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septiembre 07, 2014
Como la Domitila era sabia por naturaleza, toda la familia se la peleaba. Hubo una época en que mis tías decidieron contratarla de siquiatra... Y la verdad es que con sus recetas les quitaba la depresión...
Por Elizabeth Subercaseaux.
A todo el mundo le ha venido una crisis alguna vez en la vida y casi todas las crisis están relacionadas con el miedo a algo. Los millonarios pasan la vida creyendo que nadie los quiere a ellos sino a sus millones; las actrices sufren porque tienen temor a la vejez; los concertistas padecen pesadillas donde se ven sentados frente al piano, con la sala atestada de gente y de pronto les viene un calambre y las manos se les agarrotan y no pueden tocar ni una tecla; los escritores temen la llegada de "la seca"; los cantantes viven aterrorizados de perder la voz. En fin, no hay alguien que no haya tenido una crisis donde el miedo a una enfermedad, a la muerte o a la misma vida, juega un papel importante. La Domitila tampoco.
La Domi llevaba una pila de años trabajando en distintas casas de nuestra familia, cambiándose de casa en casa, porque como era sabia por naturaleza, toda la familia se la peleaba. Con decirles que hubo una época en que mis tías decidieron contratarla de siquiatra y entregarle un sobre azul al doctor Balladares, que lejos de mejorarlas de nada, las dejó a todas más enfermas de los nervios que antes. Las recetas de la Domitila distaban mucho de ser convencionales, pero la verdad de las verdades es que las mejoraba. Al menos en parte. Mi tía Lucrecia, por ejemplo, cayó en una profunda depresión cuando su marido perdió la plata. Ella no sabía ni freír un huevo, estaba acostumbrada a vivir y ser tratada como una princesa, y de la noche a la mañana se vio enfrentada a la terrible realidad de tener que trabajar. El único lujo que mantuvo fue la Domitila. La Domi le dio unos ungüentos para la tristeza, que si bien es cierto que le echaron a perder la vesícula y tuvo que ser operada de urgencia, le quitaron la depresión de manera casi milagrosa. A mi tía Carmen le dio una pócima que era tan fuerte, que le soltó tres dientes, pero se le quitó la depresión de un paraguazo. Mi abuela decía que la Domi las envenenaba y por eso se les quitaba la depresión, porque había que elegir: o estabas deprimida o envenenada, pero no podías estar las dos cosas al mismo tiempo.
Lo cierto es que cada vez que una de mis tías necesitaba con urgencia una empleada, un paño de lágrimas, una adivina o una doctora del alma, pedía "prestada" a la Domitila. Y la Domitila, entonces, partía corriendo a la casa de mi tía Eulogia por una semana, a la de mi tía Cristina por el verano, a la de mi tía Filomena por el invierno, a la de mi tía Clara mientras el niño se recuperaba de su alfombrilla o a la de mi tía Azucena, porque se casaba Azucenita y se necesitaba ayuda para preparar la boda.
Cada cambio de casa significaba un cambio de todo. De pieza, de alimentación, de horarios, de costumbres. En la casa de mi tía Eulogia reinaba el desorden, nunca hubo un horario fijo para nada, Eulogita llegaba a la hora que se le ocurría y comía a la hora que le daba hambre. Mi tía Eulogia pasaba la vida quejándose de algo metida en su cama. Ahí comía, ahí escribía cartas y ahí lamentaba su destino. Roberto no llegaba jamás, pero si de repente aparecía en medio de la noche, la Domi se le plantaba al frente y gritaba:
—¡No me venga a decir usted que tengo que prepararle el almuerzo a la una de la madrugada!
Distinta era la cosa en la casa de mi tía Filo, donde todo debía hacerse con la puntualidad de un reloj suizo, cada cosa a su hora, de manera ordenada, rutinaria y por qué no decirlo, extremadamente aburrida. O en la casa de mi tía Chepa, donde nadie podía hablar en voz alta porque Carmelo estaba enfermo de los oídos y hasta el ruido de una mosca lo enervaba. ¿Y quién fue a cuidarlo después de que lo operaron y hubo que matar a escobazos a todas las moscas de la cuadra, para que no se metieran ni en su pieza ni en su baño? La Domitila.
