Publicado en
noviembre 10, 2014
El secreto de la vitalidad y de la dicha reside en seguir esta exhortación.
Por Morton Hunt (Condensado de "Today's Living").
DURANTE una visita que hizo a cierta ciudad distante del pueblo en que vive, a una amiga mía le tocó en suerte ser el único testigo de un accidente de carretera, en el cual un automóvil repleto de adolescentes se le fue encima a un camión. Los muchachos culparon del choque al camionero, pero mi amiga se ofreció a declarar en favor de él. A pesar de las molestias que le ocasionaría la necesidad de viajar varias veces a ese lugar, ella deseaba ante todo que se hiciese justicia.
Cuando contó lo sucedido a la señora de la casa donde se hospedaba, ella hizo el consabido comentario: "Pero, ¡por amor de Dios, muchacha! ¿A qué se ha metido en semejante lío?"
Frecuentemente oímos a personas bien intencionadas y estimables escudarse en frases hechas, tales como: "No quiero buscarme complicaciones", "Eso no es asunto mío", u otras semejantes, que recuerdan la de Caín: "¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?" Tales expresiones reflejan en cierto modo la época en que vivimos. El temor, bastante generalizado, de que se nos ofenda o desaire, nos cohíbe de dar cabida en nuestra existencia a los semejantes. Y sin embargo, en un mundo como el actual, día a día más grande y complicado, el individuo necesita más desesperadamente que nunca salir de su aislamiento y participar en la vida si aspira a vivirla con plenitud.
Hace años compré un pequeño apartamento en cierto edificio en condominio. Poco después de esto, las ideas que expuse en la primera reunión general de copropietarios movieron a uno de ellos a proponer que me nombrasen administrador del edificio. Acepté, aunque con alguna renuencia. Mis amigos opinaron que había cometido una tontería. "¿A qué buscarte quebraderos de cabeza?" "Eso te traerá mucho trabajo y poco o ningún agradecimiento", me decían. Y no anduvieron descaminados. Durante los dos años en que desempeñé el cargo de administrador sin sueldo, no me faltaron preocupaciones y molestias: el problema de equilibrar el presupuesto; las desavenencias entre los condueños; las iracundas reclamaciones de los que llamaban a mi puerta para quejarse de lo insuficiente de la calefacción o para pedirme que mandase arreglar en seguida alguna cañería.
Así y todo, al echar la cuenta de esos dos años, vi que dejó considerable saldo a mi favor. Aprendí bastante acerca de negocios, de leyes y de la naturaleza humana, todo lo cual me ha sido muy útil. Igualmente aprendí a conocerme a mí mismo, para saber, entre otras cosas, que no soy muy buen administrador que digamos. Lo que importa más: de mis relaciones con los copropietarios nació la amistad que me une a algunos de ellos y ha embellecido mi vida.
En varias ocasiones me ha sorprendido lo mucho que salimos ganando al intervenir en los asuntos humanos, bien sea tomándonos la molestia de ayudar a un extraño, asumiendo con valor cívico una responsabilidad o protestando ante una injusticia. Pequeñeces, actos al parecer insignificantes, son sumandos del total que todos podemos aportar al mejoramiento del mundo en que vivimos y, con ello, al de nuestra propia vida. Cuanto hagamos animados del sincero propósito de tomar parte activa en nuestra común existencia, nos llevará ciertamente a engrandecer nuestro yo en ese nosotros en que se entreteje el hilo de una vida con los de otras vidas, para que el individuo no esté como hebra aislada en el mundo, sino como parte integrante de la urdimbre humana.
En el autobús en que viajaba un amigo mío iba también una pandilla de jovencitos alborotadores, que empezaron a mofarse de una señora ya entrada en años porque les pidió que dejaran de empujar: "Todas las personas que allí estaban", me contaba mi amigo, "se hicieron las desentendidas, unas mirando por la ventanilla, otras hacia el frente, como si ninguna tuviese ojos para ver ni oídos para oír la falta de respeto de los muchachos. Al principio yo hice lo mismo que los demás, pero de repente me dije: ¿Seré capaz de estarme sin hacer nada? Esto forma parte del mundo en que vivo. Inmediatamente les grité:
"¿Les gustaría que a su madre le faltasen al respeto como lo están ustedes haciendo con esta señora?"
"No sin sorpresa de mi parte, bajaron la cabeza avergonzados y de ese momento en adelante guardaron compostura".
