EN LAS TINIEBLAS DE MI LOCURA
Publicado en
octubre 12, 2014
Por Kathleen Walker Seegers.
AGARRÉ la pesada pistola y, con voz llena de pánico, le grité a mi esposo, que se hallaba al otro lado de la puerta cerrada:
—¡Vete, o te mato!
Me hallaba delirante de nuevo. Mi esposo me había estado instando a que tomara las pastillitas azules prescritas por el médico. Mi marido decía que eran sedativos, pero súbitamente creí que trataba de envenenarme. Me había yo encerrado al fin en el dormitorio, armada con la pistola cargada que él guardaba en su mesita de noche, a causa de que vivíamos aislados.
Sonó el teléfono. Mi esposo lo contestó en la sala y yo descolgué la extensión que teníamos en el dormitorio. Quien llamaba era mi tía. Guardando silencio, escuché cómo él le explicaba la situación.
—No es verdad —les interrumpí.
Ambos comenzaron entonces a dirigirse a mí, contestando con calma a mis histéricas acusaciones, asegurándome que me querían, instándome amablemente a que entrara en razón, hasta que, al cabo de una hora, más o menos, abrí la puerta y dejé la pistola.
Esta tensa escena era la culminación de más de dos años de depresión síquica, intermitente pero cada vez más profunda, que acompañaba mi menopausia. Era la primera vez que mi esposo entraba en terrible contacto con el extraño infierno de la demencia.
En mi familia, muy unida y feliz, no había antecedente alguno de perturbación mental. Yo sabía, naturalmente, que hay personas que sufren trastornos mentales: oscuros fantasmas encerrados en asilos para dementes. Pero estas eran cosas que ocurrían muy lejos, y a otras personas.
Yo había sufrido los altibajos que ocurren comúnmente en la escuela de segunda enseñanza y en la universidad. Había sabido sobrellevar la temprana pérdida de mis padres, así como la muerte de mi novio en la segunda guerra mundial. Con el tiempo llegué a ocupar un empleo de responsabilidad y absorbente como directora de una revista mensual.
Mi tardío matrimonio fue un suceso tranquilo que me satisfacía plenamente. Mi esposo, que es escritor, y yo nos trasladamos a una casa que él estaba construyendo en su tiempo libre con sus propias manos. Éramos profundamente felices. Firmé un contrato para escribir un libro que me permitía redactarlo sin prisas, mientras seguía atendiendo el hogar, arreglando el jardín y viajando con mi esposo. Distábamos mucho de ser ricos, pero no teníamos deudas ni dificultades económicas.
BOMBA DE TIEMPO
Entonces, casi imperceptiblemente al principio, esta vida idílica comenzó a desintegrarse. Me fui haciendo cada vez más irritable, disputaba por cosas sin importancia o sin la menor causa. Tenía accesos de cólera irrazonable. Cierta vez, cuando salíamos a una reunión, mi esposo olvidó traerme al auto mi bolsa de mano, como se lo había pedido.
—Nunca atiendes a lo que te digo! —le increpé.
Me miró, completamente atónito.
A veces me acometían accesos de alegría y me reía entre dientes, con irreprimible regocijo, de algo tan poco divertido como son las páginas de los periódicos dedicadas a las finanzas. En varias ocasiones acusé a mi esposo de hacer publicar algunas prosaicas noticias como una broma.
Con más frecuencia, me sentía deprimida e infeliz. No podía tomar ni la más sencilla decisión. ¿Me iría de compras o limpiaría los armarios? Empezaba una faena y la abandonaba. Me parecía que seguía a pie un camino sin fin que no llevaba a ninguna parte.
Reconociendo que todo esto era poco normal, empecé a visitar a un siquiatra, quien me suministraba tranquilizadores y me dejaba hablar. Pero, a pesar de tener dos entrevistas por semana con él, la pendiente por la que yo rodaba era cada vez más empinada.
En ocasiones perdía toda conciencia de la realidad. Cierta vez me volví a la mujer que limpiaba en casa y le dije seriamente:
—Celia, si no quieres volar en pedazos, márchate de casa antes de la una de la tarde. A esa hora va a estallar una bomba de tiempo.
Encontraba razones para sospechar de cualquier cosa. Un día, a mediados del invierno, cuando mi esposo y yo navegábamos en un esquife de aluminio por el río cercano, que estaba casi helado, zozobró nuestra embarcación en la cascada que había cerca de casa. A no ser por los esfuerzos sobrehumanos que hizo mi esposo, nos habríamos ahogado. ¡Al día siguiente, lo acusé de haber causado el accidente de propósito para librarse de mí!
Con frecuencia parecía como si mi yo verdadero fuese un simple espectador que no participara realmente en lo que me sucedía, sino que lo observara con indiferencia. Otras veces experimentaba de pronto un intenso sentimiento de culpa por las molestias y gastos que le estaba causando a mi esposo y trataba de compensarle con muestras efusivas de afecto. Llegó a recibir con recelo estas demostraciones de remordimiento, considerándolas un preludio a una renovada hostilidad por parte mía.
