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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
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    ESTILOS:
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    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
    No Ocultar
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    P
    S1
    S2
    S3
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    B2
    B3
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    B14
    B15
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    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    NANA (Chuck Palahniuk)

    Publicado en septiembre 14, 2014

    Dedico este libro, con especial agradecimiento, a...
    Jason Cheung
    Kyle McCormick
    Dennis Widmyer
    Amy Dalton
    Kevin Kölsch
    ...que leyeron mis cosas cuando nadie las leía


    PRÓLOGO

    Al principio, el nuevo propietario finge que nunca miró el suelo de la sala de estar. Que en realidad nunca lo miró. No la primera vez que visitaron la casa. No cuando se la enseñó el inspector. Midieron las habitaciones y les dijeron a los empleados de mudanzas dónde tenían que poner el piano y el sofá, metieron todo lo que tenían y nunca se detuvieron a mirar el suelo de la sala de estar. Eso es lo que fingen.

    Luego, la primera mañana que bajan las escaleras, se lo encuentran, escrito con rayones en el suelo de madera de roble blanco: LARGAOS

    Algunos nuevos propietarios fingen que lo ha hecho un amigo para gastarles una broma. Otros están seguros de que se lo han escrito porque no dieron propina a los empleados de mudanzas.

    Un par de noches más tarde, un niño pequeño rompe a llorar dentro de la pared norte del dormitorio principal.

    Entonces es cuando suelen llamar.

    Y este nuevo propietario que está ahora al teléfono no es lo que nuestra heroína, Helen, necesita esta mañana.

    Con su tartamudeo y sus quejas.

    Lo que necesita es otra taza de café y un sinónimo de siete letras de «aves de corral». Necesita oír qué está pasando en el escáner de la policía. Helen Boyle chasquea los dedos para llamar la atención de su secretaria en la habitación de al lado. Nuestra heroína tapa el auricular del teléfono con las manos y lo usa para señalar el escáner y dice:

    —Es un código nueve once.

    Su secretaria, Mona, se encoge de hombros y dice:

    —¿Y?

    Así que tiene que ir a mirarlo en la guía de códigos.

    Y Mona dice:

    —Tranquila. Es un robo en una tienda.

    Asesinatos, suicidios, asesinos en serie, sobredosis accidentales, no se puede esperar a que salgan en las portadas de los periódicos. No puedes dejar que otro agente de ventas llegue antes que tú a la próxima bendición.

    Helen necesita que el nuevo propietario del 325 de Crestwood Terrace se calle un momento.

    Por supuesto, el mensaje ha aparecido en la sala de estar. Lo raro es que el niño pequeño no suele empezar hasta la tercera noche. Primero viene el mensaje fantasma, luego el niño se pasa la noche llorando. Si los propietarios duran lo bastante, a la semana siguiente llaman por la cara que aparece reflejada en el agua cuando llenan la bañera. Una cara toda fruncida y arrugada con dos agujeros oscuros en el lugar de ojos.

    La tercera semana aparecen las sombras fantasmagóricas que corren en círculos sin parar por las paredes del comedor cuando todo el mundo está sentado a la mesa. Después puede que pasen más cosas, pero nadie ha llegado a durar cuatro semanas.

    Helen Hoover Boyle le dice al nuevo propietario:

    —A menos que esté dispuesto a ir a un tribunal y demostrar que la casa es inhabitable, a menos que pueda usted demostrar sin un asomo de duda que los propietarios anteriores sabían que sucedían estas cosas... —Y dice—: Tengo que decirle —dice— que estos casos se pierden, además de que se genera un montón de publicidad y la casa pierde todo su valor.

    No es una mala casa, el 325 de Crestwood Terrace, estilo Tudor inglés, con el tejado rehecho, cuatro dormitorios y tres baños y medio. Con piscina de obra. Nuestra heroína ni siquiera tiene que comprobar la ficha. Ya ha vendido esa casa seis veces en los últimos dos años.

    Otra casa, la casa antigua estilo Nueva Inglaterra de dos pisos de Eton Court, con seis dormitorios, dos baños, entrada con revestimiento de pino y una cocina con paredes que manan sangre, la ha vendido ocho veces en los últimos cuatro años.

    Le dice al nuevo propietario:

    —Tengo que ponerle un momento en espera.

    Y pulsa el botón rojo.

    Helen lleva un traje blanco y zapatos blancos, pero no blancos del todo. Se parece más al blanco que se lleva para practicar descensos contrarreloj en Banff con coche privado, chófer con busca, catorce maletas a juego y una suite en el hotel Lake Louise.

    Nuestra heroína dice en dirección a la puerta:

    —¿Mona? ¿Rayo de luna? —Y levantando la voz—: ¿Cazafantasmas?

    Da unos golpecitos con el bolígrafo en la página doblada de periódico que tiene sobre la mesa y dice:

    —¿Una palabra de cuatro letras para «roedor»?

    El escáner de la policía habla con voz borboteante, balbucea, ladra y repite «¿Me recibe?» después de cada frase. Repite: «¿Me recibe?».

    Helen Boyle grita:

    —Este café no vale un duro.

    Una hora más tarde tiene que estar enseñando una casa estilo Queen Anne de cinco dormitorios con apartamento independiente, dos chimeneas de gas y una cara de un suicida muerto por sobredosis de barbitúricos que aparece de madrugada en el espejo del tocador. Luego le toca un rancho en dos niveles con calefacción FAG, salita de estar soterrada y los disparos fantasmagóricos recurrentes de un doble homicidio que tuvo lugar hace más de una década. Lo tiene todo apuntado en su gruesa agenda, que es gruesa y está encuadernada en algo parecido a cuero rojo. Ahí es donde lo apunta todo.

    Toma otro sorbo de café y dice:

    —¿Cómo se llama esto? ¿Moca Swiss Army? Se supone que el café sabe a café.

    Mona va hasta la puerta con los brazos cruzados y dice: —¿Qué?

    Y Helen dice:

    —Necesito que te pases... —Busca entre las fichas de su registro—. Que te pases por el cuatro mil seiscientos setenta y tres de Willmont Place. Es una casa estilo colonial holandés con solario, cuatro dormitorios, dos baños y un homicidio con agravantes.

    El escáner de la policía dice:

    —¿Me recibe?
    —Haz lo de siempre —dice Helen. Escribe la dirección en una tarjeta y se la da—. No arregles nada. No quemes salvia. No hagas ningún puto exorcismo.

    Mona coge la tarjeta y dice:

    —¿Me limito a buscar vibraciones?

    Helen hace un gesto cortando el aire con la mano y dice:

    —No quiero que nadie coja ningún túnel hacia una luz brillante. Quiero que esos fenómenos de feria se queden aquí si puede ser, en este plano astral, gracias. —Mira su periódico y dice—: Tienen toda la eternidad para estar muertos. No les pasa nada por quedarse en la casa otros cincuenta años y arrastrar un poco las cadenas.

    Helen Hoover Boyle mira la luz parpadeante que indica llamada en espera y dice:

    —¿Qué encontraste ayer en la casa española de seis dormitorios?

    Mona pone los ojos en blanco. Proyecta la mandíbula inferior hacia fuera, deja escapar un largo suspiro hacia arriba que le levanta el pelo de la frente y dice:

    —Está claro que hay una energía. Una presencia sutil. Pero la disposición es preciosa. —Un cordón de seda negra cuelga alrededor de su cuello y desaparece en la comisura de su boca.

    Y nuestra heroína dice:

    —A la mierda la disposición.

    Nada de casas idílicas que solamente se venden una vez cada cincuenta años. Nada de hogares felices. Y a la mierda las cosas sutiles: los rincones extrañamente fríos, los vapores inexplicables, las mascotas irritables. Lo que ella necesita es sangre cayendo por las paredes. Necesita manos heladas que saquen a los niños de la cama por las noches. Necesita ojos rojos resplandecientes en la oscuridad al pie de las escaleras del sótano. Eso y fachadas decentes.

    El bungalow del 521 de Elm Street tiene cuatro dormitorios, ferretería original y gritos en el desván.

    La casa estilo Normandía en el 7.645 de Weston Heights tiene ventanas de arco, antecocina, puertas correderas emplomadas y un cuerpo que aparece en el pasillo del piso de arriba con varias puñaladas.

    En el apartamento estilo rancho del 248 de Levee Place —cinco habitaciones, cuatro baños y medio con patio de ladrillo— las paredes del dormitorio principal donde tuvo lugar un envenenamiento con desatascador de cañerías se vuelven a llenar de esputos de sangre.

    Los agentes inmobiliarios las llaman casas afligidas. Esas casas que nadie vende porque nadie las quiere enseñar. Ningún agente inmobiliario quiere abrir las puertas ni arriesgarse a estar allí solo. O bien son las casas que se venden una y otra vez cada seis meses porque nadie puede vivir en ellas. Una buena racha de esas casas, veinte o treinta de alto nivel, y Helen ya podría apagar el escáner de la policía. Podría dejar de registrar las esquelas y las páginas de sucesos dedicadas a suicidios y homicidios. Podría dejar de enviar a Mona a buscar cualquier pista. Podría tumbarse a buscar una palabra de siete letras cuya definición fuera «animal equino».

    —Además, necesito que recojas la ropa de la lavandería —dice—. Y tráeme café como Dios manda. —Señala a Mona con el bolígrafo y dice—: Y, por respeto a la profesionalidad, déjate en casa los abalorios rastafaris.

    Mona se saca de la boca el cordón de seda negra hasta hacer salir un cristal de cuarzo, mojado y brillante.

    —Es un cristal. Me lo ha dado Ostra. Mi novio.

    Helen dice:

    —¿Estás saliendo con un chico que se llama Ostra?

    Mona deja caer el cristal de forma que le queda colgando sobre el pecho y dice:

    —Me ha dicho que es para protegerme. —El cristal deja una mancha oscura de humedad en la blusa de color naranja.
    —Oh, y antes de que te vayas —dice Helen—, ponme al teléfono con Bill o Emily Burrows.

    Helen pulsa el botón de llamada en espera y dice:

    —Discúlpeme.

    Y explica que quedan un par de opciones más. El nuevo propietario puede simplemente irse, firmar una escritura de traspaso de finiquito y la casa pasa a ser problema del banco.

    —O bien —dice nuestra heroína— puede usted darme una exclusiva confidencial para vender la casa. Lo que se llama una venta de derechos bajo mano.

    Y quizá esta vez el nuevo propietario dice que no. Pero después de que se le aparezca esa cara repulsiva entre las piernas cuando se está bañando, después de que empiecen a desfilar las sombras por las paredes, en fin, al final todos dicen que sí.

    El nuevo propietario dice por teléfono:

    —¿Y no les va a contar el problema a quienes quieran comprarla?

    Y Helen dice:

    —No terminen de deshacer las maletas. Diremos a la gente que están mudándose a otro lugar.

    Si alguien pregunta, dígales que los han trasladado a otra ciudad. Dígales que les encantaba la casa.

    Dice:

    —El resto será un secreto entre nosotros.

    Mona dice desde el vestíbulo de la oficina:

    —Tengo a Bill Burrows en la línea dos.

    Y el escáner de la policía dice:

    —¿Me recibe?

    Nuestra heroína aprieta el botón de al lado y dice:

    —¿Bill?

    Articula la palabra «café» para que Mona le lea los labios. Hace una señal con la cabeza en dirección a la ventana y articula la palabra «fuera».

    Y el escáner de la policía dice:

    —¿Me recibe?

    Así era Helen Hoover Boyle. Nuestra heroína. Ahora está muerta, pero no del todo. Así era un día normal en su vida. Así era su vida antes de que yo apareciera. Tal vez esta sea una historia de amor o tal vez no. Depende de en qué medida pueda creerme a mí mismo.

    Esta historia trata de Helen Hoover Boyle. De cómo sigue conmigo. Igual que se queda una canción en tu cabeza. De cómo crees que debería ser la vida. De cómo todo te llama la atención. De cómo tu pasado te acompaña todos los días de tu futuro.

    Eso es. De eso va. Eso es todo, Helen Hoover Boyle.

    Todos estamos rondados por fantasmas y todos rondamos a alguien. Aquel día, el último de su vida normal, nuestra heroína le dijo al teléfono:

    —¿Bill Burrows?

    Dijo:

    —Tienes que hacer que Emily se ponga en el supletorio porque os he encontrado la casa perfecta.

    Escribe la palabra «caballo» y dice:

    —Tengo la impresión de que los propietarios están muy motivados para venderla.



    1


    El problema de todas las historias es que se cuentan después de que hayan pasado.

    Hasta los comentarios jugada a jugada que hace la radio de los home runs y los strike outs llevan unos minutos de retraso. Hasta la televisión en directo lleva un par de segundos de retraso.

    Hasta la luz y el sonido tienen un límite de velocidad.

    Otro problema es el que las cuenta. El quién, el qué, el dónde, el cuándo y el porqué del reportero. La influencia del medio. La forma que el mensajero da a los hechos. Lo que los periodistas llaman «el Guardián». El hecho de que la presentación lo es todo.

    La historia que hay detrás de la historia.

    Todo esto lo cuento yendo de café en café. Este libro lo estoy escribiendo, capítulo a capítulo, desde pueblos y ciudades y paradas para camiones en medio de la nada que nunca son los mismos.

    Lo que tienen en común todos estos sitios son los milagros. Esa clase de noticias que salen en los periódicos sensacionalistas, la clase de curaciones y visiones que nunca salen en la prensa de masas.

    Esta semana es la Virgen de Welburn, Nuevo México. La semana pasada recorrió Main Street volando. Con sus rastas rojas y negras flotando a su espalda, con los pies descalzos y sucios, con una falda india de algodón estampada en dos tonos distintos de marrón y un top vaquero sin espalda. La noticia sale en el World Miracles Report de esta semana, al lado de la caja registradora de todos los supermercados de América.

    Y aquí estoy yo, con una semana de retraso. Siempre un paso por detrás. Después de que haya pasado.

    La Virgen Voladora llevaba las uñas pintadas de rosa brillante con las puntas blancas. Manicura francesa, de acuerdo con algunos testigos. La virgen Voladora llevaba un bote de aerosol insecticida de marca Bug-Off y lo usó para escribir por todo el cielo azul de Nuevo México la siguiente inscripción:

    PARAD DE TENER IJOS


    (Sic.)

    Luego dejó caer el bote de Bug-Off. Ahora el bote está de camino hacia el Vaticano. Para que lo analicen. Ya se pueden comprar postales del fenómeno. Y hasta vídeos.

    Casi todo lo que se puede comprar aparece después de que los hechos hayan pasado. Está muerto. Listo. Fiambre.

    En los vídeos de souvenir, la Virgen aparece agitando el bote de aerosol. Flota por encima del final de Main Street y saluda a la multitud con la mano. Y tiene una mata de pelo castaño en el sobaco. Justo un momento antes de que empiece a escribir, una ráfaga de viento le levanta la falda y se puede ver que la Virgen Voladora no lleva bragas. Tiene la entrepierna rasurada.

    Hoy estoy escribiendo desde aquí. Desde una cafetería de carretera, hablando con testigos de Welburn, Nuevo México. Conmigo está sentado el Sargento, un viejo poli irlandés con pinta de patata asada. Tenemos sobre la mesa el periódico local, doblado de forma que se ve un anuncio a tres columnas que dice:

    ATENCIÓN, CLIENTES DE LAS TIENDAS DE MUEBLES
    ALL PLUSH INTERIORS


    El anuncio dice:

    «Si han salido arañas venenosas de sus muebles tapizados nuevos, tal vez reúnan los requisitos para entablar un pleito por demanda colectiva».


    Y el anuncio da un número de teléfono para que la gente llame, pero no nos sirve de nada.

    El Sargento tiene esa clase de piel fláccida en el cuello que si la pellizcas y la sueltas se queda con la forma del pellizco. Tiene que irse a buscar un espejo para alisarla otra vez.

    Fuera de la cafetería, la gente sigue llegando al pueblo. La gente se arrodilla y reza para que haya otra aparición. El Sargento junta las manazas y finge que reza, mirando de reojo al otro lado de la ventana, con la pistolera desabrochada, con la pistola cargada y lista para tirar al plato.

    Cuando terminó de escribir en el cielo, la Virgen Voladora tiró besos a la gente. Hizo la señal de la paz levantando dos dedos. Flotó en el aire por encima de los árboles, sujetándose la falda con un puño, agitó hacia atrás las rastas rojas y negras, saludó con la mano y amén. Desapareció, tras las montañas, en el horizonte. Desapareció.

    Pero uno no se puede fiar de lo que dicen los periódicos.

    La Virgen Voladora no era ningún milagro.

    Era magia.

    No se trata de santos. Se trata de conjuros.

    El Sargento y yo no estamos aquí para presenciar nada. Estamos cazando brujas.

    Con todo, esta historia trata del aquí y el ahora. De mí, del Sargento y de la Virgen Voladora. Y de Helen Hoover Boyle. Lo que estoy escribiendo es la historia de cómo nos conocimos. De cómo llegamos hasta aquí.


    2


    Solamente te hacen una pregunta. Antes de licenciarte en la facultad de periodismo te piden que te imagines que eres reportero. Que te imagines que trabajas en un periódico de una gran ciudad y que una Nochebuena el jefe de redacción te manda a investigar una muerte.

    La policía y los enfermeros ya están allí. El vestíbulo de la casa de vecinos de barrio pobre está abarrotado de gente en bata y zapatillas de estar por casa. Dentro del apartamento, una pareja joven está llorando junto al árbol de Navidad. Su hijo se ha asfixiado con un adorno del árbol. Consigues lo que necesitas, el nombre del niño, su edad y todo eso, y vuelves cerca de medianoche a la redacción y escribes el artículo antes del cierre.