Hasta a la casa de mi tía Alicia, en Missouri, llegó la Domi, porque mi tía necesitaba que alguien le cuidara las gallinas mientras ella y el "hillbilly" se iban de vacaciones a Canadá. (En los Estados Unidos a duras penas se consigue a alguien que te cuide al niño, imagínate si vas a conseguir una persona para que te cuide las gallinas). Muchos de nosotros creemos que esa estadía de la Domi en Missouri fue definitiva para comprender lo que le ocurrió después.
La Domi llegó a ese lugar desastroso, donde mi tía vivía en un "trailer home" con el "hillbilly", su escopeta, un perro sarnoso y 20 gallinas, y casi se cae de espalda.
—¡Pero cómo! ¿Para esto se casó con un americano? ¿Para vivir en esta casa cochambrosa en medio de estas lejanías donde no hay ni pájaros? ¿No decían que en los Estados Unidos había puros ricos? Esta casa es una cochinada, señora Alicia, ¿dónde está su marido?
—Ahí —dijo mi tía, señalando un bulto que había bajo un sombrero mexicano, descansando a la sombra de un árbol.
—¿Ese paquete es su marido?
—¡Ay, Domi! —se quejó mi tía, sin saber qué más decirle.
—Pero por Dios, señora Alicia, ¿cómo es posible que una mujer inteligente como usted, tercermundista seria, pero inteligente, se haya venido a casar con ese bulto? ¿Y en qué trabaja este hombre, si puede saberse?
—No trabaja. Es un "hippie" de los años 60 y no trabaja, Domi. ¿No ves que es un "hillbilly"?
—¿Un qué?
—Un "hillbilly" —tartamudeó mi tía.
—Un flojo será —casi gritó la Domi y al ver la cara con que la miró el "hillbilly" prefirió guardarse sus otras opiniones.
Al día siguiente de su llegada, mi tía y su marido se fueron de vacaciones y la Domi se quedó cuidando las gallinas y durmiendo en un jergón que le instalaron en medio del "trailer home". La segunda noche sintió un ruido al lado, fuera de la casucha y se levantó. Había un silencio de mausoleo. No se escuchaba más que el ruido del viento, y la noche estaba cerrada y negra. De pronto, un hombre de unos 40 años, con una cara de patibulario que era como para caerse muerta de miedo, le cayó encima y la encañonó con una pistola.
—"¡Give me the money!" —chilló y la Domi, aterrorizada y sin entender ni una palabra, se puso a gritar como condenada a muerte.
No llegó nadie, naturalmente. Quién iba a llegar si en esos descampados, aparte del "hillbilly" y mi tía Alicia y las gallinas, lo único que había era un coyote que moraba debajo de una roca.
Lo cierto es que el tipo entró al "trailer" y se robó la tele (lo único robable que había allí) y luego dejó a la Domi maniatada y amarrada a una silla.
Si no fuera por un "sherif" de una comarca vecina, que dos días más tarde pasó por casualidad y entró a pedir un vaso de agua, la Domi muere de inanición en el "trailer".
La cosa es que con todas estas experiencias tan variadas, cambios de escenario y sirviendo cada vez a una vieja más loca que la otra, a la Domi le vino la crisis de identidad.
Una mañana despertó y no sabía quién era ella, ni qué cosas le gustaban, ni cuál de todas las casas era su casa, ni si mi abuela era su mamá o su empleadora y si mis tías eran sus hermanas, sus patronas o sus rivales. Dé pronto se dio cuenta de que no tenía gustos propios. Le gustaban las cazuelas como a mi tía Eulogia, la ropa como a la hija menor de mi tía Azucena, los muebles como a mi tía Filomena, los maridos como a mi tía Carmen y los autos como a Roberto. Se vestía como lo hacían mis tías y hablaba como mi abuela.
"No vaya a ser cosa que empiece a sentir lo mismo que estas señoras", pensó asustada y fue a ver a un médico.
—Tengo una crisis de identidad, doctor. Vengo a que me ayude.
—No eres la única, hija, en estos tiempos tan revueltos, medio mundo tiene crisis de identidad. Yo mismo ya ni sé si soy médico o no.
—¿Y me va a decir que estoy pagando una consulta para que me diga que ya ni sabe si es médico? Mejor me voy y me tomo mi remedio casero —dijo, y dio un portazo y se fue.
Lo curioso es que se mejoró a la semana. Se tomó una de sus pócimas y se le cayó el pelo y la uña de un pie, pero recuperó su identidad y una mañana se paró frente al espejo y vio a la Domitila de toda la vida.
"Hola, vieja", se dijo sonriendo y se fue a hacer sus cosas.
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, NOVIEMBRE 12 DEL 2000