MARCHA FÚNEBRE BAJO TIERRA
Publicado en
noviembre 24, 2014
Fue el desastre minero más Catastrófico en la historia de Europa: como la erupción de un volcán subterráneo. Perecieron más de mil hombres, pero un puñado de trabajadores siguió luchando por la vida.
Por Maurice Quayne.
ERA LA mañana del sábado 10 de marzo de 1906. Todavía no aclaraba cuando Honoré Couplet, fornido mocetón de 19 años, de alegres ojos azules y pelo lacio, se metió en el atestado montacargas, a la entrada del pozo número tres, cerca de la aldea minera de Méricourt, en Francia. Couplet había trabajado en aquella mina de hulla desde los 14 años de edad y ahora estaba encargado de uno de los caballos de tiro. Ya en el fondo, avanzó por la negra galería hasta que sintió el olor penetrante del heno y el estiércol. En el establo, su fiel compañero Lécuyer lo saludó con un relincho. El joven le acarició la frente, le puso el arnés y con él echó a andar por el túnel.
En uno de los niveles de un filón adyacente, César Danglot, de 27 años, y otros tres mineros, bebían café con coñac antes de empezar a entibar la excavación. En un hueco de otro filón, Henri Nény y nueve amigos suyos, vestidos de blusa con cinturón y una gorra negra ceñida por la lámpara de petróleo, también se preparaban para iniciar labores. Todos eran otras tantas piezas de un rompecabezas humano que la tragedia armaría en breve. Pocos minutos después, seis de estos hombres (y otros mil y pico) perderían la vida.
INFIERNO INSTANTANEO
Unos 300 metros por encima de ellos, una cortina de fina lluvia cubría las aldeas de Billy-Montigny, Méricourt y Sallaumines. Esta sección del Departamento de Pas-de-Calais pertenecía a la Compañía Minera de Courriéres, una de las más grandes de Francia. Se calcula que a las 6:30 de la mañana habían bajado a las profundidades de la mina unos 1644 obreros para iniciar una nueva jornada de rudo trabajo en el laberinto de excavaciones y galerías abiertas a distintos niveles. Hacia las 6:40 se oyó en la superficie una detonación sorda y empezó a salir humo por diversas bocaminas. Pronto aparecieron varios mineros con los ojos desorbitados, cubiertos de polvo de carbón y sangre. "La gente se está muriendo allá abajo", exclamaban anhelantes. "¡Hay cadáveres por todas partes!"
Lo que había ocurrido no se podía imaginar. Empezó con una explosión, como si hubiera estallado un volcán subterráneo, vomitando por el laberinto de la mina lenguas de fuego que hacían arder vetas enteras de carbón. Una segunda explosión colosal despedazó luego las puertas y divisiones, aplastó las vagonetas de madera y de metal. Centenares de mineros fueron triturados, asfixiados, quemados vivos. Gases mortíferos envolvían a algunos en donde estaban y alcanzaban a otros que trataban de trepar por las escaleras para salvarse.
Algunos sobrevivientes llegaban aturdidos a la superficie, y los que todavía podían andar se dirigían penosamente a su casa para relatar a su familia lo sucedido. La noticia del accidente voló por toda la región de Courriéres. Al anochecer millares de personas (esposas, hijos, amigos) se habían congregado ante las rejas metálicas de la mina y esperaban orando bajo la llovizna.
Durante todo el día las cuadrillas de salvamento intentaron bajar a las profundidades de la mina, pero se lo impidieron los derrumbes o los gases venenosos. ¿Cuántos estaban atrapados abajo? Contando el número de lámparas que faltaban de sus perchas, estudiando las libretas de pagos de los trabajadores y consultando con los alcaldes de las comunidades mineras, los administradores de la compañía descubrieron gradualmente la pavorosa magnitud de la tragedia: más de mil hombres estaban perdidos. Fue el peor desastre minero en la historia de Europa.
El martes 13 de marzo cayó una copiosa nevada sobre la cual destacaban tristemente las cintas de crespón negro atadas a los faroles de las aldeas. Ese día las familias de los mineros enterraron a sus muertos. Con su dolor se mezclaba una cólera sorda. Se acusaba a la Compañía Minera de Courriéres de "negligencia" y "avaricia": los periódicos informaron la mañana siguiente al desastre que la empresa había ordenado un aumento de dividendos para sus accionistas.
El día que siguió a los funerales 6000 mineros se negaron a bajar a las minas. A continuación empezó en toda la zona carbonífera del norte de Francia la huelga más larga y más enconada de su historia.
Los trabajadores de salvamento al fin tuvieron que darse por vencidos. No habían encontrado más sobrevivientes; sólo cadáveres. El 15 de marzo los administradores de la mina, muy contra su voluntad, resolvieron suspender las operaciones de salvamento hasta que se pudieran ventilar las excavaciones. Pero la noticia enfureció al pueblo. Se alegaba que aún podía haber mineros vivos y que, aun en caso negativo, era necesario rescatar los cuerpos de las víctimas para darles decorosa sepultura. Rápidamente la huelga cobró ímpetu. Para el 20 de marzo más de 51.000 hombres habían depuesto picos y lámparas.
