Publicado en
octubre 19, 2014
Drama de la vida real.
El tren, atestado de pasajeros, avanzó a gran velocidad hacia el puente destrozado... Unos momentos después se precipitaba en las aguas.
Por Maurice Shadbolt.
ALGUNOS aseguran haber visto aquel día una nube muy extraña. Parecía un león en actitud de dar el zarpazo, y se cernía sobre la yerma región de lomas sin árboles del corazón mismo de la isla norte de Nueva Zelanda, donde rugen tres volcanes en constante actividad. Hubo un tiempo en que, según la tradición maorí, aquella tierra arenosa y desértica alojaba a vengativos dioses, por lo cual los viajeros harían bien en evitarla o en cubrirse los ojos con guirnaldas de hojas.
Era la nochebuena de 1953. Y la Navidad prometía ser la mejor que jamás se hubiera visto en Nueva Zelanda. El día anterior, la reina Isabel II, primer monarca inglés reinante que visitaba el país, había desembarcado para compartir la temporada de fiestas con sus súbditos neozelandeses.
El empleado postal Cyril Ellis, de 27 años de edad, no se contó entre los que vieron la nube parecida a un león, porque en ese momento estaba absorto trabajando en la copiosa correspondencia de fin de año. Tampoco esperaba ver a la Reina, pues la soberana no visitaría aquella parte del país. Ellis vivía y trabajaba en la pequeña población de Taihape, en el extremo sur de la volcánica meseta que era también su tierra natal. Había venido al mundo y se había criado en la aldea maderera de Rangataua, a unos cuatro kilómetros del más grande de los tres volcanes: el formidable pico de 2797 metros de altura que los maoríes llaman Ruapehu. En su adolescencia había pescado en los helados arroyos que corren por las laderas inferiores del volcán; en aquellas rocosas alturas había perseguido a venados y puercos salvajes.
Pero sabía que aquel pico era algo más que un sitio de recreo. Ellis lo conocía también como una furibunda amenaza. Durante cierta prolongada erupción vio llover negras cenizas alrededor de su casa durante días enteros, y sintió que su cama temblaba por efecto de las sacudidas subterráneas. A veces soñaba incluso con la montaña. En uno de esos sueños, que lo intrigará el resto de sus días, se observó a sí mismo viajando con su madre en el ferrocarril, desde cuya ventanilla alcanzaba a ver el Ruapehu. De pronto sintió un miedo tremendo y le dijo a su madre: "Algo malo está sucediendo. ¡Vamos hacia el abismo!" Y se abrazó a ella con fuerza.
Hacía diez años que Ellis había tenido aquel sueño, casi olvidado en aquella nochebuena de 1953. Esa noche, cediendo a un impulso, decidió hacer en auto, en compañía de su esposa y su madre política, el viaje de 60 kilómetros hacia el norte para visitar a sus padres en Rangataua. A unos 15 kilómetros de su destino tuvo que detenerse a revisar los neumáticos. Todo estaba en calma en la meseta, a 600 metros de altura, y no hacía viento; a lo lejos, sin embargo, el joven podía oír un ruido extraño; un tenue rugido que iba aumentando poco a poco de intensidad. No lograba imaginar qué causaría aquel estruendo.
Pronto supo de dónde procedía. A unos cinco kilómetros camino adelante estaba el lugar llamado Tangiwai, que en lengua maorí significa "Aguas que lloran", Si el dolor humano había inspirado tal nombre, el lugar iba a conocerlo mayor antes de que terminara la noche.
Dos puentes, uno del ferrocarril y otro para automóviles, cruzaban el río Whangaehu en Tangiwai y el primero servía a la principal línea ferroviaria entre Wellington y Auckland, donde la Reina residía en ese momento.
Eran las 10:15 de la noche cuando Cyril Ellis llegó a Tangiwai y halló al Whangaehu extraordinariamente crecido; al extremo de que ya el agua cubría el puente de la carretera. Ello explicaba el estruendo que había estado oyendo. No había llovido en los últimos días; el enorme torrente no podía venir sino de una fuente: del Ruapehu. Impaciente por llegar a Rangataua, Ellis oprimió el acelerador y el camión se lanzó a atravesar el puente. Pero el río crecía a ritmo escalofriante. A la luz de los faros del vehículo Cyril vio una gigantesca oleada amarilla, y el puente entero desapareció ante sus ojos; dio marcha atrás, apenas a tiempo.
