MAMPARO (Theodore Sturgeon)
Publicado en
noviembre 24, 2014
No miras por las ventanillas muy a menudo.
Es terrible al principio, por supuesto; toda esa estrellada negrura, y la desorientación. Las entrañas no se te acostumbran nunca a la falta de gravedad, y al mirar hacia afuera sientes que todo está arriba, algo antinatural, o que todo está abajo, el más puro horror. Pero no dejas de mirar porque sea terrible. Dejas de mirar porque ahí afuera no pasa nada. No hay sensación de velocidad. No se va a ninguna parte. Luego de semanas, y meses, hay algún cambio, sí; pero nada distingue un día de otro, así que al cabo de un tiempo dejas de mirar y buscar algo.
Ocurre así que no se puede contar con las ventanillas para distraerse, lo que es demasiado malo. No hay tantas cosas que hacer durante el Largo Salto como para permitirse eliminar algunas. El aburrimiento que te provocan las distancias infinitas de afuera te hace pensar que lo mismo puede ocurrirte al escribir, oír música, mirar el estéreo, y todo lo demás. Y no puedes protestar y decir: «¿Por qué no instalarán ahí tal o cual cosa?», pues ya tienes lo que pidieron hace mucho tiempo mil hombres del espacio... muchos de ellos hombres con más experiencia, más imaginación, y menos recursos, es decir, más necesidades. Aunque, ciertamente, más recursos que tú ahora; éste es tu primer viaje, y estás pasando aún de «la mirada interior que busca» a «la mirada interior que observa». Es un mundo pequeño. Mejor que sea un poco complicado.
Si conocieras lo que ocurrió en otros mundos como éste, todo sería más sencillo. Pero es preferible no saber nada; tienes que pensar entonces. Puedes imaginar algo, pues sabes que muchos hombres murieron en estas máquinas, que muchos desaparecieron, con nave y todo, y algunos —pero no sabes cuántos— salieron de la nave para ir directamente al manicomio. Descubres bastante pronto, por ejemplo, que los controles manuales se regulan automáticamente, y sólo hay que tocarlos si los necesitas para aterrizar. (No se sabe aún qué ocurriría si los necesitaras alguna vez para una maniobra evasiva.) ¿Cuántos murieron por haberse puesto a jugar con los controles manuales? ¿Fue acaso porque decidieron abandonar y volver a la Tierra? ¿O por creer que había pulgas en el autoastrogador? ¿O simplemente porque no podían soportar esas estrellas inmóviles?
Además estás solo, acurrucado en esa celdita de la nariz de la nave, con el casco curvo a la izquierda y el chato mamparo central a la derecha. Sabes que en los modelos anteriores ese mamparo no estaba ahí. Es posible imaginar lo que ocurrió en algunas naves —¿en cuántas?— para que al fin fuese necesario separarte de tu compañero. La psicodinámica ha progresado mucho, pero no ha alterado el hecho de que no hay criaturas más autodestructivas, depravadas y salvajes que los seres humanos. Llamas a esto un mundo; bueno, reduce un mundo a sólo dos naciones y mira qué pasa. Entre dos confinadas entidades no hay puntos medios, y ninguna posibilidad de determinar una mayoría. ¿Cuántos pilotos han vuelto enloquecidos, con los cuerpos destrozados de sus compañeros de viaje?
No puedes confiar en dos seres humanos encerrados juntos, no durante mucho tiempo. Si no lo crees, mira el mamparo, míralo otra vez. Está ahí porque tiene que estar ahí.
Eres un hombre pacífico. Te asusta un poco saber qué peligroso puedes ser. Aunque sientes también un poco de orgullo, ¿no es cierto?
Enorgullécete también de esto: ellos confían en que puedas pasar tanto tiempo solo. Sí, hay un compañero de viaje; pero en la práctica estás solo, y eso es lo que esperan de ti. La mayoría de la gente, especialmente la gente de tierra, nunca descubre que un hombre que no resiste la soledad sabe, en su interior, que no es buena compañía. Podrías hacer solo el viaje... pero te alegra, admítelo, que no sea así. Puedes alcanzar el otro lado del mamparo, cuando lo necesites. Si lo necesitas. No tardas mucho en comprender que no debes abusar de esa posibilidad. Tienes libros, y juegos, y cintas grabadas con palabras e imágenes, y nueve sustancias eufóricas diferentes (con un dispensador que te vigila como un perro de guardia para que no te habitúes), que te ayudan, cuando necesitas ayuda, a explorarte a ti mismo. Pero tener otra mente humana que explorar es una idea maravillosa. Maravilla templada por la certeza —oh, qué inteligente fuiste al descubrirlo a tiempo— de que la otra mente es un último recurso. Si agotas alguna vez todas sus posibilidades, entonces ha llegado el fin.
Así que te sirves de ella poco a poco; te sometes a pruebas de resistencia para ver cuánto tiempo puedes dejarla sola. Lo haces bastante bien.
Repasas tu vida, las cosas que has hecho. Se han escrito novelas enteras que abarcan sólo veinticuatro horas de la vida de un hombre. Piensas del mismo modo en tu vida, lentamente, pedazo a pedazo, en todas las expresiones de todas las caras, lo que hizo la gente, y por qué. Especialmente por qué. No nos lleva mucho tiempo recordar lo que hizo un hombre, pero puedes pasarte horas intentando descubrir por qué lo hizo.
Se vive todo otra vez y te sientes como un pequeño dios, sabiendo qué va a ocurrirles a todos. Llegaste a la Base en un autobús con muchos hombres como tú. Sabes ahora quiénes terminaron los cursos y llegaron aquí; lo vives otra vez y lo sabes aún, de modo que puedes verte de nuevo en el autobús y decir: ese desconocido que está al otro lado del pasillo es Pegg, y no durará mucho. Dentro de tres meses se irá a su casa y preferirá suicidarse a volver aquí. La nuca pecosa del hombre del asiento de adelante pertenece al pelirrojo Walkinok, que se pasará la primera semana gastando bromas y las pagará luego muy caro. Pero terminará los cursos. Y te harás amigo del tímido moreno que está a tu lado; se llama Steih, y parece muy inteligente; tiene la conversación fácil y es ingenioso, esa clase de hombres que están siempre en los primeros puestos. Pero no llegará ni siquiera a las primeras vacaciones; no aguantará más de dos semanas, y no volverás a verlo. Lo recuerdas todo, y lo vives nuevamente, y recuerdas los recuerdos que recordabas entonces. ¿Le crujían a alguien los zapatos en aquel autobús? Retrocedes; sí ocurrió, lo recordarás.
Dicen que cualquiera puede recordar de este modo; pero para ti, después de lo que hizo contigo la psicodinámica —o quizá fue para tu bien— es más fácil. Nada ha ocurrido en tu vida que no puedas recordar. Puedes empezar desde el principio, y seguir hasta el fin. Puedes empezar desde el principio y saltar varios años en un segundo, y revivir otra vez un episodio... enojarte otra vez... enamorarte otra vez... Y cuando te canses de todos esos episodios, puedes resucitarlos de nuevo para descubrir los porqués. ¿Por qué estudió y se preparó Steih todos esos años, por qué luchó todos esos meses, si nunca quiso ingresar realmente en el Servicio del Espacio? ¿Por qué se ocultó Pegg a sí mismo que no era hombre adecuado para el Servicio del Espacio?
Así vuelves, repasas, comparas y mides, siempre con la mente ocupada. Si tienes cuidado, sólo recordar dura mucho tiempo, y buscar los porqués dura aún más; y para los intervalos hay libros y estéreos, autoajedrez y música... hasta que estás preparado para volver a tus recuerdos. Pero tarde a temprano —tarde, si no te descuidas— te sientes inquieto, y tu vida tal como fue, y las razones por las que fue de ese modo, pierden su novedad. Estuviste allí. No encuentras ningún otro punto de vista, y no hay más que aprender.
Entonces descubres que el mamparo puede ayudarte. Su misma forma te parece una forma amiga; el casco es curvo a tu izquierda, como parte del costado de la nave; pero el mamparo es una pared chata. Su constante presencia te recuerda las cosas de tu mundo, que es por naturaleza un tabique; que la existencia de un tabique presupone otro compartimiento; y que el otro compartimiento tiene el tamaño y la forma de éste, y fue diseñado para un propósito similar... servir de habitación a alguien No hay ruidos ni signos que revelen la presencia del otro ocupante; pero el mamparo atestigua, sólo por estar ahí, que algo vive al otro lado. Es un plano amigo, un verdadero compañero que invade todos tus pensamientos. Sabes que es tu último recurso, pero sabes también que es un recurso útil. Con él entrarás en un mundo distinto, más complejo y más interesante que el tuyo, aunque sólo sea por el trabajo de pasar de un lado a otro, y el misterio de la niebla entre los dos lados. Es una mente, otra mente humana, que comparte contigo esta prisión, y lo que más necesitas en el espacio es compartir algo.
¿Quién es esa mente?
