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septiembre 30, 2014
Cierto día de julio del año pasado, un rechoncho sujeto que usaba anteojos gruesos, se introdujo en un despacho gubernamental, en Londres, y declaró: "Estoy decidido a no volver a la Unión Soviética". El que así hablaba era Anatoly Kuznetsov, de 39 años de edad, uno de los más distinguidos escritores rusos, autor de muchos cuentos y cuatro novelas, entre ellas "Babi Yar", que se ha traducido a no pocos idiomas. Estaba afiliado al partido comunista ruso, parecía ocupar una buena posición en los círculos oficiales soviéticos y, apenas una semana antes, había pasado a formar parte del consejo editorial de "Yunost" , importante revista soviética. ¿Cómo se explicaba, entonces, que haya huido de su país en el apogeo mismo de su carrera? Sus declaraciones contienen una terrible revelación de lo que es la vida en la Unión Soviética.
Por Anatoly Kuznetsov. Condensado del "SUNDAY TELEGRAPH", de Londres.
LO QUE tengo que contar es una historia aterradora. A veces me parece algo irreal, como si no hubiera sido más que una pesadilla. Ya quisiera yo que así hubiera sido.
Si el sistema soviético se mantiene en el poder en Rusia, es gracias únicamente a una maquinaria de opresión formidable en extremo: la KGB o policía secreta. Las personas asesinadas por la policía secreta rusa suman varios millones. Pero si consideramos también a las que la KGB aterroriza y doblega tendremos que incluir entre ellas a toda la población de la Unión Soviética.
Los tentáculos de la KGB alcanzan de modo especial al mundo de la literatura soviética. No sé de un solo escritor en Rusia que no haya tenido algo que ver con la KGB. Esa experiencia puede adoptar una de tres formas. La primera: el escritor colabora empeñosamente con la KGB, y esto le vale toda clase de oportunidades para prosperar. La segunda: el escritor reconoce el deber que tiene para con la KGB, pero se niega a colaborar directamente con ella, en ese caso se le priva de muchas cosas, especialmente de la ocasión de viajar al extranjero. En la tercera categoría, el escritor rechaza toda proposición que le haga la KGB, con lo cual entra en conflicto con ella; entonces las obras del escritor no se publican nunca, y el literato podrá ir a parar a cualquier campo de concentración.
Ilustraré con la relación de mi propio caso la forma que lo anterior toma en la práctica. En agosto de 1961 me disponía a viajar por primera vez al extranjero, pues se me había incluido en una delegación de escritores que debía visitar a Francia. Esto era muy significativo, ya que en la Unión Soviética las únicas personas a quienes se les permite salir del país son aquellas que nunca han tenido dificultad en su trabajo o en sus actividades políticas; que jamás han tenido que consultar al siquiatra o comparecer ante los tribunales. Más aun, el poner en orden los documentos personales es labor de muchos meses y requiere un cúmulo de referencias y de firmas secretas.
Yo había cumplido ya con aquella temible serie de requisitos y estaba haciendo mis maletas, cuando dos agentes de la policía secreta llegaron a visitarme. Me hicieron tres o cuatro bromas, charlaron de literatura y al fin entraron en materia.
—Comprenderá usted, sin duda, lo que nos trae. Como es costumbre establecida, uno de nuestros camaradas viajará con la delegación de que forma usted parte, pero al compañero le resultará difícil valerse por sí solo. Así, pues, deberá usted ayudarlo. Abra bien los ojos para cuidar de que nadie se separe del grupo y se quede en el extranjero. Observe usted quién habla con quién y la forma de conducirse los demás.
—No —repliqué—. Otro tendrá que encargarse de eso.
—Otros de entre ustedes harán lo mismo.
—Pero yo no estoy dispuesto a ello.
—En tal caso, ¿qué objeto tiene que acompañe usted a la delegación ?
Guardé silencio, completamente confundido. Los dos agentes me explicaron que el procedimiento era acostumbrado: no se podía integrar ningún grupo sin contar con un "camarada" y los ayudantes que a este se le asignaran. El mundo occidental era endemoniadamente astuto, y nosotros debíamos estar increíblemente vigilantes. O colaboraba yo con el "camarada", o no saldría jamás al extranjero.
