AL QUE SE AHOGA, NO LE ENSEÑE A NADAR
Publicado en
octubre 05, 2014
Por Elise Miller Davis.
ESTABA yo un día sentada a la orilla de una piscina, cuando escuché un gran alboroto. Una cabeza aparecía y desaparecía en la parte más honda del estanque. Vi que un hombre corría hacia la piscina y oí que le gritaba: "¡No respire! ¡No respire!" Después, llegó una jovencita dando voces: "¡Póngase de espaldas y flote!" Sus gritos llamaron la atención del salvavidas, quien como una flecha, corrió a lo largo de la piscina, saltó y salvó al hombre que estaba en peligro. Poco después el salvavidas me dijo: "¿Por qué, por el amor de Dios, no gritó alguien la palabra SOCORRO? Cuando alguien se estáahogando, no es el momento de enseñarle a nadar".
Algunas semanas más tarde, esas palabras vinieron en mi ayuda cuando visitaba la cafetería de una escuela. Vi que una niñita de aspecto humilde volcaba accidentalmente la leche que llevaba en una bandeja, en el momento en que se acercaba a su mesa. Alguien corrió a buscar un trapo para secar la leche. Escuché que una maestra le decía a la niña que debería tener más cuidado. Varios muchachos comenzaron a hostilizarla por su torpeza. Sin saber qué hacer, la muchachita se detuvo, sobrecogida, sin poder hablar. Recordando al salvavidas, pensé que tal vez la niña no tenía dinero para comprar lo que probablemente era su ración diaria de leche. Me levanté, fui por otro vaso de leche y se lo puse en la bandeja. La mirada de alivio y gratitud que me dirigió fue la prueba de que yo había adivinado lo que sucedía.
Ante cualquier crisis, debemos recordar que hay que hacer algo constructivo. Debemos tratar de actuar prácticamente y con tino cuando veamos en apuros a un prójimo.
Durante la última Navidad una amiga mía se dedicaba, con un grupo de damas, a la distribución de cestos de alimentos. En una de las casas, una mujer, con un niñito acurrucado junto a ella, bajó la cabeza y rechazó silenciosamente el regalo. Desconcertadas, varias damas se sintieron ofendidas y opinaron que la mujer era una ingrata, que tenía falso orgullo.
"Yo estaba a punto de marcharme cuando algo me detuvo", me dijo mi amiga. "Regresé sola, y encontré a la señora explicándoles a sus hijos que les habían cortado el gas y no había manera de cocinar un pavo. ¿No era preferible que el pavo se entregase a alguien que pudiera cocinarlo y disfrutarlo? Yo, personalmente, cociné el pavo en mi casa y se lo llevé a la señora", agregó mi amiga.
Para obrar constructivamente ante una crisis, es indispensable considerar la necesidad del prójimo antes que la propia. Cuando un hombre que vive en el campo conducía su automóvil hacia la carretera principal, su familia notó otro automóvil detenido por la ventisca en un campo cercano. Los niños insistieron en que se investigara. Su madre dijo que no; que no podían llegar tarde a la escuela. El padre arguyó que tenía una cita a hora temprana. Pero los niños insistieron tanto, que decidió regresar. Encontró a un vecino recostado en el asiento delantero, inconsciente, debido a envenenamiento por monóxido de carbono.
En determinadas contingencias es preferible llamar a un especialista a malgastar minutos preciosos tratando de resolver el problema nosotros mismos. Cierta tarde, un oficial de policía de la Sección de Menores recibió una llamada telefónica urgente. Una mujer había visto en una estación de omnibuses a la hija de su vecina, de 15 años, con su amigo de 16. Temiendo que fueran a fugarse, había tratado, sin éxito, de convencer a la joven de que desistiera. Tampoco había logrado comunicarse con los padres de la muchacha. ¿Qué podía hacer?
"Lleve a esa muchacha al cuarto de damas y no la deje ir", instruyó el especialista. Cuando la mujer objetó, el oficial dijo: "La persona más cercana en una emergencia está obligada moralmente a prestar ayuda. Si ella se lanzara frente a un automóvil en marcha, usted la salvaría de un tirón sin pensar que se está entremetiendo, ¿no es así? Yo iré para allá sin pérdida de tiempo".
Por supuesto que hay momentos en que debemos emplear acción diferida. Conozco un sacerdote que trabó amistad con un carnicero. "Conversábamos cada vez que yo compraba carne", dijo, "y a menudo íbamos a pescar juntos. Yo sabía que era un alcohólico, pero en ningún momento discutimos ese asunto". La familia del carnicero y sus amigos, que habían fracasado en todos sus intentos de ayudarlo, acudían al clérigo con frecuencia. Pero, negándose a hacer lo que se esperaba de él, continuó cultivando la amistad del carnicero, y le hizo ver que estaba interesado por él, como persona.
Un día el carnicero entró en la oficina del sacerdote. Las lágrimas le corrían por las mejillas. "Mi hijo me acaba de decir que hay dos cosas que no puede soportar: un perro mojado y un borracho, porque ambos apestan. Dígame: ¿ayudaría usted a un borracho empedernido?"
El clérigo había esperado mucho tiempo para llegar a este punto decisivo. Solicitó la ayuda de un siquiatra y de Alcohólicos Anónimos. "Eso fue hace 15 años, y mi amigo sigue sin probar una gota de alcohol", me dijo el sacerdote. "Yo le pregunté por qué, si había rechazado la ayuda de tantos, había acudido a mí. Me respondió que lo había hecho porque yo era el único que no lo había hostigado; el único que nunca le había dicho que necesitaba ayuda".
No existe una fórmula especial para ayudar. Una noche, a bordo de un avión, escuché una voz implorante: "¿Me permite conversar con usted, señora?" Miré al soldado con sus medallas sentado a mi lado, y asentí. Habló durante más de una hora. Hacía un año que no había vuelto a su casa. El campo de batalla del que acababa de salir era una pesadilla de destrucción... Había presenciado la muerte de compañeros... Lo habían herido. (Él había perdido parte de una pierna.) A medida que nos acercábamos al pueblo del soldado, sentí su creciente tensión, y noté que le temblaban las manos. La conversación continuó. ¡Había cambiado tanto! ¿Comprenderían sus padres? ¿Y su novia...? Se habían tratado por carta.
Cuando el avión iba a detenerse, el muchacho se volvió hacia mí, lleno de miedo. "¡No! ¡El pueblo entero está ahí!" Una aeromoza vino a decirle al soldado que había llegado el momento de bajar. No contestó. Me levanté para explicar. "Venga, soldado", dijo ella, "usted no obtuvo esas medallas gratis". Otros pasajeros estuvieron de acuerdo. Pero el muchacho no se movía. "Este muchacho está paralizado", dijo un hombre. "Voy a darle una bofetada".
Protesté: "¡No!" Puse la cara cerca de la del joven y le dije, en tono de angustia: "Siento que me va a dar uno de mis ataques al corazón. ¡Por favor, sáqueme de este avión!"
Se produjo el milagro: El soldado me condujo cuidadosamente por el pasillo, y me ayudó a bajar por la escalerilla. En el instante que tocamos la pista, una muchacha salió del grupo, gritando su nombre. Cuando llegó hasta nosotros, yo regresé a mi asiento.
—¿Cómo supo usted lo que se debía hacer? —me preguntó la aeromoza.
—Un salvavidas me lo enseñó —le respondí.