Lo piensas. Lo piensas mucho. Allá en la Base, en tu último año, tú y los demás cadetes pensaban en eso sobre todo. Si al menos te hubieran insinuado algo... pero esa duda era parte del entrenamiento. Sólo sabías que en tu Largo Salto no estarías solo. Imaginabas que la elección de tu compañero de viaje sería para ti una sorpresa. Mirabas alrededor en el comedor, la clase, el dormitorio; te quedabas despierto de noche haciendo aparecer las caras como si hicieses un solitario; y a veces pensabas en uno, y decías: Magnífico, nos llevaremos bien; y a veces decías: ¿Ese imbécil? Que me encierren con él y el mamparo no resistirá. Lo mataré antes de cuatro días.
Cuando decidían tu primer Salto, sólo eso te asustaba. Pensabas que todo lo demás te sería fácil. Conocías tu trabajo a fondo, y no fracasarías. Eras como una herramienta precisa y afilada, preparada para cualquier cosa que dependiera de ti. Ni siquiera temías tu soledad; no te abrumaría. Nadie cree interiormente poder volverse loco, como nadie cree —cree de veras— que un día morirá. Esas cosas le pasan siempre a algún otro hombre.
Pero este asunto del compañero no dependía de ti. No dependía de ti elegirlo y no dependería de ti en el viaje. Era el único factor desconocido y por lo tanto lo único que te asustaba. En realidad podías vivir como si no fueras a tener un compañero, hasta que llegaba el momento. Aunque algo dependería de ti: la llave del intercomunicador está en este lado del mamparo, de tu lado.
Sin embargo, poder hacer callar una voz no es dominar una situación. No sabes qué hará tu compañero. O... será.
En la tirantez de los últimos días algo te abrumó de veras. Esprit de corps lo llaman. Te metieron a martillazos en un molde, junto con los otros graduados, y te dieron unos cuantos martillazos más hasta quitarte toda elasticidad. Eras igual a los otros, y te gustaban ciertas cosas porque te habían acostumbrado así. Sabías con seguridad que elegirían a tu compañero entre los miembros de aquel apretado grupito; tu entrenamiento y el de ellos, toda tu vida y la de ellos, apuntaban hacia esta nave, este Salto. Tu presencia en esta nave es el fin lógico de tu entrenamiento; tu entrenamiento culminó con tu presencia en esta nave. Sólo un cadete graduado es el hombre adecuado para la nave; la nave existe únicamente para el cadete graduado. Es tan evidente que nunca lo pensaste.
No hasta ahora.
Porque ahora, hace unos minutos, te sentiste preparado para apretar el botón. No sabías si habías batido todos los récord de soledad, de confinamiento solitario, pero lo habías intentado. Miraste por la ventanilla hasta que ya no tuvo sentido; leíste hasta perder todo interés; viviste la semivida de los estéreos hasta que no pudiste obligarte a creer que creías en ellos; escuchaste música hasta dejar de oírla; y resucitaste una y otra vez tu vida desde sus comienzos hasta que las personas y las cosas perdieron su verdadera perspectiva. Descubriste que podías volver a la ventanilla y recomenzar el ciclo otra vez, pero ya habías pasado por eso, hasta que la matriz misma de tu participación fue algo agotado, marchito e intolerable. El plano del mamparo se hizo sentir entonces. Te pareció que se combaba hacia ti, que te apretaba contra un costado de la nave, y supiste que se acercaba la hora de apretar el botón y sentirte comprometido con algún otro.
¿Quién ? ¿Pete o Krakow o Walkinok, el loco pelirrojo? ¿O Wendover —todos lo llamabais Bendover—, el de los chistes incomprensibles? ¿Harris? ¿Flacker?
¿Blaustein, Barriga de Cerveza? ¿Cohén, el Terror de Pelo Duro? O Shank... era una vergüenza como lo llamaban. O Gindes, a quien habían puesto el incomprensible sobrenombre de Mickey Mouse. Casi esperabas que fuese Gindes, no porque te gustase, sino porque era el único compañero que no habías conocido muy bien. Te miraba sin despegar los labios. Sería más divertido explorar a Gindes que al viejo Shank, por ejemplo, de reacciones tan previsibles que casi podías hablar a coro con él.
Así te torturaste, sólo por afición a la tortura, con el pulgar apoyado en el botón del intercomunicador, hasta que la misma tortura se apagó y desapareció.
Apretaste el botón.
Descubriste ante todo que el intercomunicador tenía aparentemente un amplificador propio, que funcionaba mientras apretabas el botón, y que tardaba una eternidad —bueno, tres o cuatro segundos— en calentarse. Primero se oyó el zumbido de la onda transmisora, luego el comienzo de una señal, luego al fin la voz de tu compañero, que aumentaba de volumen hasta ser tan fuerte y clara como si no existiese el mamparo. Soltaste entonces el botón, como si lo hubiesen calentado al rojo, como si se hubiese transformado en una aguja, y retrocediste hasta el mamparo exterior, en un silencio físico, pero con aquella voz reseñándote aún increíblemente en el incrédulo cerebro.
La voz era un llanto.
Era un llanto fatigado, como si hubieses sintonizado el final de una larga sesión de pena incontenible y solitaria. Era un llanto monótono, exhausto, como si no hubiese más esperanza en todo el universo. Y era un llanto que no tenía sentido en la nave. Una voz alta, plena, de tenor con timbre de contralto. Infantil —infantil, no aniñada—, y fuera de lugar. Absolutamente fuera de lugar.
Las ideas absurdas son siempre las primeras: ¿ Un polizón ?
Casi te reíste. Durante días, antes de la partida, te drogaron, te sumergieron en campos de alta frecuencia; te hipnotizaron, te modelaron y remodelaron mental y físicamente. Fuiste pasivamente alimentado y pasivamente instruido; no sabes ahora y no sabrás nunca todo lo que te hicieron. Pero sabes que estuviste protegido por seis anillos de «seguridad» de una especie u otra, y sabes que tu compañero tuvo la misma protección. Recibiste la concentrada atención de una multitud de especialistas que no te dejó un segundo, ni de día ni de noche, desde los brindis de la cena de despedida hasta el momento en que el acelerador alzó la nave y la llevó con un chillido al espacio. No hay nadie en esta nave que no estuviese destinado a ella; puedes apostar cualquier cosa.
Segunda idea disparatada. (Oh, no, ¡no! Durante un rato ni te atreves a pensar. Pero con esa voz, ese llanto... algo tienes que pensar. Así lo haces, y te asustas, te asustas de un modo que nunca imaginaste en tu vida, y hasta un punto que nunca creíste posible.) ¡Hay una muchacha ahí dentro!
Repasas otra vez en tu mente esas sílabas inarticuladas, esos sollozos fatigados, tratando de separarlos del jadeo doloroso. Y no sabes. No puedes estar seguro.
Así que decides apretar otra vez el botón. Escuchar algo más. O... preguntar. Pero no puedes, no puedes; quizás esa loca idea sea cierta, y no podrías soportarla. No es posible, no es posible que hayan puesto una muchacha en la nave contigo, y la hayan escondido luego detrás del mamparo.
Entonces te dejas llevar un instante por la fantasía. Te arrodillas bruscamente, golpeándote la cabeza contra el casco, y palpas ansiosamente el mamparo, donde se une con las planchas de la cubierta, el compartimiento delantero, el techo, los otros mamparos, todo alrededor. Tus dedos sólo encuentran la saliente de una soldadura. Te sientas otra vez, sudando un poco, y riéndote casi de ti mismo. Deja de lado esa fantasía. No hay paneles corredizos que comuniquen con harenes en este viaje.
Dejas de reírte y piensas: ¡no pudieron ser tan crueles! Éste es un vuelo de prueba, sí, y no para probar la nave. Lo sabes y lo aceptas. Pero hay pruebas y pruebas... ¿Debes arrojar un vaso de vidrio contra una pared de ladrillos para probar que es quebradizo? Ves que alzas una mano buscando otra vez una juntura, un panel. Te burlas, y miras cómo la mano se detiene embarazada y se desliza con un aire culpable hasta el suelo, a tu lado.
Bueno, digamos entonces que no fueron tan crueles. ¿A quién pusieron ahí?
No a Walkinok. No a Shank, ni a Harris ni a Cohén, ni a ningún cadete. Un cadete no estaría ahí llorando de ese modo, como un niño, una jovencita, un bebé.
Algún desconocido entonces. Y ahora te sientes furioso, con una furia que borra todo el miedo. ¡No habrán hecho eso! El cadete ha nacido para una nave... o fue hecho para una nave. Esa apretada cadena que te unió a los otros, algo simple que todos compartían sin necesidad de pensarlo... no, no admitía desconocidos. Aparte, y por encima de eso: no se trata de una defensa del esprit de corps, sino de una justicia moral. Nadie sino un cadete merece una nave. ¿Para qué y por qué tu vida? ¿Por qué renuncias al matrimonio, y la libertad, y todas esas maravillosas e imprevisibles trivialidades que la gente llama «divertirse», y que da valor a la mayoría de las vidas humanas? ¿Por qué te sometes a las rutinas de la Base, a las torturas que te infligen tus compañeros de las clases superiores? ¿Para que un desconocido, un extraño, alguien que ni siquiera es un cadete, sin entrenamiento, formación, condicionamiento, experiencia, se te meta en la nave?
