuestra circulación, los leucocitos que guardan nuestros tejidos, son tan fundamentales como las piedras que pisamos o el aire que respiramos.
Los fluidos de nuestro cuerpo imitan los mares primigenios de donde provenimos. Las concentraciones de sales de sodio, potasio y cloro de nuestra corriente sanguínea son iguales a las que existieron en los primeros océanos. Por tanto, aún llevamos dentro aquellos mares, y las mismas batallas químicas que se reñían en ellos hace unos 3000 millones de años se empeñan actualmente para luchar contra nuestras infecciones y enfermedades. Los campos de batalla, que se extendían bajo cientos de kilómetros cuadrados de agua marina, se habrán reducido a unos pocos centímetros cúbicos de sangre; las bahías y caletas serán hoy fluidos de los riñones y los pulmones, pero la derrota significa ahora lo mismo que entonces: el fin de la historia y de cualquier posibilidad futura.
Para la mayoría de nosotros, aquel algo que empezó a vivir en una era tan remota fue un ser fragilísimo. Esto es, abrigamos una noción alimentada por nuestra humanidad y nuestros temores, pero fomentada también por la ciencia misma, que concibe la vida como un mecanismo delicado, en tan precario equilibrio que hasta el menor accidente puede destrozarlo.
Sin embargo, lo que ocurrió en aquellos antiguos mares ha perdurado. Llegaron y pasaron las eras geológicas; se desplazaron grandes masas de tierra; cambió la geografía de los océanos; la atmósfera se impregnó de oxígeno; se elevaron las temperaturas, descendieron después y volvieron a subir; pero con toda su aparente fragilidad, la vida ha persistido y ha prosperado. Llenó la tierra, y los cielos; palpita en lo más profundo de los océanos y trepa a los montes más altos.
LOS INICIOS de la vida están envueltos en el misterio; quizá nunca se descubra el milagro que le dio origen. Pero acaso el mayor secreto no sea el de sus comienzos, sino el de su increíble tenacidad. La persistencia y supervivencia del principio vital, su crecimiento y dominio, son cualidades tan extraordinarias como su nacimiento, y de ellas sabemos en verdad algo.
Los procesos que dieron origen a la vida y que continúan manteniéndola comenzaron cuando la Tierra recién formada se enfrió lo bastante para que se condensara el agua contenida durante mucho tiempo como vapor en la atmósfera. Entonces enormes tormentas pluviales empezaron a inundar el globo, humeante aún, y a lavar la atmósfera sin cesar, quitándole los billones de toneladas de compuestos químicos que se habían formado en ella y precipitándolos en los nuevos océanos.
Luego vino una era de luchas, de supervivencia de los más aptos. No, por cierto, de seres vivos (no había ninguno aún), sino de moléculas orgánicas que acabarían formándolos. Fueron a parar arrastrados a los océanos miles de azúcares diferentes, cientos de alcoholes, decenas de aldehídos distintos, y formaron en las zonas costeras lo que se ha dado en llamar "el caldo primitivo". Las moléculas que sobrevivieron en este líquido lo consiguieron gracias a la estabilidad de su formación, al número de átomos que las constituían y a la afinidad química que unía a esos átomos.
Estas luchas por la supervivencia fueron tan implacables como cualquier otra que se haya reñido desde entonces; sólo los más fuertes triunfaron. Por esta razón los procesos químicos que ocurren en nuestro organismo (los compuestos que forman las rutas metabólicas, los azúcares y las grasas que transportan energía, los aminoácidos que constituyen nuestras proteínas y los fosfátidos que forman las membranas de nuestras células) son los mejores compuestos que la naturaleza fue capaz de crear. Tenemos, pues, dentro de nosotros los triunfadores de una batalla por la supervivencia que ha durado 3000 millones de años.
Pero sobrevivir y predominar significaban algo más que el simple crecimiento continuo o la mera existencia; entrañaban la defensa de todo el desarrollo ganado. En efecto, la vida y la protección han marchado siempre juntas.
El primer ejemplo verdaderamente impresionante de esta íntima unión fue la formación evolutiva de las membranas. Con semejante adelanto surgió por fin una manera clara de separar lo exterior de lo interior. Las moléculas y enzimas que habían evolucionado en el mar abierto se encerraron de algún modo dentro de membranas, asegurándose así un medio en el cual, siempre dominarían. De pronto los antiguos océanos se preservaron definitivamente. Mediante el sencillo recurso de separar del resto minúsculas porciones de agua de mar, y guardarlas dentro de membranas, los contenidos quedaron aislados, de una vez por todas, de las cambiantes concentraciones de sal, de la creciente cantidad de minerales y del grado de alcalización, y del cieno arrastrado de los continentes.
Llegarían y pasarían los períodos glaciares, los océanos se llenarían de diversos materiales, hasta el mismo aire cambiaría, y todavía los mares primitivos (dentro de las células) seguirían inmutables, permitiendo a la vida desarrollarse en un medio al cual sus partes ya estaban muy bien adaptadas.
Una vez que la química vital quedó firmemente protegida dentro de las membranas celulares, comenzó la evolución con la cual estamos familiarizados: el desarrollo de los seres vivientes. Y con él apareció el principio de nuestro sistema inmunógeno, pues al empezar la vida celular se hizo sentir una nueva exigencia en aquellos mares primitivos: la necesidad de alimento. Prosperaría la célula capaz de utilizar mejor las fuentes de energía para mantenerse, y al hacerlo dominaría a otras menos eficientes. La única fuente alimenticia lo suficientemente grande para sustentar la vida estaba encerrada dentro de las mismas células, y por tanto la evolución tomó un giro violento.
Los seres comenzaron a alimentarse. Especies enteras devoraron a las que estaban cerca; y luego fueron a su vez comidas. Los organismos que lograron sobrevivir debieron el triunfo no sólo a diferencias en su metabolismo (mayor capacidad para aprovechar los alimentos disponibles), sino también a su agresividad y a sus defensas corporales. Los más rápidos se salvaron mientras perecían los lentos; continuaron existiendo aquellos que no se podían despedazar por ser demasiado viscosos; y los que se defendían fabricando venenos y sustancias químicas para exterminar a sus agresores, siguieron reproduciéndose. Las batallas ya no tenían por objeto dominar, sino simplemente sobrevivir. Y esas luchas, que se iniciaron en los mares primitivos cuando la primera célula se volvió contra su hermana, jamás han cesado.
Vivimos hoy como hemos vivido siempre: en el fondo de un mar de bacterias y virus. Pestes, heridas infectadas, el horror de la lepra, la rabia y sus convulsiones, órganos llenos de pus, mujeres agonizantes por la fiebre puerperal, todo se reduce a un ser vivo que devora a otro, tal como sucedía en los mares primigenios.
Por más que acariciemos visiones de nuestra propia grandeza y dominio, y a pesar de los frágiles éxitos humanos, la verdadera lucha se ha reñido siempre entre adversarios microscópicos, nunca de más de siete micras de diámetro.