El pueblo de Courriéres tenía razón al sospechar que todavía quedaban sobrevivientes en las profundidades de la mina. Y la terrible prueba que pasaban estos hombres apenas empezaba.
"¡MI CABALLO!"
Aquella funesta mañana del sábado 10 de marzo Honoré Couplet acababa de enganchar a Lécuyer seis vagonetas de madera cuando una fuerte explosión sacudió el suelo que pisaba. Siguió luego un silencio de muerte. El joven minero, levantando su lampara, escudriñó la oscuridad. Toda una sección de túnel se había derrumbado y le cerraba el paso. Dejando a su caballo, corrió hasta un pozo ciego y trepó por la escalerilla al nivel siguiente. De allí continuó en dirección a una lucecita que vio a lo lejos, donde trabajaba la cuadrilla de César Danglot.
Cuando oyeron el atronador ruido, Danglot y sus compañeros creyeron que se había desplomado algún túnel abandonado, pero en seguida llegaron otros dos mineros sobresaltados, gritando: "¿Oyeron eso? ¿Qué fue?" La súbita aparición de Couplet, aturdido y con los cabellos en desorden, confirmó sus peores suposiciones. Alertaron a cuatro trabajadores que estaban cerca y corrieron hacia un pozo de salida, pero al nivel 280 las piernas empezaron a pesarles demasiado; se sentían mareados, les dolía la cabeza. Sin saber lo que hacían, colgaron las lámparas de la pared y se echaron con intención de descansar durante unos minutos.
¿Cuánto tiempo durmieron? Probablemente varias horas. El primero que despertó llamó a los otros, lleno de pánico, porque ya los envolvían unas tinieblas impenetrables: las lámparas se habían apagado. Tres de los obreros no contestaron: los gases venenosos los habían privado de la vida.
Los ocho restantes avanzaron a tientas, como ciegos, tropezando con maderos caídos, herramientas, piedras y cadáveres. Charles Pruvost, robusto minero de 45 años de edad, tomó el mando, pues como obrero de reparaciones generales conocía el complejo trazado de la mina mejor que los demás. A intervalos golpeaban con sus picos las tuberías de aire comprimido que corrían por el techo, sabedores de que conducían bien el sonido, y a gran distancia. Pero por más que tocaban, no recibían respuesta.
Poco a poco perdieron la noción del tiempo. Hacía mucho que habían consumido su merienda y habían bebido la última gota de las cantimploras. El hambre y la sed resultaban insoportables, y la razón les empezaba a fallar.
Parece que durante varios días estos hombres anduvieron vagando por las silenciosas galerías, hasta que oyeron de pronto que algún cuerpo enorme se movía delante de ellos en la oscuridad. Contuvieron el aliento. Oyeron otra vez un crujido, luego un suave relincho. "¡Lécuyer!" gritó Couplet. En sus vueltas y revueltas regresaron al mismo sitio donde el muchacho había dejado al caballo. Couplet acarició a su amigo. Por la mente de los demás, medio muertos de hambre, cruzó el mismo pensamiento, que el joven adivinó instintivamente y le hizo exclamar: "¡No! ¡No dejaré que maten a mi caballo!"
Pero no lo pudo evitar. A tientas, los mineros pusieron a Lécuyer contra la pared, detrás de dos vagonetas de carbón. No había más que una manera de sacrificarlo: con los picos. Danglot blandió el suyo contra el animal, al que no podía ver, maldiciendo y jadeando. A cada golpe Couplet sollozaba. Por fin Lécuyer exhaló el último estertor.
Danglot sacó del bolsillo una navaja, cortó trozos del anca y los pasó a sus compañeros, que los comieron con avidez. El mismo Couplet, con lágrimas en los ojos, tuvo que hacer un esfuerzo para tragar un bocado. En seguida se echaron todos al suelo, exhaustos, y se quedaron dormidos.
Cuando despertaron, para reanudar la pesadilla de su negra prisión, se metieron lonjas de carne de caballo en el cinturón y emprendieron de nuevo su marcha ciega, tenaz e interminable. Un día oyeron, por los tubos de aire comprimido, el ruido de un golpe en respuesta a los suyos. Gritaron, y les contestaron otras voces, con lo que renació la esperanza de salvación; pero las dos figuras que al fin se les presentaron eran también mineros perdidos: Henri Nény y su ayudante, el muchacho Martin. "¿Tienen fósforos?" preguntaron éstos. Y la oscuridad que reinaba vino a darles la respuesta.
UN RAYITO DE LUZ
Ignorantes de la lucha que se desarrollaba bajo tierra, los sindicatos y la compañía discutían los orígenes del desastre. Desde hacía días había estado ardiendo un fuego en una veta cerrada, pero no era lo bastante grande para provocar la catástrofe. Probablemente la combustión accidental de explosivos guardados en un filón para trabajos de excavación había incendiado las nubes del muy inflamable polvo de carbón acumulado en los túneles, con lo cual la mina entera quedó convertida en una bomba.