Oh, tiene que ser un cadete. No puede ser ningún otro. Hasta un cadete que no pudo más y se echó a llorar es preferible a la idea de una mujer, un desconocido.
Estás todavía furioso, pero no es ahora una furia que pueda detenerte. Aprietas el botón. Oyes la onda, el principio de alguna otra cosa... Ah. Una respiración. Una respiración difícil, entrecortada, la de alguien demasiado cansado para llorar, aun cuando el llanto no haya cambiado nada, y las lágrimas puedan asomar otra vez.
—¿Por qué diablos llora? —gritas.
La respiración sigue y sigue. Al fin se detiene un momento, y luego se oye un suspiro largo, susurrante y tembloroso.
—¡Eh! ¡Eh! —gritas—. ¡Usted ahí!
Pero no hay respuesta. La respiración es más débil, más regular. Sea quien sea, se está durmiendo.
Aprietas el botón todavía con más fuerza, como si eso sirviese de algo, y aúllas esta vez, ni siquiera un «¡Eh!», sino una sílaba colérica. Sólo puedes pensar que tu compañero decide —decide, oh Dios— no contestarte.
Ahora tú jadeas, pero no tu compañero. Retienes el aliento y escuchas. Oyes cómo respira, serena y profundamente, y luego una leve interrupción, un pequeño suspiro, el fantasma de algo que es apenas un sollozo.
—¡Eh!
Nada.
Sueltas el botón y en el nítido silencio que sigue al débil zumbido de la onda transmisora, esa sílaba inarticulada crece y crece en tu interior hasta que estalla otra vez. Por la sensación que te queda en la garganta y el modo como te resuenan los oídos, comprendes que hace mucho tiempo, mucho, mucho tiempo, que no usabas tu voz.
Estás enojado y ofendido por esos insultos a ti y los demás, y... ¿sabes una cosa? Te sientes bien. Algunos de tus estéreos son realmente buenos; te arrojan al fuego de una batalla, a los brazos de hermosas mujeres, al peligro, y de cuando en cuando podías enojarte ahí con alguien. Podías, pero no desde hace un tiempo. No te ríes ni te enojas desde... desde... bueno, ni siquiera puedes recordar desde cuándo. Te olvidaste, y no puedes recordar cuándo te olvidaste. Y ahora, mira. Te late el corazón, te corre el sudor... Magnífico.
Aprieta otra vez el botón, toma otro trago de furia. Es una furia añejada, una furia especial. Adelante. Lo haces, y se oye el zumbido de la onda.
—Por favor —dice la voz—. Por favor, por favor... diga algo.
Se te paraliza la lengua y te atragantas, de pronto, con tu propia saliva. Toses violentamente, sueltas el botón, y te golpeas el pecho con el puño. Con la tos el pensamiento te brota en un balbuceo, un pensamiento que tropieza y salta y no puede detenerse en la idea de que hasta hace poco no creías realmente que hubiese alguien ahí. Recobras el aliento y aprietas otra vez el botón. La voz dice:
—¿Está bien? ¿Puedo hacer algo?
Adviertes algo más: no reconoces la voz. Si la oíste antes no la recuerdas. Al fin entiendes la frase: «¿Puedo hacer algo?».
Te enojas otra vez.
—Sí —gruñes—, alcánceme un vaso de agua.
No tienes el pulgar apoyado en el botón, de modo que dices lo primero que se te ocurre. Te sacudes como un perro mojado, tomas aliento y te inclinas otra vez sobre el tablero.
Antes que puedas abrir la boca te alcanza un huracán de carcajadas histéricas.
—Vaso de agua... ja-ja-ja... muy bueno. No sabe bien lo que esto significa —dice la voz, de pronto sobria y quejosa—. He esperado tanto... He escuchado su música y el sonido de sus estéreos... No hablaba nunca, no decía nada. Ni siquiera le oí toser antes.
Parte de tu mente reacciona: esto no es natural, ni siquiera toses, o te ríes, o tarareas. Deben haber modificado algo en ti. Pero en su mayor parte tus pensamientos se vuelven contra este desconocido, este intruso, que habla de este modo, sin una palabra de explicación, una disculpa, que habla como si su voz tuviera derecho a estar ahí.
—¡Cállese!
—Empezaba a pensar que era usted sordomudo. O que no estaba realmente ahí. Esto es lo que más me asustaba.
—Cállese —siseas, con toda la furia, con todas las amenazas que puedes poner en tu voz.
—Sabía que no lo harían —dice la voz, feliz—. Nunca pondrían aquí a un hombre solo. Eso sería demasiado...
La voz se quiebra abruptamente cuando sueltas el botón.
Dios mío, piensas. Se ha roto el dique. Ese individuo no va a dejar de charlar durante todo el Salto. Aprietas el botón rápidamente, oyes:
—... totalmente solo aquí, asusta mirar por la ventani...
Sueltas otra vez el botón.
Esa especie de niebla invisible que ahora se disipa es todas tus conjeturas, aquellos maravillosos planes apenas esbozados en que te viste viajando con Walki-nok o el Terror de Pelo Duro. Ibas a revivir tus cursos, ¿recuerdas? Lentamente, y fácilmente... dedicarías una semana a la balística o la espectroscopia. Pasarías un día rememorando frases. O te reirías de la vez en que tú y Shank os emborrachasteis en la cantina y dijisteis que ibais a atar al general de pies y manos, y lo meteríais en el cohete junto con Provost, el jefe PD. El general recibiría toda la psicodinámica que necesitaba. El general hablaba continuamente de psicodinámica. El coronel no hacía otra cosa que psicodinámica. Ah, pareció gracioso entonces. Y no tanto por la cerveza. Era gracioso sobre todo porque conocíamos al general, y conocíamos a Provost. ¿Sería aún gracioso si lo comentabas con un desconocido?
Te dan a alguien con quien hablar. ¡Te dan a alguien con quien no puedes hablar de nada! La idea de que habían embarcado una muchacha y la habían puesto detrás del mamparo había sido realmente horrible. Una tortura. Bueno, esto es también una tortura. Aunque más refinada.
Un pensamiento golpea y golpea, y al fin cedes y lo dejas entrar. Algo relacionado con el botón. Lo aprietas y puedes oír a tu compañero. Lo sueltas y... ¿se cierra el intercomunicador? No, Señor, no. No apretabas el botón mientras tosías. «¿Puedo hacer algo?»
¿Qué condenado asunto es éste? (La parte de tu mente que no pregunta busca ansiosamente los latidos de la furia; ah, te sientes mejor.) Les hablas con una rabia silenciosa a los hombres que diseñaron la nave. ¿Queréis decirme que si no aprieto el botón mi compañero puede oír todo lo que me pasa? El intercomunicador está continuamente abierto en el otro lado, y en este lado sólo cuando aprieto el botón, ¿no es así?
Te vuelves y miras enojado por la ventanilla, la mirada clavada en el ojo frío y distante del infinito y ¿Dónde diablos, protestas en silencio, está mi intimidad?
Esto no está bien. No, no está bien. Imaginaste desde un principio que tú y tu compañero estarían en iguales condiciones; sí, pero en una nave, aun en una nave pequeña de dos pasajeros como ésta, alguien tiene que llevar el mando. Suponiendo que el otro compartimiento tenga los mismos estéreos, los mismos dispensadores, la misma comida y la misma agua y todo lo demás, y la única diferencia entre las dos cámaras sea este botón... ¿quién es el privilegiado? ¿Yo, que debo apretar el botón? ¿O mi compañero que oye hasta la menor de mis toses?
Oh, ya sé, piensas de pronto. Ese hombre es un técnico en PD, un especialista en psicodinámica que está ahí para observarme. Casi te ríes a carcajadas; sientes un gran alivio. La PD es un asunto secreto. No sabes nunca cuánto tiempo estuviste hipnotizado durante los cursos. Hasta corría el rumor de que los muchachos de la PD les habían operado el cerebro a algunos cadetes, y éstos nunca se enteraron. Tenían que trabajar en secreto. (A nadie se le ocurre revolver el café con una barra de tiza.) La PD es un campo donde las herramientas no deben dejar marcas.
Bueno, magnífico, magnífico. Al fin este compañero de viaje tiene algún sentido, has alcanzado una respuesta aceptable Esta nave, este viaje, están destinados a un cadete, pero el asunto concierne a la PD. El único extraño que puede embarcar contigo tiene que ser un técnico en PD.