UN EJERCITO DE 126.000 MILLONES
COMPRENDEREMOS mejor la importancia de nuestro sistema inmunógeno, de las fuerzas que requerimos para sobrevivir, si examinamos las enfermedades de otros seres. Por ejemplo, las bacterias, los virus y los hongos atacan a las plantas lo mismo que a los hombres y a los animales. Pero las enfermedades de los vegetales son, en su mayor parte, procesos localizados. La falta casi completa de circulación impide que el contagio se extienda rápidamente de un lugar a otro.
Los seres humanos no tenemos esa ventaja. La sangre toda del organismo circula una vez completa cada 13 segundos. En una hora pasan por el cerebro y los riñones 60 litros, y vuelven al corazón al mismo ritmo. Estos enormes volúmenes nos permiten correr y hacen llegar suficientes cantidades de azúcar y oxígeno a los brazos y las piernas para que nuestros músculos continúen moviéndose aun después de haber transcurrido horas de extenuante actividad.
Pero pagamos cara tanta energía y agilidad. Una bacteria que entra por la herida de un dedo llega al cerebro en poco más de cuatro segundos; un neumococo de los pulmones puede alcanzar los huesos de los brazos en tres.
Son tan abrumadores los elementos indispensables para asegurar una protección adecuada cuando se posee un sistema circulatorio como el nuestro, que aturde pensar en ellos. Sin embargo, es asombroso, pero contamos con esa protección. Es la culminación de incontables milenios de refinadas reacciones químicas: un grupo de protectores químicos y de destructores de microbios, tan rápidos e implacables que sobrevivimos no obstante nuestro tamaño, nuestro sistema circulatorio y todos nuestros errores, vicios y desaciertos.
En las lombrices de tierra y en ciertos octópodos (que son los exponentes más antiguos de vida animal multicelular verdaderamente integrada) encontramos una circulación primitiva, y en ella una clase de célula aun más primitiva. Con el microscopio podemos verlas moverse lentamente por el cuerpo de la lombriz, buscando sin cesar desechos celulares e ingiriéndolos. Estas células primitivas actúan como un sistema interno de recolección de basura. Pero también cumplen otra función: atacan toda bacteria que encuentren, arremeten contra ella en una lucha más antigua que la vida, y persisten en su empeño hasta que alguno de los adversarios muere.
Los descendientes de estas células primitivas, que nosotros hemos heredado, se llaman glóbulos blancos, leucocitos o granulocitos. Los definió primero Elie Metchnikoff, que trabajaba en el laboratorio de Luis Pasteur. Tras evolucionar durante millones de años juntamente con nosotros, los granulocitos se han vuelto más agresivos y móviles, y han adquirido todo un arsenal nuevo de sus propios inhibidores y venenos antibacterianos. Ahora pueden destruir bacterias con mayor rapidez, y hasta son capaces de avanzar hacia los microbios en vez de esperar a que se acerquen. Presienten dónde está el enemigo y a qué lugar deben ir para hacerle frente. Disponemos literalmente de miles de millones de ellos.
Estos glóbulos blancos, así como los macrófagos (variedad más especializada) están elaborados en la medula de los huesos; allí maduran y luego entran en la corriente sanguínea, dispuestos para la lucha. Algunos patrullan siempre los vasos, pero el resto queda disponible para el caso de un ataque. El individuo humano que pese unos 70 kilos tendrá 126.000 millones de granulocitos y macrófagos. El organismo puede ponerlos todos en circulación mediante una orden, y a veces todos son necesarios.
Si tomamos una jeringa y extraemos del brazo 10 centímetros cúbicos de sangre, apartamos los granulocitos y los ponemos en un platillo lleno de agua salada, se moverán sin rumbo fijo. Bajo el microscopio se desplazan como diminutas amebas. Forman un cuadro tranquilo, semejante al que ofrecen algunos tipos de algas que avanzan lentamente a lo largo de la costa. Pero si se agrega una bacteria, una sola, al líquido del plato, la escena cambia. Los granulocitos, como ciervos puestos sobre aviso, detienen de pronto sus movimientos caprichosos; parece que los invadiera cierta expectación cautelosa. Vacilantes, casi nerviosamente al principio, van y vienen, como si adivinaran algo; y de pronto, uno tras otro, avanzan en forma lenta e inexorable en dirección a la bacteria.
En el cuerpo este movimiento lleva a los granulocitos de los vasos hacia el sitio de la infección. Es el primer movimiento de un asalto que se dispone a efectuar un ejército de 126.000 millones de soldados. Tan eficaz es este sonar interno que, unos minutos después de empezar una infección, los primeros granulocitos se encuentran ya en la zona atacando a las bacterias. Una vez que comienzan, luchan tan denodadamente y gastan tanta energía que sólo pueden batallar durante muy poco tiempo. Mas ya para entonces llegan sus hermanos mayores, los macrófagos, parecidos a ellos pero con mayores cantidades de enzimas mortíferas, más resistencia, membranas más gruesas y mecanismos internos de mayor tamaño. Cuando los macrófagos se establecen en la zona infectada y se hacen cargo del ataque, los granulocitos se retiran y los dejan luchar solos. En verdad podemos decir que es una serie extraordinaria de sucesos.
Se puede tomar una gota de pus y, con ayuda del microscopio, ver a estos glóbulos blancos apoderarse de las bacterias y sujetarlas mientras vacían en ellas sus gránulos portadores de enzimas destructoras. Se observa entonces cómo los microbios se retuercen, dejan de moverse poco a poco y, por último, comienzan a desintegrarse. Pasada ya la infección, aún se pueden ver algunos de estos glóbulos blancos, maltrechos y exhaustos, de nuevo en la circulación; avanzan por el torrente sanguíneo con fragmentos de membranas celulares de sus víctimas todavía dentro de ellos, para continuar sus eternas patrullas y, aunque heridos, prestos a la próxima batalla.
COMO EL MOHO EN EL ARBOL
LOS GRANULOCITOS y macrófagos de la circulación sanguínea son solamente una parte del sistema inmunógeno. En realidad, si ellos fueran toda nuestra protección, no sobreviviríamos mucho tiempo. Los niños nacidos con deficiencia inmunógena tienen todos los granulocitos que necesitan, y sin embargo mueren en unos meses a consecuencia de una infección. Actuando solos, los granulocitos no son suficientemente rápidos; y cuando se trata de infecciones bacterianas, unos pocos minutos son demasiado tiempo. Una vez que atravesara la piel y entrara en la circulación, la bacteria iría de camino al cerebro o a los pulmones mucho antes que el primer granulocito lograra alcanzarla. Necesitamos algo más, y lo tenemos. La segunda parte de nuestro sistema defensivo está formada por los llamados anticuerpos.
Hemos aprendido apenas en los últimos diez años casi todos nuestros conocimientos sobre estas sustancias. Ahora estamos seguros de que en realidad no son más que una clase de proteína que circula por la corriente sanguínea. Pero las proteínas poseen una condición especial: la capacidad de envolver estrechamente a casi toda sustancia "extraña" al organismo.
