Publicado en
noviembre 17, 2014
Entrevista con la doctora Elisabeth Kübler-Ross.
La idea de morir asusta a la mayoría de nosotros. Tratamos a los pacientes desahuciados como si tuvieran una enfermedad social. Los encerramos en un hospital; susurramos a sus espaldas y encargamos a médicos y enfermeras que cuiden de ellos durante sus últimas horas. Los privamos de todas las satisfacciones que en otros días embellecieron su vida: los hijos, los amigos, la música, la buena mesa, el hogar.
Hace diez años la doctora Elisabeth Kübler-Ross comenzó a entrevistar enfermos que pasaban sus últimos días en el Hospital Billings, de la Universidad de Chicago. Muchos profesionales (médicos, enfermeras, clérigos) se escandalizaron, como también los familiares de los pacientes; en cambio estos mismos se mostraron complacidos por la ocasión que se les daba de expresarse y compartir sus sentimientos. Se les liberó, en efecto, de la conspiración de silencio que los rodeaba.
Desde 1969, cuando apareció el libro "On Death and Dying", en que informaba de los resultados de aquella labor, la doctora Kübler-Ross ha dado conferencias y ha dirigido seminarios acerca de la asistencia que ha de prestarse a los moribundos. En las dos entrevistas que resumimos a continuación, la doctora examina algunas ideas que cosechó en el desempeño de su innovadora actividad.
Pregunta. Doctora Kübler-Ross, ¿por qué debemos superar el tabú que nos veda pensar en la muerte y hablar de ella?
Respuesta. Porque no viviremos cumplidamente mientras no arrostremos la verdad de que somos finitos y es inevitable la muerte. La vida se enriquece al comprender que somos como copos de nieve: cada uno de nosotros es absolutamente hermoso y singular. Y estamos aquí un tiempo muy breve.
P. Eso suena a paradoja. Aceptemos la muerte para vivir plenamente. Y la labor de usted parece estar más relacionada con el arte de vivir que con el proceso de morir.
R. Así es precisamente. Cuando trabajaba con los ciegos comprendí las etapas que pasan los enfermos desahuciados. Descubrí que las personas, al perder la vista, atraviesan primero por una época de negación, con una exagerada sensación de aislamiento. Después viene la indignación. Más tarde el afán de regatear con el destino. Posteriormente la depresión. Y por fin la aceptación. Cualquiera que sufra una pérdida radical pasa por alguna de estas fases, o por todas ellas. Para vivir con plenitud tenemos que sufrir alguna pérdida, hemos de padecer, y luego librarnos del lastre del pasado.
P. Ciertas personas atacadas de alguna enfermedad terminal dicen haber vivido más intensamente que nunca una vez que aceptaron la inminencia de su muerte. ¿Es común sentir eso?
R. Sí. Cuando la gente ve cara a cara la propia muerte, toca, mira, siente mucho más. Y aprende a vivir el presente. Por desgracia, eso a veces trae problemas, sobre todo a las mujeres. Muchas de mis pacientes adquirieron tal conciencia de la vida, del contacto sensible, del existir, que ansiaban acercarse más a sus seres queridos. Pero a menudo los familiares (sobre todo los esposos) no supieron responder a su anhelo de intimidad. Muchos maridos abandonan el dormitorio al enterarse de que la esposa está desahuciada, como si temieran contagiarse de cáncer si la tocan o la aman. Los médicos y las enfermeras pueden sentarse a hacer compañía al que va a morir, pero no sustituyen al marido ni a la esposa.
P. ¿Hacemos algo más que complique la muerte al paciente?
R. Hay dos principales obstáculos. El primero son los médicos, que han estudiado para prolongar la vida y muchas veces se empeñan en lograrlo a cualquier costo, aunque sus enfermos hayan aceptado la muerte y estén dispuestos a recibirla. El otro problema son los cónyuges. Si un hombre ha sacado el valor necesario para resignarse a morir muy pronto, pero tiene una esposa que no cesa de implorarle: "No me dejes, que no puedo vivir sin ti", ese hombre no podrá morir en paz. Frecuentemente mi labor consiste en persuadir a médicos y cónyuges para que no se empeñen en mantener al enfermo con vida, pues se sentiría culpable de "morírseles".