Así que sonríes mostrando los dientes y extiendes la mano hacia el botón... Luego, recordando cómo funciona el aparato, que el intercomunicador está abierto de tu lado cuando no aprietas el botón, retiras la mano, enfrentas el mamparo y dices tranquilamente:
—Muy bien, PD. Estoy a sus órdenes. ¿Qué tal lo hago?
Te preguntas cuántos cadetes descubrirán tan pronto el truco. Aprietas el botón y esperas la respuesta.
La respuesta es un —¿Eh?— tímido y asombrado.
Sueltas el botón y te ríes.
—No hay por qué seguir la comedia, teniente.
—Esto es muy hábil. La mayoría de los técnicos PD son tenientes; uno o dos son sargentos mayores. Te hayas equivocado o no, no has herido su orgullo.
—Sé que es usted un hombre PD.
Hay un silencio en el otro lado, y luego:
—¿Qué es un hombre PD?
Te fastidias un poco.
—Vamos, teniente. Dejemos el juego.
—Oh —dice el mamparo—. No soy un teniente, soy...
Lo interrumpes con rapidez.
—Sargento, entonces.
—No me entiende usted —dice la condenada voz de tenor.
—Bueno, es usted un PD de todos modos.
—Temo que no.
No aguantas más.
—Bueno, ¿qué diablos es usted? Es un hombre, ¿no?
Un silencio. Y con él, la cólera y el miedo a la tortura empiezan a subir juntos, como tomados de la mano.
—¿Y bien? —ruges.
—Bueno —dice la voz, y adivinas que el otro frota los pies contra el suelo—. Tengo quince años...
Sacas entonces a relucir el tono áspero de los cadetes mayores; hay un modo de hablar que doblega inmediatamente a los alumnos de tercer y cuarto año.
—Míster, dígame, rápido, ¿cómo se llama usted?
—Scampi.
—¿Scampi? ¿Qué diablos de nombre es ése?
—Así me llaman.
¿Notaste un leve tono de desafío en la voz?
—¡Señor! —gritas.
—Así me llaman..., señor.
El desafío ha desaparecido.
—¿Y qué está haciendo en mi nave?
El otro traga saliva, asustado.
—Lo... lo siento, señor. Ellos me metieron aquí.
—¿Ellos? ¿Ellos?
—En la Base... señor—corrige el otro rápidamente.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted en la Base, míster?
Ese míster puede ser un látigo con bolas de plomo si lo usas adecuadamente. Y tú estás usándolo muy bien.
—No sé, señor. —Tienes la impresión de que el sujeto se va a echar a llorar otra vez.— Me llevaron a un gran laboratorio donde había muchas casillas con máquinas. Me hicieron un montón de preguntas sobre si yo quería ser un hombre del espacio. Bueno, siempre lo quise, desde que era chico. Así que al rato me acostaron en una mesa y me dieron una inyección, y cuando desperté estaba aquí.
—¿Quién le dio una inyección? ¿Cómo se llamaba?
—Nunca... nunca lo supe, señor. —Una pausa.— Un hombre grande. Viejo. Pelo canoso, muy corto. Ojos grises.
Provost, Dios mío, piensas. Esto es asunto de la PD entonces. Pero desde mi punto de vista es una tontería.
—¿Sabe algo de balística del espacio?
—No, señor. Pienso que un día...
—¿Astrogación?
—Sólo lo que estudié yo mismo. Pero...
—¿Mecánica gravitatoria? ¿Diferenciales? ¿Resistencia de materiales? ¿Fisión de metales livianos? ¿Relatividad?
—Yo..., yo...
—¿Y bien? ¿Y bien? Adelante, míster.
—He oído hablar de eso, señor.
—¡Ha oído hablar de eso, señor! —¿Sabe para qué es esta nave?
—¡Oh, sí, señor! Todo el mundo lo sabe. Éste es el Largo Salto. Cuando uno regresa, lo nombran oficial y le dan una nave estelar.
Si antes hubo en esa voz unos pies que se frotaban contra el piso, ahora hay en ella unos ojos brillantes.
—¿Y usted cree de veras poder conseguir una nave estelar, míster
—Bueno, yo... yo...
—¿Cree que les dan el mando de una nave a los boy-scouts sólo porque los boy-scouts tienen unos deseos terribles de salir al espacio?
Ninguna respuesta.
Te burlas.
—¿Tiene usted la más mínima idea del entrenamiento a que se someten los cadetes, de todo lo que deben aprender?
—Bueno, no, pero espero tenerla.
—¡Señor!
—Señor. Bueno. Me pusieron a bordo, todos esos oficiales que me hicieron las preguntas y lo demás. ¡Eh! —dice el otro, de pronto excitado, perdiendo inmediatamente toda timidez, reemplazada ahora por un burbujeante entusiasmo—. ¡Ya sé! Tenemos todo este tiempo... Quizá se supone que usted me enseñará astrogación, relatividad y todo eso.
Te quedas boquiabierto ante tamaña puerilidad. Y luego algo realmente desagradable se alza y borra todo lo otro.
Por alguna razón tu mente retrocede hasta el autobús, el día que llegaste a la Base. Puedes recordar fácilmente las caras de todos los que trabajaron contigo, los que llegaron al fin y los que no llegaron. Pero en tu clase había treinta y ocho cadetes. En aquel autobús debía de haber cincuenta. ¿Qué ocurrió con el resto? Supusiste siempre que habían ido a otras secciones: tripulaciones de tierra, computadores, abastecimientos. ¿Y si los hubieran separado de nosotros por alguna característica o algún talento especial que sólo los de la PD conocían? ¿Y si los hubiesen embarcado directamente en una nave, junto con un cadete graduado?
¿Y por qué?
¿Sería posible que esos novatos, esos boy-scouts, esos niños fuesen los destinados a comandar las naves? ¡Entonces las gentes como tú, que creían ser la flor y nata de la cosecha, y lo mejor de esa flor y nata, habían sido entrenados sólo como material de segunda categoría? ¿Tú corrías de un lado a otro, sudabas, soportabas los trabajos más pesados, y aquel espantoso régimen de comidas, no para comandar una nave estelar sino para servir de tutor privado a un minúsculo genio que tenía unos deseos terribles de salir al espacio?
Esto no tendría sentido en ninguna parte salvo en el cuerpo de cadetes. Apenas tiene algún sentido aquí. Pero el comandante de una nave estelar hace dos viajes en toda su carrera, y basta. Dieciocho años dura cada viaje, con pasajeros en celdas refrigeradas, y un cargamento de sueros, refractores, herramientas mecánicas y alimentos concentrados para los xenólogos y mineralogistas que están bastante locos para trabajar allá afuera. Instruir a los comandantes de estas naves es fácil; no cuesta mucho por lo menos aprender a manejar los aparatos, aunque son bastante numerosos. Pero enseñarles a mantenerse conscientes —despiertos y vigilantes—, y solos, todos esos años, es otro cantar. Pocos hombres nacen con las condiciones necesarias, hay que hacerlos. La mayoría de los reclusos, los ermitaños, en toda la historia, fueron hombres en los que un par de cosas funcionaban fundamentalmente mal. Y nada debe funcionar mal en el comandante de estas naves. Tiene que ser capitán y tripulación a la vez, conocer muy bien los dispositivos que adornan su agujero (aunque la mayor parte de la maquinaria es automática) y estar siempre alerta, y no perder la cabeza en un vacío negro, sin sentido y sin peso, para el que no fue creado. Puedes darle más libros, imágenes, juegos y música que el tiempo de que dispone, y aun así no se podrá asegurar que no se vuelva loco si el hombre no cuenta con algunos recursos interiores especiales. Para esto (y alguna otra cosa) se instruía a los cadetes. Se les daba toda clase de conocimientos técnicos, se les preparaba la mente contra posibles eventualidades, y cuando los veían acabados como una máquina y lustrosos los metían en una lata y los tiraban al espacio, al Largo Salto. La duración había sido establecida de antemano. Podían ser catorce meses o tres años, y cuando el cadete volvía, si volvía, estaría preparado para embarcarse en una nave estelar, o no. En cuanto al compañero... bueno, suponías que la PD deseaba unir a dos candidatos para que pudiesen estar juntos en una nave estelar. Quizás un día las naves puedan llevar ocho, diez hombres a la vez, y al fin el instinto gregario podrá competir con el paño mortuorio de las negras distancias. Hasta ahora, sin embargo, la desorientación psíquica que provoca el espacio pone en movimiento la mezquindad y la crueldad del hombre; embarcar a más de un ser humano en estas naves es una invitación a la matanza, y al naufragio.
Además de la capacitación técnica y esos recursos interiores, ellos te exigen otra cosa: juventud. Tienes sólo veintidós años. Tienes veintidós años y te han entrenado tan intensamente que, como dijo una vez Walkinok, sientes el cerebro liso, sin circunvoluciones, inflado como una vejiga. Y has consolidado este conocimiento, lo has clasificado y usado. Estás tan colmado que no es raro que derrames enseñanzas a tu alrededor. Tienes veintidós años, y estás encerrado en una lata con un chico de quince que no sabe nada pero tiene unos deseos terribles de ir a las estrellas. Y puedes olvidar su aparente estupidez, también, pues apostarías tu inflada cabeza a que el chico tiene un coeficiente de inteligencia tan alto que puede permitirse parecer estúpido. Llorar.