Ignoramos cuándo una célula utilizó por primera vez sus proteínas para unirse a la superficie de otra diferente. Parece que eso mismo ocurrió en el grupo más primitivo de los vertebrados que aún viven: los peces sin mandíbulas (ciclóstomos). En los mares paleozoicos, tibios y prolíficos, debió sobrevenir una mutación, un hecho casual. Una proteína utilizada por estos peces (entre ellos las lampreas) para algún otro propósito, habría cambiado súbitamente su estructura para hacerse pegadiza a alguna parte de las superficies de las partículas extrañas que entraban en el cuerpo de estos animales.
Como los gusanos de tierra, aun más primitivos, los peces ciclóstomos llevaban los antepasados de nuestros leucocitos dentro de ellos. Pero entonces tuvieron algo más: una proteína que podría fijarse al atacante y detenerlo. El granulocito primitivo había conseguido ayuda.
Las lampreas y otros ciclóstomos persisten todavía sin cambios en casi 400 millones de años. Podemos llevarlos al laboratorio y descubrir en ellos los inicios de nuestro propio sistema inmunógeno. Si tomamos un trozo de piel de un individuo de otra especie y lo injertamos en uno de estos peces, rechazará el injerto lo mismo que nosotros. Pero mientras nosotros lo hacemos en pocos días, ellos apenas comienzan el proceso a los dos meses.
Nuestro organismo, a diferencia del de los ciclóstomos, no fabrica sólo una clase de anticuerpos, sino cinco. Tres son los más importantes. El primero es el denominado IgA (Inmunoglobulina A). La piel constituye una formidable barrera contra la infección, pero otras capas protectoras no son tan impenetrables: las membranas mucosas de los labios, la suave conjuntiva de los ojos, el interior de la nariz y las mejillas, la mucosa de la boca, la garganta y el estómago. Para evitar la entrada de microbios por estas superficies húmedas y abiertas el organismo, perfeccionado por la evolución, las recubre de anticuerpos IgA, que atacan cualquier microbio y le cierran el paso para que no penetre en la corriente sanguínea o en las capas más profundas del cuerpo.
Pero es posible cortar la piel y atravesar las membranas. Del millón de estreptococos capaces de atacar la garganta, uno puede escapar de las moléculas de IgA y entrar en la circulación. Esto ha ocurrido suficientes veces durante la evolución para impulsar al organismo a fabricar otros dos anticuerpos llamados IgG e IgM, ambos presentes en el torrente sanguíneo.
Las células del organismo fabrican anticuerpos en respuesta a ciertas señales que los microbios atacantes tienen en la superficie, y por las cuales estas células saben que se trata de "extraños". Las citadas señales son configuraciones moleculares localizadas en las membranas de los invasores o en la composición de materias tóxicas. La disposición de esas moléculas es distinta de la que presentan las membranas de nuestras células y las sustancias que fabrica el organismo para su propio aprovechamiento. Damos el nombre de "antígenos" a tales marcas, y los anticuerpos se producen para oponerse a los antígenos fijados en la superficie de una célula extraña o en las toxinas inyectadas. Lo asombroso es que las células productoras de anticuerpos no sólo reconocen lo propio, sino también lo que es extraño, o, mejor dicho, lo que no es "suyo".
Condenado a no agredir jamás, sino a reaccionar, el cuerpo debe tener ya dentro de sí los microbios o venenos para comenzar a fabricar los anticuerpos apropiados. Esta es la gran debilidad de todo nuestro sistema de anticuerpos. El organismo está siempre en desventaja; siempre atrasado al principio, debe reunir sus fuerzas y perseguir a un intruso que ya ha puesto pie en él. El hecho de que sobrevivamos es prueba de la eficacia del contraataque lanzado por nuestras defensas inmunógenas.
Esencialmente, la labor de los, anticuerpos es muy sencilla. Una vez que el invasor atraviesa las defensas exteriores del organismo, los anticuerpos que han sido fabricados para combatirlo se unen a los antígenos que lleva adheridos aquel en su superficie. Cada anticuerpo se acomoda en un antígeno, aferrándose a la membrana celular de la bacteria o del virus. Es increíblemente pequeño, no mayor de un milésimo del tamaño de una bacteria, pero se adhiere al antígeno como el moho a la corteza de un árbol, y eso basta.
Si la sustancia extraña es venenosa, el anticuerpo puede neutralizarla al unirse al antígeno, y entonces la toxina circula inofensiva. Si se trata de un microbio ocurre algo diferente: los anticuerpos no dañan ellos mismos a las bacterias o virus, pero, una vez adheridos a sus membranas, desatan una serie de acontecimientos físicos que terminan con la muerte de los gérmenes patógenos. Como inocentes circunstantes que han ocasionado una catástrofe, permanecen en la superficie del microbio y observan en silencio, al parecer indiferentes al pandemónium que se desencadena en torno de ellos.
LOS ASESINOS
LA DESTRUCCIÓN es consecuencia del asalto de un tercer elemento, quizá el más importante de nuestro sistema inmunógeno: un grupo de proteínas fabricadas en el hígado que entran en la circulación en grandes cantidades. Se ha dado al conjunto el extraño nombre de "complemento", y se designan C1, C2, C3, hasta llegar al componente final, que es el C9.
La supervivencia es una fuerza poderosa en la naturaleza. Tratemos de exterminar todas las cucarachas de la cocina, todo el moho de una alacena o todos los mosquitos del jardín, y comprobaremos qué difícil es destruir el cien por ciento de cualquier grupo de seres vivos. Sin embargo, eso es precisamente lo que exigimos al organismo. Para realizar tan extraordinaria hazaña, aprovecha una característica vital, tan fundamental que sin ella no habría vida: la necesidad que tiene la célula de mantener su interior separado del exterior.
A medida que la evolución fue progresando, el medro interior de las primeras células se hizo más concentrado que el agua circundante. En algún momento la concentración de materia dentro de estas células primitivas debió resultar tan densa que el agua comenzó a entrar en ellas, fluyendo, como siempre lo hace, del medio menos concentrado al que tiene mayor concentración. Las células se hincharon, y sus estructuras internas recién desarrolladas empezaron a separarse, a flotar alejándose unas de otras. Durante millones de años no hubo evolución, pues cada vez que se formaba un nuevo sistema molecular dentro de una célula, penetraba un poco más de agua para desorganizarlo. Esto siguió así hasta que una o más células, esforzándose en superar a las vecinas, perfeccionaron en sus membranas una bomba química capaz de expeler el exceso de líquido que les entrara. Esta ventaja, obra de la evolución; fue tan grande que gradualmente todas las células formaron una bomba similar en sus membranas exteriores. Les era indispensable para sobrevivir.