    Se lo envías al jefe de redacción y el jefe te lo rechaza porque no dices de qué color era el adorno. ¿Era verde o rojo? No pudiste mirar y no se te ocurrió preguntar.

    Mientras la imprenta pide a gritos la portada, tienes las siguientes opciones:

    Llamar a los padres y preguntar de qué color era.

    O negarte a llamar y perder tu trabajo.

    Era el cuarto poder. El periodismo. Y en la facultad a la que fui, esta era la única pregunta del examen final del curso de ética. Mi respuesta fue que llamaría a los enfermeros. Esa clase de objetos se catalogan. El adorno tenía que haber sido guardado en una bolsa y fotografiado para algún registro de pruebas. Ni loco iba a llamar a los padres después de medianoche y en la víspera de Navidad.

    La facultad me puso un insuficiente en ética.

    En lugar de aprender ética, aprendí a decirle a la gente lo que quiere oír. Aprendí a apuntarlo todo. Y aprendí que los jefes de redacción pueden ser unos gilipollas rematados.

    Todavía hoy me pregunto qué pretendía aquel examen. Ahora soy reportero en un periódico de una ciudad grande y ya no me hace falta imaginarme nada.

    Mi primer bebé de verdad fue un lunes de septiembre por la mañana. No había vecinos rodeando la caravana situada en el suburbio. Uno de los enfermeros estaba sentado en la kitchenette con los padres y les estaba haciendo las preguntas convencionales. El segundo enfermero me llevó al cuarto infantil y me enseñó lo que suelen encontrar en la cuna.

    Las preguntas convencionales de los enfermeros incluyen: ¿Quién encontró muerto al niño? ¿Cuándo lo encontraron? ¿Cuándo se vio vivo al niño por última vez? ¿El niño se alimentaba de leche materna o de biberón? Las preguntas parecen formuladas al azar, pero lo único que pueden hacer los médicos es reunir estadísticas y confiar en que algún día aparezca alguna pauta recurrente.

    La habitación del bebé era de color amarillo y azul, tenía cortinas floreadas en las ventanas y una cómoda blanca de mimbre junto a la cuna. Había una mecedora pintada de blanco. En la cómoda había un libro abierto por la página 27. En el suelo había una alfombra trenzada de color azul. En una pared había un bordado en cañamazo enmarcado. El bordado decía: «Los nacidos en jueves llegan lejos». La habitación olía a polvos de talco.

    Y tal vez no aprendí ética, pero aprendí a prestar atención. No hay detalle que sea tan nimio como para no apuntarlo.

    El libro abierto se titulaba Poemas y rimas del mundo entero, y estaba sacado en préstamo de la biblioteca del condado.

    El plan de mi jefe de redacción era hacer una serie en cinco entregas sobre el síndrome de la muerte súbita infantil. Todos los años mueren siete mil bebés sin causa aparente. Dos de cada mil bebés se van a dormir y nunca más se despiertan. Mi jefe de redacción, Duncan, lo llama muerte en la cuna.

    Los detalles que hay que saber sobre Duncan son que tiene la cara llena de marcas de acné, que la piel de debajo de las raíces del pelo se le pone marrón cada dos semanas cuando se tiñe las raíces de las canas. Que la contraseña de su ordenador es «contraseña».

    Lo único que sabemos de la muerte súbita infantil es que no hay pautas recurrentes. La mayoría de los bebés mueren a solas entre la medianoche y la mañana del día siguiente, pero el bebé también puede morir mientras duerme junto a sus padres. Puede morir en la silla del coche o en el cochecito. O puede morirse en brazos de su madre.

    Hay un montón de gente que tiene niños pequeños, me dijo mi jefe de redacción. Es la clase de artículo que a todos los padres y abuelos les da demasiado miedo para leerlo y demasiado miedo para no leerlo. La verdad es que no hay información nueva, pero la idea es hacer un perfil de cinco familias que hayan perdido a un hijo. Mostrar cómo sobrevive la gente. Cómo siguen adelante con sus vidas. Aquí y allá, podemos dejar caer los datos usuales sobre la muerte en la cuna. Podemos mostrar las profundas reservas de fuerza y de compasión que descubren esas personas en su interior. Ese es el enfoque. Como no se ciñe a ningún suceso concreto, es lo que se llama una noticia de interés humano. Lo pondremos en la portada de la sección Tendencias.

    Para ilustrarlo, podemos poner fotos de bebés sonrientes que hayan muerto.

    Ese era su tono. Es la clase de artículo de investigación que se escribe para ganar un premio. Estábamos a finales del verano y había pocas noticias. Era la época del año en que había más finales de embarazos y más recién nacidos.

    A mi jefe de redacción se le ocurrió que yo podía acompañar a los enfermeros.

    El artículo navideño, la pareja llorosa, el adorno; para entonces llevaba tanto tiempo trabajando que se me había olvidado aquel rollo.

    Aquella cuestión ética hipotética te la tienen que plantear al final de la carrera de periodismo porque para entonces ya es demasiado tarde. Tienes que devolver todo lo que has recibido en tus estudios. Ahora que ha pasado un montón de años, creo que la verdadera pregunta que estaban haciendo era: «¿De verdad te quieres dedicar a esto?».


    3


    A través de la pared se oye un estruendo de diálogos, luego un coro de risas. Luego más estruendo. La mayoría de las grabaciones de risas de la televisión se registraron a principios de los cincuenta. Hoy en día la mayoría de la gente a la que se oye reír está muerta.

    A través del techo se oye el chumba, chumba, chumba de una batería. Luego el ritmo cambia. Tal vez los golpes se juntan y se aceleran o tal vez se espacian y se ralentizan, pero no se paran.

    A través del suelo alguien está berreando la letra de una canción. Esa gente que necesita que su televisor o su radio o su equipo de música estén encendidos a todas horas. Esa gente a quien le aterra el silencio. Esos son mis vecinos. Esos ruidoadictos. Esos silenciofóbicos.

    La risa de los muertos se filtra por todas las paredes.

    Hoy en día, esto es lo que te venden como hogar, dulce hogar.

    Este asedio de ruidos.

    Después del trabajo, hice una sola parada. El hombre de detrás del mostrador levantó la vista cuando entré cojeando en la tienda. Sin quitarme la vista de encima metió la mano debajo del mostrador, sacó algo envuelto en papel marrón Y dijo:

    —Con bolsa doble. Creo que este le va a gustar. —Lo puso encima del mostrador y le dio unos golpecitos con la mano.

    El paquete era del tamaño de media caja de zapatos. Pesaba menos que una lata de atún.

    Pulsó uno, dos y tres botones de la máquina registradora y la ventanita del precio indicó ciento cuarenta y nueve dólares. Luego me dijo:

    —Para que no tenga que preocuparse, he cerrado bien las bolsas con cinta aislante.

    Por si acaso llovía, metió el paquete en una bolsa de plástico y me dijo:

    —Hágamelo saber si falta algo. —Y dijo—: No parece que ese pie esté mejorando.

    El paquete estuvo traqueteando durante todo el camino de vuelta. El papel marrón me resbalaba y se me arrugaba debajo del brazo. Cada vez que yo daba un paso renqueante, lo que había dentro se movía ruidosamente de un lado a otro del paquete.

    A través del techo de mi apartamento se oye música acelerada. Llegan murmullos de pánico del otro lado de las paredes. O bien una momia maldita del antiguo Egipto ha vuelto a la vida y está matando a los vecinos de al lado o bien están viendo una película.

    Debajo del suelo, hay alguien gritando, un perro ladrando, puertas cerrándose de golpe y los gritos de subastador de una canción.

    Entro en el baño y apago la luz. Para no ver lo que hay dentro de la bolsa. Para no saber cómo va a ser. En la oscuridad y la estrechez del baño tapo la rendija que queda debajo de la puerta con una toalla. Con el paquete en el regazo me siento en el retrete y escucho.

    Esto es lo que te venden como civilización.

    Gente que nunca tiraría basura desde el coche pasa a tu lado con la radio a todo trapo. Gente que nunca te tiraría humo de puro a la cara en un restaurante abarrotado habla a gritos por el teléfono móvil. Se chillan unos a otros a la mesa de la cena.

    La misma gente que nunca usaría insecticidas o herbicidas fustigan a sus vecinos poniendo música de gaitas escocesas en el equipo de música. Opera china. Country and western.

    Al aire libre, está bien que cante un pájaro. No está bien que cante Patsy Cline.

    Al aire libre, ya hay bastante con el estruendo del tráfico. Añadir el Concierto para piano en mi menor de Chopin no ayuda a arreglar la situación.

    Uno sube la música para tapar el ruido. Los demás suben su música para tapar la tuya. Tú vuelves a subir la tuya. Todo el mundo se compra un equipo de música más grande. Es la carrera armamentística del sonido. No se gana con muchos agudos.

    No se trata de calidad. Se trata de volumen.

    No se trata de música. Se trata de ganar.

    Animas la competición subiendo los bajos. Haces que tiemblen las ventanas. Te pasas la melodía por el forro y gritas la letra. Añades palabrotas y haces hincapié en cada una de ellas.

    Dominas. Es una cuestión de poder.

    En el baño a oscuras, sentado en el retrete, quito con la uña la cinta aislante que cierra un extremo del paquete y de dentro sale una caja de cartón, lisa, blanda, con los bordes afelpados y las esquinas romas y metidas hacia dentro. La tapa se levanta y lo que hay dentro forma al tacto varias capas de formas afiladas, duras y complejas, pequeños ángulos, curvas, esquinas y puntas. Las dejo a mi lado en el suelo del baño, a oscuras. Vuelvo a meter la caja de cartón en las bolsas de papel. Entre las formas duras y enrevesadas hay dos hojas de papel resbaladizo. Estos papeles también los meto en las bolsas. Luego arrugo las bolsas y hago una bola con ellas.

    Todo esto lo hago a ciegas, tocando el papel liso, palpando las capas de formas duras y complicadas.

    La música de los vecinos de al lado hace temblar un poco el suelo bajo mis pies, e incluso el retrete.

    Conviene decirles a las familias que han sufrido una muerte en la cuna que adopten un hobby. Es sorprendente lo rápido que se puede dar un portazo al pasado. No importa lo mal que te vayan las cosas, siempre puedes olvidarlas. Aprender a bordar. Hacer una lámpara de cristal de colores.

    Llevo las formas a la cocina y bajo la luz se vuelven azules, grises y blancas. Son de plástico duro y quebradizo. Son simples fragmentos. Tejas y persianas y salientes ornamentales de tejado diminutos. Escalones y columnas y marcos de ventana en miniatura. No se puede distinguir si es una casa o un hospital. Hay paredes diminutas de ladrillo y puertecitas. Esparcidas sobre la mesa de la cocina, podrían ser partes de una escuela o de un hospital. Sin ver la imagen de la caja, sin las instrucciones de montaje, los minúsculos canalones y ventanas de buhardilla podrían pertenecer a una estación de trenes o a un manicomio. A una fábrica o a una cárcel.

    No importa cómo lo montes, nunca estás seguro de que esté bien.

    Los pedacitos, las cúpulas y chimeneas, se agitan al compás del ruido que viene a través del suelo.

    Esos musicoadictos. Esos calmofóbicos.

    Nadie quiere admitir que somos adictos a la música. No es posible, simplemente. Nadie es adicto a la música, a la televisión ni a la radio. Simplemente necesitamos más, más canales, una pantalla más grande, más volumen. No soportamos estar sin ella, pero no, no somos adictos.

    Podríamos apagarla cuando quisiéramos.

    Coloco un marco de ventana en una pared de ladrillo. Lo pego con un pincelito del tamaño de un pintauñas. La ventana es del tamaño de una uña. El pegamento huele a laca del pelo. El olor hace pensar en naranjas y en gasolina.

    El dibujo de los ladrillos de la pared es tan delicado como una huella dactilar. Coloco otra ventana en su sitio y le aplico pegamento con el pincel.

    La vibración del sonido atraviesa las paredes, recorre la mesa, luego el marco de ventana y por fin mi dedo.

    Esos distradictos. Esos concentrafóbicos.

    El viejo George Orwell lo entendió todo al revés.

    El Gran Hermano no está mirando. Está cantando y bailando. Está sacando conejos de una chistera. El Gran Hermano está ocupado en reclamar tu atención a cada momento que pasas despierto. En asegurarse de que siempre estés distraído. En asegurarse de que permanezcas abstraído.

    En asegurarse de que se te marchite la imaginación. Hasta que sea tan útil como tu apéndice. En asegurarse de que tu atención siempre está ocupada.

    Y esta forma de ser alimentado es peor que ser observado. Si el mundo te mantiene siempre ocupado, nadie tiene que preocuparse por lo que tienes en mente. Si la imaginación de todo el mundo está atrofiada, nadie más será nunca una amenaza para el mundo.

    Me abro con el dedo un botón de la camisa y me meto la corbata dentro. Con la barbilla pegada al nudo de la corbata, introduzco con las pinzas una ventanita de cristal dentro de cada uno de los marcos. Usando una cuchilla, corto las cortinas de plástico en fragmentos más pequeños que un sello de correos, cortinas azules para el piso de arriba, amarillas para la planta baja. Pego las cortinas, algunas abiertas y otras cerradas.

    Hay cosas peores que descubrir a tu mujer y tu hijo muertos.

    Puedes ver cómo los mata el mundo. Puedes ver cómo tu mujer envejece y se aburre. Puedes ver a tus hijos descubriendo todas las cosas del mundo de las que has intentado salvarlos. Las drogas, el divorcio, el conformismo, las enfermedades. Todos los bonitos libros, la música, la televisión. Las distracciones.

    A toda esa gente a quien se le ha muerto un hijo tienes ganas de decirles: adelante. Culpaos.

    A la gente que amas les puedes hacer cosas peores que matarlos. Lo normal es quedarse mirando cómo el mundo lo hace por ti. Solamente tienes que leer un periódico.

    La música y las risas te consumen los pensamientos. El ruido los ahoga. Todos los sonidos distraen. Te duele la cabeza de respirar pegamento.

    Ya nadie es dueño de su mente. Concentrarse es imposible. No se puede pensar. Siempre hay ruido royendo. Cantantes gritando. Gente muerta riéndose. Actores llorando. Todas esas pequeñas dosis de emociones.

    Siempre hay alguien rociando el aire con su estado de ánimo.

    Retransmitiendo su dolor o su alegría o su rabia por todo el vecindario con el equipo de música del coche.

    Instalé cincuenta y siete ventanas al revés en una mansión estilo colonial holandés. En un castillo estilo Tudor de doce dormitorios, pegué los canalones de bajada en la parte equivocada del tejado y lo derretí todo al intentar arreglarlo con un disolvente químico.

    Esto no es nada nuevo.

    Los expertos en cultura griega antigua dicen que la gente de aquella época no creía que sus pensamientos les pertenecieran. Cuando los griegos de la Antigüedad tenían una idea, creían que un dios o una diosa les estaba dando una orden. Apolo les estaba diciendo que fueran valientes. Atenea les estaba diciendo que se enamoraran.

    Ahora la gente oye un anuncio de patatas fritas con sabor a crema agria y salen corriendo a comprarlas, pero a eso lo llaman su libre albedrío.

    Por lo menos, los griegos de la Antigüedad eran sinceros.

    La verdad es que, incluso si les lees algo a tu mujer y tu hijo una noche. Si les lees una nana. Y a la mañana siguiente te despiertas pero tu familia no. Te quedas en la cama, encogido al lado de tu mujer. Tu mujer sigue caliente pero no respira. Tu hija no llora. La casa ya está llena del estruendo del tráfico y de las conversaciones de la radio y del ruido del vapor que golpetea en las tuberías dentro de las paredes. La verdad es que te puedes olvidar de ello, incluso ese mismo día, aunque solamente sea durante el momento que tardas en hacerte el nudo de la corbata.

    Yo lo sé. Es mi vida.

    Puedes mudarte, pero eso no basta. Adoptas un hobby. Te sepultas a ti mismo en trabajo. Cambias de nombre. Improvisas. Pones el caos en orden. Lo haces cada vez que el pie se te cura lo bastante. Organizas todos los detalles.

    No es lo que un psicólogo aconsejaría, pero funciona.

    Luego pegas las puertas a las paredes. Pegas las paredes a los cimientos. Juntas con las pinzas todos los pedacitos de la chimenea y esperas a que se seque el pegamento del tejado. Cuelgas los canalones diminutos. Todos los detalles con exactitud. Colocas las buhardillitas. Cuelgas las persianas. Le pones el marco al porche. Siembras la hierba. Plantas los árboles.

    Inhalas el olor a naranjas y pegamento. El olor a laca del pelo. Te pierdes en cada uno de los detallitos. Pegas un hilo de hiedra en un costado de la chimenea. Tienes los dedos enredados con hilos de pegamento, las yemas de los dedos costrosas y pegadas entre sí.

    Te dices a ti mismo que el ruido es lo que define el silencio. Sin ruido, el silencio no sería precioso. El ruido es la excepción. Piensas en el espacio exterior, en ese frío y ese silencio increíbles donde están esperando tu mujer y tu hijo. Solamente el silencio, no el cielo, sería una recompensa suficiente.

    Plantas flores con las pinzas alrededor de la base de la casa.

    Tienes la espalda y el cuello encorvados sobre la mesa. El culo prieto, la espina dorsal doblada y arqueada en la base del cráneo dolorida.

