Publicado en
septiembre 30, 2014
El comentarista Art Buchwald trabaja "en un cuartucho sin ventilación, en lo alto del obelisco de Washington", donde escribe sus artículos periodísticos "a mano, en el dorso de viejos comunicados de prensa de la Casa Blanca; artículos que envía luego por veloces palomas mensajeras, a los 421 diarios que los publican". Desde su nido de águilas, Buchwald mira al mundo que lo rodea y reflexiona en asuntos de tanta importancia como los siguientes:
Por Art Buchwald.
Confrontación
EN EL recinto de la Universidad Libertina del Norte me encontré con un profesor que sangraba por la nariz.
—¿Qué sucedió, profesor? —le pregunté.
—Un grupo de estudiantes extremistas ocupó mi despacho y me arrojó escaleras abajo.
—¡Pero eso es terrible! —exclamé.
—Desde mi punto de vista, sí, pero creo que debemos mirar la cosa desde el punto de vista de ellos. ¿Por qué me arrojaron escaleras abajo? ¿En qué los ha defraudado nuestro cuerpo docente?
—Dígame, profesor, ¿no es el edificio de la facultad de filosofía el que se está incendiando? ¡Vaya un acto de barbarie!
—No creo que debamos formular opinión hasta que dispongamos de todos los elementos de juicio. En efecto, el incendiar la facultad de filosofía podría interpretarse como un acto ilegal. Pero, por otra parte, hay momentos en que un acto ilegal puede traer reformas justas. Creo que deberíamos oír lo que tengan que decir los estudiantes. Después de todo, la universidad es de tanto interés para ellos como para cualquiera.
Mientras hablábamos, varios estudiantes llegaron a la carrera y agarraron al profesor.
—¡Traigan la cuerda! —gritó el cabecilla de la turba de enfurecidos estudiantes.
—¡No se preocupe! —le grité al profesor—. ¡Voy a llamar a la policía!
—Más vale que no lo haga —me respondió el profesor serenamente, mientras lo llevaban a la horca—. Si impedimos que los estudiantes ensayen nuevos métodos de agitación, nunca llegarán a saber cuáles son eficaces y cuáles son contraproducentes.
Volar, ¿para qué?
EL OTRO día iba yo a tomar en el aeropuerto de Chicago (Illinois), un avión para Davenport (Iowa). Eché a andar hacia la puerta de acceso a la pista. Luego, advirtiendo que sólo disponía de una hora para llegar a ella, apreté el paso. Pocos kilómetros más adelante descubrí que me quedaba mucho que andar todavía para alcanzar la puerta, y arranqué a correr. Pero no me encontraba en debida forma, y perdí el avión.
La empleada que despachaba los billetes fue muy cortés.
—¿Por qué no va a pie hasta Davenport? —me preguntó—. No son más que unos pocos kilómetros camino abajo. Esperamos unir algún día los pasillos de los dos aeropuertos para que los pasajeros puedan ir de uno a otro sin mojarse.
Creía que el único aeropuerto donde eso ocurría era el de Chicago, pero no hace mucho tuve que tomar en Los Ángeles un avión para Santa Bárbara. Imagínense mi sorpresa y mi alegría cuando descubrí que al llegar a la puerta que me correspondía me hallaba a no más de ocho kilómetros de Santa Bárbara. Me he enterado de que todos los grandes aeropuertos norteamericanos están preparando la construcción de túneles y rampas que, llegado el momento, comunicarán con los aeropuertos de otras ciudades del país. ¡Qué brillante idea! No cabe duda : ¡será un gran paso hacia la solución del problema de la congestión del tráfico aéreo!
Delicias japonesas
LAS MUJERES occidentales podrían aprender bastante de las esposas japonesas. Tengo entendido que en las mañanas frías, una buena esposa japonesa se tiende en el piso junto a la cama, del lado que ocupa su marido, para que él, al saltar del lecho, no tenga que pisar el suelo frío. Son estas pequeñas atenciones las que hacen duradera la felicidad conyugal.
Otro aspecto que distingue a la mujer japonesa estriba en que baña a su marido. Comienza haciéndole una reverencia, le ayuda luego a desvestirse, le da una friega con jabón, teniendo cuidado de que no le entre a su señor en los ojos, y por fin lo enjuaga. Sólo entonces le permite meterse en la bañera, donde el esposo, sumergido hasta la barbilla, permanece en remojo, mientras ella le sirve una cerveza helada o una taza de sake bien caliente.
En cambio la esposa occidental corriente, además de negarse a hacer una reverencia al marido cuando él vuelve del trabajo, en algunos casos ni siquiera lo baña. Es evidente que teme ser considerada inferior si accede a bañar al marido. Eso es ridículo. La mujer que baña a su esposo es una persona superior, que cualquier marido se sentiría orgulloso de usar como alfombra cuando se levanta por la mañana.
Antipatriota
TENGO que hacer una confesión: no conduzco automóvil.
Los norteamericanos tienen gran amplitud de miras. Toleran el hecho de que un hombre sea bebedor, narcómano, violento con su mujer, hasta periodista. Pero si el hombre no conduce automóvil, no está bien del todo. La semana pasada fui a un centro comercial a comprar una máquina de escribir portátil. Elegí una y le pregunté al dependiente:
—¿Aceptará usted mi cheque personal?
—Naturalmente —dijo con toda amabilidad—. ¿Tiene usted algún documento de identificación?
—Por supuesto —respondí, y le mostré, cuatro tarjetas de crédito y mi credencial de cronista en la Casa Blanca.
El dependiente las inspeccionó todas y luego me preguntó:
—¿Dónde está su licencia de automovilista ?
—No tengo —repuse.
—¿La perdió acaso?
—No, no es eso. Es que no conduzco automóvil.
El dependiente apretó un botón que había bajo la caja registradora, y el jefe de piso acudió a la carrera. El primero se mostraba ya algo amoscado.
—Este tipo está tratando de hacer efectivo un cheque —dijo—, y no tiene licencia de automovilista. ¿Llamo al detective de la tienda?
—Espere un momento —replicó el jefe—. Yo hablaré con él—. Se volvió a mí y me preguntó—: ¿Perdió usted su licencia de automovilista por alguna infracción ?
—No, nunca he conducido automóvil. No me gusta conducir.
El jefe de piso me miró con aire de sospecha.
—¿Cómo vino usted aquí, si no conduce automóvil?
—Tomé un taxi.
Ya para entonces se había formado un grupo de curiosos y se cruzaban comentarios:
—¿Qué ha pasado?
—El tipo ese no tiene licencia de automovilista ...
—Dice que no conduce...
—¿Cómo se puede ser tan antipatriota?
En esto apareció en escena el gerente de la tienda. Por fortuna, reconoció mi nombre y aprobó el cheque. Avergonzado por la forma en que me habían tratado, me dijo:
—Venga. Lo invito a tomar una copa.
—Olvidé decírselo: tampoco bebo.
Condensado de "THE ESTABLISHMENT IS ALIVE AND WELL IN WASHINGTON", © 1968 y 1969 por Art Buchwald; "Have I Ever Lied To You?", © 1966, 1967 y 1968 por Art Buchwald.