¿Verdad que es curioso que, al tender la vista a lo pasado, sean los momentos en que nos relacionamos más estrechamente con el prójimo los que nos parecen más libres de temores, de aburrimiento, de pesimismo? Cuenta Georg Brochmann en su obra Humanity and Happiness ("La humanidad y la dicha") que los desventurados años en que Noruega, su patria, gemía bajo la ocupación de los nazis fueron, por extraño que parezca, la época en que él se sintió más feliz, más lleno de vibrante energía. En aquellos días, pese a la amargura, las penalidades y el constante peligro, él y otros patriotas de la Resistencia estaban hermanados por lo noble del ideal que los animaba y por la confianza que cada uno de ellos tenía en sus compañeros. Muchos hombres que han luchado hombro con hombro en días difíciles recuerdan con nostalgia cómo en aquel tiempo se sintieron más unidos que nunca a sus compatriotas.
No hay que negar que interesarnos por los demás supone riesgo de nuestra parte. La persona de quien nos enamoramos tal vez nos hiera cruelmente; bien podrá suceder que, si tratamos de reconciliar a dos individuos enemistados entre sí, ambos se vuelvan contra nosotros; quien se arroja al agua a salvar al que se está ahogando pudiera verse arrastrado al fondo con él. Pero también es cierto que vivir siempre a la defensiva contra desengaños, desdenes o ingratitudes acaba volviéndonos insensibles e inhumanos. Dice el escritor inglés C. S. Lewis en su obra The Four Loves ("Los cuatro amores"): "Si quieres conservar incólume tu corazón, no lo entregues a nadie, ni siquiera a un animal. Rehúye todo vínculo de cariño, encierra el corazón en el ataúd de tu egoísmo. Mas, hasta dentro de ese ataúd (oscuro, seguro, inmóvil, hermético) ha de cambiar tu corazón. No se romperá: se volverá insensible, impenetrable, irredimible".
Hoy nos inspira lástima la persona que esquiva el trato humano y se recluye entre las cuatro paredes de su casa a vivir rodeada de chucherías o de tesoros; vemos en ese voluntario aislamiento el síntoma de una profunda perturbación emocional. En efecto, la mayoría de los enfermos mentales internados en los hospitales rehuyeron las relaciones que impone normalmente la sociedad a los seres humanos.
Lo que la mayor parte de nosotros no sospechamos es que todos incurrimos a menudo en igual equivocación, aunque en grado menor. El viudo o la viuda que siempre encuentra pretextos para vivir de puertas adentro y no cultivar nuevas amistades, o el ciudadano que desaprueba el modo como se administra la cosa pública, pero en nada concurre a remediarlo, están en ese caso. Todo propósito de desentendernos de los demás, de no comprometernos, limita nuestro desarrollo emocional y nuestro bienestar general.
El filósofo y matemático inglés lord Bertrand Russell relata que en su juventud fue melancólico y propenso a considerarse desdichado, porque vivía encerrado en sí mismo. Poco a poco empezó a interesarle la suerte de los demás. "Hombre dichoso", leemos en una de sus páginas, "es aquel que, siendo liberal en el afecto e inclinado a ampliar el campo de sus simpatías, halla en cultivar afectos y simpatías su propia dicha, así como en la circunstancia de que esto lo hace a él objeto de la simpatía y el afecto de los demás".
Tenemos, pues, que el gran secreto de lo que vale para el hombre entregarse a la vida y solidarizarse con los demás es que en ello reside literalmente su misma vida. Negarnos sistemáticamente a compartir nos sitúa al margen de la existencia, genera el vacío en torno de nosotros.
La vida y el amor son partes de un todo; mientras que el aislamiento, el no comprometerse, equivale a la muerte. Fichte, filósofo alemán del siglo XVIII, compendió esta verdad en nueve palabras: "El Yo no es un hecho, sino un acto". John Donne, poeta inglés del XVI, había dicho más llanamente: "Ningún hombre es isla contenida enteramente en sí mismo".
¿Cómo haremos para ajustar nuestra conducta a esta filosofía? A mi entender, hemos de comenzar ateniéndonos a estas normas, que no necesitan justificación:
No pasemos de largo frente al necesitado de ayuda: arriesguémonos a ayudar al extraño. No eludamos los temas de conversación penosos o que nos afecten profundamente: pongámonos en el lugar de nuestros interlocutores. No busquemos pretextos para justificar nuestro alejamiento de vecinos, conocidos de negocios o parientes lejanos: cultivemos su trato y procuremos entenderlos mejor. No nos conformemos con rehuir la responsabilidad, cualquiera que sea; hagamos algo por nuestro hogar, por nuestra ciudad, por nuestra patria.
En suma, no seamos perpetuamente cautelosos y pusilánimes. Por el contrario: ¡participemos!
REPRODUCIDO, CON ALGUNAS VARIANTES, DEL ARTICULO PUBLICADO EN "SELECCIONES" DE AGOSTO DE 1961 CON EL TÍTULO "COMPARTAMOS LOS PROBLEMAS AJENOS"