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noviembre 17, 2014
A pesar de los resueltos esfuerzos de España para recobrar este minúsculo territorio, que Inglaterra considera suyo, el Peñón insiste en elegir su futuro por sí mismo.
Por Dennis McEvoy.
TODOS los domingos, y a veces durante la semana, se representa un curioso drama a lo largo de la frontera que separa a España de Gibraltar, territorio que está en manos de los ingleses. Hombres y mujeres de todas edades, parientes consanguíneos o políticos, se reúnen allí y a gritos hablan entre sí detrás de altas cercas de alambre, una del lado británico y la otra del español; la primera a unos 50 metros de la línea divisoria. Algunos llevan prismáticos para ver mejor a sus seres queridos. Una mujer del lado de Gibraltar tal vez levante en brazos a un niño, y su marido, de pie junto a ella, quizá grite: "¡Oye, María, tienes un nieto!" Si el viento no se lleva las palabras, María se enterará de que ya es abuela de un varoncito.
El motivo de esta separación se remonta a casi tres siglos. En 1704 Gran Bretaña arrebató a España, por conquista, el mundialmente famoso Peñón, de seis kilómetros cuadrados. En tres ocasiones distintas España puso sitio a Gibraltar en desesperados intentos de recobrarlo. Las tres veces los ingleses se mantuvieron firmes. Después de eso, España pasó de la guerra armada a la guerra fría. En 1969, con el objeto de ejercer presión política, impuso el bloqueo total de Gibraltar cerrando la frontera. Hasta ahora, aunque más de 3000 gibraltareños tienen parientes cercanos en la vecina región española, el Peñón sigue sólidamente en manos de los británicos.
"Continuamos aquí", afirman los ingleses, "porque la población local así lo desea". En apoyo de esto los británicos citan el referéndum de 1967, en el cual sólo 44 gibraltareños votaron por la unión con España, mientras 12.138 se declararon por Gran Bretaña. Los españoles rechazan ese referéndum como "espurio", pues sostienen que nunca se informó detallada y anticipadamente a los gibraltareños de las concesiones que España les había ofrecido en el recinto de la ONU, y que eran: 1) bajo la bandera española, la población de Gibraltar podría escoger la nacionalidad española o la británica; 2) se respetarían las libertades de que goza; 3) podría conservar su gobierno local y su puerto libre; 4) tendría su propio sistema de tribunales y autonomía administrativa y financiera.
Hay en esta prolongada disputa muchos puntos legales de controversia oscurecidos por fuertes pasiones. Geográficamente, por lo menos, la pretensión de España es bastante clara. Gibraltar es, en efec to, una extensión del suelo español. Carlos Arias Navarro, ex primer ministro de España, dijo en nombre de sus compatriotas: "Gibraltar es una herida abierta en el corazón de todos los españoles, independientemente de sus ideologías políticas, desde hace casi 300 años". Otros españoles preguntan: "¿Cómo se sentirían los ingleses si la bandera francesa ondeara sobre Dover?"
El viajero que llega a Gibraltar por avión aterriza en el punto más disputado de todos: el angosto istmo de 1800 metros de longitud que conecta al Peñón con España. En el tratado de Utrecht, que formalizó la conquista británica, esa faja no se cedió a Inglaterra. Los británicos sencillamente se apoderaron de ella, metro por metro, en ocasiones en que, por un motivo u otro, la atención de España se hallaba ocupada en otra parte. Ahora sostienen los ingleses que están allí por prescripción, lo que en el lenguaje diplomático significa "por razón de larga e indisputada tenencia". Esto indigna a los españoles, para decirlo comedidamente.
A bordo de un avión que iba de Londres a Gibraltar, tuve recientemente oportunidad de ver un aspecto de esta situación. En Málaga, a unos 150 kilómetros de nuestro destino, enfilamos hacia el mar. A los aviones británicos no se les permite volar sobre territorio español más allá de ese punto. Al prepararse a aterrizar en el pequeñísimo aeródromo del istmo, nuestro piloto tuvo que hacer un viraje arriesgado y después tomar tierra en su primer intento. Pasarse de la pista significaría violar el espacio aéreo español, que está celosamente vigilado. "Es un verdadero milagro", me diría después el piloto, "que no hayamos tenido accidentes hasta ahora".
