Publicado en
octubre 19, 2014
Los padres que presionan demasiado a sus hijos para que conquisten el mundo, en realidad los están lanzando a una vertiginosa carrera que pudiera serles fatal.
Por Isabel Rodríguez Walling.
Hace unos días mi amiga Gloria y su esposo Chriss celebraron sus bodas de plata. Sus hijos les dieron una fiesta bellísima y allí nos reunimos sus amigos más íntimos con toda su familia: padres, hijos y hasta nietos, dos bebés divinos. La escena era maravillosa: una linda casa, un jardín amplio lleno de árboles, flores, champán, vinos, un menú exquisito... pero lo más bello era aquella unión familiar, el cariño, la confianza entre padres e hijos. Algo que, desgraciadamente, no se encuentra con frecuencia. Parecía el final feliz de una de esas historietas que nos hacían cuando niños, con moraleja y todo. Sólo noté que faltaba una prima de la festejada, que siempre había estado muy unida a ella. "¿Por qué no vino Carmita?", pregunté. "Estaba indispuesta", me dijeron. Pero más tarde, cuando todos los invitados se habían ido —mi amiga vive en otra ciudad y me invitó a quedarme en su casa esa noche—, Gloria me contó lo que realmente había sucedido. Un hijo de Carmen era adicto a las drogas y ella tenía ante sí un problema que había de resolver antes que fuera demasiado tarde.
Aunque sabemos que la droga es una plaga que está cundiendo por todas partes y en todo el mundo, y solemos lamentarlo e interesarnos en que se combata, cuando nos toca de cerca es cuando realmente nos damos cuenta del horror que representa. Cómo está aniquilando a la juventud, y cómo llega hasta los hogares que parecen mejor organizados. ¿Sería posible que un hijo de Carmen fuera un adicto? Porque tengo que explicar que Carmen es una mujer excepcional. Activa, entusiasta, trabajadora, cariñosa y sumamente simpática. Casada con un hombre bueno, pero demasiado pasivo, ella había tomado las riendas del negocio familiar, una compañía de importación, y la había levantado. Había trabajado día y noche, sin desatender su casa y sus hijos. Hoy vivían cómodamente en un barrio residencial, estaban bien relacionados, los niños se habían educado en los mejores colegios, no habían recibido más que cariño y buen ejemplo en su casa... ¿Qué podría haber fallado?
Gloria parecía tener la respuesta.
"Carmita es una mujer muy dominante", me dijo. "Magnífica persona. Luchadora como nadie. Adora a su familia —tú ya sabes cuanto nos queremos—, pero quiso encumbrar demasiado a sus hijos, obligarlos a ser grandes, a ocupar los primeros lugares. Sudando sangre, les ha pagado un colegio de millonarios, pensando que así tendrían mejores maestros y adquirirían buenas amistades. Les ha exigido, los ha empujado demasiado, y los muchachos se han resentido. Aunque la posición económica de ellos es buena, no está a la altura de la mayoría de sus compañeros. No pueden tener los mismos modelos de carros, ni pasar sus vacaciones esquiando en Gstaad o nadando en Cape Cod o Palm Beach, ni comprarse exclusivamente ropa de diseñadores. Se sienten fuera de ambiente, extraños. Tampoco son grandes estudiantes. Yo creo que Carmen tanto les ha repetido que tienen que sobresalir, que ser los primeros, que para eso ella se ha sacrificado, etc., etc., que los chicos han llegado a odiar la riqueza y el saber y los puestos elevados, y en vez de subir han bajado. Quizás las drogas le han dado a Frank la popularidad y estima entre su grupo que no pudo obtener de otra manera... O fue un modo de escapar a la presión a que estaba sometido."
"¿Y Alberto, el otro hijo?", pregunté.
"Alberto (el más pequeño) no usa drogas —al menos todavía—, pero no quiere seguir estudiando ni trabajar en el negocio de la familia y prefiere ganarse unos pesos fregando carros. ¿Te imaginas? En el oficio más humilde que ha encontrado, como si lo hiciera a propósito para humillar a la madre. Esta es la única pena que he tenido en el día de hoy. En medio de la alegría que me han proporcionado todos ustedes, de lo halagada que me he sentido, y lo feliz de ver a mis hijos realizados, no he podido menos de pensar en Carmen y todo lo que está sufriendo. Su castillo se le ha venido abajo, pobrecita. Ojalá pueda levantarlo."
"Lo hará", afirmé, más con idea de animar a Gloria que estaba realmente preocupada que por propia convicción. "Ella es valiente, decidida y hará lo que sea preciso, incluso rectificar."
"Ha conseguido que Frank acuda a un sicólogo, pero yo creo que Carmen también lo necesita", prosiguió Gloria. "Muchas veces hemos discutido acerca de la educación de nuestros hijos. En realidad, mi marido como arquitecto gana tanto o más que ellos en su comercio, pero hemos llevado siempre un tren de vida más moderado, y no hemos presionado tanto a los muchachos. Los hemos mantenido en un ambiente sano, culto, sin tantas pretensiones. Los estimulamos, pero dejamos algo a su propia iniciativa. Y los resultados han sido mejores. Sin embargo, ella creía que estaba en lo cierto y yo no soy sicóloga ni tenía razonamientos para convencerla (aunque creo que tampoco me hubiera hecho caso). En realidad nosotros actuábamos por instinto, o quizás por sentido común, y la suerte nos ha acompañado."
"¿Y el padre del niño qué dice?"
"Ese es otro problema. Hace algún tiempo que las relaciones entre Carmen y su marido Francisco no andan muy bien. Ella se queja de que él no la ayuda. Él, tú sabes como es, no le responde, pero hace lo que quiere y cada día está más alejado de ella. Los niños, en cambio, se llevan bien con su padre... No me extrañaría que cualquier día me digan que se divorcian."
El precio de la gloria. Carmen olvidó algunos valores fundamentales por darle prioridad a otros que la deslumbraron. La vida es una empinada montaña por la que no podemos lanzarnos en una desenfrenada carrera, porque podemos resbalar y rodar muy abajo. Hay que ir paso a paso por el sendero más firme. Sobre todo si llevamos niños. Mostrarles la roca sólida donde puedan asentar bien los pies. Luego, cuando sean fuertes y conozcan los vericuetos del camino, podrán —si quieren— continuar hasta la cima.
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, JUNIO 13 DE 1989