El joven lo ignoraba entonces, pero no presenciaba una simple inundación repentina, sino un verdadero lahar, o sea un desbordamiento de origen volcánico. El Ruapehu acababa de dar libre cauce al lago de su cráter y estaba arrojando toneladas de agua, barro y nieve, en una irresistible ola de energía que se precipitaba por las faldas del volcán hacia la llanura. El alud, de materia sólida y líquida, arrastraba cuanto hallaba a su paso.
El fragor era enorme. Ellis echó la luz de su lámpara eléctrica corriente arriba, sobre las vastas aguas embravecidas, en las que saltaban piedras y troncos, hasta alcanzar con su rayo el puente ferroviario. Aquel cuadro era el más increíble de todos. El torrente había llegado al tramo central; sólo quedaban los rieles, que sin apoyo empezaban a combarse por el centro.
Ellis dirigió la vista vía arriba... y lo que vio no habría podido, ser peor. Era la luz de un tren que se aproximaba. "Ocúpate de detener los automóviles en la carretera", pidió a su esposa. "Yo trataré de parar el tren".
Salvó a zancadas unos 100 metros hasta llegar al terraplén, saltó una cerca, trepó por una corta pendiente y, agitando su lámpara, echó a la carrera por la vía, al encuentro del tren. Parecía volar mientras el convoy surgía rugiendo de la noche. Al parecer el tren disminuía la marcha, pero era demasiado tarde. Hasta la fecha Ellis no sabe cómo se libró de verse arrollado y aplastado bajo las ruedas. Se habría dicho que una mano gigantesca lo hubiese levantado para arrojarlo a un lado al pasar el tren en ruidosa carrera hacia el puente derrumbado.
El joven cayó rodando por el terraplén, se puso de pie y vio pasar frente a él los vagones iluminados. No era un simple convoy de carga: era el rápido de Wellington a Auckland, atestado de viajeros, de familias enteras, docenas de niños que esperaban hallar a la mañana siguiente toda clase de regalos.
Cuando el tren alcanzó el puente, los rieles se rompieron y la locomotora se precipitó en el río con un estallido tremendo. Tras ella fueron el ténder y el primer coche de pasajeros. El segundo de los vagones fue lanzado a lo alto y voló por el aire a una altura de unos 30 metros antes de desplomarse en el lado opuesto del torrente. Los carros tercero, cuarto y quinto, cuyos enganches se mantuvieron firmes unos minutos, fueron blanco simultáneamente de la terrible marejada, lo que provocó tres rápidas detonaciones; quedaron flotando, y con las luces encendidas parecían tres góndolas colosales; luego se fueron hundiendo poco a poco y desaparecieron bajo un río de lodo y escombros. Entre el fragor de las aguas Ellis oía los gritos de pánico de los viajeros.
El destino del sexto coche fue un milagro. Quedó colgando a la orilla del vano del puente roto, inclinándose hacia la furiosa corriente en un ángulo de 45 grados, pronto a seguir la suerte de los demás.
Aterido y sin aliento, Ellis se encaramó por el terraplén y se metió en el furgón del guarda, a la cola del tren. Agarró por el brazo al aturdido empleado. "La mayor parte del tren se hundió", le comunicó, "y otro vagón está a punto de caer al río. Tenemos que Sacar de allí a la gente".
El guarda, aunque sacudido por la brusca parada del convoy, se resistía a creer al extraño hombre que, con expresión de loco, surgió ante él de las sombras y el desierto. Con todo, juntos se lanzaron a lo largo de los tres vagones que aún estaban a salvo sobre la vía, hasta llegar al que se columpiaba al borde del furioso torrente. Los pasajeros, aturdidos, no se habían movido de su sitio.
Consciente de que cada segundo era precioso, Ellis empezó a asir a los viajeros de brazos, piernas u hombros y a empujarlos por la puerta del vagón antes de que pudiesen protestar. Pero no había sacado a más de cinco o seis personas, cuando el coche se inclinó por última vez y, al romperse el enganche trasero, se precipitó al río. Ellis gritó para que lo oyeran a pesar de los alaridos que se alzaban a su alrededor: "¡Que no cunda el pánico! ¡Yo los sacaré de aquí!"