    Pegas la diminuta esterilla que dice «Bienvenidos» frente a la puerta principal. Cuelgas las lucecitas fuera. Pegas el buzón al lado de la puerta. Pegas las botellitas realmente minúsculas de leche en el porche. El periodiquito doblado.

    Cuando todo está perfecto, exacto, meticuloso, deben de ser las tres o las cuatro de la mañana, porque ya no hay ruidos. El suelo, el techo y las paredes están en silencio. El compresor de la nevera se apaga y puedes oír cómo zumban los filamentos de las bombillas. Una polilla golpea la ventana de la cocina. Puedes ver el vapor de tu aliento de tanto frío como hace en la habitación.

    Pones las pilas en su sitio, pulsas un pequeño interruptor y las ventanitas se iluminan. Dejas la casa en el suelo y apagas la luz de la cocina.

    Te quedas de pie junto a la casa en la oscuridad. Vista así tiene un aspecto perfecto. Perfecto y seguro y feliz. Una bonita casa de ladrillo rojo. La luz que sale por las ventanitas ilumina la hierba y los árboles. Las cortinas brillan, amarillas en el cuarto del bebé. Azules en tu dormitorio.

    El truco para olvidar la situación general es mirar las cosas muy de cerca.

    La manera más fácil de cerrar una puerta es sepultarte a ti mismo en los detalles.

    Así es como nos debe de ver Dios.

    Como si todo fuera bien.

    Luego te quitas el zapato y das un pisotón con el pie descalzo. Das un pisotón bien fuerte y luego otro. No importa cuánto te duelan el plástico duro, la madera y el cristal, sigue pisando hasta que el vecino de abajo empiece a dar puñetazos en el techo.


    4


    La segunda muerte en la cuna que me encargan es en un bloque de cemento de pisos de protección oficial en los límites del centro. El niño muerto estaba sentado en una trona con la espalda encorvada hacia delante a media tarde mientras la niñera lloraba en el dormitorio. La trona estaba en la cocina. Había un montón de platos sucios en el fregadero.

    En la redacción, Duncan, mi redactor jefe, me pregunta:

    —¿El fregadero es de una o de dos picas?

    Otro detalle sobre Duncan es que escupe cuando habla.

    Dos picas, le digo. De acero inoxidable. Grifos distintos para el agua fría y caliente, con mangos de porcelana estilo pistola. Sin pitorro para rociar.

    Y Duncan dice:

    —¿Qué modelo de nevera?

    Una Amana, le digo.

    —¿Tienen algún calendario? —Las gotitas de saliva de Duncan me salpican la mano, el brazo y un lado de la cara.

    El calendario reproducía la pintura de un viejo molino de piedra de Nueva Inglaterra, le digo. Uno de esos molinos de agua. Enviado por una agencia de seguros. Tenía apuntada la siguiente visita del niño al pediatra. Y la fecha de los exámenes de repesca del instituto de la madre. Tengo apuntadas todas esas fechas y horas y el nombre del pediatra.

    Y Duncan dice:

    —Joder, eres bueno.

    Su saliva se me está secando en la piel y en los labios.

    El suelo de la cocina era de linóleo gris. Las encimeras eran de color rosa y tenían quemaduras de cigarrillo negras en los bordes. En la encimera de al lado del fregadero había un libro de la biblioteca. Poemas y rimas del mundo entero.

    El libro estaba cerrado, y cuando lo apoyé sobre el lomo, cuando lo dejé que se abriera solo, confiando en que me mostrara hasta dónde el lector había forzado la encuadernación, el libro se abrió por la página 27. Hice una marca con lápiz en el margen.

    Mi redactor jefe cierra un ojo e inclina la cabeza en mi dirección:

    —¿Qué clase de comida —dice— se había secado en los platos?

    Espaguetis, le digo. Con salsa de lata. De esa con extra de champiñones y ajo. Hice un inventario de la basura del cubo que había debajo del fregadero.

    Doscientos miligramos de sal por plato. Ciento cincuenta calorías en grasas. No sé qué esperaba encontrar, pero igual que todo el mundo en el escenario, consideraba que valía la pena buscar pautas recurrentes.

    Duncan dice:

    —¿Ves esto?

    Y me pasa las galeradas de una de las páginas de la sección de restaurantes de hoy. Por encima del pliegue hay un anuncio. De tres columnas de ancho por seis pulgadas de alto. La primera línea dice:

    ATENCIÓN, CLIENTES DEL TREELINE DINING CLUB


    El texto del anuncio dice:

    «¿Ha contraído usted una forma resistente al tratamiento del síndrome de fatiga crónica después de comer en este establecimiento? ¿Acaso ese virus procedente de la comida lo ha incapacitado para trabajar o para llevar una vida normal? De ser así, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».


    Luego pone un número de teléfono con un prefijo raro, tal vez de un móvil.

    Duncan dice:

    —¿Te parece que aquí puede haber una historia? —Y la página queda salpicada de puntos de saliva.

    Mi busca empieza a pitar en medio de la redacción. Son los enfermeros.

    En la facultad de periodismo, quieren que seas una cámara. Un profesional preparado, objetivo y calculador. Certero, consumado y observador.

    Quieren que creas que tú y la noticia sois dos cosas estrictamente separadas. Que los asesinos y los reporteros son mutuamente excluyentes. Que no importa de qué trate la historia, no trata de ti.

    Mi tercer bebé está en una granja a dos horas al sur del estado.

    Mi cuarto bebé está en un apartamento al lado de un centro comercial.

    Uno de los enfermeros me lleva a un dormitorio de la casa y me dice:

    —Siento que te hayamos llamado por este. —Se llama John Nash, y levanta la sábana para enseñarme a un niño acostado, un niño demasiado perfecto, demasiado tranquilo y demasiado pálido para estar dormido—. Este tiene casi seis años.

    Los detalles sobre Nash son los siguientes: es un tipo grande que lleva uniforme blanco. Lleva zapatillas deportivas altas de color blanco y el pelo recogido en una especie de palmera sobre la coronilla.

    —Podríamos trabajar para Hollywood —dice Nash. En esta clase de muerte limpia, sin sangre, no hay agonía, ni hay peristalsis inversa: esos estertores en los que tu aparato digestivo funciona al revés y vomitas heces—. Uno empieza a vomitar mierda —dice Nash—. Eso sí sería una escena de muerte realista.

    Lo que me cuenta sobre la muerte en la cuna es que tiene lugar casi siempre entre los dos y los cuatro meses de edad. Más del noventa por ciento de las muertes tienen lugar antes de los seis meses. La mayoría de los investigadores dicen que es casi imposible después de los diez meses. Más allá del año de edad, el forense califica la causa de la muerte de «indeterminada». Si hay más de una muerte de esta clase en la familia se considera homicidio a menos que se demuestre lo contrario.

    Las paredes del dormitorio del apartamento están pintadas de verde. La cama tiene sábanas de franela con terriers escoceses. El único olor viene de un acuario lleno de lagartos.

    Cuando alguien pone una almohada sobre la cabeza de un niño y aprieta, el forense lo califica de «homicidio amable».

    Mi quinto niño muerto está en una habitación de hotel junto al aeropuerto.

    En la granja y el apartamento está el libro Poemas y rimas del mundo entero abierto en la página 27. El mismo libro de la biblioteca del condado con mi marca a lápiz en el margen. En la habitación de hotel no hay ningún libro. Es una habitación doble con el bebé encogido en una cama queen-size al lado de la cama donde dormían los padres. Hay una televisión a color en un armario, una Zenith de treinta y seis pulgadas con cincuenta y seis canales por cable y cuatro locales. La alfombra es marrón, las cortinas marrones y azules con flores estampadas. En el suelo del baño hay una toalla mojada manchada de sangre y de gel de afeitado de color verde. Alguien no ha tirado de la cadena.

    Las colchas son de color azul oscuro y huelen a humo de cigarrillo.

    No hay libros por ninguna parte. Pregunto si la familia se ha llevado algo del escenario y el agente dice que no. Pero alguien de los servicios sociales ha venido a llevarse algo de ropa.

    —Oh —dice—, y unos libros de la biblioteca que había que devolver.


    5


    Se abre la puerta principal y dentro aparece una mujer sosteniendo un teléfono móvil junto a la oreja, sonriéndome y hablando con alguien.

    —Mona —le dice al teléfono—, tienes que hacerlo deprisa. Acaba de llegar el señor Streator.

    Me enseña el dorso de la mano libre, el reloj diminuto y resplandeciente que lleva en la muñeca y dice:

    —Llega unos minutos pronto.

    La otra mano, con las uñas largas pintadas de rosa con las puntas blancas y con el teléfono móvil diminuto de color negro, está casi escondida por la nube rosada resplandeciente de su pelo.

    Sonriendo, dice:

    —Tranquila, Mona. —Mira hacia arriba y luego hacia mí—. Chaqueta deportiva marrón —dice—. Pantalones de sport marrones, camisa blanca. —Frunce el ceño y hace una mueca de dolor—. Y corbata azul.

    La mujer le dice al teléfono:

    —Mediana edad. Metro ochenta. Unos setenta y cinco kilos. Caucasiano. Marrón. Verdes. —Me guiña el ojo y dice—: Un poco despeinado y hoy no se ha afeitado, pero parece bastante inofensivo.

    Se inclina un poco hacia delante y articula con los labios «Mi secretaria».

    Luego le dice al teléfono:

    —¿Qué?

    Se aparta a un lado y con la mano libre me hace una señal para que entre. Pone los ojos en blanco, su mirada se encuentra con la mía y dice:

    —Gracias por preocuparte, Mona, pero no creo que el señor Streator haya venido a violarme.

    Estamos en Gartoller Estate, una casa georgiana en Walker Ridge Drive con ocho dormitorios, siete baños, cuatro chimeneas, una sala para desayunar, un comedor formal y un salón de baile de ciento cincuenta metros cuadrados en la cuarta planta. Tiene un garaje separado para seis coches y una casa para invitados. Tiene piscina de obra y sistema de alarma antirrobos y antiincendios.

    Walker Ridge Drive es de esos vecindarios donde recogen la basura cinco veces al día. Allí vive la clase de gente que aprecia la amenaza de un buen pleito, y cuando vas y te presentas, sonríen y se muestran de acuerdo.

    Gartoller Estate es una casa preciosa.

    Son esa clase de vecinos que no te invitan a entrar. Se quedan en el umbral con la puerta entreabierta y sonríen. Dicen que ellos no saben nada de la historia de Gartoller Estate. Que es una casa y ya está.

    Si continúas preguntando, la gente te mira por encima del hombro en dirección a la calle vacía. Luego te sonríen y dicen:

    —No puedo ayudarle. Lo que tiene que hacer es llamar al agente inmobiliario.

    El letrero del 3.465 de Walker Ridge Drive dice Agencia Inmobiliaria Boyle. Visita con cita previa.

    En otra casa, una mujer con uniforme de doncella me ha abierto la puerta con una niña pequeña de unos cinco o seis años mirando a un lado de su falda negra de doncella. La doncella ha negado con la cabeza y ha dicho que no sabía nada.

    —Tiene que llamar al agente del vendedor —ha dicho—. Helen Boyle. Lo pone en el letrero.

    Y la niña ha dicho:

    —Es una bruja.

    Y la doncella ha cerrado la puerta.

    Helen Hoover Boyle atraviesa las habitaciones blancas, vacías y llenas de ecos de Gartoller Estate. Camina sin dejar de hablar por teléfono. Con su nube de pelo de color rosa, con un traje chaqueta entallado de color rosa, con medias blancas y zapatos de color rosa y de tacón mediano. Tiene los labios embadurnados de chicle de color rosa. Los brazos le relucen y le tintinean de todas las pulseras doradas y de color rosa, cadenas de oro, colgantes y monedas que lleva.

    Lleva suficientes adornos para llenar un árbol de Navidad. Perlas lo bastante grandes como para asfixiar a un caballo.

    Le dice al teléfono:

    —¿Has llamado a la gente de la casa de Exeter Drive? Hace dos semanas que tendrían que haber salido chillando.

    Atraviesa unas puertas dobles y altas, cruza la siguiente habitación y entra en la siguiente.

    —Ajá —dice—. ¿Qué quieres decir con que no están viviendo en ella?

    Desde unas ventanas altas de arco se ve una terraza de piedra. Más allá, un jardín veteado con las líneas de la cortadora de césped, y al fondo una piscina.

    Le dice al teléfono:

    —No te gastas un millón doscientos mil en una casa para no vivir en ella. —Su voz suena estridente y brusca en estas habitaciones sin muebles ni alfombras.

    Uno sesenta y cinco. Cuarenta y cinco kilos. Es difícil aventurar su edad. Está tan delgada que o bien se está muriendo o bien es rica. Su traje chaqueta es de una especie de tela de sofá con bultitos y con los rebordes trenzados en blanco. Es de color rosa pero no de color gamba. Se parece más al color del paté de gambas servido sobre una galleta salada con un poquito de perejil y una puntita de caviar. La chaqueta es entallada en la cinturita y cuadrada en los hombros. La falda es corta y ceñida.

    Lleva ropa de muñeca.

    —No —dice—. El señor Streator está aquí conmigo. —Levanta las cejas dibujadas con lápiz y me mira—, ¿Si le estoy haciendo perder el tiempo? —dice—. Espero que no.

    Sonriendo, le dice al teléfono:

    —Bien. Está diciendo que no con la cabeza.

    Me pregunto qué es lo que le ha hecho decir que soy «de mediana edad».

    Para ser honesto, le digo, no estoy interesado en comprar una casa.

    Tapa el teléfono con dos uñas de color rosa, se inclina hacia mí y articula en silencio las palabras «Un momento, por favor».

    La verdad, le digo, es que he sacado su nombre de unas fichas de la oficina del juez de instrucción del condado. La verdad es que he estado estudiando las fichas forenses de todas las muertes en la cuna que han tenido lugar en esta zona durante los últimos veinticinco años.

    Y sin dejar de escuchar el teléfono, sin mirarme, me pone sobre la solapa las uñas de color rosa de la mano libre y las deja allí, empujando solamente un poco. Y le dice al teléfono:

    —Entonces, ¿qué problema hay? ¿Por qué no están viviendo en ella?

    A juzgar por su mano, vista de cerca, debe de tener treinta y muchos o cuarenta y pocos. Con todo, es demasiado joven para tener ese aspecto disecado que pasa por belleza a partir de cierta edad y nivel de ingresos. Su piel ya parece haber sido exfoliada, depilada, restregada, hidratada y maquillada hasta hacerla parecer un mueble remozado. Retapizado en rosa. Restaurado. Renovado.

    Le grita al teléfono móvil:

    —¡Estás de broma! ¡Claro que sé lo que es una demolición! —Y dice—: ¡Se trata de una casa histórica!

    Levanta los hombros, hasta pegarlos a ambos lados del cuello, y los deja caer. Separa la cara del teléfono y suspira con los ojos cerrados.

    Permanece a la escucha, con los zapatos de color rosa y las piernas blancas reflejadas del revés en el suelo de madera oscura. Pueden verse las sombras del interior de su falda reflejadas en las profundidades de la madera.

    Se tapa la frente con la mano libre y dice:

    —Mona. —Y dice—: No podemos permitirnos perder ese derecho de venta. Si construyen otra casa allí, lo más probable es que nunca vuelva a estar en venta.

    Luego vuelve a escuchar.

    Y me pregunto desde cuándo no se puede llevar corbata azul con una chaqueta marrón.

    Bajo la cabeza para encontrar su mirada y digo: ¿Señora Boyle? Le digo que necesito verla en privado, fuera de su oficina. Para hablarle de cierta historia que estoy investigando.

    Pero ella hace un gesto con los dedos en mi dirección. Un segundo más tarde, va hasta una de las chimeneas y se apoya en ella, apuntala la mano libre en la repisa y susurra:

    —Cuando la bola de demolición se balancee por el aire, lo más probable es que los vecinos vitoreen.

    Un amplio umbral comunica esta habitación con otra habitación blanca con el suelo de madera y un techo complejamente labrado y pintado de blanco. En la dirección contraria, un umbral da a una habitación revestida de estanterías blancas y vacías.

    —Tal vez podríamos iniciar una protesta —dice—. Podríamos mandar cartas a los periódicos.

    Yo le digo que soy de la prensa.

    Su perfume huele a cuero de asientos de coche y a rosas mustias y a revestimiento de muebles de cedro.

    Y Helen Hoover Boyle dice:

    —Espera, Mona.

    Se me acerca y dice:

    —¿Qué estaba diciendo, señor Streator? —Pestañea una vez, dos veces, deprisa. A la espera. Tiene los ojos azules.

    Que soy reportero, de la prensa.

    —La casa de Exeter Drive es una casa preciosa e histórica que alguna gente quiere demoler —dice, tapando el auricular con una mano—. Siete dormitorios, seiscientos metros cuadrados. Con paneles de madera de cerezo en todo el primer piso.

    El silencio en la habitación hace que se pueda oír una vocecita saliendo del teléfono que pregunta:

    —¿Helen?

    Ella cierra los ojos y dice:

    —Se construyó en mil novecientos treinta y cinco. —Inclina la cabeza hacia atrás—. Tiene calefacción de suelo radiante, dos coma ocho acres, tejado de tejas...

    Y la vocecita dice:

    —¿Helen?
    —Sala de juegos —dice—. Bar, gimnasio...

    El problema es que no tengo mucho tiempo. Lo único que necesito saber, le digo, es si alguna vez tuvo un hijo.

    —Antecocina —dice—. Cámara frigorífica...

    Le pregunto si su hijo murió de muerte súbita en la cuna hace unos veinte años.

