LAS INDIRECTAS QUE DESTRUYEN EL MATRIMONIO
Publicado en
octubre 05, 2014
En 1970, la crueldad mental fue reconocida causal de divorcio y definida como "conducta que pone en peligro la vida y la salud mental de la pareja". Pero hay crueldades que, aunque inadvertidas, son igualmente nocivas y mezquinas. Porque la persona que las lanza descarga sus frustraciones ¡en el ser más querido!
Los amigos íntimos de la princesa Margarita de Inglaterra y su marido, Lord Snowdon, pasaban verdaderas agonías cada vez que invitaban a la pareja a una fiesta. Sabían de antemano que las frases hirientes que Tony y Margarita se lanzarían —y que ellos creían que nadie interpretaría—serían el detalle que estropearía la noche.
"Casi nadie", dijo una anfitriona londinense, "quería invitarlos". Y sin embargo, Tony y Margarita afirmaban quererse. ¿Qué los llevaba entonces a ofenderse continuamente hasta el punto de perder el control en público? Lo mismo que hace que cientos de parejas, que no son "nobles", observen una conducta similar.
"Yo no podría prestarle mi casa a nadie", dice una mujer en una reunión. "¡Me daría miedo que me la devolvieran hecha una miseria!"
Su marido la mira, esboza una sonrisa de superioridad y comenta con un aire despectivo: "No todo el mundo destruye lo ajeno, ¿sabes?" Y como quien hace el gran chiste, agrega: "¡Todo ladrón juzga por su condición!"
En ese momento, o su mujer se pone a la defensiva atacando alguno de sus puntos débiles, o se calla, humillada. Y otro amargo episodio entra a reforzar la larga cadena de malos recuerdos que teminarán por hacerlos inmensamente desgraciados.
Este tipo de crueldad empieza por pequeños comentarios hechos en privado, pequeñas explosiones a veces injustas, pérdida de control, cuando se ataca sin razón a la persona a la que amamos, la más fácil de herir, porque conocemos muy bien sus puntos vulnerables. ¿Por qué entonces lo hacemos?
Porque la persona que lanza un comentario desagradable está descargando sus propios desengaños y frustraciones. Saliendo de sus amarguras. Tal vez él empezó quejándose de las circunstancias en general y, antes de medir sus palabras, dijo algo hiriente. Lo peor es que sabe, en el instante en que lo dice, cuál va a ser la reacción de su mujer: le devuelve el golpe, estalla indignada o se encierra en un amargo mutismo.
A veces quisiera retirar lo dicho, a veces puede ofrecer una excusa que asegure la paz. Pero a menudo es tarde ya, y se establece así una especie de juego, con reglas y todo, que luego se repite ("Cuando él me diga que soy desordenada porque lo heredé de mi mamá, voy a recordarle que podríamos vivir mejor si él no fuera jugador... como su padre").
La crueldad mental fue reconocida en algunos países como causal de divorcio, desde 1970, definiéndose como una conducta que ponía en peligro la vida y la salud mental del compañero. Pero hay crueldades que, aunque pasan inadvertidas, son igualmente nocivas. Crueldades mezquinas como disminuir al compañero, interrumpirlo en medio de una frase para destruir y ridiculizar su punto de vista, avergonzarlo, hacerle bromas satíricas y hasta amenazarlo.
Hay parejas que, sin darse cuenta, tienen una situación especial, que se repite una y otra vez y que siempre termina mal. Si uno pudiera mirarlos por una ventana imaginaria se maravillaría de verlos caer en la trampa del mismo antagonismo por centésima vez.
Carlos y Mercedes, por ejemplo, han establecido un patrón que no falla nunca. Invitan a dos parejas a comer a las ocho. A las siete y media, Carlos entra en la casa como un vendaval y casi desde la puerta grita: "¿Tienes los tragos listos ya? Porque yo estoy retrasado" . Con esto tira un guante. Mercedes, que está terminando de hacer el postre, lo recoge: "No tengo suficiente hielo. Pensé que tú lo traerías. Y no me ensucies el baño, que bastante trabajo me costó limpiarlo."
Con esto le devolvió la responsabilidad del hielo y le agregó otra: la del baño. "¿Te acordaste de que los Medina son vegetarianos?", quiere saber ahora él, desde el baño, subrayando así que la responsable del éxito de la comida es ella. "Me acordé, pero tarde y hoy tendrán que comer carne. Deberías habérmelo recordado... después de todo son tus amigos."