No parecía haber muchas esperanzas. Ellis hizo la más profunda aspiración de aire de su vida mientras las aguas rugían sobre su cabeza y la inundación azotaba directamente al vagón, que daba vueltas sobre sí mismo una y otra vez, como un barril de agua en el cual iban atrapadas dos docenas de personas aterrorizadas. Sosteniendo a dos señoras que se aferraban a él desesperadamente, trató de agarrarse a uno de los bastidores para el equipaje mientras el vagón daba vueltas. Entre la lobreguez de las aguas, pudo ver que la lámpara que llevaba en la mano seguía milagrosamente encendida. De pronto, tras dar infernales vuelcos una distancia de 30 metros, el vagón cayó con un crujido sobre uno de sus costados.
El joven salió a la superficie, aunque el agua seguía inundando el coche, y aspiró el aire encerrado en éste. Con ayuda de su lámpara vio que otras cabezas asomaban sobre la superficie. Por extraño que pareciera, la mayoría de los que estaban en el vagón habían sobrevivido. Pero urgía que salieran de allí. Trató de hacer una abertura en la ventanilla que había por encima de él, primero con el codo y luego con uno de sus zapatos.
—¿No puede usted salvar a mi esposa? —le suplicó alguien.
—Démela usted.
Ensanchó la abertura y por ella hizo pasar a la señora. Ésta, ya afuera, sobre el costado del vagón, se encontró a salvo de la inundación.
—Ayude usted a los que vayan saliendo —ordenó Ellis a esa señora.
—Me convence usted —declaró el esposo, agradecido—. Me quedaré a ayudarle.
—¡Magnífico! Necesito que me ayuden.
Y entre ambos se aplicaron a salvar a los otros 22 pasajeros que a duras penas se sostenían con vida en el coche inundado. Algunos, víctimas de choque, luchaban fuera de sí contra Ellis. Otros, a los que habían hecho salir del coche a empujones, trataban de volver al interior de éste en busca de algún familiar que estuviera aún dentro. El muchacho no tenía tiempo para contemplaciones. Propinó un puñetazo en la cara a uno de los viajeros y se sintió tentado a hacer lo mismo a otros. La cólera lo impulsaba; cólera por verse en el río, metido en una empresa tan suicida; cólera al ver que otros parecían darse por vencidos tan fácilmente. Y más que nada, tal vez fue la cólera que animaba a Ellis lo que salvó la vida a los que le rodeaban. Porque obraba como un ser sobrehumano, emprendiendo acciones muy superiores a sus fuerzas; pensaba incluso que no era él quien actuaba así.
Se sumergió de nuevo en las densas aguas para tirar de otros viajeros y empujarlos afuera por la ventana rota. A veces tenía que halar a alguna mujer por los cabellos; otras, alzaba en brazos a algún hombre como si fuese un niño. Durante 90 minutos, magullado, sangrando, sintiendo que se helaba, trabajó empeñosamente metido hasta el hombro en el fango, para sacar del vagón a la gente.
Los últimos a quienes salvó fueron dos ancianos, uno de los cuales había quedado debajo de la puerta del baño, y el otro con el pie atascado debajo de un asiento; ambos habían podido conservar la cabeza fuera del agua. Alrededor de 23 personas estaban ya a salvo, sentadas sobre el costado del vagón, esperando auxilio. Sólo un viajero pereció allí: una niña que se ahogó en el cieno, debajo de un asiento; Ellis no la había visto en la oscuridad que lo rodeaba. Sacó del coche el cadáver y lo tendió cuidadosamente a un lado del vagón.
A medianoche la inundación empezó a ceder casi tan repentinamente como había crecido. En la margen del río se veían luces, reflectores que penetraban la oscuridad, sombras que iban y venían: trabajadores forestales, granjeros, soldados y marineros del cercano campamento militar de Waiouru y de la estación radiotransmisora naval en Irirangi. Se formó una cadena humana, y a los ocupantes del último coche se les ayudó a llegar a tierra firme y hasta una gran fogata que la madre política de Ellis había encendido para que los sobrevivientes se calentaran.