Esta situación inicial de la creciente concentración de materia dentro de las células vivas no sólo perdura, sino que es hoy aun más crítica. Cada célula moderna es tan refinada, posee tantas estructuras, que su interior siempre es más denso que cualquier fluido circundante. Tan grande es la diferencia de concentración que, si la bomba de la membrana falla o si muere la célula, el líquido penetra en ella; entonces se hincha y, como un globo demasiado lleno, estalla. Lo mismo ocurre cuando sobreviene un accidente y la superficie celular se perfora o rompe. Así, para cualquier célula, una solución de continuidad en su membrana exterior significa la muerte.
Fue este hecho puramente físico, la diferencia de concentración de materia entre el interior y el exterior de todas las células, el que aprovechó nuestro organismo para protegerse. La naturaleza sólo debía crear el arma apropiada, y quien la tuviera quedaría perfectamente armado. Las proteínas del sistema de complemento son esta arma, y la llevamos dentro del cuerpo, lista para estallar al recibir la orden, a detonar cuando sea necesario.
Una vez activados, los nueve componentes del complemento se unen para abrir un orificio microscópico en forma de rosquilla en la pared bacteriana e irrumpir a través de ella como un proyectil que atraviesa una coraza. Pero lo mismo que cualquier explosivo, el sistema de complemento es tan ciego como potente, y si se enciende la mecha, podrá perforar cualquier célula, amiga o enemiga: una bacteria o la pared de los riñones, del corazón o de los vasos sanguíneos. Como toda arma, es necesario gobernarla para que sea eficaz. La naturaleza debía dar, además, un nuevo paso evolutivo para asegurarse de que actuara donde debía, lo cual consiguió con ayuda de los anticuerpos.
Todavía no sabemos exactamente cómo ocurre, pero el anticuerpo cambia de forma cuando se une físicamente con el antígeno en la superficie de un microbio. Esta modificación morfológica abre una zona especial en determinada parte de la molécula del anticuerpo, y el nuevo sitio expuesto activa a C1, el primer componente de las proteínas del complemento que circulan en la corriente sanguínea. El componente es activado precisamente en el lugar más conveniente: contra una membrana celular que nuestro organismo desea destruir.
Sin embargo, lo único que hace el primer componente es combinarse con el anticuerpo que está ya en la superficie del microbio. Con este acoplamiento también cambia de forma. Se abre un nuevo sitio de unión, y C2, el segundo componente que circula con la sangre, se fija en ese sitio. Y el proceso continúa en esa forma. Así, por medio de cierto sistema de seguridad, los nueve componentes se reúnen en la superficie bacteriana. Ninguno puede ser activado hasta que el componente anterior lo haya sido a su vez. Por último, al activarse la novena proteína del complemento, se abre violentamente un orificio en la membrana exterior de la bacteria. Todo esto ocurre en décimas de segundo, mucho antes de que el microbio pueda dividirse o escapar.
EL GENIO DIRECTIVO
LAS VARIAS partes del sistema inmunógeno se descubrieron aislada e independientemente, junto con su procedencia: los leucocitos y los macrófagos se formaban en la medula de los huesos; las células plasmáticas hacían los anticuerpos; el complemento y otra sustancia protectora llamada properdina venían del hígado. Pero el descubrimiento de que todos esos elementos estaban relacionados (de que, en realidad, tenían que estarlo) es reciente.
Robert Good, ilustre inmunólogo, estaba seguro de que debía haberal gún regulador general, y de que encontrarlo significaría aliviar muchos sufrimientos y eliminar la mayoría de las enfermedades. Lo que él descubrió (confirmado luego por María de Sousa, investigadora brillante que trabajaba en Glasgow) fue que los ganglios linfáticos dispersos por el cuerpo, cerca de todos los miembros y de toda la superficie corporal, alojan un "sistema" inmunógeno compuesto por dos colonias de células llamadas linfocitos. Ellos ejercen el control principal, y su desarrollo y odisea al ir y venir desde su morada en los ganglios linfáticos es uno de los hechos más asombrosos en toda la naturaleza.
Si fuéramos a ver al médico y nos extrajera un poco de sangre de una vena del brazo, marcara radiactivamente los leucocitos y los volviera a inyectar, estos ascenderían por el brazo, entrarían en la vena cava superior (el gran conducto por donde pasa toda la sangre de la mitad superior del cuerpo), y de allí irían al corazón. Arrastrados por el torrente sanguíneo, dan tumbos dentro de este órgano, pasan por sus válvulas y, como barriles arrojados por una catarata, caen en la turbulenta corriente de la aorta, luego en la más suave de las arterias medianas, y por último en la reducida y lenta de los vasos capilares de los tejidos.
Después, ya en los tejidos, los linfocitos salen de algún modo de los vasos y entran en los órganos: pasan entre las células de los riñones, del hígado, de los músculos de las manos y dedos, de la grasa abdominal o de las piernas. Hecho esto, penetran en el conducto linfático más próximo y regresan al ganglio linfático más cercano. Lo atraviesan, dejando atrás a otros linfocitos que ya estaban allí y no circulan, y siguen por las venas para volver al corazón. Si pudiéramos marcar todos los linfocitos que están en circulación en el organismo de una persona y tomarle una radiografía de cuerpo entero, los veríamos brillar a través de la piel en cualquier parte, pues todo el cuerpo estaría lleno de diminutos puntos centellantes.
Pero, ¿cuál es la razón de estos viajes interminables (aunque precisamente regulados) hacia los ganglios linfáticos y desde ellos hacia otros lugares ?
Al buscar la solución, el Dr. Good halló que existen dos clases de linfocitos maduros. Unos se llaman linfocitos T, y los otros linfocitos B. Si uno se corta la mano y penetran bacterias conocidas a través de la piel, se aferran a ellas anticuerpos ya formados por un ataque previo. Pero si se trata de una bacteria que nunca antes había entrado en el cuerpo, en muy corto tiempo (minutos y a veces segundos) uno de los linfocitos circulantes la toca. No estamos seguros de lo que ocurre en este contacto, pero sí conocemos el resultado: el linfocito circulante quita de algún modo el antígeno de la superficie del atacante y, actuando como mensajero, lleva rápidamente la información al ganglio linfático más próximo.
Cuando pasa a través del ganglio, va a la zona de células B o a la de células T, confiando en su propia sabiduría de lo que se debe hacer para protegernos. Si toca una célula B, la convierte inmediatamente en célula plasmática, virtual fábrica de proteínas, elaboradora de anticuerpos exactamente adaptados al antígeno que trajo el linfocito circulante. En su paso por el ganglio linfático, el linfocito mensajero puede tocar literalmente por separado miles de células B, estimulándolas a formar células plasmáticas que luego producirán miles de millones de anticuerpos específicos. Puestos en libertad en la corriente sanguínea, estos anticuerpos formados invadirán las regiones infectadas para lanzarse inmediatamente contra los microbios atacantes.
Si los linfocitos mensajeros se dirigen a la zona T del ganglio en vez de hacerlo a la B, al tocar una célula T la transforman de célula inactiva en lo que se ha llamado linfocito asesino. Este deja entonces el ganglio y entra en la circulación para atacar a la célula infectada sin ayuda de granulocitos, anticuerpos o complemento.
