EL SECUESTRO DEL TREN 734
Publicado en
noviembre 10, 2014
Durante 13 largos días el tren secuestrado permaneció inmóvil en la campiña holandesa, mientras los extraños salteadores asesinaban a los pasajeros.
Por Edward Hughes.
EN EL andén de la estación de Assen, en el norte de Holanda, siete jóvenes de tez oscura se esforzaban en subir sus voluminosos paquetes a bordo del tren de las 9:53 de la mañana con destino a Amsterdam. Al revisor, que manifestó curiosidad, le explicaron que habían comprado regalos para sus amigos; pero pocos minutos después, cuando el convoy, de dos vagones, rodaba velozmente hacia el sur, aquellos individuos se encasquetaron unas capuchas y, rompiendo las envolturas de sus paquetes, sacaron una amenazadora colección de pistolas y metralletas. Uno de los terroristas tiró del freno de urgencia, y el tren se detuvo con un gran chirrido. El mismo sujeto gritó a los 37 pasajeros: "¡Están ustedes cautivos!" En esta forma dio comienzo el extraño secuestro del Tren 734, el 2 de diciembre de 1975.
Los terroristas, oriundos de las Molucas, exigían la independencia de su distante archipiélago, mal conocido grupo de islas del océano Pacífico absorbidas por Indonesia en 1949 cuando los territorios coloniales holandeses obtuvieron su independencia. Terminada la lucha, se permitió a millares de moluqueños trasladarse a Holanda; y hoy, al cabo de 27 años, muchos de ellos, especialmente los jóvenes, todavía culpan a los holandeses por su situación de expatriados.
La primera víctima de los pistoleros pereció apenas unos segundos después de iniciado el asalto del tren. El maquinista Hans Braam abandonó su cabina y corrió a indagar por qué habían aplicado el freno de urgencia. Al ver a los terroristas se refugió en la cabina, pero los moluqueños derribaron la puerta y acribillaron a Braam con una lluvia de balas.
Mientras los pasajeros los miraban sin poder hacer nada, los bandidos pusieron en manos de algunos de los hombres que iban a bordo paquetes de periódicos y cinta adhesiva, y les dieron órdenes de usar estos materiales para tapar las ventanillas. Dos o tres protestaron, pero todos tuvieron que obedecer, y el interior de los vagones quedó envuelto en una misteriosa media luz que aumentó la sensación de aislamiento. Aunque entonces no podían saberlo, los ocupantes del Tren 734 permanecerían 13 días inmovilizados en su isla de acero y vidrio sobre ruedas, en un campo llano, sin nada a su alrededor fuera de unas cuantas granjas distantes y una arboleda.
TRATOS, NO
Poco después de las 10:30 de la mañana la señora Zwaantje Etten, que atendía a sus quehaceres de ama de casa a la puerta de una de las alquerías vecinas, observó el tren detenido. Llena de curiosidad, cruzó la pradera para acercarse al lugar, pero los pasajeros le hicieron señales desesperadas para que se alejara. La señora no había llegado todavía a su casa cuando los pistoleros la vieron; cinco balas le pasaron silbando junto a la cabeza al entrar por la puerta.
Para entonces la estación de policía de Assen ya había sido avisada por los Ferrocarriles Holandeses de que había un "tren perdido". Un auto de radiopatrulla partió a investigar qué ocurría, mientras que un tren de la más cercana estación se aproximó hasta diez metros del 734. Como fuese recibido con una descarga de armas automáticas, el maquinista dio marcha atrás y se alejó a toda velocidad.
Para el gobierno holandés, no era ninguna novedad un secuestro aparatoso. En 1974, en La Haya, varios terroristas japoneses mantuvieron a los empleados de la embajada francesa como rehenes durante cinco días. Poco después el capellán y varios guardias y visitantes de la prisión de Scheveningen fueron retenidos en la capilla por los presidiarios durante 105 horas.