    Ella pestañea una vez, dos, y dice:

    —¿Cómo dice?

    Necesito saber si le leía a su hijo en voz alta. Se llamaba Patrick. Tengo que encontrar todos los ejemplares existentes de cierto libro.

    Helen Boyle sostiene el teléfono entre la oreja y la hombrera de la chaqueta, abre su bolso de color rosa y blanco y saca un par de guantes blancos. Flexiona los dedos para introducirlos en los guantes y dice:

    —¿Mona?

    Necesito saber si tal vez ella sigue teniendo un ejemplar de ese libro. Lo siento, pero no puedo decirle por qué. Ella dice:

    —Me temo que el señor Streator no puede ayudarnos.

    Necesito saber si a su hijo le hicieron autopsia. Me sonríe. Luego articula con los labios las palabras «Fuera de aquí».

    Levanto las dos manos, con las palmas abiertas en su dirección, y ella empieza a retroceder.

    Solamente necesito asegurarme de que se destruyen todos los ejemplares de ese libro.

    Y ella dice:

    —Mona, por favor, llama a la policía.


    6


    En las muertes en la cuna, el procedimiento estándar es asegurarles a los padres que no han hecho nada malo. Que los bebés no se asfixian por culpa de las mantas. En el Journal of Pediatrics, en un estudio publicado en 1945 con el título «Asfixia mecánica durante la primera infancia», los investigadores demostraron que un bebé nunca se puede asfixiar con la ropa de cama. Incluso el bebé más pequeño, colocado boca abajo sobre una alfombra o un colchón, es capaz de darse la vuelta para respirar. Ni siquiera si el niño está un poco resfriado hay pruebas de que eso se pueda relacionar con la muerte. No hay pruebas que relacionen las vacunas DFT —difteria, tos ferina, tétanos— con la muerte súbita. Aunque el niño hubiera ido al médico unas pocas horas antes, podría morir de todos modos.

    Los gatos no se sientan encima de los niños y les roban la vida.

    Solamente sabemos que no sabemos nada.

    Nash, el enfermero, me enseña los hematomas purpúreos y rojos que tienen los niños, el livor mortis, en las partes inferiores del cuerpo donde se acumula la hemoglobina. La espuma sanguinolenta que les sale de la nariz y la boca es lo que los forenses llaman purga de fluidos, una parte natural de la descomposición. La gente que busca desesperadamente una respuesta mira el livor mortis y la purga de fluidos, o incluso a los sarpullidos que causan los pañales, y da por sentado que son abusos infantiles.

    El truco para olvidar la situación general es mirar las cosas muy de cerca.

    La manera más fácil de cerrar una puerta es sepultarte a ti mismo en los detalles. En los datos. Lo mejor de hacerse reportero es que te puedes esconder detrás de tu cuaderno. Todo es pura investigación.

    En la biblioteca del condado, en la sección juvenil, el libro vuelve a estar en la estantería, a la espera. Poemas y rimas del mundo entero. Y en la página 27 hay un poema. Un poema tradicional africano, según dice el libro. Tiene ocho versos y no me hace falta escribirlo. Lo tengo apuntado desde el primer bebé, el de la caravana en los suburbios. Arranco la página y devuelvo el libro a la estantería.

    En la redacción Duncan dice:

    —¿Cómo va con la ronda de bebés muertos? —Y dice—: Necesito que llames a este número a ver de qué va la cosa.

    Y me pasa unas galeradas de la sección de Cosas de la Vida con un anuncio rodeado por un círculo rojo.

    El anuncio tiene tres columnas por seis pulgadas de altura y dice:

    ATENCIÓN, CLIENTES DEL GIMNASIO
    Y CLUB DE TENIS MEADOW DOWNS


    Y dice:

    «¿Ha contraído usted una infección micótica abrasiva transmitida por el equipo del gimnasio o por el contacto íntimo con las superficies de los lavabos? De ser así, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».


    En el número de teléfono en cuestión, responde la voz de un hombre:

    —Despacho de abogados Deemer, Duke y Diller.

    El hombre dice:

    —Necesitamos su nombre y su dirección para nuestros registros. —Y dice, al teléfono—: ¿Puede describir su erupción? El tamaño. La ubicación. El color. Los daños o pérdida de tejidos. Sea tan específico como pueda.

    Ha habido un error, digo. No tengo ninguna erupción. Le digo que no llamo para formar parte del pleito.

    Por alguna razón, me viene a la cabeza Helen Hoover Boyle.

    Cuando le digo que soy de la prensa, el hombre dice:

    —Lo sentimos, pero no estamos autorizados a discutir la cuestión hasta que se entable el pleito.

    Llamo al club de tenis, pero tampoco quieren hablar. Llamo al Treeline Dining Club, pero no quieren hablar. Los dos anuncios tienen el mismo número de teléfono. Con el mismo prefijo extraño de teléfono móvil. Llamo otra vez y me contesta la misma voz de hombre.

    —Despacho de abogados Deemer, Duke y Diller.

    Cuelgo.

    En la facultad de periodismo te enseñan a empezar con los datos más importantes. Lo llaman la pirámide invertida. El quién, el qué, el dónde, el cuándo y el porqué al principio del artículo. Luego vas dando los datos menos importantes en orden descendente. De esa forma, el redactor jefe puede cortar el artículo por cualquier parte sin perder nada demasiado importante.

    Todos los pequeños detalles, el olor de la colcha, la comida que queda en los platos, el color del adorno del árbol de Navidad, todo eso se queda siempre en el suelo de la sala de redacción.

    La única pauta recurrente de la muerte en la cuna es que tiende a hacerse más frecuente cuando empieza a hacer frío, en otoño. Ese es el detalle con el que mi editor quiere que abra mi primera entrega. Algo para transmitir pánico a la gente. Cinco bebés, cinco entregas. Así podemos hacer que la gente siga la serie durante cinco domingos consecutivos. Podemos prometer que exploraremos las causas y detalles recurrentes de la muerte súbita infantil. Podemos mantener la esperanza viva.

    Hay gente que sigue pensando que el conocimiento es poder.

    Podemos garantizar a los anunciantes un público entregado.

    En la redacción, le pido a mi redactor jefe que me haga un pequeño favor.

    Le digo que tal vez haya encontrado una pauta recurrente. Parece que todos los padres les leyeron a sus hijos el mismo poema en voz alta la noche en que murieron.

    —¿Los cinco? —dice.

    Le digo que hagamos un pequeño experimento.

    Ya es de noche y los dos estamos cansados después de un día largo. Estamos sentados en su despacho y le digo que escuche.

    Es una vieja canción sobre animales que se van a dormir. Es nostálgica y sentimental y noto la cara amoratada y acalorada por la hemoglobina oxigenada mientras leo el poema en voz alta, bajo las luces fluorescentes, sentado al otro lado de la mesa de mi redactor jefe, que tiene la corbata desanudada y el cuello de la camisa abierto y está reclinado en su asiento con los ojos cerrados. Tiene la boca entreabierta y sus dientes y su tazón de café están manchados del mismo color marrón del café.

    Lo bueno es que estamos solos y solamente tardo un minuto.

    Cuando termino, abre los ojos y dice:

    —¿Qué coño se supone que quiere decir eso?

    Los ojos de Duncan son verdes.

    Su saliva me aterriza en el brazo en forma de motitas, trayendo gérmenes, pequeños perdigones de humedad, trayendo virus. Saliva marrón de café.

    Le digo que no lo sé. El libro la llama una canción sacrificial. En ciertas culturas antiguas, se la cantan a los niños durante las sequías o las hambrunas, en las épocas en que el territorio se ha quedado pequeño para la tribu. Se la cantan a los guerreros mutilados en la batalla o a la gente enferma, a cualquiera que uno espere que se vaya a morir pronto. Para acabar con su dolor. Es una nana.

    Por lo que respecta a la ética, lo que he aprendido es que juzgar los hechos no es trabajo del periodista. Que tu trabajo es examinar la información. Tu trabajo es reunir datos. Registrar lo que hay. Ser un testigo imparcial. Lo que he aprendido es que llega un día en que no te lo piensas dos veces antes de llamar a los padres en Nochebuena.

    Duncan mira su reloj, luego me mira a mí y dice:

    —¿Y en qué consiste tu experimento?

    Mañana sabré si hay una relación causal. Una pauta recurrente. Mi trabajo consiste únicamente en contar la historia. Meto la página 27 en su trituradora de papel.

    «Los palos y las piedras te pueden romper los huesos, pero las palabras no pueden hacer daño.»

    No se lo quiero explicar hasta que lo sepa con seguridad. Sigue siendo una situación hipotética, así que le pido a mi redactor jefe que me siga la corriente. Le digo:

    —Los dos necesitamos descansar, Duncan. —Y le digo—: Tal vez podamos seguir hablando por la mañana.


    7


    Mientras me estoy tomando la primera taza de café, Hender— son viene desde la sección de Información Nacional. Algunos cogen sus abrigos y echan a caminar hacia el ascensor. Algunos cogen una revista y se encaminan al lavabo. Otros se esconden detrás de las pantallas de sus ordenadores y fingen que hablan por teléfono mientras Henderson se detiene en el centro de la sala de redacción con la corbata aflojada alrededor del cuello de la camisa abierto y grita:

    —¿Dónde coño está Duncan?

    Grita:

    —La primera edición va camino de la imprenta y necesitamos el resto de la jodida portada.

    Algunos se encogen de hombros. Yo descuelgo el teléfono.

    Los detalles sobre Henderson son: tiene el pelo rubio y peinado de un lado a otro de la frente. Siempre está al tanto del estado de la nieve y lleva un forfait de pista de esquí colgando de todos sus abrigos. Su contraseña del ordenador es «contraseña».

    De pie junto a mi mesa, me dice:

    —Streator, ¿solamente tienes esa corbata azul horrible o qué?

    Con el teléfono pegado a la oreja, articulo con los labios la palabra «Entrevista». Le pregunto al tono de marcado si se escribe con «b» de bobo.

    Por supuesto que no le voy a contar a nadie que le leí el poema a Duncan. No se lo puedo contar a la policía. En cuanto a mi teoría, no le puedo contar a Helen Boyle por qué necesito la información sobre su hijo muerto.

    Llevo el cuello de la camisa tan prieto que tengo que tragar con fuerza para que me baje el café.

    Incluso aunque la gente me creyera, lo primero que me preguntarían es: «¿Qué poema?».

    Enséñanoslo. Demuéstranoslo.

    La pregunta no es: «¿Se filtraría el poema?».

    La pregunta es: «¿Cuánto tardaría en extinguirse la especie humana?».

    He aquí el poder de decidir entre la vida y una muerte fácil, limpia y sin sangre a disposición de cualquiera. De todo el mundo. Una muerte de Hollywood, instantánea y sin sangre.

    Incluso si no lo cuento, ¿cuánto tiempo tardará Poemas y rimas del mundo entero en llegar a un aula? ¿Cuánto falta para que la canción sacrificial de la página 27 sea leída a cincuenta niños antes de la hora de la siesta?

    ¿Cuánto falta para que alguien se la lea por la radio a miles de personas? ¿Para que le pongan música? ¿Para que la traduzcan a otros idiomas?

    Joder, no hace falta que la traduzcan para que funcione. Los bebés no hablan ningún idioma.

    Hace tres días que nadie ha visto a Duncan. Miller cree que Kleine ha llamado a Duncan a casa. Kleine cree que lo ha llamado Fillmore. Todo el mundo está seguro de que ha llamado otro, pero nadie ha hablado con Duncan. No ha contestado sus e-mails. Carruthers dice que Duncan ni siquiera se ha molestado en llamar para avisar de que estaba enfermo.

    Una taza de café más tarde, Henderson viene a mi mesa con una impresión de prueba de la sección de Ocio. Está doblada de forma que se ve un anuncio de tres columnas por seis pulgadas de alto. Henderson me mira mientras yo me doy golpecitos en el reloj de pulsera y me lo acerco al oído, y él dice:

    —¿Has visto este anuncio en la edición matinal?

    El anuncio dice:

    ATENCIÓN, PASAJEROS DE PRIMERA CLASE
    DE LAS LÍNEAS AÉREAS REGENT-PACIFIC


    El anuncio dice:

    «¿Ha sufrido pérdida de cabello y/o molestias relacionadas con ladillas después de tener contacto con el tapizado, las almohadas o las mantas de estas líneas aéreas? De ser así, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».


    Henderson dice:

    —¿Ya has llamado por esto?

    Le digo que por qué no se calla y llama él.

    Y Henderson dice:

    —Tú te encargas de los Artículos Especiales. —Y dice—: Esto no es la cárcel. Yo no soy tu puta.

    Esto está acabando conmigo.

    No te haces periodista porque se te dé bien guardar secretos.

    Ser periodista consiste en contar. En transmitir las malas noticias. En extender el contagio. La mejor historia de la Historia. Esto podría ser el fin de los medios de comunicación de masas.

    La canción sacrificial podría ser una plaga propia de la Era de la Información. Imaginen un mundo donde la gente huye de la televisión, de la radio. De las películas, de Internet, de las revistas y de los periódicos. Donde la gente tiene que llevar tapones en los oídos igual que uno se pone condones o guantes de goma. En el pasado, a nadie le preocupaba mucho tener relaciones sexuales con desconocidos. Y antes todavía, nadie se preocupaba por las mordeduras de las pulgas. Ni por el agua sin tratar. Ni por los mosquitos. Ni por el amianto.

    Imaginen una plaga que se transmita por los oídos.

    Los palos y las piedras te pueden romper los huesos, pero es que ahora las palabras también te pueden matar.

    La nueva muerte, esta plaga, puede venir de cualquier parte. De una canción. De un anuncio que has oído sin prestar atención. De un noticiario. De un sermón. De un músico callejero. Un vendedor telefónico te puede matar. Un profesor. Un archivo de Internet. Una tarjeta de felicitación por tu cumpleaños. Una galleta de la suerte.

    Un millón de personas pueden ver un programa en la tele y a la mañana siguiente estar muertos por culpa de una melodía publicitaria.

    Imaginen el pánico.

    Imaginen una nueva Edad de las Tinieblas. La exploración y las rutas comerciales llevaron las primeras plagas de China a Europa. Con los medios de comunicación de masas, tenemos un montón de canales nuevos de transmisión.

    Imaginen los libros ardiendo. Y las cintas y los archivos, las radios y los televisores, todo yendo a la misma hoguera. Todas las bibliotecas y librerías resplandeciendo en medio de la noche. Gente asaltando las estaciones repetidoras. Gente armada con hachas atacando los cables de fibra óptica.

    Imaginen gente entonando oraciones, cantando himnos, para ahogar cualquier sonido que pudiera traer la muerte. Tapándose los oídos con las manos, imaginen a la gente rehuyendo cualquier canción o discurso donde la muerte pudiera estar codificada igual que un lunático envenenaría un frasco de aspirinas. Cualquier palabra nueva. Cualquier cosa que no entendieran sería sospechosa, peligrosa. Evitada. La comunicación en cuarentena.

    Y si este es un hechizo letal, un conjuro, entonces habrá más. Si yo conozco la página 27, alguien más la conoce. Yo no soy el cerebro pionero de nada.

    ¿Cuánto falta para que alguien diseccione la canción sacrificial y cree otra variante, y otra, y otra? Hasta que Oppenheimer inventó la bomba atómica, era algo imposible. Ahora tenemos la bomba atómica y la bomba de hidrógeno y la bomba de neutrones, y la gente sigue desarrollando esa idea. Nos vemos impelidos a un nuevo paradigma de miedo.

    Si Duncan está muerto, era una víctima necesaria. Él ha sido mi prueba nuclear atmosférica. Ha sido mi Trinity. Mi Hiroshima.

    Con todo, Palmer, del departamento de Redacción, está convencido de que Duncan está en Composición.

    Jenkins, de Composición, dice que lo más probable es que Duncan esté en el departamento de Arte.

    Hawley, de Arte, dice que está en el Archivo de Prensa.

    Schott, del Archivo, dice que Duncan está en Redacción.

    Por aquí, esto es lo que te venden como realidad.

    Imaginen que las mismas medidas de seguridad que ahora tienen en los aeropuertos, las instauran en todas las bibliotecas, escuelas, cines y librerías, después de que se filtre la canción sacrificial. En cualquier sitio donde se pueda diseminar información uno encontrará guardias armados.

    Las ondas estarán tan vacías como una piscina pública durante una alarma de polio. Después, solamente se emitirán unos pocos comunicados del gobierno. Solamente noticias y música higienizados. Después, cualquier música, libro o película será probada con animales de laboratorio o convictos voluntarios antes de publicarse.

    En lugar de máscaras de cirujano, la gente llevará auriculares que les proporcionarán la protección constante y tranquilizadora de música segura o de cantos de pájaros. La gente pagará por recibir noticias «puras», por fuentes de información y entretenimiento «seguras». Igual que se inspecciona la leche, la carne y la sangre, imaginen que se tienen que filtrar y homogeneizar los libros y la música. Que certificar. Que aprobar para el consumo.

    La gente renunciará con gusto a la mayor parte de su cultura para estar seguros de que la poca que reciba es limpia y segura.

    Ruido de fondo.

    Imaginen un mundo en silencio donde esté prohibido cualquier ruido lo bastante fuerte o lo bastante largo como para albergar un poema letal. Se acabaron las motocicletas, las cortadoras de césped, los aviones a reacción, las licuadoras eléctricas, los secadores de pelo. Un mundo donde la gente tenga miedo a escuchar, miedo a oír algo detrás del estruendo del tráfico. Palabras venenosas enterradas en la música a todo volumen que suena en el piso de al lado. Imaginen una resistencia cada vez mayor al lenguaje. Nadie hablará porque nadie se atreverá a escuchar.

