¡MALDITA SEA, ESTÁN ACABANDO CON LAS MALAS PALABRAS!
Publicado en
octubre 12, 2014
Correspondiente a la edición de Noviembre de 1990
Por Daniel Samper Pizano.
Todos lo vimos. En el preámbulo del partido final de la última copa del mundo, el público presente en el estadio de Roma silbó sin descanso el himno nacional argentino. La cámara de televisión mostró entonces el rostro de Diego Armando Maradona, y no era preciso ser profesor de sordos para leer lo que sus labios decían sobre las mamás, mamáes o mamases de los señores hinchas alemanes e italianos.
Era la segunda vez que la televisión enfocaba de tan detallada manera un silencioso comentario de Maradona. Ocho años atrás, cuando fue expulsado en un partido del mundial de España, dijo claritico con los labios lo que opinaba del señor árbitro. Sólo que en este caso, en la expresión que pronunció Maradona, el distinguido juez no era hijo de una, sino de mil de esas controvertidas señoritas.
La televisión, que suele llegar más allá de lo que muchos piensan, se esmeró en repetir varias veces la imagen de Maradona pronunciando un dipterio que no tenían por qué entender quienes no hablan español, pero que resultaba diáfano para los hispanoparlantes. Una y otra vez, las palabras de Maradona fueron comidilla en las reuniones del día siguiente.
Pero lo interesante no es sólo que un jugador se dejara venir con semejantes términos, a sabiendas de que las cámaras de televisión persiguen de manera constante su figura. Sino que fueran pocos —tal vez una monja de clausura allí o un niño menor de dos años allá— los que no entendieron o imaginaron aquello que leían en los labios del futbolista mejor pagado del mundo.
La formidable difusión de los madrazos de Maradona es una prueba más del auge de las malas palabras. En unos países las llaman tacos; en otros, palabras malsonantes; en términos generales, groserías o malas palabras; en épocas viejas se les conoció como juramentos; los gringos las designan como palabras de cuatro letras; los colombianos las bautizaron con una deliciosa expresión cuyo uso lamentablemente ha decaído: ajos.
LA DÉCADA DE LA OBSCENIDAD
Llámense como quieran llamarse, lo que es cierto es que quizás nunca antes como ahora el lenguaje procaz se ha paseado al aire libre por reuniones y medios de comunicación. No hace mucho la revista Time dedicaba una escandalizada sección al apogeo del taco y mostraba su temor de que el decenio de los noventa pueda convertirse en "La década de la obscenidad". Buena parte de la responsabilidad por el reinado de las malas palabras recae, según Time, en las culturas "pop" y "rock". Los grupos y cantantes de rock, ese nuevo paradigma juvenil, profesan un culto a la trasgresión y han encontrado que una de las más ofensivas es la del lenguaje. Al lado de ciertas canciones de rock, los comentarios de Maradona podría haberlos firmado Santa Teresita del Niño Jesús. También en español se refleja esta tendencia, aunque, si se compara con las letras de rock en inglés, hay que aceptar que en forma moderada y con frecuencia divertida: "Pilar no tiene bicicleta pero tiene un par de tetas", etc...
La lexicografía española no es exhaustiva pero sí relativamente copiosa en materia del lenguaje obsceno y sexual. Los lingüistas modernos han sabido entender, como dice el venezolano Angel Roosenblat, que "Desde el punto de vista filológico no hay malas palabras". Y, como él mismo agrega, "Toda palabra, cualquiera que sea la esfera de la vida material o espiritual a que pertenezca, tiene dignidad e interés histórico y humano". Si no fuera así, Camilo José Cela jamás habría podido escribir el que constituye, quizás su mejor libro: aquel Diccionario secreto en que recoge un nutrido manojo de ajos con cariño y comprensión que sólo él habría podido proporcionarles.
Hay, por supuesto, varios estudios interesantes. No se trata aquí de intentar un aburridísimo ensayo bibliográfico, sino de señalar cómo las malas palabras han adquirido en los últimos lustros un importante lugar tanto en el lenguaje de uso cotidiano como en los estudios sobre lenguaje. En el Léxico sexual ecuatoriano y latinoamericano, del cual es autor Hernán Rodríguez Castelo, cualquier lector andino puede descubrir que las palabras "conejo", "copetón", "toche", "caña" y "bejuco" son sinónimas cuando se refieren a algo que los venezolanos llaman "pispirincito" y los uruguayos "rata". Pero lo sorprendente no es eso, sino saber que ciertas expresiones curiosas para designar lo mismo, como "yuca" o "sable", desbordan las fronteras y se esparcen por casi toda la América Latina.
En los prolegómenos al libro de marras, Rodríguez trae cuatro introducciones que va graduando y denominando en relación con la seriedad de cada una. La primera —"No muy seria, pero grave"— es, por supuesto, mucho más interesante para el lector corriente que la tercera —"Un tanto técnica"— y en ella observa que el área de las malas palabras "es en Latinoamérica cada vez más rica y más de uso diario". Pero no sólo de uso diario en cuarteles o convenciones de taxistas, sino también en tés de señoras, academias de mecanografía y asambleas de padres de familia. Tal aceptación encuentran hoy términos vetados ayer, que se han convertido en vocabulario habitual en los medios de comunicación social.
Tanto es así, que existe desde 1967 un libro indispensable para corresponsales de prensa, radio y televisión en países de habla hispana donde se registran centenares de expresiones que, siendo neutras en Costa Rica —por poner un ejemplo—, son de pésimo gusto en Chile, o que siendo en España de devastadora crudeza, en Guatemala o Paraguay resultan inocentes como una novicia. Allí aprende uno que en Puerto Rico no puede contar que los bogotanos tomaban chicha con mogolla negra o referir en Nicaragua que en Ecuador las excursionistas marchan con el morral a la espalda.
