Publicado en
octubre 26, 2014
Todo comenzó cuando Filipaki, el marido de mi tía Lucrecia, le compró una computadora, porque ella se abrurría.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Mi tía Lucrecia está internada en un centro de rehabilitación de Texas y no es que se esté recuperando de una drogadicción ni de alcoholismo, ni de eso tan raro que le vino una vez a Michael Douglas, ¿se acuerda cuando lo internaron por sexomaniaco? Veía a una mujer en el set de filmaciones, en la calle o en el bus y se le tiraba encima, le gustara o no le gustara, hasta que Diandra, la mujer auténtica, le dijo: "O la manía o yo" y se acabó el cuento de la enfermedad.
Lo de mi tía es diferente, no por ello mejor. Todo comenzó hace un par de años cuando el bueno de Filipaki, su marido griego, le regaló una computadora. Mi tía estaba aburrida con su vida de esposa de un griego en Nueva York. La suegra, una mujer de edad indescifrable, toda vestida de negro, que no hablaba una palabra de inglés ni de español, pasaba el día en la cocina cantando esas viejas canciones de Atenas, "eúrrva to alevri ta froota", y preparando spanakopita y taramasalata, a la vez que intentaba convencerla de que al marido había que servirle con los ojos cerrados, no preguntarle ni la hora y estar a su disposición para lo que él quisiera, hasta para morir asesinada si al hombre se le antojaba.
Mi tía, convenientemente educada por mi abuela, quien le había enseñado que al único hombre que hay que servir es al moribundo, se desesperaba con esta suegra de otra época y hasta de otra galaxia.
"No puedo más con tu mamá, Filipaki", le decía a su esposo, "no puedo más con esta vida de cuervo, encerrada en una cocina preparándole iman bayaldi a tu papá; si veo una sola berenjena otra vez en mi vida, te juro que me suicido; si no haces algo para entretenerme y sacarme de este tedio, me regresaré a Sudamérica y sanseacabó".
Filipaki, que era tan bueno como un pan y que hasta habría dejado de comer apricopita de por vida, con tal de no perder a mi tía Lucrecia, visitó a un sicólogo para aconsejarse.
"¿Qué puedo hacer para que mi mujer no se aburra y no asesine a mi mamá en la cocina", le preguntó.
Y el sicólogo, sin pensarlo dos veces, le dijo:
"Cómprele una computadora y métala a la Internet".
Una semana más tarde, llegó la computadora y un técnico que contrató Filipaki para enseñar a "navegar" a mi tía.
Al comienzo, las cosas funcionaron de maravillas. A mi tía le cambió el genio y la cara. Pasaba medio día sentada frente a su computadora, leyendo los diarios de todo el mundo, copiando recetas de cocina mexicana, mirando retratos de artistas muertas y comunicándose con su amiga hondureña y su comadre colombiana a través del correo electrónico.
La suegra pasaba por su lado, y al verla embebida en la pantalla, sin noción del tiempo ni del sol y enajenada, le lanzaba una mirada del más auténtico espanto, se persignaba dos veces seguidas y seguía de largo.
Al mes de llegar la computadora, mi tía ya no pasaba medio día jugando con la Internet, sino hasta las cuatro de la tarde. Tres meses después, empezó a llevarse la cena a la computadora y hacia el fin del año se estaba quedando frente a la computadora hasta la una de la madrugada. Cuando Filipaki, desesperado, iba a buscarla y le decía:
"Ven a acostarte, Lucre".
Ella lanzaba gritos como de loca:
"Ya voy, ya voy, estoy en lo mejor", y el pobre hombre volvía a su cama con el corazón apretado.
"Eso te pasa por casarte con una latinoamericana", lo recriminaba su mamá. "Si te hubieras casado con una griega a la antigua, como Dios ordena que debe ser la esposa, no estaríamos viviendo esta tragedia".
Cuando mi tía empezó a olvidarse de ir a buscar al niño al colegio y dejó quemarse el horno y no pagó la cuenta del petróleo, Filipaki recurrió a un especialista.
"Tiene Internet-manía", le dijo el profesional y le recomendó llevarla al Internet-anónimo de la calle 46, un grupo de apoyo para todos los viciosos de la Internet.
"Me llamo Lucrecia y soy internet-maniaca", declaró mi pobre tía, llorando a mares delante de 20 viciosos, y luego contó su vida.
El grupo de apoyo le sirvió, yo no digo que no, pero no fue suficiente para rescatarla.
Cada vez que lograba escapar del ojo avisor de su suegra, se sentaba frente a la computadora y allí, con la vista hundida en la pantalla, era la única parte donde se le calmaban unos calambres y temblores que le venían al cuerpo cuando se encontraba lejos del aparato.
El punto más grave de su enfermedad se produjo cuando Filipaki regaló la computadora y mi tía, presa de ansiedad, salió al vecindario en busca de computadoras. Fue entonces cuando Filipaki dijo ¡basta! y la llevó a Texas, donde le dijeron que había un centro de rehabilitación para mi tía Lucre.
Esto quizás le parezca una broma, pero no lo es. En Boston, el hospital siquiátrico McLean, afiliado a la Universidad de Harvard, acaba de abrir una clínica para adictos a la computación, así que el caso de mi tía no es nada raro.
Si usted está conectada a la Internet, cuídese; si permanece frente a la pantalla más de dos horas seguidas, levántese; si empieza a faltar al trabajo para quedarse "navegando", hable con un médico, y si el marido le propone regalarle una suscripción a la Internet para su cumpleaños, dígale que no, que muchas gracias, porque lo que él quiere no es convertirla en una mujer informada y moderna, sino librarse de usted.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, MARZO 25 DEL 1997