CUANDO EL MIEDO ANDA EN AVIÓN
Publicado en
noviembre 24, 2014
La sola idea de volar solía amedrentar a muchas personas... y aún ocurre lo mismo.
Por Patrick Campbell (periodista, irlandés y célebre comentarista de la televisión, escribió este artículo hace 30 años.).
ESPERAR tres horas en el consultorio del dentista, con cuatro dientes picados y una muela del juicio impactada, es preferible, según mi modo de ver, a pasar 15 minutos en el aeropuerto aguardando el momento de subir al avión.
Dirán ustedes que eso es histerismo, o injusta censura contra un sistema de transporte que ya ha demostrado ser el más rápido, seguro y conveniente del mundo. Pero es que, cuando de aviones se trata, me pongo en tal estado que lo único indicado para mí es la tranquilidad de una habitación de manicomio con paredes acolchadas.
Lo primero que hago al subir al autobús de la línea aérea es mirar a los demás pasajeros para saber si son gente en cuya compañía me agradaría morir. No sé por qué, pero jamás llenan mis requisitos. Cuando llegamos al aeropuerto, ya he perdido medio kilo.
Una vez allí, busco a alguno de los tripulantes. Desearía preguntar al piloto: ¿Están ahora mismo los mejores ingenieros de la compañía inspeccionando el avión palmo a palmo? ¿Usted o algún familiar ha sufrido alguna vez mareos, pérdida de la memoria o ataques nerviosos? ¿Piensa usted pilotar a gran velocidad? ¿Cree necesario que volemos a más de 15 metros de altura?
Y al radionavegante: ¿Está usted absolutamente seguro de entender la clave Morse, aun cuando le transmitan un mensaje con mucha precipitación?
Por último, a la azafata: Si algo malo pasa, ¿tendrá usted la bondad de comunicármelo un poco antes que a los demás pasajeros?
Tranquilo ya en lo que toca a estos extremos (y debo confesar que todos los tripulantes de avión resultan enormemente tranquilizadores), me introduzco en el aparato. Me cuesta trabajo decidir si será mejor instalarme en la parte delantera y exponerme a recibir toda la fuerza brutal del choque, o sentarme atrás y correr el riesgo de salir despedido por los aires cuando la cola se desprenda. Opto por una plaza en el centro del avión, desde la cual no perderé de vista las alas.
Cinco minutos después de encontrarnos ya en el aire, retiro las manos de los brazos del asiento, en cuyo tapiz había clavado las uñas, y me reclino en el respaldo para disfrutar de un panorama de nubes.
Se abre en esto la puerta de la cabina del piloto... ¿y quién aparece por allí? ¡Nada menos que el mismísimo piloto! ¡Cuánta temeridad! ¡Seguro que ha dejado los mandos encargados a algún inexperto aprendiz! Lleno de horror, veo que recorre el pasillo, charlando muy tranquilo con los otros pasajeros. Adivino qué hace: les está diciendo que todo marcha a la perfección. Al avión se le han desprendido los dos motores, pero el capitán asegura a los viajeros que todo marcha de maravilla.
Cuando llega hasta mí, el piloto me dice: "Buenos días... ¿Disfruta usted del vuelo?" Me limito a asentir con la cabeza, pues me he quedado sin habla. Lo único que quiero es que vuelva a su tarea y reemplace en los mandos al maníaco aprendiz. Y no recobro el aliento hasta que cierra tras de sí la puerta de la cabina.
Pasa una hora. Me sobresalto cuando la azafata, inclinándose, me dice algo que no logro oír bien, pero me parece entender: "Vamos derechos al mar". Me incorporo al instante, y comprendo en esto que la joven me preguntaba si quiero algo de tomar.
El avión pierde altura de repente. Miro hacia abajo y observo que la tierra está llena de casas de ladrillo rojo, chimeneas de fábricas, vías férreas y postes del teléfono.
¡Tenía que suceder!, me digo. ¡El aterrizaje forzoso! Vuelvo a clavar las gastadas uñas en el tapiz del asiento y cierro los ojos. Siento un golpe; percibo un leve chirrido... ¿Qué ocurrirá? ¿Habremos arrollado una vaca?... Y en seguida todo es silencio, todo está inmóvil. Hemos salido con vida, pero, ¿en dónde estamos?
Abro al fin los ojos y caigo en que nos encontramos frente al edificio de la terminal. Los mozos empujan una escalera hasta la puerta del avión.
Abandono el aparato no sin cierto aire de jactancia. Tras de la barandilla se arremolina una multitud de curiosos con la boca abierta. Les sobra motivo para quedarse mirando. Como que están ante un intrépido hombre-pájaro de la época moderna, que hace una hora se hallaba en la capital de Irlanda y aquí está ya, en toda su gloria, en las afueras de Londres.
Insisto: el avión nos brinda el modo de viajar más seguro, más rápido y más práctico del mundo.
CONDENSADO DEL "DAILY MAIL" DE LONDRES (17-VIII-1947) © 1947 POR EL DAILY MAIL. DE LONDRES (INGLATERRA)