Nadie puede decirnos todavía cómo saben estas células exterminadoras dónde buscar al invasor, pero lo que parece seguro es que, para seguir sanos, necesitamos la labor conjunta de todas las partes de nuestro sistema inmunógeno: linfocitos T y B, células plasmáticas, complemento, anticuerpos, macrófagos y granulocitos. Un defecto en cualquier parte del sistema da por resultado enfermedades, infecciones virales reiterativas, pulmonía y hasta cáncer.
RAZON DEL EXITO DE LA INMUNIZACION
PARA CURAR una enfermedad (y no sólo tratarla) es menester ayudar al organismo a que sane él mismo. El cuerpo es el héroe, no la ciencia, ni los antibióticos, ni las máquinas o dispositivos nuevos. Es el cuerpo, y no el pulmón de acero, el que cura la poliomielitis por fabricar anticuerpos contra la vacuna administrada oralmente. La penicilina y la estreptomicina podrán matar la mayor parte de las bacterias de una herida infectada, pero es el organismo el que debe buscar y destruir el último microbio patógeno. También es él quien debe encontrar la última célula cancerosa oculta que se libró de la radiación o de la quimioterapia, y exterminarla para que el enfermo viva.
La teoría de la inmunización (en la que se basaron Luis Pasteur y Edward Jenner al inyectar sustancias en el cuerpo humano) depende ante todo de una propiedad que pronto se desarrolló en las luchas reñidas en los mares primitivos de la Tierra: la capacidad de una célula de reconocer a otra diferente de ella.
En muchos sentidos la membrana que rodea a toda célula, incluso las de nuestro cuerpo, es semejante a la caja de plástico del teléfono o cubierta exterior dura que protege los delicados circuitos internos. El mecanismo del teléfono podrá hacer corto circuito, pero la caja sigue intacta.
En la naturaleza ocurre lo mismo. Se puede matar una célula o destruir una bacteria, pero sus membranas perduran. Cuando las células mueren, la membrana exterior puede verse aún con el microscopio; parece una espectral forma hueca que flota sin nada dentro. Por esta razón, cuando se inyectan las capas bacterianas exteriores de los microbios muertos, el sistema inmunógeno del organismo las reconoce por lo que antes fueron y activa todos sus mecanismos, como si estos restos extraños de membranas celulares envolvieran todavía un. ser vivo y peligroso. El cuerpo responde sólo al contacto con las superficies, pero no tiene tiempo de averiguar si son parte de algo vivo o muerto; no puede arriesgarse esperando. A esto se debe que la inmunización dé resultados positivos.
Cuando alguien se vacuna contra la viruela, el sarampión, la rubéola, las paperas, la influenza, el tifus, la tifoidea, la tos ferina o la fiebre amarilla, los microbios muertos o atenuados se inyectan directamente en el organismo. Aunque el microbio esté muerto, sus membranas celulares exteriores se conservan estructuralmente intactas, y el cuerpo responde a la inyección como si los microorganismos todavía fueran peligrosos. Fabrica anticuerpos, utiliza el complemento, estimula los linfocitos T y B, y lanza los glóbulos blancos contra un riesgo que no existe. Al poco tiempo el pequeño número de microbios inofensivos queda destruido y eliminado, y el sistema inmunógeno descansa. Pero, una vez estimulado, queda siempre en vigilancia.
Continúan circulando pequeñas cantidades de anticuerpos con caracteres específicos para atacar a los organismos inyectados, mientras que los linfocitos estimulados, provocados para reaccionar contra el microbio que se empleó en la inmunización, patrullan los vasos y aguardan el siguiente ataque, cuando se presente la misma membrana extraña. Bien pudiera ser que la próxima vez atacaran en gran número microbios vivos que trataran de producir la enfermedad.
Pero entonces el cuerpo ya está en situación ventajosa. Por la inmunización previa podrá reconocer y luego destruir a los invasores antes que logren afirmarse. Los anticuerpos formados previamente y los linfocitos, disponibles al momento, anulan a los microbios atacantes en la zona invadida sin darles tiempo de multiplicarse, diseminarse o penetrar en órganos vitales. Una persona previamente inmunizada puede aniquilar al enemigo antes que comience a reunir sus efectivos para iniciar el asalto.
"¿POR QUE A MI?" "¿Por qué a los míos?"
LAS PESTES bacterianas fueron vencidas una por una, pero las enfermedades virales continuaron. Existían métodos de vacunar; Pasteur los había empleado contra la rabia; Jenner, contra la viruela. Sin embargo la poliomielitis seguía dejando millares de niños paralíticos; el sarampión convertía a otros en idiotas; la fiebre amarilla arrasaba a una colectividad tras otra; la rubéola congénita atacaba inexorablemente al feto en el seno materno, dejando cientos de miles de seres ciegos, microcéfalos o con lesiones cerebrales.
Los médicos no podían hacer nada. Tal como había logrado Pasteur con la rabia, trataban de fabricar vacunas con microbios muertos, exterminando con productos químicos o calor los que ellos creían organismos infecciosos invisibles, e inyectando los microbios presuntamente muertos en personas sanas. Pero esto no resultaba. Las inoculaciones prendían demasiado bien y producían la enfermedad mortal. Más tarde, cuando los investigadores lograron aislar los virus infecciosos, aún no pudieron matarlos. Los ácidos, el calor o los venenos que destruían fácilmente las bacterias y cualquier otro ser viviente, no parecían afectar a estos microbios. Incluso después de ser hervidos o tratados con fenol, seguían produciendo la enfermedad si los inyectaban como vacunas.
El problema estaba en los virus mismos. Extraídos del organismo y observados con el microscopio, permanecían absolutamente inertes. Y sin embargo eran evidentemente infecciosos, capaces de multiplicarse y de causar enfermedad si los volvían a inyectar en el cuerpo humano. Durante decenios se discutió si los virus eran organismos vivos o muertos.
Hoy hemos comprendido que guardan un estado intermedio. Fuera del cuerpo el virus no vive; es sólo una diminuta estructura cristalina. No consume oxígeno, no se divide, no crece ni se mueve.
Cuando no está en el organismo humano, el virus que causa la hepatitis puede sobrevivir aunque lo calienten hasta 60° C. durante una hora o lo congelen a 55° C. bajo cero. Resiste ácidos y álcalis; podemos ponerlo en soluciones corrosivas de amoniaco y de fenol, y, al colocarlo de nuevo bajo el microscopio electrónico, se quedará quieto, virtualmente inalterado, sin mostrar más efecto por el duro tratamiento del que pudiera acusar un fragmento de diamante. Sin embargo, si lo inyectamos en un cuerpo, todavía logra causar hepatitis.