Al ardoroso rayo de sol mediterráneo contemplé un panorama espléndido del histórico Peñón, que se eleva a 420 metros. En su base, detrás de antiguas murallas fortificadas, se extienden la población (29.000 habitantes) y el puerto, donde anclan buques a la carga procedentes de todos los confines del mundo. Más allá del Peñón, claramente visibles del otro lado del estrecho de 25 kilómetros de anchura que conecta al Atlántico con el Mediterráneo, se alzaba la oscura y escarpada cordillera del Atlas, en el continente africano.
Bastan unos minutos para ir a pie desde el aeropuerto (microscópica versión del de Heathrow, en Londres) hasta la verja de la frontera británica. Era domingo cuando llegué: día en que las familias divididas suelen conversar de un lado a otro de "la tierra de nadie", entre las cercas española y británica, conocidas localmente como "el muro del ajo" en homenaje a este ingrediente indispensable de la cocina mediterránea.
"Tan cerca y, sin embargo, tan lejos", comentó un gibraltareño joven que estaba a mi lado. Y señalando hacia una mujer menuda, de edad madura, que se hallaba tras el alambrado español y con quien había tratado de hablar, añadió: "Es mi madre. La única forma de reunirnos es que tome yo el trasbordador de aquí a Marruecos, otro de Marruecos a Algeciras, del lado español, y de allí vaya en autobús a La Línea, que está detrás de esa cerca. Para ello se necesitan de cuatro a siete días, y el viaje redondo cuesta 35 libras esterlinas. ¡Es más rápido y más barato volar a Londres que cruzar esos 50 metros entre las dos cercas!" Como a los demás españoles, a la madre de mi interlocutor le prohíben que vaya a Gibraltar sin un permiso especial del gobierno español.
¿Quiénes son los gibraltareños? ¿ Cómo soportan el "sitio"? Llegaron de todos los rincones de Europa, Asia, África y el Oriente Medio. La mayoría son de ascendencia genovesa o maltesa, muy mezclados con españoles e ingleses y, en menor grado, con portugueses. Más del 90 por ciento son católicos. Los antepasados de la mayor parte de ellos fueron a Gibraltar llevados por los ingleses en la época de Napoleón, y ese es uno de los motivos de que el gobierno de Madrid califique de artificial a la población.
Los gibraltareños protestan por esa descripción. "¿Población artificial?" pregunta indignado James Bossino, gerente del Hotel Rock (Peñón), uno de los lugares más conocidos de la colonia. "¿Acaso le parezco artificial? ¡Hemos sido gibraltareños más tiempo del que la mayoría de los norteamericanos llevan siendo norteamericanos!"
Es indudable que el bloqueo ha perjudicado a Gibraltar. A lo largo de su Calle Real, de 1500 metros de longitud y, para su tamaño, uno de los distritos comerciales más animados de cualquier parte del mundo, están en venta toda clase de artículos imaginables: cámaras y aparatos electrónicos japoneses, telas inglesas de lana, perfumes franceses, relojes suizos. En un día favorable, más de 2000 españoles y turistas solían recorrer la Calle Real en busca de tabaco y licores, que están francos de impuesto, así como artículos de lujo imposibles de obtener en España. El primer año de restricciones las ventas descendieron en un 40 por ciento.
Fue especialmente perjudicial el retiro de los trabajadores españoles. Antes de 1969 acudían diariamente 5000 de ellos a Gibraltar desde poblaciones vecinas. Cuando se cerró el portalón español, Gibraltar perdió la mitad de sus obreros. Una sola panadería siguió abierta; el Departamento de Obras Públicas quedó con un enladrillador y un albañil; los principales hoteles se encontraron sin camareros, doncellas y otros servidores; los arsenales casi se paralizaron; los servicios públicos se vieron gravemente afectados.
Una vez que se recuperaron del choque inicial, los gibraltareños de todas las clases sociales se unieron para enfrentarse a aquel reto, asumiendo la tradicional firmeza británica ante la adversidad. Las tribulaciones unieron a la población más que nunca. Las amas de casa, que jamás habían soñado siquiera en trabajar fuera de su hogar, acometieron dos y hasta tres tareas, incluidas las manuales. Entre tanto los diplomáticos ingleses y los comerciantes gibraltareños hicieron arreglos con el Ministerio del Trabajo marroquí para importar aproximadamente 3000 trabajadores de Marruecos, entre ellos algunos graduados de la escuela gubernamental de proveedores de viandas y de hoteleros. A otros empleados contratados por el gobierno se les adiestró sobre la marcha.