Sólo trabajaba en mi libro esporádicamente y por fin dejé de hacerlo. Como llegó a resultar peligroso para mí conducir el automóvil, mi marido me llevaba a las entrevistas con el siquiatra. En cierta ocasión, al regresar a casa, le pedí a mi esposo que tomara por la vía de acceso al garaje de unas personas a quienes apenas conocíamos.
—Pero no nos esperan —contestó mi esposo, y continuó hacia nuestra casa.
Me lancé furiosa a arrebatarle el volante de las manos. Lo asió él firmemente, y entonces abrí la puerta del auto para arrojarme afuera. Mi marido me echó al cuello el brazo derecho y siguió conduciendo con la mano izquierda mientras yo le pegaba con ambas manos. Finalmente me las arreglé para que el auto fuera a parar en una zanja. ¡Ahora tenía a mi esposo en mis manos! Si me soltaba el tiempo suficiente para poder dar marcha atrás, podría yo saltar afuera. Sentía la emoción de un verdadero triunfo.
Mi esposo siguió sentado pacientemente, sujetándome con firmeza, hasta que un transeúnte se detuvo y le ofreció ayuda. El desconocido se encargó de sacar el auto de la zanja.
Poco después, el siquiatra me internó en un sanatorio para someterme a un tratamiento de choques eléctricos. Pasadas tres semanas volví a casa, apaciguada y confusa. Estaba convencida de que el tratamiento me había dañado el cerebro. Y cuatro días después, mi mundo estalló totalmente: fue entonces cuando amenacé a mi esposo con la pistola. Era evidente que habría que hacer algo radical.
CANTOS DE DESESPERACION
Los dos años de visitas al siquiatra, más los costos del sanatorio, habían reducido considerablemente nuestros recursos económicos. Los ingresos de mi esposo en el último año habían disminuido muchísimo a causa de la agitación que reinaba casi constantemente en nuestra casa. No teníamos los 10.000 dólares que, aproximadamente, costaría mi estancia en un hospital particular por espacio de tres o cuatro meses. Tendría que ir al manicomio del Estado. Esto era para mí el fin del mundo, el Apocalipsis, Getsemaní.
Nunca olvidaré el día en que me internaron en el hospital. Por la mañana, antes de levantarnos, mi esposo me estrechó entre sus brazos durante largo rato. No había nada que decir. Ninguno de nosotros podía adivinar lo que nos reservaba el futuro. Corría febrero, y una ventisca había dejado las carreteras intransitables para un auto corriente. Así que viajamos los 40 kilómetros que había hasta el edificio del tribunal en un jeep, carente de calefacción. Los remolinos de nieve impedían ver claramente, y me parecía que se extinguía toda vida... la mía incluso.
Afortunadamente me encontraba en un estado de ánimo sumiso cuando se efectuó la audiencia ante el juez que debía dictar la orden para que se me internase, y, con la mano de mi esposo en la mía, contestaba tranquilamente a las preguntas que me hacía.
—Se da usted cuenta de que se le va a internar en un manicomio, ¿no? —me preguntó. Asentí con la cabeza, en silencio—. ¿Quiere usted ingresar en él? —prosiguió.
—No, no quiero ingresar en él —dije con desesperación—. Pero sí quiero curarme.
El juez accedió a que fuera mi esposo el que me llevara en auto al manicomio del Estado, situado a unos 225 kilómetros de allí. Se me debía internar a las 10 de la noche de aquel mismo día.
Nevaba más fuerte aun que antes. Comencé a encolerizarme. Cuando vimos un hotel a la orilla de la carretera, le dije a mi esposo que parara. Trató de razonar conmigo, pero sólo consiguió ponerme furiosa.
—No puedes esperar, ¿eh? Te corre prisa internarme en el manicomio —le reclamé.
Años antes, mi esposo solía cantar mucho cuando íbamos en automóvil. Ahora comenzó a cantar lo más fuerte que podía, para que pudiera yo oírle a pesar del ruido que hacía el jeep. Y consiguió lo que quería. Me tranquilicé al instante y, tan pronto como terminaba una canción, le pedía que me cantara otra. Mientras avanzábamos trabajosamente por la carretera, llena de montones de nieve, mi marido cantó casi sin parar durante las cinco horas del viaje, que hicimos ateridos de frío.
No recuerdo nada de los trámites de mi ingreso en el manicomio, pero mi esposo dijo que todo el personal había sido muy amable. Él regresó directamente a casa, a través de la tormenta, y llegó allá a las 8 de la mañana siguiente. Tiempo después me dijo que aquellas habían sido las 24 horas más negras de su vida.
NORMALIZACION
El lapso más amargo de mi vida empezaba precisamente entonces. Una enfermera amable, pero seria, me condujo por lo que parecían kilómetros de corredores y de puertas pesadas, cada una de las cuales abría un atento enfermero, que la cerraba de nuevo a nuestras espaldas, interponiendo una barrera entre mí y el único mundo que yo conocía.