Nuestra delegación se componía de unos 15 escritores y directores de las revistas de Moscú. Cuando partíamos de Leningrado por la vía marítima, uno de los directores se me presentó como el "camarada" designado para acompañarnos. Era un tipo grosero, que espiaba a todo el mundo abiertamente y con absoluto cinismo. Pero noté que también algunos de los escritores abrían mucho los ojos. No menos de cinco de los componentes de la delegación, yo entre ellos, éramos "ayudantes voluntarios".
A mi regreso de París, recibí orden de redactar un informe. Sufrí lo indecible al tratar de adivinar lo que escribiría nuestro "camarada", pues no quería yo aparecer en desacuerdo con él. En cierta ocasión, uno de los delegados había llegado tarde a tomar nuestro autobús, y el "camarada" se había puesto pálido por el temor que aquel retraso le infundía. En mi informe describí detalladamente el incidente y otras circunstancias parecidas. Dediqué buena parte de mi escrito a informar acerca de mis acciones, pues esto era esencial: a dónde había ido, a quién había conocido y lo que habíamos hablado.
Pero mi informe no fue del agrado de algún alto personaje. Transcurrieron ocho años antes de que se me permitiera salir otra vez al extranjero.
Pasé aquellos años en Tula (ciudad industrial situada a 160 kilómetros al sur de Moscú), donde los "camaradas" no cesaban de visitarme. Esto no tenía nada de extraordinario pues visitaban a todo el mundo. Me interrogaban cortésmente acerca de mi vida, de la obra que me tuviera ocupado, de lo que hacían mis amigos y colegas Yevgeny Yevtushenko, Vasily Aksyonov, Anatoly Gladilin y otros más; me preguntaban qué decían y cómo eran. Al principio sólo decía de ellos cosas favorables, pero los agentes protestaban. Insistían en que Yevtushenko incurría en errores; en que yo no lo observaba con la atención necesaria y que debía provocar a mi colega a discutir para luego informar acerca de lo que pasaba realmente por su ánimo. Y al fin dieron en amenazarme.
No pude soportar aquella situación. A gritos les dije que su proceder era incorrecto y les pedí que no se me volvieran a acercar. Les aseguré que yo no había notado ninguna conspiración a mi alrededor. Si alguna descubría, añadí, se lo comunicaría en seguida. Con esto, los "camaradas" desaparecieron.
Esa era, pues, la forma de tratarlos, pensaba. Después de todo, yo era ya un escritor bien conocido; ¿qué podrían hacerme? Pero ¡qué equivocado estaba! Se me transfirió sencillamente a la "segunda categoría": a la de quienes se negaban a colaborar directamente.
En Tula, mi casa estaba abierta para todos. Cierto día se me presentó un estudiante, un joven simpático, alumno del Instituto Politécnico, quien se desahogó conmigo. Me contó que a él y sus condiscípulos les estaban enseñando a construir proyectiles cohete y se les forzaba a firmar terribles documentos comprometiéndose a guardar los secretos de Estado. Me dijo que había soñado siempre con ser inventor pero que ahora se veía obligado a determinar, según ciertas fórmulas especiales, cuántos cohetes se requerían por cada millar de vidas humanas.
En opinión del joven, la Unión Soviética era un país fascista. Los estudiantes, añadió, publicaban una revista manuscrita, y la policía los arrestaba. Y acabó prorrumpiendo en un llanto iracundo. Traté de calmarlo. Entre lágrimas declaró a gritos que él mismo continuaría publicando la revista. Le advertí que sería una tontería y que nada probaría con ello.
Antes de que pasara mucho tiempo, uno de los "camaradas" me llamó por teléfono y me invitó a entrevistarme con él.
—¿Por qué no se comunicó usted con nosotros? —me preguntó—. Alguien le revela secretos de Estado y le habla de ciertas fórmulas, le proporciona informes acerca de publicaciones clandestinas y usted se limita a decir que así no se hacen las cosas. Entonces, ¿cómo hay que hacerlas, en su opinión?
A partir de aquella ocasión, en 1963, me sometieron a una vigilancia constante. No porque fuese yo un elemento antisoviético, claro está. Por el contrario, era yo miembro del partido comunista, escritor soviético de renombre y no aspiraba a otra cosa que continuar escribiendo. Pero como estaba comprendido en la "segunda categoría", me había hecho acreedor, automáticamente, a una estrecha vigilancia.
Tomé entonces una habitación en Yasnaya Polyana (la que fue finca de León Tolstoy, a unos 11 kilómetros de Tula) con el propósito de escribir allí una novela. Hice amistad con los especialistas que trabajaban en el Museo Tolstoy, quienes se mostraron muy bondadosos conmigo, sobre todo la inteligente y atractiva Luiza Senina.