    Los sordos heredarán el mundo.

    Y los analfabetos. Los que viven aislados. Imaginen un mundo de ermitaños.

    Otra taza de café y tengo que mear como un cabrón. Henderson, de Información Nacional, me pilla lavándome las manos en el lavabo de hombres y me dice algo.

    Podría ser cualquier cosa.

    Le grito que no lo oigo mientras me estoy secando las manos debajo de la secadora de aire caliente.

    —¡Duncan! —grita Henderson. Para hacerse oír por encima del ruido del agua y de la secadora de manos, grita—: Tenemos dos cadáveres en la suite de un hotel y no sabemos si es una noticia. Necesitamos que Duncan haga una llamada.

    Creo que eso es lo que dice. Hay mucho ruido.

    Me compruebo la corbata en el espejo y me peino con los dedos. En un solo golpe de voz, con el reflejo de Henderson a mi lado, podría recitar a toda prisa la canción sacrificial y borrarlo de mi vida para esta misma noche. A él y a Duncan. Muertos. Así de fácil.

    En cambio, le pregunto si se puede llevar corbata azul con una chaqueta marrón.


    8


    Cuando el primer enfermero ha llegado al escenario, lo primero que ha hecho ha sido llamar a su corredor de bolsa. Este enfermero, mi amigo John Nash, ha valorado la situación de la suite 17F del hotel Pressman y ha puesto a la venta todas sus acciones de Stuart Western Technologies.

    —Pueden echarme, vale —dice Nash—, Pero en los tres minutos que he tardado en hacer la llamada, esos dos que hay en la cama no se han muerto más de lo que estaban.

    La siguiente persona a la que llama soy yo, y me pregunta si tengo cincuenta dólares a cambio de una información extra. Me dice que si tengo acciones de Stuart Western, que me deshaga de ellas y venga a toda pastilla a un bar en la Tercera, cerca del hospital.

    —Joder —dice Nash al teléfono—. La mujer era preciosa. Si no hubiera estado ahí Turner, Turner mi compañero, no sé qué habría hecho. —Y cuelga.

    De acuerdo con la teleimpresora, las acciones de Stuart Western Technologies ya se están yendo al garete. Ya debe de haberse emitido la noticia sobre Baker Lewis Stuart, el fundador de la empresa, y su nueva mujer, Penny Price Stuart.

    Anoche, los Stuart cenaron a las siete en Chez Chef. Eso es fácil de averiguar sobornando al conserje del hotel. De acuerdo con el camarero que les sirvió, uno de ellos tomó el risotto de salmón y el otro los champiñones Portabello. Mirando la cuenta, me ha dicho, no se puede saber quién tomó cada cosa. Se bebieron una botella de pinot noir. Uno de ellos tomó tarta de queso de postre. Los dos tomaron café.

    A las nueve fueron en coche a una fiesta en la Chambers Gallery, donde los testigos han contado a la policía que la pareja habló con varias personas, incluyendo al dueño de la galería y al arquitecto de su nueva casa. Los dos tomaron otro vaso de vino barato.

    A las diez y media volvieron al hotel Pressman, donde llevaban residiendo en la suite 17F casi un mes desde su boda. La operadora del hotel dice que hicieron varias llamadas de teléfono entre las diez y media y la medianoche. A las doce y cuarto llamaron a recepción y pidieron que los llamaran para despertarlos a las ocho. Un empleado de recepción confirma que usaron el mando a distancia de la televisión para pedir una película porno. La doncella los encontró muertos a las nueve de la mañana siguiente.

    —Para mí que es embolia —dice Nash—. Se lo estás comiendo a una chica y le soplas algo de aire dentro, o bien te la follas demasiado fuerte, y de una forma u otra puedes meterle un poco de aire en el flujo sanguíneo y la burbuja le va directa al corazón.

    Nash es grandullón. Un tipo corpulento con un abrigo pesado encima del uniforme blanco. Lleva sus zapatillas de atletismo blancas y cuando llego ya está en la barra. Tiene los dos codos sobre la barra y se está comiendo un bocadillo de filete en un panecillo con semillas y mayonesa y mostaza goteando por el otro lado. Se está bebiendo una taza de café solo. Tiene el pelo grasiento recogido en forma de palmera sobre la coronilla.

    Le pregunto si alguien ha registrado el lugar.

    Nash mastica, con su enorme mandíbula subiendo y bajando. Sostiene el bocadillo con las dos manos pero lo que está mirando es el plato de debajo, todo pringado y lleno de pepinillos y de patatas fritas.

    Le pregunto si ha olido algo en la habitación del hotel.

    Él dice:

    —Siendo recién casados, yo te digo que se la folló hasta matarla y luego tuvo un ataque al corazón. Van cinco pavos a que la abren y le encuentran aire en el corazón.

    Le pregunto si por lo menos marcó asterisco y 69 en el teléfono para averiguar quién fue el último en llamar.

    Y Nash dice:

    —No se puede hacer. En los teléfonos de hotel, no.

    Le digo que quiero algo más a cambio de mis cincuenta pavos que saber que estuvo babeando por un cadáver.

    —Tú también habrías babeado —dice—. Joder, estaba de muerte.

    Le pregunto si había objetos de valor en el escenario: relojes de pulsera, carteras, joyas.

    Él dice:

    —Y seguía caliente, debajo de la sábana. Lo bastante caliente. Nada de estertores. Nada.

    Su mandíbula enorme sigue subiendo y bajando, más despacio ahora que no está mirando nada en particular.

    —Si pudieras hacértelo con la mujer que quisieras —dice—, y si pudieras hacer lo que quisieras con ella, ¿no lo harías?

    Le digo que está hablando de violación.

    —No —dice—. Si está muerta, no. —Y muerde una patata frita—. Si hubiera estado solo y si hubiera tenido un condón... —dice con la boca llena—. Ni en coña habría dejado que el forense encontrara mi ADN en la escena del crimen.

    Entonces está hablando de asesinato.

    —No si la mata otro —dice Nash, y me mira—. O lo mata a él. El marido tenía un buen culo, si eso es lo que te va. Nada de secreciones. Nada de livor mortis. Nada de pérdidas de piel. Nada.

    No tengo ni idea de cómo puede decir todo eso y seguir comiendo.

    Dice:

    —Los dos desnudos. Una mancha grande de humedad en el colchón, en medio de los dos. Sí, lo hicieron. Lo hicieron y se murieron. —Nash mastica su bocadillo y dice—: La vi allí y estaba más buena que ningún coñito que me haya tirado.

    Si Nash conociera la canción sacrificial, no quedaría una mujer viva. Viva o virgen.

    Si Duncan ha muerto, espero que no sea Nash el que atienda a la llamada. A lo mejor esa vez sí que lleva condón. A lo mejor aquí se pueden comprar en el lavabo.

    Ya que la miró con tanta atención, le pregunto si vio algún hematoma, mordedura, picadura de abeja, marcas de agujas, lo que sea.

    —Nada de eso —dice.
    —¿Una nota de suicidio?
    —Nada. Muertos sin causa aparente —dice.

    Nash le da la vuelta al bocadillo con las manos y lame la mayonesa y la mostaza que gotean por el borde. Dice:

    —¿Te acuerdas de Jeffrey Dahmer? —Nash lame y dice—: No tenía intención de matar a tanta gente. Simplemente se le ocurrió que si taladraba un agujero en el cráneo de alguien y le echaba desatascador de cañerías, lo podía convertir en un zombi sexual. Lo único que Dahmer quería era follar más.

    Así pues, ¿qué consigo a cambio de los veinte dólares?

    —Solamente tengo un nombre —dice.

    Le doy dos de veinte y uno de diez.

    Arranca un trozo de filete del bocadillo con los dientes. La carne le queda colgando sobre la barbilla hasta que echa la cabeza hacia atrás para metérsela en la boca. Masticando, dice:

    —Sí, soy un cerdo. —Y el aliento le huele brutalmente a mostaza. Dice—: La última persona que habló con ellos, según el historial de llamadas de sus dos teléfonos móviles, se llama Helen Hoover Boyle.

    Y dice:

    —¿Te has librado de esas acciones tal como te he dicho?


    9


    Es el mismo armario de oficina estilo William and Mary. De acuerdo con la tarjeta pegada con cinta adhesiva a la parte delantera, es de pino negro lacado con escenas persas en dorado, patas terminadas en rodete y el frontón acabado con un montón de conchas y arabescos labrados. Tiene que ser el mismo armario. Hemos girado a la derecha, hemos cogido un pasillo estrecho flanqueado de armarios y luego hemos vuelto a girar a la derecha a la altura de un ropero estilo Regencia, luego a la izquierda a la altura de un sofá estilo Federal, pero aquí estamos de nuevo.

    Helen Hoover Boyle apoya un dedo en el panel dorado que muestra a los hombres y mujeres deslustrados de la vida cortesana de Persia, y dice:

    —No tengo ni idea de qué me está hablando.

    Ella mató a Baker y Penny Stuart. Los llamó a sus teléfonos móviles el mismo día en que murieron. Les leyó la canción sacrificial a los dos.

    —¿Cree que maté a esa pobre gente cantándoles? —dice.

    Hoy lleva un traje chaqueta amarillo, pero su pelo sigue siendo voluminoso y de color rosa. Lleva zapatos amarillos, pero su cuello sigue abarrotado de cadenas de oro y de cuentas. Sus mejillas son de color rosa y tienen un aspecto blando por culpa del exceso de maquillaje.

    No me ha hecho falta escarbar mucho para descubrir que los Stuart eran quienes acababan de comprar una casa en Exeter Drive. Una casa preciosa e histórica con siete dormitorios y paneles de cedro por todo el primer piso. Una casa que planeaban demoler para construir otra. Un plan que enfureció a Helen Hoover Boyle.

    —Oh, señor Streator —dice—. Si se oyera.

    Desde donde estoy, un pasillo estrecho y flanqueado de muebles avanza unos cuantos metros en cada dirección. Por los dos lados, el pasillo gira o se ramifica formando más pasillos, con armarios apretados a ambos lados y aparadores montados los unos sobre los otros. Todo lo que no es demasiado alto, como los sillones, sofás y mesas, deja ver solamente hasta el siguiente pasillo de cacharros, la siguiente pared de relojes de pie, biombos esmaltados y secreteres georgianos.

    Aquí es donde ella ha sugerido que nos reuniéramos, para poder hablar en privado, en una de esas tiendas de anticuario instaladas en almacenes. En este laberinto de muebles, no paramos de encontrarnos con el mismo armario de oficina William and Mary, con el mismo ropero Regencia. Andamos en círculos. Estamos perdidos.

    Y Helen Boyle dice:

    —¿Le ha hablado a alguien más de su canción asesina?

    Solamente a mi redactor jefe.

    —¿Y qué ha dicho su redactor jefe?

    Creo que ha muerto.

    Y ella dice:

    —Qué sorpresa. —Y dice—: Debe de sentirse usted fatal.

    Por encima de nosotros cuelgan lámparas de cristal a distintas alturas, todas empañadas y grises como pelucas empolvadas. Allí donde sus cadenas están enganchadas a las vigas del techo, hay cables retorcidos y deshilachados. Los cables cortados, las bombillas muertas y polvorientas. Cada lámpara de cristal es una vetusta cabeza aristocrática cortada y colgando del revés. Por encima de todo, el tejado del almacén traza un arco, con un montón de listones apuntalando la chapa de cinc.

    —Sígame —dice Helen Boyle—, ¿No se supone que solamente sale moho en la parte norte de los armarios?

    Se mete dos dedos en la boca para humedecerlos y los levanta.

    Las vitrinas rococó, las librerías jacobeas, las cómodas altas estilo neogótico, labradas y barnizadas, y los roperos estilo provincial francés nos rodean por todas partes. Los gabinetes de curiosidades de nogal eduardianos, los muebles de cajones neorenacentistas. El nogal y la caoba, el marfil y el roble. Las patas en forma de bulbo y las patas acabrioladas y los paneles con motivos de imitación de tela. Los chiffoniers estilo Queen Anne. Más arce de azúcar. Incrustaciones de madreperla y similor de bronce dorado. Nuestros pasos arrancan ecos del suelo de cemento. La lluvia tabletea en el tejado metálico. Y ella dice:

    —¿No se siente en cierta manera enterrado por la historia?

    Con las uñas de color rosa saca un llavero de su bolso blanco y amarillo. Cierra el puño en torno a las llaves de manera que únicamente le sobresalen por entre los dedos las más largas y afiladas.

    —¿Se da cuenta de que cualquier cosa que pueda hacer en la vida carecerá de sentido dentro de cien años? —dice—, ¿Cree que alguien se acordará de los Stuart dentro de cien años?

    Va examinando las diferentes superficies pulimentadas, las mesas, los tocadores, las puertas, mientras su imagen flota a través de ellas.

    —La gente se muere —dice—. La gente derriba casas. Pero los muebles, los muebles bonitos y elegantes, siguen adelante. Sobreviven a todo.

    Dice:

    —Los armarios son las cucarachas de nuestra cultura.

    Y sin perder el paso, raya la superficie bruñida de nogal de un armario con la punta de acero de una llave. El ruido es tan suave como siempre que algo duro raya algo blando. La cicatriz es profunda y deja ver el pino barato sin tratar que hay debajo del enchapado.

    Se para delante de un ropero con puertas biseladas de espejo.

    —Piense en todas las generaciones de mujeres que se han mirado en ese espejo —dice—. Se lo llevaron a casa. Envejecieron en ese espejo. Se murieron, todas esas jóvenes hermosas, pero el ropero está aquí, más valioso que nunca. Un parásito que ha sobrevivido al anfitrión. Un depredador grande y gordo esperando su siguiente comida.

    En este laberinto de antigüedades, dice, están los fantasmas de todo el mundo que ha poseído estos muebles. Esta basura decorativa ha sobrevivido a todo su talento, su inteligencia y su belleza. Y todo el éxito y los logros que estos muebles tenían que representar han desaparecido.

    Dice:

    —En el enorme esquema de las cosas, ¿acaso importa cómo murieron los Stuart?

    Le pregunto cómo se enteró de lo del conjuro sacrificial. ¿Fue porque murió su hijo Patrick?

    Y ella sigue caminando, pasando los dedos por los rebordes labrados, por las superficies bruñidas, estropeando los pomos y ensuciando los espejos.

    No me hizo falta escarbar mucho para averiguar cómo murió su marido. Un año después de que muriera Patrick, lo encontraron en la cama, muerto, sin una sola marca, sin nota de suicidio y sin causa aparente.

    Y Helen Boyle dice:

    —¿Cómo encontraron a su redactor jefe?

    Saca un par de tenacillas plateadas y un destornillador de su bolso blanco y amarillo, tan limpios y precisos que podrían usarse en cirugía. Abre la puerta de un enorme armario labrado y pulimentado y dice:

    —Aguánteme esto, por favor.

    Le sostengo la puerta y ella trabaja un momento en el interior hasta que el pestillo de la puerta y el pomo se sueltan y caen al suelo a mis pies.

    Un minuto después ha sacado los pomos, el similor de bronce dorado y todo lo que es de metal salvo las bisagras y se lo ha metido en el bolso. Una vez saqueado, el armario parece desnudo, ciego, castrado, mutilado.

    Le pregunto por qué hace eso.

    —Porque me encanta esta pieza —dice—. Pero no voy a ser una más de sus víctimas.

    Cierra las puertas y se guarda las herramientas en el bolso.

    —Volveré a buscarlo después de que bajen el precio hasta lo que valía cuando era nuevo —dice—. Me encanta, pero solamente voy a comprarlo con mis condiciones.

    Caminamos unos pasos más y el pasillo desemboca en un bosque de percheros de pared, paragüeros y percheros de pie. Más allá hay otra muralla de aparadores y armarios.

    —Isabelino —dice, tocando cada pieza—. Tudor... Eastlake... Stickley...

    Cuando alguien coge dos piezas antiguas, por ejemplo un espejo y un tocador, y los acopla, ella me explica que los expertos llaman al resultado una pieza «casada». Como antigüedad, se considera carente de valor.

    Cuando alguien separa dos piezas, por ejemplo, un aparador y un mueble para vajillas, y los vende por separado, los expertos denominan a las piezas «divorciadas».

    —Y nuevamente —dice—, carecen de valor.

    Le digo que he estado intentando encontrar todos los ejemplares del libro de poemas. Le digo que es muy importante que nadie descubra nunca el conjuro. Después de lo que le pasó a Duncan, juro que voy a quemar todas mis notas y a olvidar que alguna vez conocí el conjuro sacrificial.

    —¿Y qué pasa si no lo puede olvidar? —dice—. ¿Qué pasa si se le queda en la cabeza y no para de volverle a la mente igual que una de esas tontas melodías de anuncios? ¿Y si se queda siempre ahí, como una pistola cargada esperando a que alguien lo irrite a usted?

    Pues no lo usaré.

    —Hablando hipotéticamente, por supuesto —dice—. Imagine que yo antes pensaba lo mismo. Yo. Una mujer que según usted mató accidentalmente a su hijo y a su marido, alguien que ha estado torturada por el poder de su maldición. Si alguien como yo empezara finalmente a usar la canción, ¿qué le hace pensar que usted no la usará?

    No la usaré y ya está.

    —Claro que no —dice, y luego se ríe sin hacer ruido. Gira a la derecha, pasa junto a una credenza Biedermeier, deprisa, luego gira por delante de una consola art nouveau, y desaparece de mi vista un momento.