Los primeros días me estaba sentada en mi estrecha habitación, cavilando. De vez en cuando me arrancaban de mi apatía las órdenes de las enfermeras, que distribuían hormonas y píldoras de otras medicinas y, a las horas de las comidas, conducían a todos los pacientes, como a un rebaño, al comedor.
Durante estos primeros días, mi atención vagaba sin rumbo. Por mi mente pasaban ideas inconexas como polvorientos demonios. A una falsa ilusión sucedía otra. En el cuerpo de médicos había varios de habla española, refugiados de Cuba. Llegué a estar cierta de que Castro había tomado el hospital y su jardín como parte de su imperio, y que yo era su prisionera.
Gradualmente comencé a distinguir los individuos que había en mi piso y que al principio sólo fueron para mí una horrible mezcolanza. La mujer de bondadoso aspecto, pero prematuramente envejecida, que ocupaba el aposento próximo al mío era una alcohólica amistosa. Otra mujer, más vieja y de pelo cano, no cesaba de tejer una colcha de punto sin levantar nunca los ojos. Una muchacha gorda prorrumpía periódicamente en obscenos gritos de injuria, que no iban dirigidos a nadie en particular. Una vieja de Trinidad dormitaba todo el día, pero, cuando se la despertaba, cantaba con voz temblona : "Cuando llegues a las puertas de perlas, pide misericordia".
Variaban nuestra monótona rutina la terapéutica ocupacional y, en ocasiones, una hora de música, usada también como terapia. Cada paciente tenía una consulta semanal, con lo que parecía un verdadero ejército de médicos y enfermeras, el "día de reunión general". Posteriormente me enteré de que los médicos le dijeron a mi esposo que mi padecimiento era una sicosis regresiva causada en gran parte por un desequilibrio hormonal, provocado, probablemente, por la menopausia. Me administraban una hormona y dos tranquilizadores, junto con pequeñas dosis de cierto estimulante para prevenir el rigor o temblor muscular, que son, con frecuencia, efectos secundarios.
Con este tratamiento mi vida pareció normalizarse notablemente. No tenía que tomar ninguna de las pequeñas pero fastidiosas decisiones personales que me habían parecido tan pesadas en casa. Se me decía cuándo tenía que comer, cuándo tenía que bañarme, cuándo tenía que irme a la cama. Una vez a la semana, una biblioteca rodante traía nuevos libros, y yo leía todos los que caían en mis manos. Poco a poco fueron desapareciendo todos mis delirios, mis angustias y sospechas.
Al cabo de dos semanas, se le dio a mi esposo, que me había inundado con cartas llenas de afecto, permiso para visitarme por espacio de unas horas. Una semana después me dieron una tarjeta que me permitía vagar libremente por el jardín del hospital. Dos días más tarde, mi médico me concedió permiso para pasar todo un día fuera del manicomio con mi marido. Juntos cruzamos en auto las montañas hasta llegar a una fonda cercana, donde almorzamos sibarítica y descansadamente.
ALEGRE LIBERACION
Me pareció mucho más largo el tiempo, pero fue justamente al cabo de un mes de mi internamiento en el manicomio cuando se me permitió ir a pasar en mi casa un fin de semana. Cuando llegamos allí mi esposo y yo, sentí como si me encontrara en el cielo. Una y otra vez me acercaba a las ventanas para contemplar los bosques u observar los espumosos rápidos del río que corría más abajo de nuestra casa. Hice incluso la prueba de cocinar algo y arreglar un poco las habitaciones.
Al final de la quinta semana de mi estancia en el manicomio, mi esposo fue conmigo a ver a los médicos del cuerpo directivo. Después de hacerme unas cuantas preguntas, el siquiatra en jefe me dijo:
—Ha mejorado usted tan rápidamente, que es probable que en una semana más esté en condiciones de abandonarnos.
Mi marido y yo nos miramos llenos de júbilo.
Tras mi salida del manicomio, mi esposo y yo estuvimos año y medio haciendo visitas semestrales a una clínica local para enfermos mentales. En cada una de estas visitas me disminuyeron la dosis de la medicina que tomaba y finalmente me dijeron que no necesitaba ya medicación. Mientras tanto, reanudé poco a poco la vida activa que había llevado antes de que mi mundo perdiera el equilibrio.
Me doy cuenta de lo afortunada que fui, porque este tipo de enfermedad mental responde bien al tratamiento. Del total de personas que sufren sicosis regresiva (de seis a siete mujeres y uno o dos hombres por cada 100.000 personas), hoy más del 80 por ciento recuperan la salud completamente.
En la actualidad., libre de la angustia que me atormentó tanto tiempo, me siento llena de una nueva sensación de bienestar. Nuestro matrimonio florece de nuevo; nunca olvidaré la firme lealtad de mi esposo durante la terrible prueba que tuvo que pasar. Mi libro se ha publicado. Continúo escribiendo, haciendo de ama de casa y arreglando un poco el jardín. La destructiva impresión que sufrí ha intensificado mi apreciación del mundo que me rodea. Recordando mi extravío a través del mundo de pesadilla creado por mi perturbada mente, gozo como un tesoro cada instante en que soy dueña de mis propios pensamientos.