Otro problema ha sido mantener al Peñón provisto de víveres. Nada se da en Gibraltar, salvo flores, árboles y arbustos. Nada se produce o se transforma, con excepción de carne de una pequeña empacadora nueva que importa sus reses de Etiopía. Casi todas las verduras frescas y la carne llegan ahora de Marruecos. Los lujos, como el jerez, que se recibía de la población española de ese nombre, situada a sólo dos horas de automóvil desde la frontera, llegan ahora en barcos procedentes de Hamburgo. El turrón, dulce español de almendra que tiene demanda especial en la época de Navidad, se recibe de Holanda. Todo esto haría reír a los gibraltareños, acostumbrados desde la niñez a la comida y a la bebida españolas, si no les afectaran los elevados precios actuales.
No obstante las privaciones, los habitantes del Peñón se han adaptado bastante bien a la situación. "Nadie ha quebrado", explica Abraham Serfaty, ministro de turismo, comercio y desarrollo económico. "En vez de atender al turismo, nos ocupamos ahora del mercado interno. Por supuesto, no nos va tan bien como antes, pero nos sostenemos". Siguen llegando turistas, aunque en menor número: únicamente 140.000 en 1975, en comparación con unos 700.000 en 1965. Actualmente los gastos británicos para la defensa consumen cerca del 60 por ciento de los ingresos de Gibraltar. El Peñón cuesta a los contribuyentes ingleses, directa o indirectamente, unos siete millones de libras esterlinas al año.
¿Cómo consideran su futuro los gibraltareños? En su mayor parte están de acuerdo con el parecer del ministro principal, sir Joshua Hassan: "La mayoría de la población quisiera que se llegue a un arreglo con España. No sabe qué clase de arreglo desea, pero sí sabe bien lo que no quiere: que Gibraltar vuelva a España. No imaginan cómo podría España garantizar a 20.000 gibraltareños derechos que el Estado español no puede asegurar a 34 millones de ciudadanos".
Entre tanto, y no obstante marcados signos de claustrofobia, los gibraltareños siguen adelante. Tienen su propia orquesta sinfónica, 20 conjuntos musicales más, buen número de asociaciones deportivas, además de cinematógrafos, bares y restaurantes. Lleva las riendas del gobierno local, como si nada hubiese ocurrido, la Cámara de Asambleas de Gibraltar, con 15 miembros elegidos, de los cuales ocho son del gobierno y siete de la oposición. Sir John Grandy, gobernador nombrado por Inglaterra, hombre excepcionalmente apuesto, de 63 años de edad, está facultado para vetar lo que la Asamblea acuerde (salvo lo concerniente a ciertos asuntos de carácter interno), pero esto ocurre muy rara vez.
La autoridad de sir John es mucha, pues Gibraltar continúa siendo antes que nada una plaza de armas, aunque la actual fuerza militar británica acantonada allí consiste únicamente en un batallón de los Reales Casacas Verdes (regimiento del Ejército británico), unos cuantos barcos de guerra y un puñado de aviones de patrulla de la Real Fuerza Aérea. Esa guarnición se podría aumentar considerablemente en cualquier momento. Y aunque la pista del aeropuerto es relativamente corta y no serviría para el aterrizaje de aviones militares gigantes, es útil como base contra submarinos. Fue especialmente valiosa durante la segunda guerra mundial, cuando la gran concentración de aviones reunida allí permitió la invasión del noroeste de África. Naturalmente, en una guerra nuclear cambiaría el panorama. Casi todos los peritos militares convienen en que los rusos, con sus armas nucleares, podrían anular a Gibraltar como base en cuestión de minutos. Si el Peñón volviese a España, dicen los españoles que permitirían a los ingleses conservar en arrendamiento sus instalaciones militares, como es el caso de las actuales bases norteamericanas en territorio español.
Esas pequeñas muestras de espíritu conciliatorio son gratas a los gibraltareños, quienes siguen sintiendo en general buena voluntad hacia España, no obstante sus problemas. Si el nuevo Rey español, Juan Carlos I, demuestra que está por una forma de gobierno verdaderamente representativa y por estatuir un régimen de derechos civiles que el gobierno no pueda violar, algunos observadores neutrales creen que ni Gran Bretaña ni Gibraltar podrían defender la existencia en el suelo de España de lo que llaman los españoles "la última colonia en Europa". Entonces quizá se desplomara finalmente el muro del ajo.