P. ¿Se distinguen los hombres de las mujeres en su actitud ante la muerte?
R. A la mujer que es madre de niños pequeños, el morir le resulta difícil hasta un grado terrible. En general, sin embargo, hay tantos estilos de morir como de vivir. No creo que todos deban proponerse expirar en paz y con espíritu ecuánime. Algunas personas han sido gente esforzada toda la vida, y, cuando llegan al fin, mueren luchando. No hay que tener prejuicios; dejemos a cada uno morir como quiera y de acuerdo con su personalidad.
P. En la muerte, ¿qué temen más los humanos?
R. Algunos, el dolor. Pero eso ya no es factor importante, pues con los medicamentos actuales podemos mantener al enfermo desahuciado virtualmente libre de dolores y con la mente alerta hasta el momento de morir. Creo que los problemas más graves son el aislamiento y la soledad. De ahí que a las personas de verdadera fe el trance les sea más fácil. Su religión les da la certeza de no estar nunca solos y abandonados en el universo.
P. ¿Será preciso que volvamos a los viejos tiempos en que se recibía a la muerte en casa, donde los seres queridos atendían al agonizante?
R. El fin que me propongo es que pueda morir en su casa todo el que así lo desee. Las enfermeras y los médicos que visitan al paciente en la etapa final deberían enseñar a su familia la forma de velar por él. Para el que necesita cuidados de que los suyos no pueden rodearlo, ya se están abriendo hospitales especializados exclusivamente en la asistencia a los moribundos. En ellos se da máxima importancia al alivio del dolor, a la libertad de recibir visitantes, al total cuidado y a la solicitud prodigados al enfermo, así como brindarle ayuda hasta que le llegue la muerte.
P. ¿Qué consejo da usted a la familia del que va a morir?
R. Lo más importante es que no se juegue con su estado. La falta de sinceridad y el evadir la realidad sólo sirven para agravar la culpa y la aflicción, así como los puntos pendientes que es necesario resolver para que una persona pueda expirar con dignidad. Los pacientes desahuciados se percatan bien de que no mejoran, y esta regla es aplicable incluso a los niños de cuatro años. Muchas veces saben mejor que los profesionales de la medicina cuándo se van a morir. Y tienen necesidad imperiosa de que algún ser humano los escuche.
P. ¿Cómo debemos hablar a un moribundo?
R. Primero están algunas cosas que es preciso evitar. Debemos abstenernos de fingir jovialidad y optimismo, y de charlar con ligereza. Reconozcamos nuestra agitación, nuestra impotencia y temor. Podríamos decir algo así: "Quisiera ayudarte, pero no se qué hacer". Lo más importante, sin embargo, es escuchar al enfermo; mostrarnos sensibles al momento en que el agonizante quiera hablarnos de lo que le pasa. Démosle la oportunidad de explayarse; digámosle, por ejemplo: "¡Caramba, papá! ¡Qué difícil debe ser este momento para ti! ¿No me quieres decir lo que sientes?" Otras veces lo mejor es sentarse a su lado y tomarle la mano.
P. ¿Trata usted a los niños moribundos de otro modo que a los adultos?
R. En general, los niños que están agonizando saben cuál es su estado. En cierta ocasión conocí una chiquilla de ocho años que había sido hospitalizada; su madre permanecía a la cabecera, pero nunca le hablaba de su enfermedad. Por la noche la niña quedaba sola en la habitación, en una tienda de oxígeno. Y una de esas noches preguntó a la enfermera qué ocurriría si estallara un incendio: se refirió así, simbólicamente, a la fuerza catastrófica de la muerte. La enfermera llamó a la supervisora, quien comprendió el deseo de desahogarse de la chiquilla. Abrió la tienda, abrazó a la pequeña y le preguntó:
—¿Estarás mejor así?