Qué negocio sucio encerrarte aquí para ahorrarle siete años al comandante de una nave estelar. La próxima vez pondrán en la nave un bebé en pañales junto con algún fatigado cadete tontaina, obteniendo así un comandante capaz de hacer tres viajes en vez de dos. ¿Y qué será de ti? Luego que hayas desempeñado tu generoso papel de tutor, te meterán una tarjeta en el bolsillo y te dirán magnífico, cadete, ahora váyase a plantar coles, y tú te cuadrarás y saludarás al chico imberbe de galones dorados y mirarás cómo sube a la cabina de mando que fue tu sueño y tu meta desde que te destetaron.
Tendido en este agujero, tan pequeño que no puedes ponerte de pie, miras el vientre blando del mamparo, con el ombligo suave y redondo del botón, y piensas, bueno, esto requiere valor de veras. Tomas aliento (mientras una parte de tu mente sigue adelante con el problema y te dice asombrada: ¿no temías hace poco que nada te excitara ya?), y hablas; y tu voz tiene un sonido que nunca oíste en nadie. Quizá nunca estuviste tan enojado.
—¿ Quién te indicó que dijeras eso ?
Empujas el botón y esperas.
—Dijera... ¿qué? ¿Eh, señor?
—Que yo te enseñara. ¿Alguien de la Base?
—No... —El chico parece reflexionar.— No, señor. Sólo pensé que sería una buena idea.
Tú no dices nada. Sigues apretando el botón.
Él dice con timidez:
—Una... manera de pasar el tiempo. —Como tú no dices nada aún, él concluye humildemente:— Pondré atención. Mucha atención.
Sueltas el botón y gruñes:
—No lo dudo. Lo pensaste todo tú sólito, ¿eh?
—Bueno, sí.
—Eres un chico brillante. ¡Eres un inteligente y ambicioso piojo! —Aprietas el botón con bastante rapidez, pero todo lo que oyes es un asombrado silencio. Dices entonces ya más sereno, casi amablemente:— Eso de piojo no es sólo una figura de lenguaje, criatura. Pienso realmente que eres un pobre insecto que quiere chuparle la sangre a alguien que ha hecho todo el trabajo. ¿Sabes qué debes hacer? Piensa que estás completamente solo en esta lata. No me hables y no me escuches, y te haré un favor. Yo también me olvidaré de ti. No pienso sacarte todavía los ojos, pero no me llames generoso, criatura. No lo hago simplemente porque no puedo alcanzarte ahí dentro.
—¡No! —Bueno, el chico puede gritar en un tono realmente lastimoso si quiere.— ¡No! ¡No! ¡Espere, por favor!
—¿Y bien?
—No entien... quiero decir, lo siento. Realmente lo siento. No quise decir...
Pero tú sueltas el botón. Te recuestas y cierras los ojos; te estremeces de furia hasta la punta de los pies. (Esto está muy bien, dice tu observador interior. Esto es vivir.)
Pasan semanas, y más semanas. Fotografías una estrella y tomas algunas notas, y esperas un tiempo y la fotografías otra vez, y pronto tienes bastantes datos para entretenerte. Sacas tu estilográfica y el cuaderno de notas y la pluma se mueve como tú quieres, y los viejos números suben y bajan y corren alrededor como tú quieres. Te ríes cuando lo haces; cómo le gustaría al chico aprender algunas de estas cosas. De todos modos, piensas que ya alcanzaste la cúspide del perihelio de tu parábola, y estás regresando. Sabes hasta dónde legaste y cuándo volverás. Te ríes otra vez. El sonido de tu voz te recuerda que él puede oírte, así que te inclinas hacia el mamparo y aprietas el botón.
—Cadete —dice el chico—. Por favor, cadete. Por favor.
¿Y sabes una cosa? El chico habla con una voz ronca y débil; emite las sílabas como si no tuviesen sentido de tanto repetirlas. Probablemente lleva ahí semanas enteras, gimiendo: «Cadete... por favor... cadete... por favor», cada vez que te golpeas los dientes con la estilográfica o ajustas el cuadrante de la batería solar.
Te pasas las horas mirando por la ventanilla, pero al fin te cansas y vuelves a las sustancias eufóricas. Ves muchas películas en el estéreo. Sientes de algún modo la presencia del botón en el mamparo, pero no lo tienes en cuenta, Lees. Recurres muy a menudo al ociante; buscas más puntos de apoyo de los que necesitas. Y cuando al fin el botón empieza a molestarte de veras, te dominas y piensas que puedes hacer otra cosa.
Estudias cuidadosamente tus instrumentos en busca del que menos necesitas, y al fin te decides. Te pasas algunas horas haciendo cálculos y resuelves al fin que puedes conocer la velocidad del aire por la temperatura del casco y el radar. Desmontas el instrumento, lo desarmas y sacas el diamante del cojinete. Revisas el armario de los equipos y al fin juntas una varilla de níquel y una bobina de alambre, y los pones en tu radio de corto alcance donde las oscilaciones te parecen convenientes. Pegas el diamante a la punta de la vara, y la pasas por el largo eje de la bobina. Enciendes la radio y sientes, más que oyes, el suave zumbido de la vara. El fenómeno, mi querido pupilo, dices, aunque en silencio, se llama magnetoestricción: la varilla de níquel se contrae ligeramente en el campo magnético. Y como el campo oscila, el diamante de la punta vibra como loco.
Sacas tu estilográfica y después de cuidadosas consideraciones te decides por un triángulo de vértices redondeados, bastante grande como para que puedas pasar cómodamente un brazo; los tres vértices te pueden servir de mirillas, para ver adonde va tu brazo. Mientras, fantaseas. Harás saltar el trozo triangular del mamparo y meterás tu cabeza en el agujero y dirás: «¡Sorpresa!». Y él se acurrucará en su rincón preguntándose qué irá a ocurrir. Y tú le dirás: dame la mano y olvidemos lo pasado; y él se acercará de un salto, ansiosamente, y tú le tomarás la mano y tirarás de ella a través del agujero y le agarrarás la muñeca con tus dos manos, y apoyándote de espaldas en el mamparo tironearás hasta dislocarle el hombro. Y quizá puedas también romperle el brazo. En todo ese tiempo él jadea repitiendo «Cadete, por favor», hasta que te cansas de la diversión y le tuerces la muñeca y le clavas los dientes. Él empieza a sangrar, y tú sigues teniéndolo así mientras los cadetes por favor son más y más débiles y tú le hablas de las ecuaciones diferenciales y las relaciones de masas.
Y mientras imaginas la escena dibujas el triángulo redondeado con el diamante. El mamparo es grueso como el demonio, y duro —es del mismo metal del casco, quién se lo hubiese imaginado en un tabique interior—, pero no importa. Tienes mucho tiempo. Y poco a poco la línea de puntos es más profunda.
De cuando en cuando tomas aliento. Se te ocurre preguntarte qué dirá el coronel cuando aterrices y descubran el agujero en el mamparo. Tratas de no pensarlo, pero vuelves a eso, una y otra vez. Y en un momento el coronel dice: bien, cadete, veo que es usted un hombre de recursos, así me gusta. Pero en otros momentos no ocurre así, especialmente cuando descubren al chico muerto en un lado del mamparo y la sangre por todas partes en el otro lado.
Así que quizá no lo mates. Bastará con que lo asustes. Diviértete con él.
Y quizás él hable. Quizá todo este Largo Salto fue ideado por la PD para descubrir si tú cooperabas con tu compañero de viaje, si tratabas de enseñarle lo que sabías, a cualquier precio. Y sabes que si piensas un poco más en el Cuerpo que en tu propia insignificante carrera, harás eso exactamente. Quizá si lo haces te den una nave estelar al fin y al cabo, una a ti y otra al chico.
De todos modos, cortar ese triángulo es un trabajo lento y largo, y te conviene. Pienses lo que pienses, seguirás con él, simplemente porque lo empezaste. Cuando lo termines, sabrás qué hacer.
Qué raro, este viaje iba a tener el mismo resultado que aquellos otros, cuando las naves regresaban con un hombre muerto, y un hombre... Pero ahí estaba la diferencia. El espacio trastornaba a aquellos hombres, les hacía perder la cabeza. Tú haces lo mismo, pero por razones distintas. No te has vuelto un loco furioso. Estás sereno, tranquilo, haciendo un trabajo, y sabiendo exactamente por qué... O lo sabrás por lo menos cuando llegue el momento.
Mientras tanto te sientes realmente feliz.