Cuando no es el hielo, son las gaseosas, cuando no es la carne para los amigos vegetarianos es que la mantequilla no está fresca, o que se acabó la crema de cacao, o que él debió cortarse el pelo. Lo cierto es que, cuando los invitados llegan, ambos están tensos, y durante toda la noche apenas se dirigen la palabra. Cuando lo hacen es para echarse una indirecta... lo cual pone a todo el mundo nervioso.
¿Cuál habría sido la solución? Obviamente, ambos estaban cansados después de un día pesado, e inclinados a culpar a cualquiera de lo que no estuviera bien. Conociéndose, deberían haber descansado un rato, quizás haberse tomado un trago juntos —aunque ella tuviera que llevarle la copa al baño antes de que llegaran los invitados, y si se sentían especialmente irritables, reconocerlo, discutirlo, decir lo que les molestaba y no descargar su mal humor disparándose indirectas y andando por la casa tirando las puertas.
Si no se toma una actitud como ésta, razonable y lógica, la pareja desarrollará, antes de darse cuenta, una relación desagradable que terminará por hacerse crónica. Es entonces cuando empiezan a llevar sus querellas fuera de casa.
Una mujer, por ejemplo, cree que su marido la engaña. Vive indignada porque él viaja y ella no. Sospecha, además, que gasta más en ropa que ella. Sale más, desde luego. ¿Qué dispone entonces? Castigarlo. ¿Cómo? Ridiculizándolo en público. (" Si ustedes vieran a Osvaldo con sus piyamas de tigre!"). Pero si Osvaldo se permite una broma a costa de ella, la reacción es muy distinta: "Si quieres burlarte de alguien, búrlate de tu secretaria, que ya no está para ponerse minifaldas." Naturalmente, los que presencian esta escena se sienten mal. Pero los protagonistas no. Han llegado a creer que esto es natural.
En otros casos, el factor que los impulsa a discutir en público es la competencia. Ambos son inteligentes, agradables y atractivos... cuando están separados. Cada uno es admirado en su grupo y en su profesión, y hasta envidiado. Tanto, que cuando están juntos compiten el uno contra el otro.
Hay hombres que dicen tranquilamente que, si "ponen a su mujer en su puesto" de vez en cuando, es porque de lo contrario "se le iría de las manos". Otros lo hacen porque así creen que le dan a su matrimonio una cierta sazón, como quien le pone pimienta a un guiso.
Pero quien recibe todas estas "gracias" puede sentirse más bien herido y reaccionar sólo porque lo atacan.
La pareja que note que cae con demasiada frecuencia en una discusión pública de esta índole, debe sentarse a discutirlo, porque sólo así podrá saber cómo se siente "el otro"<.comi>. Tal Vez puedan hacer un pacto: "No nos irritemos mutuamente. Si yo empiezo, no sigas tú... y viceversa".
Otras formas favoritas de crueldad son totalmente subconscientes. Como quitarle la palabra cuando está contando un chiste, porque "así no es, vas a echarlo a perder, como siempre". Explicándoles en seguida a los demás: "Juan no tiene idea de cómo es el cuento..." O hacerlo quedar como un alcohólico: "No te tomes otro, o tendré que manejar yo otra vez"
Cuando las cosas llegan a este punto, el que se siente atacado puede decidir empezar a ignorar al compañero. Pronto se vuelve maestro en el arte de "desconectar" al otro, como se cierra un conmutador. Y éste es casi siempre el principio del fin porque, si la crítica puede ser destructiva, el sentirnos ignorados es peor aún. Vivir día tras día con una persona que nos acepta sin oírnos, sin demostrarnos ni odio ni amor, puede ser aniquilante.
¿La solución? Buscar la razón que hay tras este deseo inconsciente de herir. Tratar de encontrar las raíces de una frustración tan grande, de una total sensación de inhabilidad, que sólo opacando al otro se siente a buen nivel. Porque si la persona tiene conciencia de su propio valor y la satisfacción de desempeñarse bien en su medio, no tiene por qué sentir la necesidad de herir, atormentar o mortificar a nadie.
A la larga, toda forma de crueldad hiere a la persona que la inflinge tanto como a la que tiene que soportarla. Una mujer sarcástica, por muy hábil que sea, podrá destruir a sus amigos. Y el marido "coqueto" que hace sufrir a su mujer flirteando con sus amigas... sólo para molestarla y hacerla sufrir, termina también por perderla. Porque lo cierto es que, a menos que seamos masoquistas, la mayoría de nosotros hará cualquier cosa por evitar a la gente que ataca nuestro amor propio, hiriendo nuestra vanidad.
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, JUNIO 13 DEL 1989