La niña empezó a llorar y dijo:
—Ya sé que me voy a morir pronto, y tengo que hablar con alguien de lo que me pasa.
Y permanecieron juntas, y ventilaron todo lo que la enfermita guardaba reprimido en su pecho. Al cabo de un rato añadió con un suspiro :
—¡Si hablara así con mamá!
P. ¿Desde qué edad convendría empezar a preparar a la gente para la muerte?
R. Desde la infancia. La muerte de un animal casero puede ser un buen principio. Conviene enterrarlo con un ritual. No lo escondamos en el cubo de la basura ni vayamos luego a la tienda de animales a comprar otro. Es importante que los niños adquieran experiencia del pesar y la pérdida.
P. ¿Cree usted en una vida en el más allá?*
R. Siempre me ha parecido que ocurre algo significativo en un minuto, poco más o menos, después de la muerte "clínica". La mayoría de mis pacientes quedaron con una admirable expresión de paz en el rostro, incluso los que habían sostenido una lucha terrible antes de expirar.
P. ¿Cuál fue la primera prueba positiva que tuvo de ello?
R. Hace unos siete años, una enferma que había sido declarada muerta, a pesar de los heroicos esfuerzos de resucitación a que la sometieron en el último momento, revivió espontáneamente tres horas y media después. Me contó lo que había sentido: flotó fuera de su cuerpo tangible y vio cómo trataban de resucitarla. Describió detenidamente los pormenores del equipo médico que intervino: quiénes lo formaron; cuál de los médicos quería desistir y cuál otro deseaba continuar el esfuerzo; quién contó un chiste para aliviar la tensión nerviosa. Todo eso me dio mi primer indicio. A partir de entonces he investigado varios casos evidentes, registrados en todo el mundo, de gente religiosa o sin religión. Una de esas personas estuvo "muerta" doce horas y media. Y todas tuvieron una impresión idéntica en lo esencial.
P. ¿Cómo describió esa gente la experiencia de morir?
R. Se despojaron virtualmente de su cuerpo, como la mariposa de la crisálida. Describían una sensación de paz, sin dolor, sin angustia. Y se mostraron perfectos, absolutamente íntegros. Un joven que había perdido una pierna en un accidente de automóvil permaneció "flotando" sobre el lugar del choque y observó las labores de auxilio. Tan contentas se sentían esas personas, que les molestaban (a veces amargamente) los esfuerzos que se hacían para volverlas a la vida, pues no querían tornar a una existencia terrible: el cuerpo devorado por el cáncer o las extremidades amputadas. Ninguna de ellas temía morir otra vez.
P. Su conclusión de que hay una vida más allá de la tumba, ¿le ha cambiado de modo de ser?
R. Si se tratase de perder mi casa y todas mis pertenencias, no me preocuparía en absoluto. Mi trabajo con los moribundos me ha hecho comprender que el contemplar una puesta de Sol o una pollada de faisanes en el prado es algo infinitamente más importante. Empieza uno a reflexionar sobre las circunstancias de la propia vida cuando ha escuchado a los agonizantes lamentarse: "Si yo hubiera llegado a conocer a mis hijos..." "Si tan siquiera..."
*Esta parte del artículo se ha tomado de la revista People.
CONDENSADO DE "FAMILY CIRCLE" (SEPTIEMBRE DE 1975). © 1975 POR THE FAMILY CIRCLE. INC., 488 MADISON AVE., NUEVA YORK. N.Y. 10022. "PEOPLE" (24-XI-1975). © 1975 POR TIME INC., TIME & LIFE BLDG., ROCHEFELLER CENTER. NUEVA YORK. N.T. 10020.