Luego todo cambia. No puedes decir por qué. Te vuelves y te duermes y de pronto te sientes totalmente despierto. Piensas en un trabajo de laboratorio que hiciste. Era una demostración de los efectos de las corrientes parásitas. En el centro del gimnasio, colgado de una cuerda, había un disco de cobre grueso como tú brazo y de un metro de diámetro. Lo izabas hasta un extremo del alto cielo raso y lo soltabas. En el centro del lugar había un gran electroimán, y cuando el disco en su balanceo alcanzaba el punto más bajo, pasaba entre los polos del imán. Movías entonces el conmutador y el disco se paraba en seco, sonando como un enorme gong, aunque nada lo había tocado.
Luego recuerdas los sesenta millones de medidas que tomaste con el sincrocosmotrón, tan grande que tardabas cuatro minutos, caminando de prisa, en llegar de un extremo a otro.
Recuerdas las pruebas, las horas y horas de G y no-G; primero un instrumento y luego otro, luego todos, o algunos; los meteoritos simulados que cruzan una órbita; las técnicas manuales de aterrizaje, hasta parecerte que tenías el cerebro en las manos y en los fondillos de los pantalones, y hacías lo que debías hacer sin pensar. Aun agotado, hacías lo que debías. Aun con alguna droga.
Recuerdas los viajes a la ciudad con Harris y Blaustein y los otros. Algo te ocurría cada vez que recorrías una calle con los dos. Algo que nunca le dijiste a nadie. En parte, algo que ocurría entre la gente de la ciudad y tu grupo. En parte, algo entre tu grupo y tú mismo. Te sentías un poco diferente, un poco mejor... pero sin vanidad. Sentías agradecimiento, por la larga y pesada mole de la nave estelar, y por el destino de esas naves.
Te incorporas en tu litera, sintiéndote despierto y confuso a la vez, buscando algo que no puedes entender del todo, algo simple que resuma el complicado equipo, los miles de mediciones, las horas de estudio y la inquietud de los exámenes; la habilidad de los fondillos del pantalón y el orgullo en la ciudad...
Y de pronto lo entiendes. El chico de al lado puede tener un coeficiente de inteligencia condenadamente alto y no aprender nunca cómo hacer descender un cohete con todos sus instrumentos en funcionamiento y manejando los giroscopios. No lo aprenderá porque alguien se lo explique por el intercomunicador, cuando nunca se ha sentado en un asiento G. Puede memorizar doce mil leves variaciones de las medidas de un acelerador lineal, pero no alcanzará eso tan importante que se obtiene cuando uno mismo toma las medidas. Puedes describirle cómo sonaba el disco de bronce cuando lo detenía la corriente parásita, pero si no lo ve no tendrá para él todo el significado que tiene para ti.
No sabes aún quién es el chico o por qué está en la nave, pero puedes apostar a que no está allí para robarte tu sabiduría y el puesto. No tiene por qué gustarte y puede enojarte que esté a bordo en vez de Harris o Walky; pero sácate en seguida de la cabeza la idea de que es un peligro para ti. ¿Quién te metió esa semilla envenenada en el cerebro? ¿Desde cuándo te dominan el miedo, los celos y la inseguridad? ¿Desde cuándo tienes que protegerte a ti mismo contra tu propia imaginación?
Vamos, vamos, cadete. No eres tan buen profesor, y él no es ese monstruo.
¡Monstruo! Dios, ¿lo oíste llorar?
Te sientes diez kilos más liviano (qué raro, pues no hay peso en la nave), y como si acabaras de lavarte la cara.
—¡Eh, Krampi!
Aprietas el botón y esperas. Oyes la onda. Luego una inspiración breve y cortante. No, otra cosa.
—Scampi, señor —te corrige él tímidamente.
—Bueno, como quieras. Y deja ese «señor».
—Sí, señor. Sí.
—¿Por qué llorabas?
—Cuando.se...
—Muy bien —dices suavemente—. No tienes por qué hablar de eso.
—Oh, no, no. No. No trataba de negarlo. Yo... lloré dos veces. Siento que usted me haya oído. Debe pensar...
—No pienso —dices sinceramente—. No bastante.
El chico medita sobre el asunto y aparentemente lo hace a un lado. —Lloré cuando despegamos.
—¿Asustado?
—No... sí, estaba asustado, pero no fue por eso.
Yo...
—No tenemos prisa.
—Gracias. Era que yo... siempre había querido estar en el espacio. Pensaba en eso durante el día y soñaba de noche. Y de pronto ahí estaba, pasándome realmente. Pensé... que debía decir algo, y abrí la boca y de pronto me eché a llorar. No pude impedirlo. Me parece que yo estaba como... loco, me parece.
—Yo no diría eso. Puedes oír, hablar y ver películas y prepararte, pero no hay nada como hacerlo. Lo sé muy bien.
—Usted, usted está acostumbrado. —Parece como si el chico quisiese decir alguna otra cosa; tú no sueltas el botón. Al fin, con dificultad, te dice: — Usted... usted es adulto, ¿verdad? Quiero decir, usted es... ya sabe. Mayor.
—Bueno, sí.
—Me gustaría ser mayor. Me gustaría servir para... bueno, algo.
—¿Todos te atropellan?
—Mm.
—Escucha —dices—. Conoces esas naves estelares. Toma un ser humano y ponlo junto a una nave estelar. No son del mismo tamaño, ni de la misma forma, y uno de ellos es bastante insignificante. Pero puedes decir esto construye esto.
Un suspiro.
—S-sí.
—Bueno, tú eres ese ser humano, ese mismo. ¿No lo pensaste nunca?
—No.
—Bueno, yo tampoco hasta ahora —dice rápidamente—. Es verdad sin embargo.
—Me gustaría ser un cadete —dice él.
—¿De dónde vienes, chico?
—De Masólo. Un pueblo de mala muerte. Me gustan los lugares grandes donde pasan cosas grandes. Como la Base.
—Demasiada gente.
—Sí —dice él—, no me gustan las multitudes, pero la Base... vale la pena.
Te quedas mirando el mamparo. De pronto es una compañía agradable, y ha cambiado de algún modo, como si fuese algo tibio, acolchado. La luz centellea en el sitio por donde pasaste el diamante. El corte es bastante profundo. Un hombre de pie podría hacer saltar el trozo de un martillazo, si pudiera ponerse de pie, y si tuviese un martillo. Dices de pronto y muy rápidamente, como si temieses que alguien fuera a detenerte:
— ¿Nunca hiciste nada que te avergonzara de veras? Yo sí, cuando te hablé antes. No debí haberlo hecho. No sé qué me pasó. Sí, lo sé y te lo diré. Temía que fueras un genio puesto aquí para chuparme el cerebro y sacarme el mando. Me asusté.
Sigues hablando en el mismo tono. Te sientes mucho mejor, y al mismo tiempo te alegra que Walkinok y Shank no estén cerca para oírte hablar así.
El chico calla un rato. Al fin dice:
—Una vez mi madre me envió al mercado y había algo que estaba muy barato. No recuerdo qué. Pero de todos modos me sobraron cuarenta centavos y los olvidé. Los encontré en mis bolsillos en la escuela al día siguiente y me compré una revista de viajes por el espacio y nunca se lo dije a mi madre. Desde entonces fui comprando todos los ejemplares siguientes de ese modo. Ella nunca se dio cuenta. O quizá sí, pero nunca dijo nada, aunque no teníamos mucho dinero.
Entiendes que el chico quiere darte algo porque le pediste disculpas. No dices nada más sobre el asunto. Algo empieza a preocuparte entonces. No sabes qué es, pero sabes que esa parte lejana de tu cerebro está tratando de aclararlo.
—¿Dónde está ese Masólo? —dices.
—En la parte norte del Estado. No lejos de la Base. Recuerdo que cuando yo era chico los cohetes sacudían la casa al despegar. Hay un gran árbol fuera de la casa y todas las hojas temblaban con los cohetes. Yo me subía por una rama y llegaba al terrado y me acostaba allí de espaldas. A veces uno podía ver las naves estelares en sus órbitas. Justo cuando el sol se ponía, uno podía ver... —El chico traga saliva; lo oyes claramente.
Yo estiraba a veces las manos. La nave parecía una luciérnaga allá arriba.
—Una buena luciérnaga —dices.
—Sí, una buena luciérnaga.
En tu interior la perplejidad está transformándose en un enorme y luminoso asombro. Es todavía algo inexpresable, así que lo dejas en paz.
—Una vez yo estaba con dos compañeros cerca de la escuela superior —está diciendo él—. Yo era un chico entonces, de once años me parece. Bueno algunos gorilas de la escuela se nos vinieron encima. Echamos a correr y nos alcanzaron. Los otros chicos empezaron a pelear. Yo me hice a un lado, y cuando tuve una oportunidad me escapé. Corrí. Corrí todo el camino hasta casa. Ahora me gustaría haberme quedado con los otros dos chicos. Recibieron una buena paliza y creo que les dolió bastante, pero dejó de dolerles cuando salió un profesor y paró la pelea. En cambio a mí todavía me duele cuando pienso cómo me escapé. No sabe cómo me gritaron los dos cuando los encontré al día siguiente. Así que quería preguntarle si cree usted que un chico capaz de escaparse de ese modo puede ser un cadete.
