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noviembre 17, 2014
DESI ARNAZ, actor y músico de ascendencia cubana, al verse en la televisión japonesa aparentemente hablando japonés, en una versión doblada del programa en que figuró al lado de Lucille Ball, cuenta que sintió "algo muy extraño". "Mi japonés parecía tan auténtico", dice, "que tuve que preguntar cómo habían logrado doblar mi mal inglés".
"—Fue muy fácil —me respondió el productor—. Sencillamente, buscamos un actor que hablara mal el japonés".
—H.M.G.
EL ANTROPÓLOGO inglés Louis Leakey atribuye su paciencia, que le hizo famoso, a la circunstancia de haberse criado con una tribu africana. Nacido en Kenia, hijo de misioneros británicos, Leakey se educó entre los niños kikuyos. Decía que aquella niñez le enseñó dos virtludes muy valiosas para un buscador de fósiles:
—La paciencia (en primerísimo lugar) y la observación. El arte de sobrevivir en África estriba en la reacción de cada uno a los más leves cambios imprevistos del mundo exterior: una hoja arrancada, la huella de una garra, el rumor de una mata que se mueve. Y la paciencia. Me parece estar oyendo a los kikuyos mayores advertir repetidas veces a los chicos: "Tengan paciencia, tengan cuidado, no hagan nada de prisa. Prueben una vez, y otra, y otra".
—M.T.K.
THOMAS Wolfe, cuando estaba escribiendo Of Time and the River, en 1933, solía fortificarse todas las mañanas con grandes cantidades de café y desahogarse con su mecanógrafa relatándole sus últimas dificultades con amigos o enemigos, con el editor o con el casero.
Cierta mañana el novelista le contó que había regresado a casa a las 4 de la madrugada y que, mientras buscaba la llave de la puerta, había oído sollozos desesperados. Entonces observó que estaba parado junto a la acera un carro de repartir leche; el cochero, apoyado contra el caballo, lloraba con un brazo echado al cuello del animal. Wolfe había sentido el impulso de decirle: "Amigo, ¿puedo servirle en algo ?" Pero le volvió la espalda y entró en casa.
Al preguntarle la mecanógrafa por qué no le había hablado, Wolfe se mostró consternado. "No lo sé", confesó con su característico impulso de declarar con precisión sus sentimientos. "Se me ocurrió que debía de ser algo muy personal entre el hombre y el caballo".
—A.T.
CUANDO el pianista Vladimir Horowitz ofrece un recital en la Ciudad de Nueva York, la gente hace cola para comprar las entradas desde un día antes de que se pongan en venta. Los de la cola conversan, traen recuerdos a colación, esperan que lleguen los periodistas a preguntarles por qué están allí.
Finalmente se aparece Horowitz con una gran jarra de café. La bebida caliente es para los admiradores del concertista y forma parte del ritual de la espera.
—J.C.
¿QUÉ HACE para pasar el tiempo Geoffrey Marr, comodoro jubilado de la compañía naviera Cunard Line, ex capitán del Queen Mary y último patrón del trasatlántico Queen Elizabeth? Pues se embarca en un carguero de plátanos. En efecto, a los 69 años está sirviendo de segundo maestre en el vapor de carga Manzanares. "Con eso me conservo joven", dice.
—M.J.
LOS PRESIDENTES de los Estados Unidos siempre han hecho regalos, como hábito normal, a sus amigos y huéspedes distinguidos. Pero entre ellos sólo Lyndon Johnson logró elevar el acto de regalar a la categoría de arte. Doris Kearns, en su libro Lyndon Johnson and Me American Dream, escribe:
Entre los gemelos de camisa, las fuentes y los pisacorbatas, que son lo usual en materia de regalos presidenciales, Johnson solía dar cepillos eléctricos de dientes, en los que iba grabado su escudo.
"Doy dichos presentes a mis amigos", explicó el Presidente a la Kearns, "pues así sé que de entonces en adelante, hasta el fin de sus días, pensarán primero en mí al levantarse por la mañana, y seré lo último en que piensen por la noche".
—H.R.
JAMÁS he aceptado lo que mucha gente bondadosamente me ha achacado: el que yo haya inspirado a la nación. Fueron el país y nuestra raza que vive en todo el mundo los que tuvieron el corazón de león. A mí sólo me tocó en suerte ser llamado para emitir su rugido.
—Winston Churchill, al cumplir 80 años.
EL PERIODISTA norteamericano Arthur Brisbane tenía costumbre de dictar sus editoriales. Todo lo deletreaba con esmero, sin dejar nada al criterio de su secretaria. Aun solía indicarle la puntuación, diciendo: "Punto" al final de una oración, o bien: "Comillas", etcétera.
No es fácil dejar un hábito así. Cierta vez, en la Universidad de Chicago, Brisbane dirigió la palabra al profesorado. Después de hablar algunos minutos, advirtió confusión en sus oyentes. Más tarde preguntó a uno de los profesores si no había gustado su discurso. "Sí, estuvo muy bien", le aseguró el otro; "sólo que usó usted demasiadas comas".
—E.E.E.