Un día apareció Luiza en mi aposento y me dijo que uno de los "especialistas" era oficial de la KGB, y que todos, desde el director, tenían que informarle de cuanto ocurriese. A Luiza se le había designado para que siguiera todos mis pasos y comunicara al oficial cuanto yo dijera. Pero, agregó, yo era hombre bueno y de buena fe, así que no se sentía capaz de seguir espiándome.
A la postre se descubrió la actitud de Luiza. Despidieron a la joven de Yasnaya Polyana, dándole una referencia inútil, y Luiza trabaja ahora como bibliotecaria en una escuela industrial.
Por mi parte, me di prisa a salir de Yasnaya Polyana. Dondequiera que vivía, iban a verme muchos escritores jóvenes para llevarme sus trabajos. Tanya Subbotina, una muchacha muy afable que estudiaba en la escuela normal, me propuso cierta vez que saliera con ella a la calle. Después de asegurarse de que estábamos solos, me dijo que la habían obligado a ir en mi busca con órdenes de tratar de convertirse en mi amante y de denunciar todos mis actos. Le advirtieron que si no seguía esas instrucciones, la expulsarían de la escuela.
Hasta personas para mí desconocidas me ponían en guardia. Alguien me telefoneó desde una caseta instalada en una estación del tranvía para decirme lo que contenían las cartas que le escribía a mi madre y qué revistas extranjeras recibía yo en casa. Y me preguntó:
—¿No se da usted cuenta de que violan toda su correspondencia? ¿De que esa gente grabó todas sus conversaciones telefónicas?
Con esto, el que llamaba colgó el aparato.
Cierta vez el teléfono de mi habitación empezó a sonar de modo singular. Descolgué el auricular, pero no oí nada, por lo que empecé a golpear el gancho. Al otro extremo de la línea oí una voz que decía con acento de cansancio:
—Deje usted de golpear así, por favor. Tenga paciencia. Estamos conectando su línea con otro magnetófono. Ya comprenderá usted que el sistema es bastante complicado.
Pero yo era incapaz de comprender semejante cosa. ¿Qué objeto tenía tan espantosa vigilancia? No abrigaba intención de dedicarme a actividades políticas. Mi profesión era la de escritor.
En 1967, estando yo fuera de laciudad, ocurrió un incendio en mi estudio. Mis papeles y manuscritos se salvaron de milagro. Después de aquello di en meterlos bajo tierra. Comprendí que cada vez que salía de mi habitación durante algún tiempo, alguien se introducía en ella. ¡Ah! ¡Cuántos hoyos abrí en el suelo para ocultar los frascos que llenaba con mis peligrosos y "equívocos" manuscritos!
En repetidas veces solicité de varios altos funcionarios la oportunidad de hacer un viaje al extranjero: siempre se mostraban dispuestos a hacerme alguna promesa, pero en eso quedaba todo. Otros salían del país; yo, jamás.
Y en eso, inesperadamente, los editores de la edición francesa de mi novela Babi Yar me invitaron a pasar un mes en París. Solicité el inevitable permiso y llegué incluso a cumplir con el maratón oficial, pero sólo recibí de las autoridades una rotunda negativa.
Mi vida entera se deformaba. No podía hablar por teléfono; dejé casi toda mi correspondencia; en cualquier conocido creía ver un delator. Al parecer, no había más que murallas de piedra. ¿Qué sentido podía tener una existencia semejante?
Peor que todo aquello era que se estaba desfigurando mi obra. En todos los años de mi vida de escritor, ni uno solo de mis libros se ha publicado en la Unión Soviética tal como lo escribí. Por motivos políticos, la censura soviética había abreviado, falseado y violado mis obras hasta dejarlas irreconocibles. O bien no se había permitido siquiera su publicación. Mientras fui joven me aferré a la esperanza, pero luego la aparición de cada nueva obra mía no era para mí motivo de gozo, sino de pesar. Mi trabajo veía la luz pública en forma tan fea, falsa y grosera, que acabé avergonzándome de mirar a la gente a la cara.
En 1968, poco antes de que se celebrara una conferencia de escritores a la cual debía yo asistir como delegado, Alexander Solzhenitzyn me envió una copia de su famosa carta en que condenaba la censura. Medité el punto durante varias noches, comprendiendo que Solzhenitzyn me invitaba a suicidarme con él.