El chico termina de hablar con la misma voz uniforme. No hay tono de pregunta.
Tú piensas. Has participado en algunas buenas peleas como cadete. Estás en un bar y alguien hace una broma y la sangre se te sube a la cabeza y empiezas a pelear, sintiéndote muy bien. Pero quizá lo haces porque eres parte del Cuerpo, te sientes unido a los otros. Dices entonces cuidadosamente:
—Creo que si interviniese en una pelea me gustaría tener a mi lado a alguien que conociera la cobardía. Sería como tener a dos de tu lado, en vez de uno. A uno de ellos no le importaría que lo lastimasen, y el otro no querría que lo lastimaran otra vez de ese modo. Creo que alguien así podría ser un buen cadete.
—Bueno, muy bien —dice el chico, con aquel curioso susurro.
De pronto el asombro interior estalla y entiendes qué te ocurre con ese chico. Al principio le tenías miedo, pero luego el miedo se te pasó y él aún no te gustaba. No se trataba en verdad de que te gustara o no; era un ser de otra especie y no podías tener ninguna relación con él. Y cuanto más le hablabas más empezabas a sentir que no había razón para que te mantuvieses aparte, que había en él muchas cosas que tú no tenías y que podías aprovechar. Aquel modo de hablar, sincero y directo... no podías imitarlo. Casi te atragantaste con tus excusas.
De pronto es muy importante entenderte con el chico. No porque el chico sea importante, sino porque si puedes entenderte con alguien tan débil, tan tierno, y a su modo tan rico, entonces podrías entenderte realmente con cualquiera, aun con tu piojoso yo. Adviertes que esto de entenderte con él podría extenderse indefinidamente. De algún modo, si puedes encontrar otras formas de entenderte con este chico, si puedes ver más cosas como él las ve, sin intolerancia ni altanería, despertarás en ti algo que estaba seco desde hacía mucho tiempo.
Todo esto te parece bastante asombroso; te tranquilizas y hablas con el chico. No escatimas las charlas. Sabes que él estará ahí mientras regresan a la Base y tienes mucho que decirle. Sabes también que cuando aterricen este chico sabrá que un cadete puede ser también un pobre hombre. El modo como lo trataste, como lo lastimaste; aunque recuerdas ahora que no se enojó. No le parece bien enojarse con un cadete.
Bueno, ya le harás cambiar de opinión.
El tiempo pasa y el tiempo viene; el remolcador de aceleración te alcanza en las alturas, de modo que luego de tanto experimentar con los controles manuales no tienes que hacer otra cosa que quedarte sentado. La nave queda suspendida sobre la Base, cerca del edificio de la administración, que desaparece bajo una nube de polvo amarillo. Te hundes y te hundes en la nube de polvo hasta pensar que estás abriendo un agujero en el suelo; luego al fin sientes una brusca sacudida y un terrible estrépito cuando el remolcador te suelta y se lanza otra vez al espacio. Sólo se oye ahora el débil susurro del acondicionador de aire, el polvo que se posa en el suelo, y una sensación profundamente desagradable en los tobillos y el pecho mientras la sangre se acostumbra a circular en un ambiente 1-G.
—Bueno, no te olvides, Scampi —dices. Te cuesta hablar; la ancha mueca de una sonrisa te cruza la cara y no puedes librarte de ella—. Tan pronto como empiecen a molestarte, llámame, ¿entiendes? Te convidaré con una gaseosa.
Te recuestas en tu litera-G y aprietas el botón.
—Puedo beber cerveza —dice él corno un hombre.
—Llegaremos a un acuerdo. Te pediré una gaseosa con cerveza. Escucha, criatura. No puedo prometerte nada, pero sé que están jugando con la idea de una tripulación de dos hombres para las naves estelares. ¿Te gustaría acompañarme, un viaje por lo menos? Por supuesto, tendrán que enseñarte muchas cosas en poco tiempo, y será realmente duro. Bueno, ¿qué dices?
¿Qué te parece? El chico no dice nada.
Pero se ríe.
Ahí viene Provost, el individuo más importante en Psicodinámica, y un joven MP. Ése es todo tu comité de bienvenida. Una muralla rodea el campo, y ninguna ventana mira a él. En otras ocasiones deben de haber sacado algunos objetos lamentables de estas naves.
Abren la escotilla desde fuera y tú inmediatamente te pones a toser como un condenado. Los ojos te dicen que el polvo se ha posado ya, pero tus pulmones no piensan lo mismo. Cuando acabas de restregarte los ojos ya tienes al MP adentro, sentado en la cubierta, con las piernas cruzadas.
—Hola, cadete —dice alegremente—. Tengo aquí una pistola paralizante, y si nos mira a mí o al coronel con malos ojos lo rociaré como con una manguera.
—No se preocupe por mí —le dices desde detrás de esa tonta sonrisa—. No pelearé con nadie, y me siento bien aquí. Buenos días, coronel.
—Cuidado con éste —dice el MP—. Se siente bien aquí. Está enfermo.
—Cállese, cabeza hueca —dice el coronel alegremente. Ha metido por la escotilla la cabeza gris y el torso de barril de modo que se está bastante apretado en la cabina—. Bueno, cadete, ¿cómo nos sentimos?
—Nos sentimos bien —dices.
El MP tuerce un poco la cabeza y te mira con ojos brillantes; piensa que te estás burlando del coronel, pero no, hablas en plural refiriéndote a ti y tu compañero.
—¿Nada especial entonces?
La respuesta es un sí como una casa, pero sería muy largo de contar. Está registrado, por otra parte. La PD no descuida un detalle. Además eso ocurrió antes, y terminó ahora, y te interesa sobre todo el futuro.
—Coronel, señor, quisiera hablar con usted ahora mismo. Acerca de mi compañero.
El coronel se inclina un poco más y le saca de un manotón la pistola al MP. Está frente al hombre, de modo que no puedes verle la cara.
—Fuera, cabeza de pájaro.
El MP desaparece. Te levantas tambaleándote del asiento-G y trepas por la escotilla. El coronel te sostiene tomándote de los brazos. Luego de un cierto tiempo en un sitio sin peso, las rodillas se te doblan al caminar. Tienes que endurecer las piernas, y tienes que concentrarte. Así que te concentras, pero eso no te impide hablar. Cuentas todo brevemente desde tu largo solo hasta que te viste obligado a conocer a tu compañero de viaje, y la lucha que sostuviste contigo mismo, y luego la impresión que el chico te causó... semanas y semanas, y aquí sientes que apenas has empezado.
—Ustedes pueden elegir, coronel —dices jadeando—. ¿Usan siempre una criatura ignorante? ¿Dónde las encuentran? ¿Obtienen siempre este buen resultado?
—Todas las naves nos proporcionan un comandante —dice el coronel.
—Bueno, magnífico, señor.
—No tenemos muchas naves —dice él, siempre en el mismo tono animado.
—Oh —dices. De pronto te detienes—. Espere, señor. ¿Y Scampi? Está aún encerrado en su cabina.
—Usted primero —dice el coronel. Entras en el laboratorio de PD—. Súbase ahí.
Miras el sillón con sus correas y electrodos y el casco de metal.
—En la Revolución Francesa usaban sillones como éste —bromeas. Te sientes realmente animado. Nunca te sentiste así. Te instalas en el sillón—. Escúcheme, señor. Quisiera que me metiesen en seguida en algún nuevo proyecto. Ese chico, le aseguro que vale. Es un hombre del espacio hasta la médula. Viene de un pueblo de aquí cerca, Masólo. Los cohetes le sacudían la cuna. Se pasó la infancia tendido de espaldas en el terrado mirando las naves estelares en órbita. Es...
—Habla usted mucho —dice el coronel suavemente—. Resuma, ¿quiere? Se entendió con su compañero. ¿Podría hacerlo también en una nave estelar? ¿Sí?
—¿Cree usted que podríamos intentarlo? ¿Realmente? ¿Puedo decírselo yo al chico, coronel?
—Cierre el pico y quédese quieto.
Es una orden. Te quedas quieto. El coronel te sujeta con las correas y conecta el sillón. Pone la mano en el interruptor.
—¿De dónde decía que era usted?
No se lo dices, pues el casco baja y te descubres sumergido en un acorde disonante de enorme amplitud. Si te hubiese permitido decirlo, sin embargo, no habrías podido hacerlo. Pero el coronel no te dio tiempo a que eso te sorprendiera. Te hundes en la oscuridad.
Las luces se encienden de nuevo. No sabes cuánto tiempo ha pasado, pero debe de haber sido bastante, pues la luz del sol que viene de afuera es de otro color, y se mete de un modo distinto a través de las persianas venecianas. En una mesa próxima hay una serie de latas con el número de tu caso pintado en cada una... las grabaciones de tu Largo Salto. Hay ahí algunas cosas que no te enorgullecen, pero no cambiarías un solo trozo de la historia por nada del mundo.