En vista de aquellos lances, el Ministerio de Justicia ya había trazado planes detallados para hacer frente a futuras crisis de esta especie. A las 11:45 de la mañana del 2 de diciembre algunos funcionarios importantes y tropas especialmente adiestradas se dirigían con rapideza a la pequeña población de Beilen, distante 11 kilómetros del tren secuestrado.
A su llegada, las oficinas del ayuntamiento de Beilen se transformaron sin tardanza en un improvisado centro de coordinación para poner sitio al tren. Allí, durante la mayor parte de los 13 días siguientes, permanecerían los cinco funcionarios encargados de dirigir la acción. Deberían mantenerse en estrecho contacto con el Ministerio de Justicia y contarían con la ayuda de especialistas médicos, peritos en explosivos, siquiatras y sicólogos. Su estrategia fundamental tenía cuatro elementos: no transigir en absoluto; no ofrecer nada a los terroristas y sí forzarlos a pedir concesiones; procurar ganar tiempo para fatigarlos y dar oportunidad a los funcionarios para trazarse un plan; tratar de fomentar la amistad entre los pistoleros y los rehenes.
Pero si bien estas directrices generales eran claras, la táctica precisa resultaba difícil de formular. Hasta aquel momento las autoridades de Beilen no estaban seguras de cuáles fueran las intenciones de los terroristas. Habían exigido que les proporcionaran un autobús y un avión de pasajeros, pero luego amenazaron con matar a un valeroso sargento de la policía que se acercó al tren con el propósito de establecer contacto.
SENTENCIA DE MUERTE
La tarde del primer día, para demostrar que estaban decididos a todo, empezaron los secuestradores a escoger una víctima entre los pasajeros. "Hay tiempo de nacer y tiempo de morir", recitó en tono grave uno de los terroristas, citando la Biblia. "Ahora es tiempo de morir". Todos se pusieron otra vez las capuchas sobre el rostro y avanzaron por el pasadizo del tren hasta detenerse junto al asiento que ocupaba Robert de Groot, agente de bienes raíces, de 34 años de edad, que antes había protestado cuando le ordenaron empapelar las ventanillas. Lo llevaron al vagón de equipajes y lo hicieron plantarse frente a una portezuela abierta. "¿Me permiten rezar ?" preguntó de Groot. Sus secuestradores se volvieron durante unos instantes, y en seguida giraron sobre sus talones y le dispararon repetidas veces. Por increíble casualidad, ninguna bala dio en el blanco, tal vez porque todos estaban nerviosos. De Groot se dejó caer del vagón y rodó hasta una zanja de desagüe donde permaneció inmóvil, fingiéndose muerto. Los pistoleros dispararon dos tiros más que fallaron también y fueron a reunirse con los demás pasajeros. Diez minutos después de Groot saltó fuera de la zanja y se puso a salvo.
La siguiente víctima elegida por los terroristas no corrió con tan buena suerte. Fue Leo Bulter, de 22 años de edad, a quien ordenaron que se colocara a la puerta trasera del primer vagón. Allí el joven soldado fue tiroteado sin misericordia y cayó de bruces, al lado de la vía, muerto instantáneamente.
Los demás rehenes, algunos de los cuales lloraban y gemían, se preguntaban quién sería la víctima siguiente. También empezaban a sufrir por el frío y pocos eran los que llevaban ropa de abrigo lo bastante gruesa para soportar aquella temperatura inclemente. Algunos entre los de mayor edad ya tiritaban. Para todos, el héroe fue Hans Prins, biólogo de 40 años. Los moluqueños le permitieron ir de una parte a otra, y él brindaba consejo y alentaba a los pasajeros. Pronto todos lo llamaban "Dr." Prins.
Los que más preocupaban al biólogo eran el reverendo Pietje Barger, ministro protestante jubilado, y su esposa, ambos mayores de 80 años, que parecían sufrir de choque. En un momento dado, presa de alucinaciones, Barger se levantó de su puesto y empezó a buscar su maleta.
—Siéntese, abuelo —le ordenó uno de los pistoleros, apuntándole con su arma.
—No —replicó Barger—. Aquí tenemos que trasbordar.
Prins corrió a su lado y logró calmar al anciano.
