Publicado en
septiembre 30, 2014
Kenny, de 13 años de edad, es sólo uno más de los muchos jovencitos que adolecen de "impedimentos para aprender". Nadie sabría decir a sus padres hasta dónde llegará; lo único que se sabe es hasta dónde ha llegado.
Por Irving Dickman.
MI HIJO Kenny y yo bajábamos de la plataforma para ocupar nuestros puestos en medio de la congregación, cuando él se detuvo. El bar mitzvah no había terminado. Kenny había desempeñado ya el papel que le correspondía en la ceremonia, pero continuaban las oraciones del sábado. Sin hacer caso de ellas, Kenny volvió hacia mí su rostro y, en un susurro que se alcanzó a oír hasta el último rincón del santuario, dijo: "Bueno, por lo menos sobreviví", y sonrió.
A pesar de la solemnidad del momento, no pude evitar sonreír yo también; pero algunos minutos después, cuando Kenny y yo habíamos ocupado ya nuestros sitios al lado de mi mujer, Miriam, y nuestros dos hijos mayores, los ojos se nos llenaron de lágrimas.
En el judaísmo la ceremonia del bar mitzvah conmemora el momento en que un muchacho sale de la infancia, al cumplir los 13 años. En nuestro templo el celebrante dirige el servicio de la mañana del sábado durante más de una hora en vez del rabino, y termina con un discurso que él mismo ha escrito. Por su propia cuenta Kenny se había aprendido la mayor parte del servicio de memoria, y su actuación fue brillante.
Nuestras lágrimas —las de Miriam y las mías— no eran tanto de orgullo como de recuerdo: recuerdo de la época en que Kenny tenía siete meses y un competente grupo de pediatras nos dio esta sentencia:
—No hay ninguna garantía de que esta criatura llegue algún día a tenerse en pie, a andar o a hablar. En efecto, es posible que nunca llegue a ser otra cosa que un vegetal. Tal vez lo mejor sería pensar en asilarlo inmediatamente.
—¿Pero no podemos hacer nada por él? —preguntamos.
—Lo único que ustedes pueden hacer es irse a su casa y gozar de la compañía de sus dos hijos normales. Si lo desean podemos conseguirles una cita con la trabajadora social de la clínica, para que empiece a enseñarles la manera de aceptar los hechos y a hacer los ajustes necesarios.
Naturalmente, solicitamos otras opiniones. Un mes después, visitamos a un renombrado pediatra, muy recomendado, pero su diagnóstico fue poco más o menos el mismo: Kenny sufría de una forma de parálisis cerebral y nunca podría desarrollarse como un niño normal.
En todos los años de la vida de Kenny, los cuatro meses que siguieron a estas diligencias fueron los únicos de absoluta desesperanza. El niño nunca trataba de arrastrarse, sentarse o ponerse de pie. Aun cuando estaba recostado en su silla alta, se caía de bruces sin cambiar de expresión, como si ni siquiera se diera cuenta de la caída. Casi no hacía los ruidos normales de todo nene, y rara vez jugaba con sus juguetes. Puede decirse que lo único que hacía era llorar. Lloraba durante horas enteras, le hicieran lo que le hicieran.
Cuando tenía ya casi un año, nos dio la primera esperanza. Habíamos tomado una cabaña para pasar el verano en el campo. Una noche le pedirnos a una vecina que nos hiciera el favor de cuidar de los niños, ya todos acostados, mientras nosotros salíamos a una tienda a comprar algo que se nos había olvidado. Cuando regresamos, la vecina nos dijo que todo estaba muy bien "ahora", pero que poco después de que nosotros habíamos salido, el nene se había levantado y, poniéndose de pie en la cuna, se había puesto a gritar. Ella no lo pudo callar, hasta que al fin, fatigado, él mismo se dejó caer y quedó profundamente dormido.