—Hola, coronel.
—¿De nuevo con nosotros? Bien. —El coronel mira una película ampliada y se vuelve hacia ti. Te la muestra. Es una fotografía del mamparo con un triángulo en el medio.— Un vibrador magnetoestrictor con un diamante como taladro, ¿eh? No está mal. Les tengo miedo realmente. Hubiera jurado que era imposible abrir un agujero en ese mamparo, y que no había nada en la nave con qué poder abrirlo. Parece que se sentía usted verdaderamente ansioso.
—Quería matarlo. Ya está usted enterado —dices alegremente.
—Casi lo consigue.
—Oh, por favor coronel, no hubiera llegado a eso.
—Vamos —dice el coronel, soltando las correas.
—¿Adonde, señor?
—A su lata del espacio. ¿No le gustaría mirarla desde fuera?
—No está permitido a los cadetes...
—Usted puede hacerlo —dice el viejo brevemente.
Así que sales al campo de aterrizaje. La lata sigue todavía ahí.
—¿Dónde está Scampi?
El coronel te mira de un modo raro y continúa caminando. Lo sigues hasta la lata.
—Aquí, al frente.
Das la vuelta a la proa y alzas los ojos. Tiene exactamente la forma que uno puede imaginar desde dentro, excepto que se parece un poco a la fotografía de una ballena que te está guiñando el ojo. ¿Guiñando el ojo? ¡Tuerta!
Te enfureces.
—Pero ¿metieron a ese chico en un compartimiento cerrado, sin siquiera una ventanilla?
El coronel te empuja. Dos veces.
—Siéntese. En la escotilla. Estos héroes que regresan cargados de manías... ¡Siéntese!
Te sientas en el borde de la escotilla abierta.
—A veces se caen redondos cuando se los digo —continúa ásperamente el coronel—. Bueno, ¿qué le preocupa?
—Encerrar a ese chico en una cabina oscu...
—No hay tal chico. No hay tal cabina oscura. No hay ventanilla en ese lado del casco porque dentro hay un tanque de hidracina.
—Pero yo... pero nosotros... él...
—¿De dónde viene usted?
—Masólo, pero qué relación...
—¿Cómo lo llamaban a usted su madre y todos los chicos cuando tenía usted diez años y sólo pensaba en el espacio?
—Scampi. Todos... ¿Scampi?
—Así es.
Te cubres la cara.
—Dios mío. Dios mío. Recuerdo ahora... reviví mi vida, pero mi vida empezaba en el autobús, cuando aprobé los exámenes. ¿Qué es esto? Por favor... ¿qué es esto?
—Bueno, si quiere una explicación técnica le diré que lo llaman la hipótesis de Dell. Fue formulada en la década del sesenta por un analista no profesional llamado Dudley Dell que editaba, recuerdo, una revista de historias de amor. Dell...
No puedes soportarlo.
—Por favor, coronel —dices.
—Muy bien, muy bien —dice él, tranquilizándote—. Bueno, hasta ese entonces los psicólogos, particularmente los analistas, se habían estado golpeando la cabeza contra la pared en ciertos casos, y golpeándole la cabeza al paciente al mismo tiempo. Eran casos donde la conducta infantil, o los impulsos infantiles, condicionaban obstaculizaban el ambiente adulto. Algunos de aquellos primitivos exprimidores de cabezas casi ponían el dedo en la llaga cuando intentaban que el paciente dejara ese cuadro infantil. Si el paciente tenía deseos de un niño de ocho años, el doctor decía: «Muy bien, dígalo, o hágalo, como si usted tuviera ocho años». Esto era...
—Señor, coronel, señor, ¿me va a decir por favor qué diablos me pasa a mí?
—Estoy haciéndolo —dice el coronel serenamente—. Esto era más que inútil en la mayoría de los casos, pues la idea de «como si» hacía que el paciente no creyera en ese activo niño interior... un niño de ocho años tratable, y combativo. Así que cuando la conducta se hacía aún más infantil, el doctor se tiraba de la barba, o el mentón, y decía: «Mmm, esquizofrenia», dándole un susto mayúsculo al paciente. Dell acabó con todo eso.
—Dell acabó con todo eso —repites, atormentado.
—Fue algo más simple, como E=MC2 o la manzana de Newton, pero, Señor, qué consecuencias.
—Señor —dices—, ¿qué consecuencias?
—Dell dirigió su terapia hacia el segmento infantil, tratándolo como un organismo consciente y vivo. El resultado fue excelente, y cambió la faz del psicoanálisis. Aquellos que actuaban de un modo infantil se comunicaron con el niño interior y lo dominaron. Ahora bien, en su caso... ¿No va a interrumpirme? Perfectamente. En su caso se recurrió a una extensión de la hipótesis de Dell. La suma total de su vida hasta que se presentó usted a los exámenes de ingreso en la Base fue detenida a los quince años. Alzamos una barrera hipnótica para que usted no tuviese acceso a la época anterior. Usted y todos los cadetes iniciaron aquí, literalmente, una nueva vida, sin nada que se refiriera al pasado. Todos los factores de su educación técnica remitían a esa misma educación. De ese modo obteníamos una mente despejada, que aprendía rápidamente. El cadete no echaba nunca de menos el pasado, pues una poderosa orden hipnótica le indicaba que no debía pensar en él.
«Cuando se intentó esto por vez primera, en la memoria de nuestros hombres no había otros hechos que los de su entrenamiento, y el progreso parecía indefinido. Bueno, no resultó. Nos encontramos con criaturas inhumanas, y enfermas. El condicionamiento de la infancia es demasiado importante para la totalidad del ser humano. No puede borrárselo de ese modo. Así que desarrollamos este nuevo sistema, el que le aplicamos a usted.
»Pero descubrimos algo peculiar. Aun los adultos sin entrenamiento previo, para quienes la vida no está dividida claramente en dos etapas —la anterior y la posterior al ingreso—, aun estos adultos soportan en mayor o menor grado esa lucha interna entre las
convicciones de la infancia y la madurez. Un ejemplo exagerado sería el de una creencia infantil implícita en Santa Claus y el conejo de Pascua que coexistiese con la negación adulta de esas leyendas. El niño (de acuerdo con Dell, y conmigo) existe siempre en uno, y lucha como un demonio por su supervivencia, con creencias y todo.
»La división entre usted y Scampi era extrema, como si hubiesen nacido en planetas diferentes. Para que fuesen un ser humano completo había que unirlos; pero antes usted y Scampi tenían que hacer las paces. Para Scampi no era difícil. Usted, aun injusto y cruel, era la imagen real y viva del héroe. Pero el camino que usted debía recorrer era bastante más duro. Sin embargo, en alguna parte, en su propio interior, descubrió usted un elemento de tolerancia y empatía, y lo utilizó como puente. Puedo decir—añadió el coronel con gravedad— que para negociar esta complicada unión se requiere un individuo particularmente dotado. No es usted un hombre común, cadete. De ningún modo.
—Scampi —murmuras. Te abres impulsivamente la camisa y te miras el pecho como si hubiese ahí algo escondido. Alzas los ojos—. Pero él... ¡me habló! No me diga que han inventado un transformador telepático con filtros de banda.
—Claro que no. Cuando alzamos la barrera entre usted y Scampi, se preparó a Scampi para que pudiese hablar subvocalmente, es decir, en el fondo de la garganta, y casi sin movimientos de labios. Le pusimos a usted quirúrgicamente un transmisor miniatura en la faringe. El botón del mamparo encendía el transmisor. Tenía que haber un botón, por supuesto. No podíamos permitir que los dos hablasen a la vez, como hace invariablemente la gente que se encuentra en un mismo recinto.
—No puedo admitirlo. No puedo. ¡Prácticamente vi al chico! Escuche, coronel, ¿pueden dejarme ese transmisor y tener el resto del aparato en mi nave estelar?
—¿Quién le dijo que le daremos una nave estelar? —gruñó el coronel.
—Bueno, pensé...
—Claro que le daremos la nave. —El coronel sonríe, aunque parece que la sonrisa le lastimara la cara.— ¿Quiere realmente que le dejemos el transmisor?
—Es un buen chico.
—Muy bien, cadete. Comandante. Puede retirarse.
El coronel se va. Te quedas mirándolo, y meneas la cabeza. Luego te metes en tu lata. Contemplas el mamparo y el botón y el dibujo en la plancha, y recuerdas que estuviste a punto de inundar tu cabina con la hidracina del tanque. Te estremeces.
—¡Eh! —llamas suavemente—. ¡Scampi!
Aprietas el botón. Oyes la onda de transmisión, y luego Scampi dice:
—Tengo sed.
Cortas la comunicación, bajas al departamento de recreo y entras en el bar.
—Una cerveza —dices—. Y échele una porción de helado de vainilla. Con dos pajitas.
—¿Está loco?—dice el hombre
—No —dices—. Oh, no.
Fin