REFLEXIONES SOBRE LA SEXUALIDAD DEL PERRO
Publicado en
noviembre 10, 2014
Correspondiente a la edición de Enero de 1994
A partir de una curiosa experiencia con su perro, el autor explora y expone ante los maravillados ojos del lector el mundo de la vida íntima canina.
Por Daniel Samper Pizano.
Creo que ya se puede contar. Ha pasado suficiente tiempo y quienes podrían sentirse afectados por lo que voy a relatar son ahora personas adultas que han dejado atrás el curioso incidente. No daré nombres completos. Digamos tan solo que mi amigo es un ejecutivo de primera categoría con mucho éxito entre las mujeres.
Pues bien: hace algún tiempo, este amigo a quien llamaremos J.B., tuvo un apasionado romance sobre el cual nada ha trascendido al mundo. Fue un romance que duró varios años y que estuvo apuntalado por encuentros intermitentes. No me atrevería a afirmar que donde existieron avasalladoras llamas hoy solo sobreviven cenizas. Más bien diría que lo probable es que la distancia no consiguió enfriar por completo semejante hoguera. En ambos corazones debe crepitar aún esa llama votiva que -¡quién sabe!- a lo mejor podría avivarse de nuevo si las circunstancias fueren favorables.
Aquel romance intenso, loco, desbordado, de J.B.. fue -es hora de decirlo- con mi perro Pachulí. Quizás conviene ser más preciso, en aras del buen gusto. No todo J.B. estaba comprometido en el amoroso trance. Los ejecutivos, en general, no se comprometen tanto. Tan solo su pierna izquierda. Y ni siquiera toda la pierna izquierda, sino la pierna izquierda de la rodilla hacia abajo. Yo no sé que corrientazo eléctrico sacudió aquella tarde a Pachulí; pero el perro, que siempre fue animal de buenas costumbres, al ver la insignificante extremidad de J.B., que llegaba invitada a comer con el resto del cuerpo, se lanzó perdidamente a la conquista.
Muchas veces me he preguntado a qué se debió el insesperado flechazo. Hipótesis: 1) La pierna de J.B. se le antojaba jugoso jamón de cordero. No. Descartado. Tratábase, por el contrario, de un miembro enjuto, escaso de carnes, algo torcido y coronado por una rótula aguda. 2) La pierna de J.B. se le antojaba a Pachulí apetitoso hueso de marrano. No. También descartado. Por una parte, la horrible apariencia de aquella pierna erizada de pelos dispares, recordaba muy poco las delicias de un hueso; y además, semejante cosa estaba cubierta por media de algodón, liga de caucho para templar la media y pantalón de paño para esconder la liga.
La única respuesta que he podido ofrecer a la tempestad erótica que sacudió a Pachulí cuando vió la pierna izquierda (media pierna, he aclarado ya) de J.B., es que, en realidad, no sabemos nada sobre la sexualidad del perro.
Posteriores estudios, averiguaciones y lecturas me han confirmado la apreciación que dejo consignada en las líneas anteriores. También me lo ratifica la observación ciudadosa del desarrollo ulterior que tuvo aquel romance de perro y pierna. Muchos otros amigos míos habían visitado entonces y volvieron a visitar después mi casa. Algunos eran tanto o más flacos que J.B. Pero ninguno provocó el delirio que suscitó aquella tarde la extremidad de marras. Los hubo que, una vez sentados en el sofá, se alzaban disimuladamente el pantalón hasta más arriba de la media para ver si podían suscitar en Pachulí la misma fiebre que había despertado la pierna de J.B., pero no lo lograron. Me imagino que algunos de ellos negarán ahora el haber acudido a tan mañosas artes para excitar al perro. Será en vano: esto afirmo porque esto ví. No diré nombres. Pero que se ciuden varios de mis colegas. No sabremos nada sobre la sexualidad del perro, pero ya está muy estudiada la del periodista.
Una distinguida amiga mía, que pensó que su condición femenina atraería la masculinidad de Pachulí mucho más que la media pierna de J.B., le ofrecía descaradamente la pierna al perro, en la esperanza de activar aquel secreto resorte de la pasión de Pachulí. Tanto impudor, sin embargo, resultó igualmente inútil. Pachulí permanecía indiferente a las provocaciones.
Si, en cambio, J.B. se acercaba a casa a tomarse un café o hacer una llamada (casi siempre de larga distancia y raras veces con cobro revertido, como buen ejecutivo), Pachulí parecía enloquecerse. Se aferraba a la maldita pierna y había que separarlo con soplete. En esas circunstancias el perro se volvía insaciable. Ni siquiera cuando unos amigos lo encerraron durante un fin de semana con su perrita en celo, Pachulí alcanzó grado tal de paroxismo como el que le suscitara el trozo de pierna de J.B. Otro amigo se atrevió a darle serenata a Pachulí para atraer su atención. Pero agotó su repertorio de boleros sin despertar en Pachulí más que gruñidos de irritación.