Naturalmente escuchamos este relato con cortesía, pero nosotros, que éramos sus padres y que no le habíamos quitado nunca la vista de encima, jamás lo habíamos visto ponerse de pie, ni siquiera mostrar deseos de hacerlo. Todo el día siguiente pensamos en esto, y por la noche, con gran expectativa, pusimos a Kenny en su cuna... y esperamos. No esperamos mucho tiempo. En menos de un minuto se había arrastrado sobre el estómago hasta alcanzar los barrotes de la cuna, los agarró y se incorporó hasta quedar en pie. Y allí permaneció gritando indignado.
Algo había ocurrido por fin. Kenny quizá no sería un niño normal, pero ciertamente no era un "vegetal". A pesar de esto, no nos dieron los médicos ningún diagnóstico distinto del que nos habían dado los pediatras del grupo original. Volvimos al médico de la familia y lo único que él nos pudo decir fue : "Ustedes dos tendrán que ser los trabajadores sociales en este caso, por lo menos hasta que la medicina los alcance". Voluntad nos sobraba, pero desgraciadamente no teníamos ningún adiestramiento.
Poco después del año, Kenny aprendió a andar. Entonces lo encontrábamos en todas partes, metido en todo, siempre en movimiento, jamás quieto. Poco después habló, y hablaba diciendo lo mismo cuatro, cinco, seis veces. Empezó a manifestar accesos de cólera y a conducirse en forma violenta cuando tenía unos cuatro años, y hacía dos que asistía a una guardería infantil. Kenny gritaba y vociferaba y lloraba; y rompía los juguetes; pegaba a los demás niños y los mordía.
Una cosa extraordinaria ocurrió cuando tenía casi cinco años y medio. Su hermanita Judit, que era tres años mayor y jugaba con él, vino una noche a la cocina con Kenny de la mano.
—Kenny quiere mostrarte una cosa —me dijo.
El chico llevaba en la mano una vieja cartilla. La abrió por la primera página y empezó a decir las palabras.
—¿Se ha aprendido todo el libro de memoria? —le pregunté riendo.
—No, papá; sabe leer —me contestó Judit indignada.
Kenny se me acercó diciendo:
—Es verdad, papá; ya sé leer.
Miriam y yo recordamos la emoción de ese momento. Intencionalmente no habíamos querido hacer ningún esfuerzo para enseñarle a leer, por temor de recargar sus limitadas capacidades. Y no teníamos ni idea de que Judit le hubiera estado enseñando. Eché mano de un periódico, busqué una palabra propia del primer grado y se la mostré a Kenny, que la leyó sin ninguna dificultad; y otra y otra.
Le preguntamos a Judit cómo lo había logrado, pues esto podría ser la clave de los procesos de aprendizaje de Kenny. Desgraciadamente, la niña no nos pudo explicar nada. Era una cosa que había ocurrido mientras estaban "jugando a la escuela", según nos dijo. No podía comprender por qué nos sorprendía tanto, y preguntaba: "¿No aprende todo el mundo a leer ?"
A pesar de todo, durante su primer año de escuela el comportamiento de Kenny empeoró notablemente. Intensificamos nuestra busca de ayuda y encontramos médicos que nos aseguraron que Kenny "se tranquilizaría con el tiempo". Hubo siquiatras que después de escuchar nuestra historia se pusieron inmediatamente a tratarnos a Miriam y a mí, a veces sin siquiera ver a Kenny. Pero, al fin, en la Clínica Sicológica de la Universidad de Rutgers se dio un diagnóstico definitivo. Kenny había sufrido una "lesión cerebral", según nos dijeron, probablemente en el alumbramiento, y como resultado de ella sufría de un "impedimento para aprender".
Ya con este comienzo empezamos a encontrar personas que parecían saber lo que aquel diagnóstico significaba, y qué había que hacer. Nos es difícil hoy comprender cuán solos nos sentíamos durante aquellos años en que no sabíamos lo que era Kenny... en que únicamente sabíamos lo que no era. Ahora descubrimos que otros muchos padres también estaban enterándose de que sus hijos no eran retrasados mentales, no sufrían disturbios emocionales, no eran "autísticos", no tenían parálisis cerebral, ni eran epilépticos.