LECTURAS DE LA BIBLIA
Mientras tanto, en toda Holanda el público, en sus pantallas de televisión, observaba horrorizado desenvolverse el grotesco drama. En torno al tren se había formado un anillo de acero. Un cordón de policía e infantería de marina fuertemente armado formaba un círculo a unos 800 metros de distancia. Otros destacamentos rodearon la zona en tres kilómetros a la redonda. Tiradores expertos, con rifles provistos de miras telescópicas sensibles a los rayos infrarrojos, permanecían emboscados detrás de los árboles o en zanjas congeladas, esperando ese momento que sólo podría presentarse una vez en un millón, en que pudieran despachar a todos los terroristas de un golpe. Ese momento no llegó jamás.
En el puesto de mando de Beilen aumentaba el sentimiento de frustración. Transcurrían ya 30 horas y habían perecido dos personas; sin embargo, ni una sola palabra se había podido cambiar con los terroristas. Por fin, al terminar el segundo día, uno de los pistoleros hizo señales accediendo a que llevaran a bordo del tren un teléfono militar de campaña. Sólo entonces pudieron las autoridades iniciar el largo y paciente esfuerzo para dominar la situación.
Los terroristas presentaron una larga lista de las necesidades de los ocupantes del tren, cosa que repetirían todas las mañanas en los días siguientes. Pero los funcionarios del puesto de mando redujeron esas listas a lo absolutamente indispensable: alimentos, mantas, las medicinas que pedía el "Dr." Prins, papel higiénico y agua. Una consecuencia de la avaricia de las autoridades fue que obligó a los asaltantes a repetir sus solicitudes y a colocarse así en el papel de suplicantes; otra, enfurecer a los rehenes y hacerlos que se sintieran abandonados. Aun cuando les dolía mucho tener que mortificar a sus compatriotas holandeses, los sicólogos del puesto de mando sabían por experiencia que hasta los grupos más hostiles, cuando se ven atrapados juntos, pueden hacerse amigos si se logra que desvíen sus odios a una fuerza exterior: en este caso las autoridades. Una vez que se establece este compañerismo, el grupo de los rehenes puede considerarse relativamente a salvo de cualquier daño o ataque.
En el tren preocupaba a Prins la señora Johanna Jansen, de 72 años de edad, a quien los pasajeros llamaban la tía Juanita y que sufría un ataque agudo de bronquitis asmática. Ante la impasible mirada de los terroristas, Prins le aplicaba respiración artificial.
Mientras tanto, otro pasajero, Walter Timmer, obtuvo permiso para confortar a los rehenes leyéndoles la Biblia. Si bien los pasajeros se sintieron reanimados con el eterno mensaje contenido en el versículo 13 del capítulo 13 de la Epístola I a los Corintios: "Ahora permanecen estas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad; pero de las tres la caridad es la más excelente de todas"; su lectura no consiguió calmar un ápice el creciente enojo de los moluqueños. Las autoridades no habían contestado aún a las nuevas condiciones de carácter político estipuladas por los secuestradores: que se les, permitiera exponer su caso por la televisión; que Holanda presionara a Indonesia para que otorgase a las Molucas cierta autonomía; que la cuestión fuera sometida a las Naciones Unidas.
Ya impacientes, los moluqueños resolvieron dar muerte a otro pasajero. Una vez más se pusieron las espantosas capuchas negras. "¿Está lista para morir la tía Juanita?" preguntó uno de ellos. Cuando conducían a la endeble ancianita hacia la parte delantera del tren, Prins gritó: "¡No pueden hacer semejante cosa! ¡No la maten!" Al parecer sus palabras surtieron efecto, pues diez minutos más tarde la tía Juanita regresaba temblando a su asiento.
Pero la salvación de una víctima significó la elección de otra. Paul Saimima, que parecía ser el jefe de los terroristas, hombre de 31 años de edad, señaló "al de los anteojos", Bert Bierling, de la misma edad que él, y también uno de los que habían protestado ante los salteadores el primer día.