Ceñudos trabajadores desfilaban por los pueblos mineros exigiendo más estrictas medidas de seguridad, mejores condiciones de trabajo y mayor paga. Hubo choques entre ellos y los pocos mineros que todavía acudían diariamente al trabajo con la protección de la policía. Se hizo venir al ejército a la vez que la policía montada patrullaba las calles. El soplo ardiente de la guerra civil se sentía correr sobre la zona carbonífera.
EN EL interior de la mina, arrastrándose sobre el. vientre, desollándose manos y pies, los diez trabajadores avanzaban dificultosamente por los túneles hediondos. Cuando la sed resultaba intolerable, bebían su propia orina. Luego que se les acabó la carne ya descompuesta del caballo, los mineros masticaban pedazos de corteza arrancados a los troncos de la entibación.
Un día volvieron a oír golpes en la tubería de aire, y voces: tres voces. En las tinieblas, cada uno se fue identificando.
—Charles Pruvost —dijo roncamente el operario de reparaciones.
—Papá! —contestó una voz juvenil. Era su hijo Anselme, ayudante de minero. Padre e hijo avanzaron a tientas, cayeron de rodillas y se abrazaron entre sollozos y palabras entrecortadas, olvidando momentáneamente su desgracia.
Luego reanudaron todos su camino, exhaustos, hambrientos, moviéndose como sonámbulos. Algunos estaban ya prontos a dejarse caer al suelo y a morir. Pero un día uno de ellos topó con un objeto de metal. Era una vagoneta de transporte de carbón. El hallazgo los reanimó bruscamente, porque como en el sector de Méricourt sólo había vagonetas de madera, esto significaba que habían llegado a Billy-Montigny, o sea que tenían la posibilidad de encontrar otra vía de salvación. Descansaron un poco y luego reanudaron la marcha con renovada esperanza.
A unos 700 metros más lejos todos se detuvieron repentinamente. En la distancia, un débil rayo de luz atravesaba la oscuridad. Demasiado molidos para gritar, los mineros se quedaron contemplando incrédulos aquella débil lucecita. Allá adelante tenía que haber alguna conexión con el mundo exterior.
BLANCAS SABANAS LIMPIAS
A las 7:30 de la mañana del viernes 30 de marzo el guarda del establo en el pozo número dos estaba barriendo el pasadizo al nivel 306, sin prestar atención a la puerta, cerrada con clavos y candado, que había al extremo de la galería. Detrás de ella, bien lo sabía el guarda, se extendía una terrible zona de hediondez y de muerte. Y de pronto se quedó petrificado. ¡Alguien llamaba a esa puerta! Ésta cedió de repente bajo golpes violentos... ¡y apareció un revuelto grupo de hombres! Venían negros de mugre y polvo de carbón, con la ropa hecha jirones, las mejillas hundidas y cubiertas de cóagulos sanguinolentos.
Minutos después el capataz del tiro acudía presuroso con un piquete de mineros. Por ellos los sobrevivientes se enteraron con sorpresa de que habían estado perdidos en la mina durante el increíble lapso de 20 días con sus noches.
Con cuidados infinitos los 13 sobrevivientes fueron llevados a la enfermería. Gozaron entonces de sus primeros momentos de luz solar, de sábanas blancas y limpias, un baño de agua tibia y algo de alimento. La noticia de su salvación voló por el país. Fueron los periodistas a entrevistarlos, y Louis Barthou, ministro de Obras Públicas, acudió a felicitarlos personalmente.
Pero la noticia de que apenas entonces habían salido de la mina 13 sobrevivientes, inflamó a los huelguistas y se desataron nuevos actos de violencia. Motines y explosiones de bombas obligaron al gobierno a mandar más tropas y sólo a fines de abril, gracias a la intervención de Georges Clémenceau, ministro de lo Interior, pudieron iniciarse negociaciones entre la compañía y los sindicatos. Y hasta el 4 de mayo no volvió a reinar la paz en aquella zona.
Hoy sólo Honoré Couplet sobrevive para recordar aquellos terribles 20 días pasados bajo tierra. Tiene 90 años y todavía recuerda con dolor cómo su fiel caballo Lécuyer fue sacrificado en la oscuridad.
La catástrofe de la cual él y otros pocos salieron con vida tan milagrosamente, ocasionó muchos cambios, A los pocos meses se estableció en Liévin una estación para practicar experimentos y estudiar medidas de seguridad en las minas. Sus primeras recomendaciones se pusieron rápidamente en práctica: se prohibió la lámpara de llama abierta, se construyeron pozos adicionales de ventilación y se instalaron ventiladores más poderosos. Se introdujeron métodos nuevos para amortiguar el polvo de carbón y hacerlo ininflamable.
El precio que pagó Courriéres por tal progreso fue alto: 1099 mineros perecieron; 272 cadáveres no se pudieron identificar, y un número desconocido de víctimas jamás se halló. Pero los mineros no fueron olvidados. En Méricourt, se levanta una estatua de piedra que presta mudo testimonio de la tragedia. Se llama el monumento al Minero Desconocido.