Entonces, ¿qué eran esos niños? De un niño que ha sufrido una lesión cerebral se puede decir que "falla en lectura, ortografía, escritura o aritmética", o puede decirse que "su coordinación es pobre" o "está desorientado en el espacio". "Fácilmente se distrae, es impulsivo o excesivamente activo"; "su lenguaje es confuso", o "no entiende lo que se le dice; con frecuencia muestra ansiedad o cólera porque no puede ponerse a tono, con los requisitos de la escuela o de las situaciones sociales. Por lo general es olvidadizo y habitualmente desatento".*
Posiblemente la palabra más importante para ayudar a identificar a niños como estos es la disyuntiva "o". Sería raro que un niño tuviera problemas en todos estos órdenes, y en la práctica una clave sencilla para descubrir a tales niños es una obvia desigualdad en su desarrollo. Hay muchos niños con dificultades para aprender que pueden actuar en un nivel superior en un campo determinado, y al mismo tiempo mostrarse notablemente retrasados en otro.
Por ejemplo, Kenny aprendió a calcular mentalmente los promedios de los bateadores de béisbol; pero tardó varias semanas en hacer una división sencilla con lápiz y papel. Se distraía muy fácilmente. Después de trabajar cinco minutos en sus deberes escolares, los abandonaba; pero a menudo se pasaba cinco horas seguidas lanzando la pelota a la canasta de baloncesto. Tardó menos de seis meses en aprender a escribir a máquina con regular velocidad y precisión, pero más de dos años para aprender a atarse los zapatos.
Síntomas como estos, lo mismo que una conducta inapropiada, son los que permiten identificar hoy a los niños que tienen dificultades para aprender. Los médicos, pediatras, neurólogos y sicólogos reconocen aproximadamente cien síntomas bien identificados de esta anomalía. Los maestros, aun los del jardín de niños, empiezan a ver ya de otra manera a los niños "lentos", "retrasados" y "niños problema".
Miriam y yo somos testigos de los nuevos métodos que se están aplicando en el caso de Kenny. Gracias a la íntima colaboración de su consejera y de la escuela, Kenny sigue asistiendo a las clases normales. Entre tanto, y debido en parte a que su potencial es todavía tan difícil de predecir, experimentamos goces que los padres de hijos "normales" nunca han tenido. Para nosotros, como para los padres de todos los niños "lisiados", existe esta compensación: la más sencilla realización, la actividad más ordinaria y que los padres de hijos normales apenas notan, se convierte para nosotros en motivo de júbilo.
Miriam y yo hemos hablado con franqueza con nuestros hijos mayores, Scott y Judit, y les hemos advertido que quizá algún día tengan que cuidar de Kenny. Sé lo hemos dicho con toda sinceridad: No sabemos hasta dónde irá Kenny. Lo único que sabemos es hasta dónde ha llegado ya.
¿Se da cuenta Kenny de cuánto ha progresado ? Lo descubrimos hasta cierto punto por su discurso en el bar mitzvah. Ese día, al hablar a la congregación, empezó con una alusión. al Génesis, 49:
"Jacob reunió a sus hijos para anunciarles cómo sería su vida, según lo ocurrido en el pasado. A mí nadie me ha dicho cómo será mi vida, pero abrigo la esperanza de una vida de muchas realizaciones y de muchas contribuciones."
"A veces, sin embargo, esta esperanza se desvanece un poco. Como los hijos de Jacob, he realizado buenas acciones, pero también he tenido algunos problemas. Durante mi vida, cuando no me comporto como sé que puedo comportarme, necesito que alguien me muestre lo que debo hacer. Cuando esto ocurre, acepto el consejo y lo aplico. Quisiera dar las gracias a todos los que me han ayudado a valerme por mí mismo a lo largo de los años."
"Ojalá que ahora pueda salir al mundo por mi propia cuenta y hacer lo mejor para satisfacerme a mí mismo y a los demás. Si tengo éxito en este gran empeño, entonces mi vida se podrá contar como una bendición".
*Estas descripciones se han tomado de un folleto publicado por la Association for Children with Learning Disabilities, 2200 Brownsville Road, Pittsburgo, Pensilvania 15201, U.S.A.