LAS FRANCESAS DE CEPEDA
Lo más maravilloso del lenguaje es que es un ser vivo que cambia con las costumbres de la época y ayuda, a su vez, a cambiarlas o consolidarlas. Hace 15 años en el diario colombiano El Tiempo estaba drásticamente prohibido el uso de ajos. Recuerdo que en 1971 el escritor caribe Alvaro Cepeda Samudio envió al suplemento literario de El Tiempo uno de sus primeros Cuentos de Juana, que habrían de publicarse cuando agonizaba ya en un hospital en Nueva York. Este cuento mencionaba en un momento dado a las "putas francesas" que llegaban a Puerto Colombia. Pues bien: el director de lecturas dominicales, tuvo que pasar por el ingrato trance de llamar a Cepeda y pedirle que modificara esta frase porque "podría darle apoplejía" al propietario del periódico. Cepeda, que conocía las peligrosas consecuencias de la apoplejía, soltó una de sus típicas carcajadas y le dijo al preocupado editor:
—Está bien, no te preocupes. Quita lo de francesas que el lector se imagine la nacionalidad de las putas...
Naturalmente, el cuento de Juana apareció con una alusión a "las francesas" que evitó el ataque de apoplejía al ex presidente Eduardo Santos, venerable propietario del periódico, pero debió producírselo al Embajador de Francia.
Ahora, empujado por las mores de la época y un nuevo concepto de lo que son las palabras buenas y las palabras malas, El Tiempo y buena parte de los diarios latinoamericanos emplean en sus informaciones vocablos y recogen en sus titulares verbos que hace 15 años habrían producido un ataque de apoplejía a la mitad de sus lectores.
La augusta presencia de las groserías no sólo ha avivado los sesos de muchos académicos de la lengua: también el de los sicoanalistas. Uno de ellos, el hispano-argentino Ariel Arango, publicó el año pasado un libro que se titula Las malas palabras. En él estudia el origen profundo de los vocablos obscenos y dice acerca del poder de comunicación de las malas palabras, algo que los legos ya presentíamos: "Quien relata su vida sexual con términos propios de un libro de anatomía o fisiología no hace una historia sino un resumen".
Por la misma razón, o por razón parecida, puede llegar a ser mucho más desagradable un término científico que una cariñosa expresión vulgar. Si el personaje de García Márquez no hubiera escrito en la barriga de su amante "esta cuca es mía" sino "esta vulva es mía", la frase verdaderamente soez habría sido esta última, la del término científico, y no la primera, encantadora y digna de figurar en un cuento de hadas.
EL PODER DEL AJO
Arango revela otras cosas. Cuenta que Sigmund Freud, que es lo primero que se le viene a un sicoanalista a la cabeza cuando le mientan la palabra sexo (los demás mortales nos imaginamos a Sonia Braga), era un viejo pacato y puritano, que "siempre hizo gala de un lenguaje casto y puro". Este científico, que descendió hasta los más oscuros abismos del sexo y los iluminó con sus teorías, llegó a prohibir a su esposa, de manera terminante, que siguiera saludando a una vieja amiga que, como decía Marta de Freud con delicadeza, "se había casado antes de la boda". Pero, en fin, lo interesante es que Arango hace una defensa brava de las malas palabras y dice que éstas tienen una "especial virtud terapéutica".
Seria una tontería decir que este último tramo del siglo XX con el nuevo aroma de liberalidad que lo invade en algunas áreas, descubrió las malas palabras. Si alguien quiere recorrer el expandido y delicioso universo del léxico procaz no tiene más que leer a don Francisco de Quevedo, quien ya lo había dominado, recreado y agotado hace 400 años. La diferencia entre Quevedo y el conjunto de rock los Toreros Muertos no está en que el primero fuera más pudibundo que los segundos, pues no lo era. Sino en el talento que aquél imprime, y aquéllos no, al empleo de las palabras. No sólo de las malas palabras: de todas.
Es allí donde radica el busilis de la cuestión. El escritor Juan Marsé sostiene, con razón, que "no hay malas palabras, sino palabras empleadas en forma adecuada o inadecuada". Marsé agrega que "el uso excesivo de tacos lo que puede hacer es provocar el efecto contrario, una reacción de rechazo". Es verdad. Pero lo más probable es que provoque un efecto aún peor: el agotamiento del poder explosivo que tienen las palabras fuertes. Estos vocablos envenenados son armas para comunicarse, como un machete lo es para defenderse; el empleo excesivo de uno y otras puede mellarlo, hacerle perder el filo que necesita para cortar o herir.
Quiero pensar que, por sobredosis innecesarias, las malas palabras han disminuido su noble capacidad de expresión y que estamos acercándonos a una época en que el eufemismo irónico e inteligente se vuelve material valioso.
En aquel encendido verano del 68 apareció escrito en un muro de la Universidad de la Sorbona el siguiente grafito: "Inventen nuevas aberraciones sexuales: yo ya no puedo más". El abuso del lenguaje procaz podría conducir a que muy pronto los que hemos empleado liberalmente y con deleite las malas palabras nos veamos obligados a imitar al agotado autor del grafito. Soy usuario frecuente y viejo enamorado de las malas palabras. Por eso añoro un poco los tiempos en que quienes manejaban estas expresiones tradicionales y fieles eran personas que sabían justipreciarlas y entenderlas, como arrieros de mulas, putas de puerto fluvial y peones camineros. Es que las groserías, a fuerza de ser torpemente usadas por gremios que no saben emplearlas —como las señoras, los párrocos y los cantantes de rock— se empobrecieron.
Habrá que zambullirse de nuevo en Quevedo y volverlas a inventar. Es una lástima, coño, como diría una reina de belleza...