La solución al tratamiento de las enfermedades virales sólo fue posible después que Ernest Goodpasture descubrió que los virus prosperaban en un huevo de gallina fertilizado; cuando otros investigadores lograron hacer crecer tejido animal fuera del organismo en varios medios de cultivo; y, por último, al perfeccionar John Enders, Frederick Robbins y Thomas Weller una técnica especial de cultivo de tejidos y lograr cultivar los virus de la poliomielitis en tubos de ensayo. Con estos adelantos fue posible disponer de un número abundante de virus para producir suficientes cantidades de vacuna segura por medio de dos métodos distintos: matando o haciendo inactivo el virus vivo, o cultivándolo durante varias generaciones hasta que se atenuara o perdiera virulencia.
Fue vencida la fiebre amarilla, luego cedieron la poliomielitis, el sarampión, la rubéola y las paperas, y pronto la varicela. Tanto Jonas Salk como Albert Sabin usaron métodos de cultivo de tejidos para producir el virus de la poliomielitis que se empleó en sus vacunas. Enders, aplicando sus propias técnicas, preparó las del sarampión.
Pero todos los esfuerzos y preocupaciones, toda la sabiduría y el trabajo de hombres como Pasteur, Jenner, Goodpasture, Enders, Salk, Sabin, Weller y Robbins, no quitaron de la tierra las esporas del tétano ni destruyeron los salvajes virus de la poliomielitis o el sarampión. Sus descubrimientos no evitan que el de la rubéola trate de infectar a las mujeres gestantes, ni que la difteria ataque la garganta de los niños, ni lograron que el abastecimiento de agua esté libre de la poliomielitis. Cada una de estas enfermedades está todavía en el aire que nos rodea, en el agua que bebemos y en los alimentos, en espera del momento apropiado para atacar. Sin embargo, millones de personas pasan por alto el riesgo siempre presente, y rechazan con necedad la protección que se les ofrece y que fue conquistada para todos nosotros tan penosa y lentamente.
La inmunización nos ha dado por fin la ventaja. Ya no tiene por qué haber más inválidos arrastrándose por la vida, ni más cerebros destruidos por la fría indiferencia química de los virus. Sin embargo, como los padres, por negligencia, no llevan a vacunar a sus hijos, como los gobiernos olvidan el pasado y no hacen caso del futuro, y los médicos se niegan a practicar la medicina preventiva, o la descuidan, muchos niños no han sido debidamente inmunizados. A menos que se tomen medidas eficaces, los pulmones de acero retornarán y los hospitales se llenarán una vez más de atrasados mentales y ciegos. De nuevo se oirá el rechinar de dientes y el terrible lamento: "¿Por qué a mí?" "¿Por qué a los míos ?"
EL CUERPO CONTRA SI MISMO
PASO A paso, y a medida que nuestro sistema inmunógeno se iba comprendiendo mejor, comenzó a surgir la sospecha (en un principio vaga y sólo mencionada en voz baja por los científicos) de que todo puede invertirse, de que la magnificencia de nuestro sistema defensivo puede volverse contra el organismo. Hoy parece ser que algunas de las enfermedades más desconcertantes y graves son en realidad causadas por el sistema inmunógeno, que actúa como si se hubiera vuelto loco y nos ataca tomándonos por enemigos.
El concepto de enfermedad auto-inmune, como se llama, resulta hoy imprescindible. Sabemos, por ejemplo, que la fiebre reumática es uno de estos males. Comienza con una infección de la garganta causada por estreptococos. La fiebre reumática propiamente dicha, que afecta a las articulaciones y a las válvulas del corazón y produce erupciones, es resultado de una reacción inmunógena dirigida contra los estreptococos de la faringe. Por alguna razón que desconocemos, las células T y B producidas confunden los músculos del corazón y las articulaciones del niño con los invasores, y los atacan con igual determinación que a las bacterias.
Los especialistas en enfermedades infecciosas creen que existe alguna semejanza antigénica (lejana herencia evolutiva) entre los músculos cardiacos, los tejidos de las articulaciones y el estreptococo. Por eso los anticuerpos producidos contra las superficies microbianas se confunden y, atacando las membranas celulares de su propio organismo, dañan las articulaciones y el corazón, y a veces causan la muerte.
Es posible que la esclerosis múltiple también sea una enfermedad auto-inmune causada por los anticuerpos que el paciente produce contra su propio tejido cerebral. Es una enfermedad que ataca a los jóvenes y que destruye, gradual pero implacablemente, un elemento particular del cerebro. En un principio se creyó que la destrucción se debía al ataque directo de un virus cerebral. Pero la naturaleza vitalicia de la esclerosis múltiple, los largos períodos de buena salud entremezclados con ataques de parálisis, no son lo que se podría esperar de una enfermedad infecciosa aguda, ya fuese viral, bacteriana o causada por hongos. Además, la autopsia del cerebro de estos pacientes mostraba una destrucción de los tejidos diferente de la ocasionada por los virus.
Sólo recientemente, gracias al mejoramiento de las técnicas básicas de investigación, se han encontrado anticuerpos extraños en la sangre de los enfermos de esclerosis múltiple, auto-anticuerpos al parecer hechos para luchar contra ciertas partes del cerebro de los mismos pacientes y que muy bien podrían tener algo que ver con la causa del mal. Pero, ¿por qué se forman estos anticuerpos? ¿Qué motivo hace que, al cabo de 20 años, el sistema inmunógeno de estas personas de pronto considere extraño el tejido cerebral y lo ataque? ¿Y por qué la agresión parece detenerse durante unos años, tan sólo para recrudecerse luego?
Estas cuestiones no son simplemente teóricas, propias para discutirlas sólo en laboratorios o en congresos internacionales. Son incógnitas que nos conciernen a todos, pues sus soluciones (que nos permitirán comprender cómo nuestros anticuerpos pueden de pronto errar el camino) encierran la clave de muchas enfermedades, incluso de la última gran plaga: el cáncer.
LAS CALLEJUELAS DEL CUERPO
NUESTRO organismo es como una inmensa ciudad móvil, formada por un billón de habitantes, todos con habilidades diferentes, y sin embargo entregados a un trabajo de conjunto. Posee sus propios sistemas de ventilación y alcantarillado, su red de comunicaciones, 1500 millones de kilómetros de carreteras y calles interconectadas, un sistema de callejones, supermercados y fábricas, instalaciones de desecho de desperdicios y unidades de calefacción. Para existir, sólo necesita que se le suministren unas cuantas materias primas y una manera de librarse de los productos residuales.
Sin embargo, como en toda ciudad, pueden ocurrir desastres naturales: taparse las alcantarillas, romperse arterias y tuberías maestras, desorganizarse o hacer corto circuito el sistema de comunicaciones, estropearse el de ventilación o, lo que es más importante, puede haber anarquía y delincuencia. En alguna estrecha callejuela, en el extremo del bazo o en la parte exterior de un pulmón, una persona o una célula pueden rebelarse de pronto y, olvidando o despreciando las restricciones de la civilización, tratar sólo de satisfacer sus necesidades.
Como ocurre en toda conspiración, se tarda un tiempo en advertir los cambios. Las cosas continúan como siempre; exteriormente, la persona y la célula se comportan como de costumbre. Sin embargo, algo está ocurriendo.