El joven fue el último en abandonar el vagón. Su esposa ya lo había dado por perdido, pues pensó que había caído bajo las ruedas del tren antes de que se precipitara en las aguas. Tres horas después, Ellis, su esposa y su suegra volvían a casa en Taihape. Para ellos no había habido nochebuena.
En total, de los 285 pasajeros que se calcula iban en el rápido, 151 perdieron la vida en el desastre de Tangiwai.
Los sobrevivientes relataban episodios asombrosos. Cuatro hombres que jugaban a la baraja en el primero de los coches se hallaron juntos otra vez en la orilla del río, sin que pudiesen recordar nada de lo sucedido. Encontraron con vida a una anciana, metida hasta el cuello en el lodo, a unos 275 metros corriente abajo. Toda una familia (un matrimonio, un hijo y una hija) sobrevivió inexplicablemente al hundimiento del primer vagón. Un automovilista que estaba al otro lado del río había puesto a salvo a no menos de 15 personas sacándolas de los restos del segundo vagón. Pero no sobrevivió ninguno de los que viajaban en el tercero, cuarto y quinto.
Pasó todo un año antes de que se lograra sacar del río a la última de las víctimas. A algunas no las identificaron nunca y a otras muchas jamás las encontraron. En el campamento militar de Waiouru, situado a 15 kilómetros del siniestro, un gran salón que se había adornado con motivos navideños se convirtió en depósito de cadáveres; muchos eran de niños que quedaron tendidos en hileras cubiertos con sábanas. Pocas fueron las lesiones que se trataron en el hospital; cualquier herida que sufrieran las víctimas habría sido un impedimento decisivo en una inundación tan devastadora. Y la mayoría de los niños no tuvieron ninguna posibilidad de salvación.
Durante la nochebuena, en Tangiwai, solamente los muertos durmieron. Al llegar el día, el lugar presentaba el aspecto de un estuario tras la bajamar: un hacinamiento de lodo, piedras y escombros. Y había hombres por todas partes. Pero en vano buscaban sobrevivientes. Sólo quedaban cadáveres destrozados, restos del tren desparramados por una extensión hasta de dos kilómetros y medio río abajo, y patéticos rimeros de objetos personales: maletas desgarradas, regalos de Navidad cubiertos de aceite, un enlodado osito de felpa, una muñeca rota...
Los sobrevivientes del sexto vagón relataban a los periodistas que había aparecido un joven como un ángel colérico, que había compartido su desgracia y les había salvado la vida. Poco después Cyril Ellis volvía a Tangiwai. No fue allí de curioso ni en busca de aplauso: esperaba hallar su billetera. No la encontró, pero sí vio que la nación lo aclamaba como a un héroe.
Al cabo de unas cuantas semanas se vio también estrechando la mano de la reina Isabel, a quien nunca pensó vislumbrar siquiera, y menos todavía conocerla, en la primera visita que la soberana hacía a las antípodas. Isabel le prendió al pecho la Medalla del rey Jorge al valor cívico, y le dijo: "He oído hablar mucho de usted, señor Ellis. Es usted un valiente". Cyril volvió en seguida a su casa en Taihape sin poder dar crédito a sus ojos.
Veintiún años después Ellis se pregunta aún si todo aquello fue realidad o ficción. Durante los seis primeros años que siguieron al desastre, despertaba a menudo, víctima de una pesadilla, reviviendo mentalmente las horas pasadas en el vagón, dando tumbos en la terrible inundación. Hoy, a los 48 años de edad, ha cesado de soñar con aquella noche en Tangiwai, el lugar de las aguas que lloran. Pero no ha dejado pasar un día en estos dos decenios sin dar gracias por haber salvado la vida.
Cuando cruza en auto por Tangiwai, detiene el vehículo y pasea la vista a su alrededor. No hay allí mucho que ver. El altramuz y el pino crecen a gran altura en los bancos de lodo que el lahar dejó tras de sí; todavía quedan piezas de herrumbroso metal entre las rocas, junto al lecho del río. El nuevo puente ferroviario cuenta ahora, a cada extremo, con una campana que da la señal de alarma en caso de una crecida de la corriente, y los trenes lo atraviesan con lentitud. Cada nochebuena un convoy hace alto allí y, en memoria de las víctimas, sus tripulantes arrojan una corona de flores a las aguas del Whangaehu.