    Corro tras ella, todavía perdido, y le digo que si tenemos que encontrar la salida de este sitio, será mejor que no nos separemos.

    Tenemos delante un armario de oficina estilo William and Mary. De pino negro lacado con escenas persas en dorado, patas terminadas en rodete y el frontón acabado con un montón de conchas y arabescos labrados. Y guiándome a las profundidades de la espesura de armarios y armarios empotrados y aparadores y cómodas, de mecedoras y percheros y librerías, Helen Hoover Boyle dice que tiene que contarme una historia.


    10


    Todo el mundo está callado en la sala de Redacción. La gente susurra junto a la máquina de café. La gente escucha con la boca abierta. Nadie llora.

    Henderson me pilla cuando estoy colgando la chaqueta y dice:

    —¿Has llamado a las líneas aéreas Regent-Pacific por lo de las ladillas?

    Y le digo que nadie quiere hablar hasta que se entable el pleito.

    Y Henderson dice:

    —Para tu información, ahora soy tu superior inmediato. —Y dice—: No es que Duncan sea irresponsable. Resulta que está muerto.

    Muerto en su cama sin una sola marca. Sin nota de suicidio y sin causa aparente. Su casero lo encontró y llamó a la ambulancia.

    Le pregunto si hay alguna señal de que haya sido sodomizado.

    Y Henderson inclina la cabeza solamente un poco y dice:

    —¿Cómo dices?

    Que si alguien se lo folló.

    —Joder, no —dice Henderson—, ¿Por qué preguntas eso?

    Por nada, le digo.

    Por lo menos Duncan no ha sido la muñeca hinchable de nadie.

    Le digo que si alguien me necesita, voy a estar en el Archivo de Prensa. Tengo que comprobar algunos datos. Necesito revisar varios años de artículos. Y unos cuantos carretes de microfilm.

    Y Henderson me llama:

    —No te alejes mucho. Solo porque Duncan esté muerto, no quiere decir que te hayas librado de la historia de los bebés muertos.

    «Los palos y las piedras pueden romperte los huesos, pero cuidado con lo que dices.»

    De acuerdo con el microfilm, en 1983, en Viena, Austria, una enfermera auxiliar de veintitrés años le dio una sobre— dosis de morfina a una anciana que estaba suplicando que la dejaran morir.

    La anciana de setenta y siete años murió, y la enfermera auxiliar, Waltraud Wagner, descubrió que le encantaba tener el poder de dar la vida y la muerte.

    Todo está aquí, en un carrete tras otro de microfilm. Los datos.

    Al principio se limitaba a ayudar a los pacientes a morir. Trabajaba en un hospital enorme para ancianos y enfermos crónicos. La gente se quedaba allí a esperar la muerte. Además de la morfina, la joven se inventó lo que ella llamaba su cura de agua. Para aliviar el sufrimiento, lo único que tienes que hacer es cerrar los orificios nasales del paciente apretando las aletas con los dedos. Presionas la lengua hacia abajo y echas agua en la garganta. La muerte es una tortura lenta, pero a los ancianos siempre se les encuentra muertos con agua en los pulmones.

    La joven se calificaba a sí misma de ángel.

    Parecía muy natural.

    Wagner estaba llevando a cabo una hazaña noble y heroica.

    Era el final absoluto del sufrimiento y la miseria. Era amable y cariñosa y sensible, y solamente se lo aplicaba a aquellos que querían morir.

    Era el ángel de la muerte.

    En 1987 ya había tres ángeles más. Las cuatro auxiliares trabajaban en el turno de noche. Para entonces el hospital tenía el apodo de Pabellón de la Muerte.

    En lugar de poner fin al sufrimiento, las cuatro mujeres empezaron a dar su cura de agua a pacientes que roncaban o mojaban la cama o se negaban a tomar su medicación o llamaban al timbre del mostrador de las enfermeras de madrugada. Cualquier pequeña molestia y el paciente moría a la noche siguiente. Cada vez que un paciente se quejaba de algo, Waltraud Wagner decía «Este se ha ganado un billete a Dios», y glug, glug, glug.

    —Los que me atacaban los nervios —les contó a las autoridades— eran trasladados directamente a una cama libre con el buen Dios.

    En 1989, una anciana le dijo a Wagner que era una puta y recibió la cura de agua. Después, los ángeles estaban bebiendo en una taberna, riéndose e imitando las convulsiones de la anciana y la expresión de su cara. Un médico que estaba sentado cerca las oyó.

    Las autoridades sanitarias de Viena calculan que para entonces habían sido curadas trescientas personas. A Wagner le cayó cadena perpetua. Los otros ángeles tuvieron sentencias menores.

    —Podíamos decidir cuál de aquellos vejestorios vivía y cuál moría —dijo Wagner en el juicio—. En todo caso, hacía tiempo que tendrían que haber sacado el billete a Dios.

    La historia que Helen Hoover Boyle me contó es cierta.

    El poder corrompe. Un poder absoluto corrompe de forma absoluta.

    Así que relájese, me dijo Helen Boyle, y disfrute del viaje.

    Me dijo:

    —Incluso la corrupción absoluta tiene sus incentivos.

    Me dijo que pensara en toda la gente que quería eliminar de mi vida. Que pensara en todos los cabos sueltos que podía atar. En la venganza. Que pensara en lo fácil que sería.

    Y Nash me seguía volviendo a la cabeza. Ahí estaba Nash, babeando ante la idea de tener a cualquier mujer, en cualquier lugar, dispuesta a cooperar y hermosa al menos durante unas cuantas horas antes de que todo empezara a enfriarse y descomponerse.

    —Dime —me dijo Nash—, ¿qué diferencia hay entre eso y la mayoría de relaciones?

    Cualquiera podría convertirse en tu siguiente zombi sexual.

    Pero solamente porque aquella enfermera austríaca y Helen Boyle y John Nash no han podido controlarse, no quiere decir que yo me vaya a convertir en un asesino despiadado e impulsivo.

    Henderson aparece en el umbral de la sala de Archivos y grita:

    —¡Streator! ¿Has apagado tu busca? Nos acaban de llamar para avisarnos de otro bebé fiambre.

    El jefe de redacción ha muerto, larga vida al jefe de redacción. He aquí el nuevo jefe, igual que el viejo.

    Y claro que el mundo sería mejor sin ciertas personas. Sí, el mundo podría ser perfecto con unos cuantos recortes aquí y allí. Con un poco de limpieza. Con algo de selección no natural.

    Pero no, nunca más voy a usar la canción sacrificial.

    Nunca más. Pero aunque la usara, no sería para vengarme.

    No la usaría de forma interesada.

    Y ciertamente, no la usaría para conseguir sexo.

    No, solamente la usaría para hacer el bien.

    Y Henderson grita:

    —¡Streator! ¿Has llamado preguntando por las ladillas de la primera clase? ¿Has llamado sobre los hongos que se te comen el culo en el gimnasio? Tienes que pegarles la paliza a esa gente del Treeline o nunca vas a conseguir nada.

    Y tan deprisa como un estremecimiento, tal como me estremezco en dirección al otro lado del pasillo, la canción sacrificial me viene a la cabeza, mientras cojo mi chaqueta y salgo de la sala.

    Pero no, no la voy a usar. Y se acabó. No lo voy a hacer. Nunca.


    11


    Esos ruidoadictos. Esos silenciofóbicos.

    A través del techo se oye el pumba, pumba, pumba de una batería. A través de las paredes se oyen las risas y los aplausos de los muertos.

    Incluso en el baño, mientras uno se ducha, se oye la voz de la radio por encima del susurro del pitorro de la ducha y del ruido del agua al golpear el suelo de la bañera y la cortina de plástico. No es que uno quiera matarlos a todos, pero sería agradable lanzar el conjuro sacrificial contra el mundo. Para disfrutar del miedo. Después de que se prohibieran los ruidos fuertes, cualquier ruido que pudiera ocultar un conjuro, cualquier música o ruido que pudiera enmascarar un poema letal, el mundo quedaría en silencio. Peligroso y aterrado pero en silencio.

    Las baldosas marcan un ritmo suave cuando apoyo los dedos en ellas. Los gritos que traspasan el suelo hacen temblar la bañera. O bien un dinosaurio prehistórico volador despertado por una prueba nuclear está a punto de destruir a los vecinos de abajo o bien tienen la televisión demasiado fuerte.

    En un mundo donde los juramentos no tienen valor. Donde hacer una promesa no significa nada. Donde las promesas se hacen para romperse, sería bonito ver cómo las palabras recuperan su poder.

    En un mundo en que la canción sacrificial fuera del dominio público, habría apagones de sonido. Habría guardianes patrullando las calles como en tiempos de guerra. Igual que los gobiernos vigilan la polución del aire y del agua, esos mismos gobiernos localizarían cualquier cosa más fuerte que un susurro y llevarían a cabo detenciones. Habría helicópteros, helicópteros con silenciadores especiales, claro, buscando ruidos de la misma forma en que ahora buscan marihuana. La gente andaría de puntillas con zapatos de suela de goma. Habría confidentes escuchando en todos los ojos de cerradura.

    Sería un mundo peligroso y aterrado, pero por lo menos se podría dormir con las ventanas abiertas. Sería un mundo en que una palabra equivaldría a mil imágenes.

    Es difícil decir si sería un mundo peor que este, con la música aporreando, el estruendo de la televisión y el chirrido de la radio.

    Tal vez sin el Gran Hermano manteniéndonos ocupados, la gente podría pensar.

    Lo bueno es que tal vez nuestras mentes podrían ser nuestras.

    Como no hay peligro, digo el primer verso del poema. No hay nadie aquí a quien matar. Nadie puede oírlo de ninguna forma.

    Y Helen Hoover Boyle tiene razón. No lo he olvidado. La primera palabra da pie a la segunda. El primer verso da pie al siguiente. Las palabras retumban con el mismo ruido resonante de las bolas rodando en una bolera. El retumbar arranca ecos del linóleo y de las baldosas de las paredes.

    Con mi voz de tenor, la canción sacrificial no suena tan tonta como en el despacho de Duncan. Suena profunda y grave. Es el sonido del destino. Es la condenación de mi vecino de arriba. Es el fin que le pongo a su vida, y ya he dicho el poema entero.

    Incluso mojado, el pelo de la nuca se me eriza. Mi respiración se ha detenido.

    Y no pasa nada.

    La música sigue aporreando en el piso de arriba. Desde todas las direcciones vienen las voces de la radio y de la televisión, disparos lejanos, risas, bombas, sirenas. Un perro ladra. Esto es lo que te venden como hora de máxima audiencia.

    Cierro el grifo. Me sacudo el pelo. Aparto la cortina y cojo la toalla. Y entonces lo veo.

    El conducto de ventilación.

    Las rejillas de ventilación conectan todos los apartamentos. Y el conducto siempre está abierto. Se lleva el vapor de los cuartos de baño, los olores a comida de las cocinas. Transporta todos los sonidos.

    Goteando sobre el suelo del baño, me quedo mirando la rejilla.

    Puede que haya matado al edificio entero.


    12


    Nash está en el bar de la Tercera, comiendo salsa de cebolla con los dedos. Se mete dos dedos relucientes en la boca y chupa con tanta fuerza que se le hunden las mejillas. Saca los dedos y coge más salsa de cebolla de un envase de plástico.

    Le pregunto si eso es el desayuno.

    —Si tienes alguna pregunta —dice—, tienes que enseñarme el dinero antes. —Y se mete los dedos en la boca.

    Al otro lado de Nash, en el otro extremo de la barra, hay un joven con patillas y vestido con un traje elegante de raya diplomática. A su lado hay una chica, de pie sobre el riel de la barra para poder besarlo. El joven se mete la guinda del cóctel en la boca. Se besan. Luego ella mastica. La radio que hay detrás de la barra sigue anunciando los menús de la escuela.

    Nash no para de girarse para mirarlos.

    Eso es lo que te venden como amor.

    Pongo un billete de diez dólares sobre la barra.

    Nash se lo queda mirando sin sacarse los dedos de la boca. Luego levanta las cejas.

    Le pregunto si alguien murió anoche en mi edificio.

    Son los apartamentos que hay en la Diecisiete con Loomis Place. Los Loomis Place Apartments, ocho pisos, con los ladrillos de un color como de riñones. ¿Alguien en el quinto piso, quizá? ¿En la parte de atrás? Un joven. Esta mañana había una mancha rara en mi techo.

    El teléfono móvil del joven de las patillas empieza a sonar.

    Nash se saca los dedos de la boca, rodeándolos con los labios fruncidos. Nash se mira las uñas, muy de cerca, bizqueando.

    El muerto tomaba drogas, le digo. En ese edificio hay mucha gente que toma drogas. Le pregunto si había muerto alguien más. ¿Por casualidad murió un montón de gente en los Loomis Place Apartments anoche?

    Y el tipo de las patillas agarra un mechón de pelo de la chica y le aparta la cara de su boca. Con la otra mano, se saca un teléfono móvil de la chaqueta, lo abre y dice:

    —¿Hola?

    Le digo que los deben de haber encontrado muertos sin causa aparente.

    Nash remueve la salsa de cebolla con el dedo y dice:

    —¿Ese es su edificio?

    Sí, ya se lo he dicho.

    Sin soltar el pelo de la chica, hablando por teléfono, el tipo de las patillas dice:

    —No, cariño. —Y dice—: Ahora mismo estoy en la consulta del médico y no tiene muy buena pinta.

    La chica cierra los ojos. Arquea el cuello hacia atrás y se frota el pelo contra la mano del tipo.

    Y el tipo de las patillas dice:

    —No, parece que ha metastatizado. —Y dice—: No, estoy bien.

    La chica abre los ojos.

    Él le guiña un ojo.

    Ella sonríe.

    Y el tipo de las patillas dice:

    —Eso significa mucho para mí en estos momentos. Yo también te quiero.

    Cuelga y se acerca la cara de la chica a la de él.

    Y Nash coge el billete de diez de la barra y se lo mete en el bolsillo. Dice:

    —No. No he oído nada.

    Los pies de la chica resbalan sobre el riel de la barra y se ríe. Se vuelve a subir y dice:

    —¿Era ella?

    Y el tipo de las patillas dice:

    —No.

    Y sin que yo me lo proponga, sucede. Mientras miro al tipo de las patillas, la canción me pasa por la cabeza. La canción, mi voz en la ducha, la voz del destino, retumba en mi interior. Tan deprisa como un reflejo. Sucede tan deprisa como un estornudo.

    Con el aliento apestando a cebolla, Nash dice:

    —Me parece curioso que me preguntes eso. —Se mete el dedo que acaba de untar en la boca.

    Y la chica de la barra dice:

    —¿Marty?

    Y el tipo de las patillas que estaba apoyado en la barra se desliza hasta el suelo.

    Nash se gira para mirar.

    La chica está arrodillada junto al tipo en el suelo, con las manos abiertas justo encima de sus solapas de raya diplomática pero sin llegar a tocarlas, y dice:

    —¿Marty?

    Tiene las uñas pintadas de color púrpura chispeante. La boca del tipo está toda manchada del pintalabios de color púrpura de ella.

    Y tal vez sea verdad que el tipo está enfermo. Tal vez se ha asfixiado con una guinda. Tal vez yo no acabo de matar a otra persona.

    La chica nos mira a Nash y a mí, con la cara brillante por culpa de las lágrimas, y dice:

    —¿Alguno de ustedes sabe hacer la reanimación cardiopulmonar?

    Nash hunde los dedos otra vez en la salsa de cebolla, yo paso por encima del cuerpo, al lado de la chica, me pongo mi chaqueta y me dirijo a la puerta.


    13


    En la sala de Redacción, Wilson, de Información Internacional, me pregunta si hoy he visto a Henderson. Baker, de la sección de Literatura, dice que Henderson no ha llamado para avisar de que estaba enfermo y tampoco contesta al teléfono de su casa. Oliphant, de Artículos Especiales, dice:

    —Streator, ¿has visto esto?

    Me pasa una impresión de prueba con un anuncio que dice:

    ATENCIÓN, CLIENTES DEL FRENCH SALON


    Dice:

    «¿Ha sufrido hemorragias intensas y cicatrices como resultado de tratamientos de cutis recientes?».


    El número de teléfono es nuevo, y cuando llamo, contesta una mujer:

    —Despacho de abogados Doogan, Diller y Dunne —dice.

    Cuelgo.

    Oliphant viene a mi mesa y dice:

    —Ya que estás aquí, di algo bueno de Duncan. —Están haciendo un artículo entre todos, dice, un tributo a Duncan, con un retrato amable y un resumen de su carrera, y necesitan gente que piense en buenas citas. Alguien del departamento de Arte está usando la foto de la insignia de empleado de Duncan para pintar el retrato—. Sonriendo —dice Oliphant—. Sonriendo y más parecido a un ser humano.

    Antes, caminando desde el bar de la Tercera, de vuelta al trabajo, he contado mis pasos.

    Para mantener la mente ocupada, he contado 276 pasos hasta que un tipo con una gabardina de cuero negro me ha dado un empujón en una esquina y me ha dicho:

    —Despierta, gilipollas. El semáforo está en verde.

    Tan inesperada como un bostezo, y mientras miro la espalda enfundada en cuero negro del tipo, la canción sacrificial me viene a la cabeza.

    A medio cruzar la calle, el tipo de la gabardina levanta un pie para ponerlo encima del bordillo, pero no termina la maniobra. La punta de su zapato golpea la mitad del bordillo y el tipo se cae hacia delante sobre la acera, de cara. Es como el ruido que hace un huevo al caerse sobre el suelo de la cocina, solo que un huevo enorme y lleno de sangre y de sesos. Tiene los brazos pegados a los costados. Las puntas de sus zapatos negros de vestir sobresalen un poco del bordillo, por encima de la alcantarilla.