¿COMO EMPIEZA? ¿Dónde se inician los cánceres? Para curar las enfermedades, debernos conocer sus causas. Todos sabemos que no fue un pulmón de acero más perfeccionado el que impidió la propagación de la poliomielitis, sino el descubrimiento de la etiología de la parálisis. A medida que se investiga el cáncer, los hombres de ciencia se inclinan a declarar definitivamente que debe haber una falla en los procesos inmunógenos para que este mal ocurra y persista.
Muchas pruebas lo indican. La más obvia es que los cánceres se manifiestan sobre todo en los muy jóvenes y en los muy viejos, dos grupos en los cuales el sistema inmunógeno no ha alcanzado aún su completo desarrollo o ha comenzado a perder fuerza. Sabemos que los recién nacidos no tienen reacción inmunizadora tan eficaz como la de los adultos, y que con la edad también disminuye su potencia.
Ciertos estudios recientes han demostrado que la respuesta de los anticuerpos de los ratones disminuye hasta aproximadamente un 95 por ciento cuando el animal es viejo. Las reacciones de inmunidad celular declinan universalmente con los años, y llegan a un cuarto o menos del valor que tienen en animales más jóvenes; ocurre en todas las especies, incluso la humana. Estos son hechos inmunológicos aparentemente inalterables, y sus consecuencias para la autoprotección del cuerpo contra una creciente cantidad de células potencialmente cancerosas son evidentes, si no concluyentes.
La mayor parte de los hechos descubiertos en relación con nuestro sistema inmunógeno y el desarrollo del cáncer se obtuvieron de personas tratadas con drogas que suprimen las reacciones de inmunidad; por ejemplo en los casos de trasplante de riñones. Para que sobrevivan los órganos trasplantados, es indispensable recurrir a fármacos anti-inmunógenos, hasta que el organismo, si es posible, acepte el injerto. Desgraciadamente la supresión de la inmunidad no es específica; no obra sólo en el órgano trasplantado. Es una supresión general que afecta a la reacción inmunógena ante toda sustancia extraña.
Por tanto, era razonable esperar más cánceres en personas cuyo sistema de inmunidad había sido perturbado artificialmente, que en otras de su misma edad con defensas intactas. Y cuando se examinó un grupo de las primeras, los resultados parecieron confirmar la suposición. En 1974 los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos informaron de unos 9000 enfermos con trasplantes y hallaron alrededor de 70 casos de cáncer (sin incluir el de la piel), esto es, una incidencia significativamente mayor que la normal en personas de la misma edad entre el total de la población.
En 1968, como resultado de una equivocación casi trágica, se demostró sin lugar a duda, al menos parcialmente, la importancia del sistema inmunógeno en la lucha contra el cáncer. Por primera vez en seis años de efectuar con éxito trasplantes de riñón, se injertó un órgano canceroso en un enfermo cuya inmunidad habían suprimido. Los cirujanos, desde luego, ignoraban que el riñón trasplantado tuviera cáncer; como siempre, habían hecho todo lo posible para asegurarse de que fuera sano, pero no hay manera de descubrir un tumor incipiente en el centro de un riñón de aspecto normal si el cáncer no ha llegado a manifestarse.
Después del trasplante el enfermo recibió las fuertes dosis habituales de anti-inmunógenos. A los pocos días el riñón comenzó a crecer; parecía que se estaba produciendo un rechazo agudo, una reacción patológica, pero el órgano seguía funcionando normalmente. Días más tarde una radiografía del tórax reveló cierta mancha anormal, una masa que no aparecía en la tomada cuatro días antes, y que no tenía los contornos de una pulmonía o de otro proceso infeccioso; era ciertamente un tumor. Pero, ¿cómo podía haber crecido tanto en sólo cuatro días?
Al día siguiente se advirtió otra masa en el otro pulmón. Llevaron de nuevo al paciente a la sala de operaciones y se descubrió que en el riñón trasplantado había cáncer. Las masas formadas en los pulmones eran al parecer una metástasis procedente del riñón. Los médicos quedaron asombrados al ver con qué rapidez ese cáncer se había propagado y crecido. En unos pocos días un cáncer renal, que generalmente tarda en manifestarse meses, si no años, había invadido literalmente al enfermo. Hubo necesidad de suprimir toda terapia anti-inmunógena.
A los pocos días, a medida que el sistema de inmunidad del paciente recobraba su estado normal, las neoplasias pulmonares comenzaron a desaparecer y el riñón trasplantado disminuyó de tamaño. Pero junto con el rechazo de las células cancerosas empezó el del riñón. Los facultativos se vieron obligados a extirparlo, y el enfermo volvió a la máquina de diálisis. Pero siguió viviendo sin más indicios de cáncer.
EL ARMA VITAL
LOS MÉDICOS cancerólogos aceptaron lo ocurrido como una prueba de la importancia del sistema inmunógeno en la lucha contra los tumores malignos. Comenzaron entonces a buscar maneras de aumentar la participación de los sistemas de sus enfermos, de intensificar su eficacia (aun cuando fuera normal) para que combatiera con mayor energía a las células cancerosas. Así como Jenner, Pasteur, Salk y Enders habían utilizado el sistema inmunógeno para curar enfermedades infecciosas, esta nueva generación de facultativos empezó a tratar de utilizarlo como instrumento para curar el cáncer.
Todavía no se ha logrado un éxito completo, pero hay esperanzas. Si los estudios y las teorías demuestran que el fracaso del sistema inmunógeno está de alguna manera relacionado con el comienzo del cáncer, o su propagación y crecimiento, entonces cualquier condición que fortalezca este sistema contribuirá a destruir, o por lo menos a retardar, la diseminación del mal.
Los cancerólogos se pusieron a examinar de nuevo las supuestas curas espontáneas del cáncer. Al revisar los informes originales, encontraron que en algunos pacientes había habido una regresión después de haber contraído y vencido una grave infección bacteriana.
Ya se había señalado anteriormente la relación entre infecciones y curas del cáncer. William Bradley Coley, cirujano neoyorquino, informó en 1891 de un enfermo desahuciado que tenía un sarcoma (cierto tipo de cáncer) inoperable del cuello. El sarcoma disminuyó después de una severa infección de la cara, a la que siguió poco más tarde una segunda infección estreptocócica.
En el decenio de 1960 .a 1969 los investigadores, siguiendo la pauta de Coley, comenzaron a emplear sustancias nuevas que, una vez inyectadas, aumentan la reacción inmunógena de los animales. Una de estas sustancias se denomina BCG (por Bacilo de Calmette-Guérin), bacteria viva afín al bacilo que causa la tuberculosis. En realidad hace 68 años era el mismo bacilo de la tuberculosis, pero después de 13 de cultivarlo una y otra vez en un caldo especial, Albert Calmette y Camille Guérin, inmunólogos franceses, lograron transformarlo en otra variedad que había perdido sus propiedades patógenas, pero seguía siendo suficientemente parecido al bacilo original para poder usarlo como vacuna antituberculosa.