En busca de una explicación consulté el insólito caso con varios veterinarios y leí tratados de los más importantes etólogos. Gracias a eso supe, por ejemplo, que a los perros los excita mucho que se les empuje en una especie de amistoso combate greco-romano. Bueno: lo mismo les pasaba a los gladiadores griegos y romanos. También me enteré de que al macho le encanta que le acaricien la panza y le rasquen detrás de las orejas. Pero, bueno, ¿a quién no? En esto, ciertamente, en este particular no es extraña la sexualidad del perro.
Hay, sin embargo, otras notas cuya semejanza o diferencia con la actividad humana juzgará cada quien según su caso. Desmond Morris las explica con todo detalle, pero yo me limito a sintetizarlas enseguida:
● Mientras que los machos están dispuestos a la actividad sexual durante todo el año, las hembras solo tienen dos períodos de entusiasmo a lo largo del mismo lapso. Esto explica que los pobres perros anden en permanente estado de alerta sexual, como le pasa a un cercano amigo mío.
● El mundo de los perros está marcado por los olores. De allí que la orina de la hembra produce una impresión bastante fuerte en el macho y que exista un intercambio de olisqueos -de sur a norte- entre dos ejemplares que se conocen.
● Cuando el macho alza la pata para regar un árbol o un poste, lo que está haciendo es dejar su tarjeta de identidad. El perro que venga sabrá entonces el sexo, estado y hasta condición social del que pasó. Si le gusta para emparejarse, batirá la cola. Si bate la cola en exceso, es que, además de los datos anteriores, está informado sobre su filiación política.
● Los perros son los animales más insatisfechos de la creación desde el punto de vista sexual. Aunque mucho intentan, poco logran. Igual ocurre con muchos calvos. No diré nombres para no delatarme. Estudios realizados con lobos -aquí tampoco diré nombres- muestran que solo en 24 de cada 200 intentos tienen la dicha. El porcentaje del perro es aún peor; nadie se preocupa por proteger a la loba en celo, pero en cambio los dueños de muchas perras les ponen inyecciones o cinturones de castidad.
● En compensación, cuando el perro consigue coronar, no alcanza una dicha efímera. La pareja suele formar un complicado nudo que tarda en deshacerse un promedio de 20 a 23 minutos. Se conocen casos de más de dos horas de amarre. También se conoce el caso de un célebre personaje colombiano y su esposa, que en su luna de miel atravesaron canino y doloroso trance fisiológico que tuvo que ser solucionado en una clínica. El llegó a ser ministro y ella no.
Todos estos datos resultaban interesantes, pero ninguno servía para explicar la manía de Pachulí con la pierna de J.B., y mucho menos para curar tan feo y público vicio. Lo peor es que J.B. había aumentado de manera sospechosa, la frecuencia de sus visitas a mi casa, a pesar de lo ocupados que se mantienen los ejecutivos. Ya no había día en que no se apareciera por allí con disculpas absurdas como preguntarme la conjugación del verbo asolar en presente del indicativo. Y si no había nadie en casa, se las ingeniaba para saludar al perro desde la ventana y despedirse de él con un pañuelo color violeta.
El asunto llegó a volverse molesto para todo el barrio, porque Pachulí había agregado al movimiento rítmico el gemido desgarrador y nos daba agitados conciertos de pierna varias veces al día. Si yo trataba de apartarlo de J.B., éste se limitaba a reir y decir: "Déjalo, hombre, pobrecito: es natural..."
Justamente para ver si era natural resolví acudir un día donde un conocido zoólogo y director de teatro y le conté la historia. El hombre se preocupó, y mucho más cuando supo que Pachulí -en términos humanos- anda ya por los 90 años.
—No hay otro remedio que mandarlo a castrar —me aconsejó.
Y así hice. Pachulí dejó tirada su virilidad una mañana en la Clínica de la Sociedad Protectora de Ejecutivos. A los pocos días convalecía, le habían quitado los puntos y vino a visitarlo J.B. armado de un ramo de claveles. Para sorpresa de todos, el perro saltó con más vigor que nunca sobre la pierna de mi amigo y poco faltó para que tuviéramos que retirarlo a machetazos.
Convencido de que se trataba de un caso único en la historia natural, esa misma tarde visité otra vez al famoso zoólogo y le expuse lo que había ocurrido. Al oir la historia, el profesor se desencajó, abrió la boca atónito y se llevó las manos a la cabeza.
—¡Entendiste mal! —exclamó con angustia— ¡No me digas que al que castraste fue al perro!
Me consuelo pensando que un error lo tiene cualquiera. El incidente, que ahora relato por primera vez porque el tiempo, que todo lo alivia, ha aliviado también aquella pasión, sirvió al menos para entender que no sabemos nada sobre la sexualidad de los perros. Y sobre la de los ejecutivos, menos.