    Paso a su lado, contando 277, contando 278, contando 279.

    A una manzana del periódico, un muro de caballetes bloquea la acera. Al otro lado hay un agente de policía con uniforme azul negando con la cabeza.

    —Tiene que volver atrás y cruzar la calle —dice—. En esta manzana están rodando una película.

    Tan deprisa como un calambre, mientras le miro la insignia con el ceño fruncido, los ocho versos de la canción me vienen a la mente.

    El agente de policía pone los ojos en blanco. Se lleva una mano enguantada cerca del pecho y se le doblan las rodillas. La barbilla le golpea con tanta fuerza en la parte superior del caballete que se le oyen entrechocar los dientes. Algo de color rosa sale disparado por el aire. Es la punta de su lengua.

    Contando 345, contando 346, contando 347, paso una pierna por encima de los caballetes, luego la otra y sigo caminando.

    Una mujer con un walkie-talkie en la mano se cruza en mi camino, extiende el brazo y trata de detenerme con la mano. Justo un momento antes de que su mano me agarre el brazo, se le ponen los ojos en blanco y se le abre la boca. Un hilo de baba se le escapa de una comisura de la boca entreabierta y la mujer se me cae delante, con el walkie-talkie diciendo: «¿Jeanie? ¿Jean? Presta atención».

    Las últimas palabras de la canción sacrificial me vienen a la mente.

    Contando 359, contando 360, contando 362, sigo caminando mientras la gente pasa a mi lado en la dirección contraria. Una mujer con un fotómetro colgando de un cordón alrededor del cuello dice:

    —¿Alguien ha llamado a una ambulancia?

    Gente vestida con harapos, con mucho maquillaje y bebiendo agua de botellitas de cristal azul, permanecen de pie junto a carritos de la compra llenos de basura bajo focos y reflectores enormes y estiran el cuello para ver en la dirección de la que vengo. La acera está llena de camiones enormes y autocaravanas que huelen a dinamos a diésel goteando entre vehículo y vehículo. Hay vasos de cartón medio llenos de café por todas partes.

    Contando 378, contando 379, contando 380, paso por encima de los caballetes del otro lado y sigo caminando. He necesitado 412 pasos para llegar a la redacción. El ascensor de subida está demasiado lleno de gente. En la quinta planta otro hombre intenta entrar en el ascensor abriéndose paso a codazos.

    Tan de repente como uno empieza a sudar, y apretado contra la pared del fondo del ascensor, mi mente escupe la canción sacrificial con tanta fuerza que mis labios articulan las palabras.

    El hombre nos mira a todos y parece retroceder a cámara lenta. Antes de que lo veamos caer al suelo, las puertas ya se han cerrado y el ascensor sube de nuevo.

    Henderson está ausente de la redacción. Oliphant se me acerca mientras estoy marcando un número en el teléfono. Me habla del tributo a Duncan. Me pide citas. Me enseña el anuncio de la página de prueba. El que habla del French Salón y de los tratamientos de cutis sanguinolentos. Oliphant me pregunta dónde está mi nueva entrega de la serie sobre las muertes en la cuna.

    Con el teléfono en la mano, cuento 435, cuento 436, cuento 437...

    Le digo que no me cabree.

    Una voz de mujer me contesta al otro lado del teléfono.

    —Agencia Inmobiliaria Helen Boyle. ¿Puedo ayudarlo?

    Y Oliphant dice:

    —¿Has probado a contar hasta diez?

    Los detalles sobre Oliphant son: está gordo y el sudor de sus manos ha dejado huellas de color marrón en la impresión de prueba que me está enseñando. La contraseña de su ordenador es «contraseña».

    Le digo que hace tiempo que he pasado de diez.

    Y la voz en el teléfono dice:

    —¿Hola?

    Tapo el teléfono con la mano y le digo a Oliphant que debe de haber un virus. Probablemente es por eso que Henderson no está. Yo me voy a ir a casa, pero le prometo que enviaré el artículo desde allí.

    Oliphant articula las palabras «Cerramos a las cuatro» y se da unos golpecitos en la esfera del reloj de pulsera.

    Y le pregunto al teléfono si Helen Hoover Boyle está en su despacho. Le digo que me llamo Streator y que necesito verla enseguida.

    Cuento 489, cuento 490, cuento 491... La voz dice:

    —¿Sabe ella de qué se trata?

    Sí, digo, pero va a fingir que no lo sabe.

    Le digo que necesita detenerme antes de que siga matando.

    Y Oliphant retrocede un par de pasos antes de romper el contacto visual y se dirige hacia Artículos Especiales. Y yo cuento 542, cuento 543...

    De camino a la agencia inmobiliaria, le pido al taxi que espere delante de mi edificio de apartamentos mientras subo corriendo.

    La mancha marrón de mi techo ha crecido. Ya tiene tal vez el diámetro de un neumático, solo que ahora la mancha tiene brazos y piernas.

    De vuelta en el taxi, intento abrocharme el cinturón de seguridad, pero está demasiado ajustado para mí. Se me clava y hace que la panza se me monte por encima, y oigo a Helen Hoover Boyle decir:

    —Mediana edad. Uno ochenta, tal vez ochenta y cinco kilos. Caucasiano. Marrón, verdes.

    La veo debajo de su burbuja de pelo de color rosa, mirándome y parpadeando.

    Le doy al taxista la dirección de la agencia inmobiliaria y le digo que puede conducir todo lo deprisa que quiera, pero que no me cabree.

    Los detalles sobre el taxi son que apesta. El asiento es negro y pegajoso. Es un taxi.

    Le digo que tengo un problema de furia.

    El taxista me mira por el retrovisor y me dice:

    —Pues tendría que asistir a clases de control de furia.

    Y yo cuento 578, cuento 579, cuento 580...


    14


    De acuerdo con el Architectural Digest, las grandes mansiones rodeadas de enormes fincas y las granjas de caballos de pura sangre son sitios ideales para vivir. De acuerdo con Town & Country, los collares de perlas grandes son lustrosos. De acuerdo con Travel & Leisure, un yate privado anclado en el mediterráneo bajo el sol es relajante.

    En la sala de espera de la Agencia Inmobiliaria Helen Boyle, esto es lo que te venden como avance de noticias bomba. Como primicias por todo lo alto.

    En la mesilla de café hay ejemplares de todas esas revistas de lujo. Hay un sofá Chesterfield de respaldo encorvado y tapizado en seda a rayas de color rosa. La mesilla de sofá que hay detrás tiene largas patas de león cuyas garras están cogiendo bolas de cristal. Uno se pregunta cuántos de estos muebles llegaron aquí despojados de sus accesorios, de sus tiradores de cajones y sus detalles metálicos. Vendidos como trastos viejos, llegaron aquí y Helen Hoover Boyle los reunió.

    Hay una joven, con la mitad de mi edad, sentada detrás de un escritorio Luis XIV y mirando un radiorreloj que hay sobre el escritorio. La placa de su escritorio dice «Mona Sabbat». Al lado del radiorreloj hay un escáner de la policía del que sale un crujido de estática.

    En el radiorreloj, una mujer mayor le está gritando a una mujer más joven. Parece que la mujer joven se ha quedado embarazada fuera del matrimonio y ahora la mujer mayor la está llamando zorra y puta. Una zorra estúpida, dice la mujer mayor, porque la zorra se abrió de piernas sin que le pagaran siquiera.

    La mujer del escritorio, la tal Mona, apaga el escáner de la policía y dice:

    —Espero que no le importe. Me encanta este programa.

    Esos adictos a los medios de comunicación. Esos calmofóbicos.

    En el radiorreloj, la mujer mayor le dice a la zorra que dé la criatura en adopción si no quiere arruinar su futuro. Le dice a la zorra que crezca y termine su carrera de microbiología y que luego se case, pero que hasta entonces no vuelva a tener relaciones sexuales.

    Mona Sabbat coge una bolsa de papel marrón de debajo de la mesa y saca algo envuelto en papel de aluminio. Abre el papel de aluminio por un extremo y llega un olor a ajo y a caléndulas.

    En el radiorreloj, la zorra embarazada no para de llorar.

    Los palos y las piedras te pueden romper los huesos, pero las palabras pueden hacerte un daño de narices.

    De acuerdo con un artículo de la revista Town & Country, la correspondencia personal con caligrafía elegante y papel de carta de lujo se vuelve a llevar mucho, pero mucho. En un ejemplar de la revista Estate hay un anuncio que dice:

    ATENCIÓN, CLIENTES DEL CLUB ECUESTRE
    Y DE POLO BRIDLE MOUNTAIN


    Dice:

    «¿Ha contraído una infección parasitaria cutánea a causa de una montura?».


    Nunca he visto antes el número de teléfono.

    La mujer del radiorreloj le dice a la zorra que deje de llorar.

    Aquí está el Gran Hermano, cantando y bailando, alimentándote a la fuerza para que tu mente nunca esté lo bastante hambrienta como para pensar.

    Mona Sabbat pone los dos brazos sobre la mesa, sostiene el almuerzo con las manos y se acerca el radiorreloj. Suena el teléfono y ella lo coge y dice:

    —Inmobiliaria Helen Boyle. Siempre la Casa Adecuada. —Y dice—: Lo siento, Ostra. Ha empezado el programa de la doctora Sara. —Y dice—: Te veo en el ritual.

    La mujer del radiorreloj llama guarra a la zorra.

    La portada de la revista First Class dice: «Sable, el Homicidio Justificable».

    Tan rápido como un hipido, a medias escuchando la radio y a medias leyendo, con la canción escogida dentro de mi cabeza.

    Por el radiorreloj lo único que puedes oír es a la zorra sollozando sin parar.

    En vez de oír a la vieja, hay silencio. Dulce, dorado silencio. Demasiado perfecto para que quede nadie vivo.

    La zorra deja escapar un suspiro y pregunta:

    —¿Doctora Sara? —Y dice—: Doctora Sara, ¿sigue ahí?

    Y una voz profunda interviene y dice que El show de la doctora Sara Lowenstein está sufriendo problemas técnicos. La voz profunda se disculpa. Un momento más tarde, empieza a sonar música de baile.

    La portada de la revista Manor-Born dice: «¡Los diamantes se vuelven informales!».

    Me tapo la cara con las manos y gimo.

    La tal Mona desenvuelve su almuerzo y da otro bocado. Apaga la radio y dice:

    —Putada.

    En el dorso de la mano, dibujos con henna de color marrón oxidado le recorren los dedos y el pulgar abarrotados de anillos de plata. Un montón de cadenillas de plata le rodean el cuello y le desaparecen debajo del vestido de color naranja. En el pecho, la tela arrugada de color naranja está abultada por todos los medallones que le cuelgan debajo. Su pelo es un millar de espirales y rastas de color rojo y negro recogidos por encima de sus pendientes plateados en forma de filigranas. Sus ojos son de color ámbar. Sus uñas son negras.

    Le pregunto si hace mucho que trabaja aquí.

    —¿Quiere decir —dice— en tiempo de la Tierra?

    Y saca un libro de tapa blanda de un cajón de su escritorio. Le quita el capuchón a un rotulador amarillo fluorescente y abre el libro.

    Le pregunto si la señora Boyle habla alguna vez de poesía.

    Y Mona dice:

    —¿Se refiere a Helen?

    Sí. ¿Alguna vez recita poesía? ¿Cuando está en su despacho a veces llama a gente por teléfono y les lee poemas?

    —No me malinterprete —dice Mona—, pero la señora Boyle está más bien preocupada por el aspecto económico de las cosas, ¿sabe?

    Tengo que empezar a contar uno, dos...

    —Le pongo un ejemplo —dice—. Cuando el tráfico está difícil, la señora Boyle me hace ir en coche a casa con ella. Para poder coger el carril de coches compartidos. Luego tengo que coger tres autobuses para volver a mi casa. ¿Entiende?

    Cuento cuatro, cinco...

    Dice:

    —Una vez tuvimos una conversación genial sobre el poder del cristal. Parecía que por fin podíamos conectar a algún nivel, pero resultó que estábamos hablando de dos realidades completamente distintas.

    Me pongo de pie. Me saco una hoja de papel del bolsillo de atrás, la desdoblo, le enseño el poema y le pregunto si le resulta familiar.

    En el libro que tiene sobre el escritorio hay la siguiente frase subrayada: «La magia es el afinamiento de la energía requerida para los cambios naturales».

    Sus ojos de color ámbar se mueven de un lado a otro delante del poema. Justo por encima del cuello anaranjado de su vestido, por encima de la clavícula derecha, tiene tatuadas tres estrellas negras diminutas. Está sentada con las piernas cruzadas en su silla giratoria. Tiene los pies descalzos y sucios, con anillos plateados en los dedos gordos.

    —Conozco esto —dice, y levanta la mano.

    Con la mano todavía en el aire, me señala con el dedo índice y dice:

    —He oído hablar de esto. Es un conjuro sacrificial, ¿verdad?

    En el libro que tiene sobre el escritorio hay la siguiente frase subrayada: «El producto final de la muerte es invocar el nacimiento».

    La superficie de cerezo del escritorio tiene una rayadura larga y profunda.

    Le pregunto qué puede decirme de los conjuros sacrificiales.

    —Se mencionan en todos los libros —dice, y se encoge de hombros—, pero se supone que han desaparecido. —Levanta la mano con la palma hacia arriba y dice—: Déjeme verlo otra vez.

    Le pregunto cómo funcionan.

    Y ella menea los dedos.

    Y yo niego con la cabeza. Le pregunto por qué mata a los demás pero no a la persona que lo recita.

    Mona inclina un poco la cabeza a un lado y dice:

    —¿Por qué una pistola no mata a la persona que aprieta el gatillo? Es el mismo principio. —Levanta los dos brazos por encima de la cabeza y se despereza, retorciendo las manos en dirección al techo. Dice—: No funciona como una receta de un libro de cocina. No se puede diseccionar debajo de un microscopio de electrones.

    Su vestido no tiene mangas, y el pelo de debajo de sus brazos es del habitual color marrón ratonil.

    Pero, le pregunto, ¿cómo puede funcionar con alguien que ni siquiera oye el conjuro? Miro el radiorreloj. ¿Cómo puede funcionar un conjuro si ni siquiera lo dice uno en voz alta?

    Mona Sabbat suspira. Le da la vuelta al libro, lo coloca hacia abajo sobre el escritorio y se pone el rotulador detrás de la oreja. Abre un cajón del escritorio y saca un cuaderno y un lápiz y dice:

    —No tiene usted ni idea, ¿verdad?

    Escribe en el cuaderno y dice:

    —Cuando yo era católica, hace años, podía decir el avemaría en siete segundos. Podía decir el padrenuestro en nueve segundos. Cuando consigues tanta penitencia como yo conseguía, puedes ir deprisa. —Y dice—: Cuando vas así de deprisa, ni siquiera dices ya palabras, pero sigue siendo una oración.

    Ella dice:

    —Lo único que consigue un conjuro es dirigir una intención. —Lo dice despacio, palabra a palabra, y espera un momento. Me mira a los ojos y dice—: Si la intención del practicante es lo bastante fuerte, el objeto del conjuro caerá dormido, no importa dónde.

    Cuanta más emoción tenga concentrada una persona, dice, más poderoso es el conjuro. Mona Sabbat me mira con los ojos fruncidos y dice:

    —¿Cuándo fue la última vez que se acostó usted con alguien?

    Hace unas dos décadas, pero no se lo digo.

    —Lo que sospecho —dice— es que es usted un barril de algo. De rabia. De tristeza. De algo. —Deja de escribir y hojea su libro subrayado. Se para en una página, lee un momento y pasa otra página—. Una persona equilibrada —dice—, una persona funcional, tendría que leer la canción en voz alta para hacer que alguien caiga dormido.

    Sin dejar de leer, frunce el ceño y dice:

    —Hasta que solucione usted sus verdaderos problemas personales, nunca será capaz de controlarse.

    Le pregunto si todo eso lo pone en su libro.

    —La mayoría lo he sacado de la doctora Sara —dice.

    Y le digo que la canción sacrificial hace algo más que mandar a la gente a dormir.

    —¿Qué quiere decir? —dice ella.

    Quiero decir que los mata. Le pregunto si está segura de no haber visto nunca a Helen Boyle con un libro titulado Poemas y rimas del mundo entero.

    Mona Sabbat deja caer la mano abierta sobre el escritorio y coge su almuerzo envuelto en papel de aluminio. Da un bocado, mirando el radiorreloj. Dice:

    —Hace un momento, en el radiorreloj. —Mona dice—: ¿Acaba usted de hacerlo?

    Asiento.

    —¿Acaba de obligar a la doctora Sara a reencarnarse? —dice.

    Le pregunto si puede llamar a Helen Hoover Boyle a su teléfono móvil y así puedo hablar con ella.

    Me empieza a sonar el busca.

    Y la tal Mona dice:

    —¿Me está diciendo usted que Helen usa la misma canción sacrificial?

    El mensaje de mi busca dice que llame a Nash. El busca dice que es importante.

    Y le digo que no puedo demostrar nada, pero que la señora Boyle sabe hacerlo. Le digo que necesito su ayuda para aprender a controlarlo. Para poder controlarme.

    Y Mona Sabbat deja de escribir en su cuaderno y arranca la página. La deja entre nosotros y dice:

    —Si está convencido de que quiere aprender a controlar ese poder, necesita venir a un ritual de practicantes de Wiccan. —Sostiene el papel en dirección a mí y dice—: Tenemos más de mil años de experiencia en una misma habitación. —Y enciende el escáner de la policía.