Los investigadores extirparon tumores cancerosos a ratones enfermos e inyectaron sus células a otros sanos, entre ellos algunos previamente inoculados con bacilos BCG. Los resultados fueron bastante concluyentes. Cuarenta y cinco por ciento de los ratones que recibieron el BCG antes que las células cancerosas fueron capaces de inhibir el crecimiento de los tumores inoculados, pero no así los que no habían recibido la vacuna BCG. Otros experimentos con tumores inyectados en ratones, ratas, hámsters y conejillos de Indias confirmaron estas observaciones iniciales: los tratados previamente con BCG pudieron inhibir el crecimiento canceroso aproximadamente en el 50 por ciento de los casos.
Los científicos buscaron otras pruebas de que al estimular la reacción inmunógena se retardaba el desarrollo del cáncer, y hallaron una en Quebec, donde es práctica común vacunar a todos los niños contra la tuberculosis con la BCG. Las constancias médicas indican que disminuyó la incidencia de leucemia infantil en estos niños inmunizados, en comparación con los no vacunados con BCG. Siguiendo estos indicios, los investigadores de la Universidad de California en Los Ángeles utilizaron la BCG para aumentar la reacción inmunógena de enfermos con tumores malignos de la piel. Algunos, aunque no todos, han sido curados por el tratamiento, y no han presentado síntomas del mal durante dos años o más.
Actualmente el gran problema consiste en provocar curas espontáneas en todos los enfermos de cáncer. Se trata de una cuestión cuya solución debe buscarse en las crudas realidades de los primeros mares tibios. Entonces, como ahora, no basta con librarse del 90, ni siquiera del 99 por ciento, de las nuevas células anormales en desarrollo. Las presiones que impulsan a vivir, a crecer, a multiplicarse y a dominar son tan poderosas hoy como entonces. Cada célula cancerosa, sin excepción, debe ser perseguida y muerta. Una cosa es segura: una vez que el cáncer comienza, sólo la inmunología puede darnos las armas necesarias para iniciar una lucha en la cual acaso venzamos.
MAS ALLA DE LA INMUNOLOGIA
DESDE el punto de vista médico vivimos actualmente en la era de la inmunología. Sin embargo, a pesar de todos sus éxitos en el tratamiento y el diagnóstico, hay una convicción cada día mayor de que nos falta algo terriblemente vital. Sabemos que el hombre es más que la suma de sus partes, y se presiente que, al tratar en él sólo la dolencia que le aflige, ya sea un ataque cardiaco o una infección renal, los médicos sustituyen el arte de la medicina (para usar un término ya casi olvidado) por su tecnología.
Se sabe desde hace decenios que los ratones, sin otra razón que haber vivido en un ambiente lleno de tensiones, no nadan si los ponen en una tina llena de agua, y se ahogan mucho antes que otros congéneres criados en un medio tranquilo; también se ha observado que las ratas hacinadas reabsorben misteriosamente sus fetos en vez de parir. ¿Y qué decir del paciente que quiere morir, o está convencido de que morirá, y sucumbe pese a todos los esfuerzos médicos que por regla general salvan a otros exactamente igual de enfermos?
La medicina pasará por alto este otro aspecto de las cosas, pero ni el lector ni yo podemos hacerlo, pues sabemos, aunque nuestros cirujanos e internistas lo ignoren, que estamos unidos a nuestro cuerpo, que el sobresalto que nos quita el aliento, la tensión en las entrañas cuando algo nos preocupa, él agotamiento producido por la ansiedad, son parte de nuestras enfermedades tanto como las bacterias y los virus que nos atacan, y en realidad pueden ser debilitantes y mortíferos en el mismo grado que los microbios.
Los facultativos han tratado siempre de curar las enfermedades venciéndolas desde el exterior. Pero actualmente hay, como ha habido siempre en cada generación, unos pocos médicos clarividentes para quienes ya no bastan las ideas aceptadas y la práctica corriente; médicos convencidos de que deben proponerse nuevas teorías y tomarse nuevas medidas; persuadidos de la posibilidad de inducir a la mente a ocuparse en nuestra supervivencia. En cierto centro médico estadounidense, un especialista en el tratamiento del cáncer (enfermo él mismo de una enfermedad ulcerosa) llegó a la conclusión de que la culpa podría ser de él, y no de su estómago. Se preocupó también de otras dolencias y, en los primeros años del decenio actual, inició un atrevido experimento.
Hoy continúa tratando a sus enfermos de cáncer con la radioterapia corriente, máquinas de cobalto y drogas antimetabólicas. Pero también les explica qué son los anti-cuerpos, cuál es su aspecto y dónde se producen. Conversa con ellos de sus tumores, de cómo se unen los anticuerpos a los antígenos sobre las membranas de sus células cancerosas. Les informa de sus glóbulos blancos, sus linfocitos T y B, y cómo en su caso particular el sistema inmunógeno, no obstante todos sus esfuerzos, ha retrocedido y luego ha sido arrollado por las células cancerosas.
Una vez que los enfermos han comprendido su dolencia y la forma en que podrían curarse, el médico empieza a enseñarles a meditar, no en temas espirituales o en su anhelo de consolación, sino en ellos mismos. Les hace formarse una imagen mental del desenfrenado crecimiento de las células cancerosas dentro de sus cuerpos, por lo demás sanos, y luego los anima a hacer algo jamás antes intentado en la medicina: meditar en la batalla que se está disputando entre ellos y su enfermedad. Les aconseja la introspección, pensar en sus anti-cuerpos; tratar conscientemente de dirigirlos contra los tumores, de impulsar a los linfocitos asesinos a atacar más vigorosamente.
Muy pocos médicos aprueban la conducta de su colega, pero como los casos ya se dan por perdidos, como saben que, de todos modos, es muy poco lo que se puede hacer, y como en sus esfuerzos se cuenta el tratamiento normalmente aceptado para los pacientes de cáncer, lo dejan tranquilo.
Otros investigadores, en las fronteras de la medicina, tratan de hacer algo parecido. Contra considerable resistencia y los usuales prejuicios anticuados, se esfuerzan en cerrar la última gran brecha médica, o sea la distancia cada vez mayor entre nosotros y nuestras enfermedades. Gracias a sus experimentos, la idea de regular conscientemente nuestro sistema inmunógeno no parece ya tan descabellada. Utilizar nuestro poder mental para incitar a los glóbulos blancos a atacar más eficientemente las infecciones y para detener con la voluntad el rechazo de los trasplantes, están dejando de ser nociones absurdas.
Disponemos de un número creciente de datos por los cuales se ve claramente que somos parte tanto de la enfermedad como de la salud, que deberíamos poder ayudarnos, y en realidad podemos. Hoy como ayer, la misión del médico es la de siempre: ayudar al organismo a hacer lo que tan bien ha aprendido a hacer solo en su interminable lucha para sobrevivir: a curarse él mismo. Pues el héroe es el cuerpo, no la medicina.
CONDENSADO DE "THE BODY IS THE HERO". © 1976 POR EL DR. RONALD J. GLASSER