La policía, observando con prismáticos, ahogó una exclamación cuando vio caer del tren el cuerpo acribillado de Bierling. Luego, súbitamente, la noticia de un segundo ataque terrorista reclamó la atención de las autoridades. Otros siete moluqueños habían irrumpido en el consulado de Indonesia en Amsterdam y mantenían a 45 personas en rehenes, amenazándolas con armas de fuego.
NUEVO ESTADO DE ANIMO
Con dos secuestros simultáneos, en toda Holanda se duplicó la tensión nerviosa. Sin embargo, en el tren disminuía. El asesinato de Bierling pareció haber servido como válvula de escape emocional para los moluqueños, que ya hablaban a los rehenes en forma más serena y hasta amistosa. Saimima había empezadoa sentir remordimiento y hubo momentos en que, reclinándose sobre el hombro de Prins, rompió a sollozar sin poderse contener.
Aquel nuevo estado de ánimo no tardó en hacerse sentir hasta en el puesto de mando. Los terroristas empezaron a pedir las cosas en vez de exigirlas violentamente como habían hecho hasta entonces. También consintieron en que los socorristas de la Cruz Roja levantaran los cadáveres tendidos sobre la vía férrea.
El 5 de diciembre, al oscurecer, los terroristas mismos tuvieron necesidad del auxilio de la Cruz Roja. Por mera diversión, habían estado disparando y volviendo a cargar sus armas. Era inevitable que ocurriese un accidente, y, en efecto, una bala que dio en el techo esparció varios fragmentos de metal, uno de los cuales hirió a Saimima en un ojo. Con el rostro bañado en sangre, fue sacado del tren y puesto en manos de los camilleros de la Cruz Roja.
Mientras tanto, Prins atendía sin darse punto de reposo a los pasajeros enfermos, que cada vez eran más. Llegaban con frecuencia los paquetes de medicinas que él solicitaba, inclusive tranquilizantes para el matrimonio Barger, que soñaban estar en otra parte. Al permitirse a los Barger que abandonaran el tren en el sexto día, y que el décimo así lo hiciera también otro matrimonio de edad, los demás rehenes cobraron esperanzas de que el final de su dura prueba quizá no tardase mucho tiempo en llegar.
Pero el terror continuaba. Al undécimo día del secuestro la temperatura exterior descendió a 3° C. bajo cero. Habían llevado al tren más de 150 mantas, pero los médicos temían que uno o dos días más de aquellos fríos terribles resultasen fatales para los pasajeros ancianos. ¿ Debía la infantería de marina abandonar toda precaución y lanzarse al asalto ? Todavía no, declararon las autoridades.
Lo cierto era que los pasajeros resistían maravillosamente bien las bajas temperaturas. En cambio, el frío debilitaba la voluntad de los moluqueños. En la noche del decimosegundo día un mediador llevó al puesto de mando la noticia de que los secuestradores empezaban a flaquear. A la mañana siguiente, aunque los terroristas enviaron su ya acostumbrada petición de víveres y medicamentos, los pasajeros presintieron que el episodio llegaba a su fin. Reunidos en otra parte del tren, los moluqueños tomaron una resolución decisiva.
Súbitamente se abrió una portezuela del convoy y los seis terroristas que quedaban saltaron a tierra. Al verse rodeados por la policía, lanzaron lo que constituía su grito de combate: Mena! Muria! ("Libertad! ¡Nuestra causa!") Luego fueron apresados rápidamente por las autoridades.
El secuestro había terminado. Pero tal era su hábito de obediencia que los rehenes permanecieron en sus puestos hasta que la policía y los infantes de marina entraron en los vagones.
—¿Nos podemos mover ? —preguntó uno de los pasajeros, confundido.
—Naturalmente que sí —le contestó un soldado—. Están ustedes libres.
Entonces todos se abrazaron llorando y riendo.
Cinco días después del episodio del Tren 734 terminó también el sitio en Amsterdam (en el cual murió un hombre cuando intentaba escapar), al entregarse sus perpetradores. Tres meses más tarde, tras un juicio que duró tres días, los terroristas de Beilen fueron sentenciados cada uno a una pena de 14 años de presidio.