No tuve valor para hacerlo. Me abstuve simplemente de acudir a la conferencia. No firmé ninguna protesta. Sólo pensé en salvar el pellejo. Otros de mis colegas quedaron expulsados del partido y sus obras dejaron de publicarse. Pero las mías se seguían publicando. Me había conducido bien, decían los "camaradas", pero debía tratar de influir en mis descarriados amigos.
Deseoso de mantenerme alejado de semejantes "camaradas", fui de una ciudad a otra preguntando a este y aquel : ¿Qué piensa hacer usted? ¿Qué podemos esperar? Nadie lo sabía. Las personas inteligentes de Rusia están ciertas de que nada pueden esperar sino tinieblas.
Por la noche del 20 de agosto de 1968 los tanques soviéticos invadieron a Checoslovaquia. No pocos rusos derramaron lágrimas; aquella acción, decían, señalaba un retroceso hacia el fascismo. En lo personal, llegué a la conclusión de que ya no podría seguir en mi patria, de que cada día, cada año que pasara sentiría aumentar en mi interior el horror y la cobardía.
Rusia, con todo, se halla tan bien defendida como una prisión. Basta leer el notable documento titulado Mi testimonio, de Anatoly Marchenko. Su autor no anhelaba más que una cosa: escapar del país. Lo capturaron cuando estaba a menos de 50 metros de la frontera. La descripción que hace Marchenko del campo de concentración donde pasó seis años, es más que suficiente para erizarle los cabellos al lector.*
Me trasladé a Batum, a orillas del mar Negro. Estaba resuelto a cruzar a nado bajo el agua hasta llegar a las costas de Turquía, con ayuda de un aqualung y empujando una balsa en la que llevaría varios depósitos de oxígeno. Me había entrenado para nadar durante 15 horas seguidas. Pero descubrí que aquella costa, sitio de veraneo muy frecuentado, está estrechamente vigilada. Al caer la noche las patrullas alejan de la orilla a todos los paseantes. La luz de los reflectores baña aguas y playas. Las instalaciones de radar denunciarían hasta la presencia de una pelota que flotase sobre la superficie del mar.
Por tanto resolví hacer un último y desesperado esfuerzo para conseguir permiso de salir al extranjero. Ya no pensaba más que en salir de Rusia, costara lo que costara. Día y noche mi cerebro daba vueltas al mismo pensamiento: huir, huir; huir de este país monstruoso, de estos canallas, de la KGB.
Y oíd pues lo que hizo el escritor ruso Anatoly Kuznetsov. Se dijo: "Piensa qué es lo que más agrada a esta gestapo. ¿Qué? ¡Los delatores! ¡Magnífico! Pues recibirá una delación de verdadero valor". Insinué a los "camaradas" que entre los escritores se estaba fraguando una conjura antisoviética. Los "camaradas" se dejaron impresionar y me exigieron detalles. Tenía yo bastantes, aunque imaginarios, para atiborrarles la cabeza. Les hice la revelación de que los escritores se disponían a publicar clandestinamente una peligrosa revista. Añadí que entre los complicados figuraban Yevtushenko, Oleg Tabakov, Arkady Raikin, etcétera, etcétera. Declaré también que los escritores andaban reuniendo dinero y manuscritos. Sentí vivos deseos de agregar que también se proponían volar el Kremlin, pero pénsé que esto habría sido una exageración demasiado evidente. Y se me trasfirió a la "primera categoría".
Fue así como vine a dar a Inglaterra. Bastaron seis meses ocupados en llenar formularios, mi promesa de escribir una novela acerca de Lenin... y me libré de tener que cruzar a nado el mar Negro.
Escapé, y aún estoy con vida. Sí, me les escapé. Al ciudadano de la Rusia soviética le resulta intrínsecamente imposible ser una persona del todo honorable. El silencio cobarde, las verdades a medias, ¿acaso no son otras tantas mentiras? Aquí sólo he referido mi caso. Pero crea el lector que hay muchas otras personas que podrían contar una historia semejante. No quiero decir más.
Nota: Kuznetsov sacó consigo copias fílmicas de todas sus obras literarias tal como las escribió originalmente. Tan vehementes son sus sentimientos en contra de las versiones impresas que quisiera destruirlas definitivamente si estuviera en su poder.
* Véase Memorias de un preso en la Rusia actual, en SELECCIONES DEL READER'S DIGEST, de octubre de 1969.