    El escáner de la policía dice:

    —Unidad bravo-nueve, por favor, responda a un código nueve-catorce en los Loomis Place Apartments, unidad Cinco-D.
    —La profundidad mística de este conocimiento requiere una vida entera de aprendizaje —dice. Coge su almuerzo y lo desenvuelve—. Oh —dice—, y traiga su plato caliente favorito sin carne.

    Y el escáner de la policía dice:

    —¿Me recibe?


    15


    Helen Hoover Boyle saca su teléfono móvil del bolso verde y blanco que le cuelga del codo doblado. Saca una tarjeta de visita y mira alternativamente la tarjeta y el teléfono mientras marca un número, con los botoncitos brillando en la penumbra. Con un brillo verde junto al rosa de sus uñas. La tarjeta de visita tiene los bordes dorados.

    Hunde el teléfono en un lado de su pelo de color rosa. Le dice al teléfono:

    —Sí. Estoy en alguna parte de su maravillosa tienda y me temo que necesito ayuda para encontrar la salida.

    Se inclina sobre la tarjeta pegada con cinta adhesiva a un armario el doble de alto que ella. Le dice al teléfono:

    —Estoy delante de... —Y lee—: Un armario neoclásico estilo Robert Adam con cartelas con arabescos de bronce dorado.

    Me mira y pone los ojos en blanco. Le dice al teléfono:

    —El precio marcado son diecisiete mil dólares.

    Sus pies salen de unos zapatos verdes de tacón alto y se queda descalza en el suelo de cemento sobre sus medias blancas. No son del color blanco que te hace pensar en ropa interior. Se parece más al blanco de la piel de debajo. Las medias hacen que los dedos de los pies parezcan palmeados.

    La falda del traje que lleva se ajusta a sus caderas. Es verde, pero no verde lima, sino más bien del color verde de una tarta de lima de los cayos. No es verde aguacate, sino más bien verde como una crema de aguacate con una tira encima de limón fina como el papel, servida helada en una sopera de Sèvres amarilla.

    Es verde igual que una mesa de billar recubierta de fieltro verde se ve bajo la bola amarilla número 1, no de la forma en que se ve bajo la número 3 roja.

    Le pregunto a Helen Hoover Boyle qué es un código nueve— catorce.

    Y ella dice:

    —Es un cadáver.

    Y le digo que ya me lo parecía.

    Ella le dice al teléfono:

    —O sea, ¿hay que girar a la izquierda o a la derecha en la cómoda Hepplewhite de palisandro con detalles de hojas de madreselva labrados y rebozada con polvo de seda?

    Tapa el teléfono con la mano, se inclina en mi dirección y me dice:

    —No conoce usted a Mona. —Y dice—: No creo que su fiestecita de brujas sea más que una pandilla de hippies bailando desnudos alrededor de una roca plana.

    A esta distancia, su pelo no es de un color rosa sólido. Cada rizo es de un rosa más pálido a lo largo del borde exterior, encendidos, de color melocotón, bermellones y casi rojos a medida que uno mira más adentro.

    Le dice al teléfono:

    —Y si paso la poltrona estilo Cromwell de doradillo con escudos de armas de marfil, entonces es que he ido demasiado lejos. Ya lo cojo.

    A mí me dice:

    —Dios, ojalá nunca se lo hubiera dicho usted a Mona. Mona se lo dirá a su novio y ahora no voy a parar de oír hablar del tema.

    El laberinto de muebles nos rodea, todo marrones, rojos y negros. De vez en cuando dorados y espejos.

    Con una mano acaricia el diamante solitario de la otra mano. El diamante grueso y afilado. Le da la vuelta hasta colocarlo en dirección a la palma de su mano, luego aprieta la palma abierta sobre la superficie del armario y graba una flecha que apunta a la izquierda.

    Dejando un rastro en la historia.

    Le dice al teléfono:

    —Muchas gracias.

    Lo cierra y se lo mete en el bolso.

    Las cuentas de su collar son unas piedras de color verde alternadas con cuentas de oro. Debajo hay hileras de perlas. Nunca le había visto ninguna de estas joyas.

    Se vuelve a calzar los zapatos y dice:

    —En adelante, veo que mi trabajo va a tener que ser mantenerlos a Mona y a usted separados.

    Se ahueca el pelo rosa por encima de la oreja y dice:

    —Sígame.

    Con la mano abierta y plana, traza una flecha sobre la superficie de una mesa. Una mesa de juego Sheraton de roble pintado con alas abatibles y pasamanos de latón afiligranado, según dice la tarjeta.

    Ahora lisiado.

    Guiando el paso, Helen Hoover Boyle dice:

    —Ojalá usted hubiera dejado en paz este asunto. —Y dice—: No le incumbe para nada.

    Lo que quiere decir es que solamente soy un reportero. Solamente un reportero persiguiendo una historia que no se puede arriesgar a contar al mundo. Porque en el mejor de los casos esto me convierte en un voyeur. En el peor, en un buitre.

    Se detiene delante de un ropero enorme con espejos en las puertas, y desde detrás de ella me veo reflejado por encima de su hombro. Ella abre su bolso y saca un tubito dorado.

    —A eso me refiero exactamente —dice.

    La tarjeta dice que es un mueble estilo nuevo egipcio francés con paneles con detalles de hojas de madreselva en papier-maché y festoneado con agarraderas policromas.

    En el espejo, retuerce el tubito dorado hasta que le crece un pintalabios de color rosa.

    Y desde detrás, le digo: ¿Qué pasaría si no fuera únicamente una cuestión de trabajo para mí?

    Tal vez no soy un simple depredador bidimensional aprovechándome de una situación interesante.

    Por la razón que sea, me viene a la cabeza Nash.

    Le digo que tal vez me fijé en el libro en primer lugar porque yo tenía un ejemplar. Tal vez también tenía una mujer y una hija. ¿Y si le hubiera leído el maldito poema a mi propia familia una noche con la intención de mandarlos a dormir? Hablando hipotéticamente, por supuesto, ¿y si los hubiera matado? Digamos. ¿Es esa la clase de credenciales que está buscando?

    Ella frunce los labios hacia arriba y hacia abajo y aplica el pintalabios a la pintura de labios que ya lleva.

    Me acerco un paso renqueando y le pregunto si eso me convierte a sus ojos en una persona lo bastante herida.

    Ella endereza la espalda y junta los labios. Se separan despacio, quedándose un último momento pegados.

    Dios no quiera que alguien sufra alguna vez más que Helen Hoover Boyle.

    Y yo le digo que tal vez he perdido tanto como ella.

    Y ella retuerce su pintalabios para guardarlo. Se lo guarda en el bolso y se gira para mirarme.

    Allí de pie, resplandeciente y quieta, me dice:

    —¿Hablando hipotéticamente?

    Yo compongo una sonrisa y digo que por supuesto.

    Con la mano abierta sobre el armario, graba una flecha que apunta a la derecha y empieza a caminar, pero despacio, arrastrando la mano por la pared de armarios y cómodas, todos barnizados y pulimentados, estropeando todo lo que toca.

    Llevándome con ella, dice:

    —¿Alguna vez se ha preguntado de dónde viene ese poema?

    De África, le digo, caminando a su lado.

    —Pero el libro del que salió —dice. Caminando entre armeros, armarios y sillas Farthingale, dice—: Las brujas llaman a sus colecciones de conjuros Libro de Sombras.

    Poemas y rimas del mundo entero se publicó hace once años, le digo. He estado haciendo llamadas. El libro tuvo una tirada de quinientas copias. El editor, KinderHaus Press, quebró más tarde, y las planchas de impresión y los derechos de reimpresión pertenecen a alguien que se los compró a los herederos del autor original. El autor murió sin causa aparente hace tres años. No sé si eso hace que el libro sea ahora del dominio público. No he podido averiguar quién tiene ahora los derechos.

    Y Helen Hoover Boyle deja de arrastrar su diamante en mitad de la superficie de un espejo ancho y biselado y dice:

    —Yo poseo los derechos. Y ya sé adonde va con todo esto. Los tratantes de libros han conseguido encontrar trescientos de esos quinientos ejemplares originales y yo los he quemado todos.

    Ella dice:

    —Pero lo importante no es eso.

    Estoy de acuerdo. Lo importante es descubrir los pocos que quedan y contener el desastre. Llevar a cabo un control de daños. Lo importante es aprender una forma de olvidarlo nosotros. Tal vez eso es lo que Mona Sabbat y su grupo pueden enseñarnos.

    —Por favor —dice Helen—. No me diga que sigue planeando ir a su aquelarre —dice—, ¿Qué descubrió sobre el autor original del libro?

    Se llamaba Basil Frankie y no tenía nada de original. Encontraba relatos antiguos, descatalogados y del dominio público y los combinaba para crear antologías. Viejos sonetos medievales, quintillas jocosas de contenido obsceno y cuentos en verso para niños. Algunos los copiaba de libros viejos que encontraba. Otros los sacaba de Internet. No era muy exigente. Cualquier cosa que pudiera encontrar gratis la metía en un libro.

    —Pero ¿y la fuente de este poema en concreto? —dice.
    —No la conozco. Probablemente sea algún libro viejo todavía empaquetado en una caja en el sótano de alguna casa en alguna parte.
    —No en la casa de Frankie —dice Helen Hoover Boyle—, Le compré la finca entera. La basura de la cocina seguía debajo del fregadero. Su ropa todavía estaba en los cajones de su tocador. Todo igual. No estaba allí.

    Y le tengo que preguntar si ella lo mató también.

    —Hablando hipotéticamente —dice—, si acabara de matar a mi marido, después de matar a mi hijo, ¿acaso no estaría enfadada porque un tonto plagiador, perezoso, irresponsable y codicioso hubiera puesto aquella bomba que había destruido a todos mis seres queridos?

    Del mismo modo que mató hipotéticamente a los Stuart.

    Ella dice:

    —Lo que quiero decir es que el Libro de Sombras original sigue en alguna parte.

    Estoy de acuerdo. Y tenemos que encontrarlo y destruirlo.

    Y Helen Hoover Boyle sonríe con su sonrisa de color rosa. Dice:

    —Tiene que estar de broma. —Y dice—: Tener el poder de dar la vida y la muerte no es bastante. Hay que preguntarse qué otros poemas hay en ese libro.

    Tan deprisa como un ataque de hipo, mientras apoyo todo mi peso en mi pie bueno, mirándola, le digo que no.

    Ella dice:

    —A lo mejor puede usted vivir para siempre.

    Yo le digo que no.

    Y ella dice:

    —A lo mejor puede hacer que cualquiera lo ame.

    No.

    Y ella dice:

    —A lo mejor puede convertir paja en oro.

    Y yo le digo que no y le doy la espalda.

    —A lo mejor puede traer la paz al mundo.

    Y yo le digo que no y empiezo a alejarme por entre las paredes de armarios y librerías. Entre las barricadas de aparadores y cabeceras de camas, me adentro en otro cañón de muebles.

    A mi espalda, ella me llama:

    —A lo mejor puede convertir la arena en pan.

    Y yo continúo cojeando.

    Y ella me llama:

    —¿Adónde va? La salida es por aquí.

    Al llegar a una vitrina de pino irlandesa con un frontón partido en forma de tímpano, giro a la derecha. Al llegar a un escritorio Chippendale lacado en negro, giro a la izquierda.

    Su voz dice desde detrás de todo:

    —A lo mejor puede curar a los enfermos. A lo mejor puede curar a los lisiados.

    Al llegar a una alacena belga con molduras de huevos y dardos en la cornisa giro a la derecha y luego a la izquierda al llegar a una vitrina de especímenes de pie eduardiana con un mural en vidrio ornamental bohemio.

    Y la voz dice a mi espalda.

    —A lo mejor puede limpiar el medio ambiente y convertir el mundo en un paraíso.

    Una flecha grabada en una mesa auxiliar de tapa de masa señala en una dirección, de forma que tomo la dirección contraria.

    Y la voz dice que tal vez yo puedo generar una energía limpia e ilimitada.

    A lo mejor puede usted viajar por el tiempo para evitar una tragedia. Aprender. Conocer a gente.

    A lo mejor puede darle a la gente vidas ricas, plenas y felices.

    Tal vez cojear por un apartamento lleno de ruidos durante el resto de su vida no es bastante.

    En una persiana plegable de bordado en seda negra, una flecha señala en una dirección y yo giro por la contraria.

    Mi busca empieza a sonar nuevamente y es Nash.

    Y la voz dice: Si puedes matar a alguien, tal vez puedes traerlos de vuelta.

    Tal vez esta es mi segunda oportunidad.

    La voz dice: Tal vez no va uno al infierno por las cosas que hace. Tal vez se va al infierno por lo que no se hace. Por lo que no se termina.

    Mi busca empieza a sonar otra vez y dice que el mensaje es importante.

    Y yo sigo cojeando.


    16


    Nash no está de pie frente a la barra. Está sentado solo ante una mesilla en el fondo del bar, a oscuras salvo por la luz de una velita en la mesa, y yo le digo: Eh, tengo diez mil llamadas en mi busca. Le pregunto qué puede ser tan importante.

    En la mesa hay un periódico, doblado, cuyo titular dice:

    SIETE MUERTOS EN UNA MISTERIOSA PLAGA


    El subtítulo dice:

    APRECIADO REDACTOR JEFE DE DIARIO LOCAL Y LÍDER PUBLICO
    ES PRESUNTAMENTE LA PRIMERA VÍCTIMA


    Tengo que leer la noticia para averiguar a quién se refiere. Se trata de Duncan, y resulta que su nombre de pila era Leslie. No hace falta ser un genio para saber de dónde han sacado lo de «apreciado». Y lo de «líder».

    Y después dicen que el periodista y la noticia son mutuamente excluyentes.

    Nash da un golpecito al periódico con el dedo y dice:

    —¿Ves esto?

    Y le digo que he estado toda la tarde fuera de la oficina. Y maldición. Me he olvidado de enviar mi última entrega sobre muertes en la cuna. Leo la portada y me veo a mí mismo citado. Duncan era más que mi redactor jefe, digo, más que mi simple mentor. Leslie Duncan era como un padre para mí. El maldito Oliphant y sus manos sudorosas.

    Tan deprisa como un escalofrío, recorriéndome la espalda, la canción sacrificial se desenvuelve en mi cabeza y aumenta el recuento de cadáveres. En alguna parte, Oliphant debe de estar cayéndose al suelo o desplomándose de su silla. Mi barril de pólvora interior empieza a temblar de nuevo.

    Cuanta más gente muere, menos cambian las cosas.

    Hay un plato de papel vacío delante de Nash con restos de papel encerado y manchas amarillas de ensalada de patata, y Nash está retorciendo una servilleta de papel con las manos, retorciéndola hasta formar una soga larga y gruesa, mirándome desde su lado de la vela, y dice:

    —Esta tarde hemos recogido al tipo en tu edificio de apartamentos. —Y dice—: Entre los gatos del tipo y las cucarachas, no queda mucho para la autopsia.

    El tipo al que vimos caer esta mañana aquí, el tipo de las patillas y el teléfono móvil, Nash dice que ha dejado perplejo al forense. Además, después, tres personas han caído muertas entre aquí y el edificio del periódico.

    —Luego han encontrado otro en el edificio del periódico —dice—. Se ha muerto esperando el ascensor.

    Dice que el forense cree que toda esa gente podría haber muerto por la misma causa. Hablan de una epidemia, dice Nash.

    —Pero la policía piensa en drogas —dice—. Probablemente sucinilcolina, bien autoadministrada o bien alguien se la inyectó. Es un agente bloqueador neuromuscular. Te relaja tanto que dejas de respirar y te mueres de anoxia.

    La mujer, la de detrás de las vallas en el rodaje que vino corriendo con un brazo extendido para detenerme, la del walkie-talkie, sus detalles eran pelo largo y negro, una camiseta ajustada sobre unas tetas firmes. Tenía un culo decente enfundado en vaqueros ajustados. Podría ser que ella y Nash se lo hayan montado en el hospital.

    Otra conquista.

    Sea lo que sea lo que Nash tiene tantas ganas de contarme, no quiero saberlo.

    Dice:

    —Pero creo que la policía se equivoca.

    Nash pasa la servilleta de papel enrollada a través de la llama de la vela, y la llama da un salto, emitiendo un rizo de humo negro. La llama vuelve a la normalidad y Nash dice:

    —En caso de que quieras encargarte de mí igual que te has encargado de toda esa gente —dice—, tienes que saber que he escrito una carta explicando todo esto, y se la he dejado a un amigo, diciendo lo que sé en este punto.

    Yo le sonrío y le pregunto de qué habla. Qué es lo que sabe.

    Y Nash sostiene la punta de su papel retorcido un poco por encima de la llama de la vela y dice:

    —Sé que creías que tu vecino estaba muerto. Sé que vi a un tipo caer muerto en este bar cuando tú lo miraste y que cuatro más murieron cuando pasaste junto a ellos de camino al trabajo.

    La punta del papel se está poniendo marrón, y Nash dice:

    —Cierto, no es mucho, pero es más de lo que la policía tiene en estos momentos.

    La punta se enciende, suelta solamente una llamarada diminuta, y Nash dice:

    —Quizá tú le puedas contar el resto a la policía.

    La llama crece. Hay bastante gente aquí como para que alguien se dé cuenta. Nash está aquí sentado, encendiendo un fuego en el bar, y alguien va a llamar a la policía.

    Le digo que son fantasías suyas.

    La pequeña antorcha crece.

    El camarero nos mira a nosotros y la pequeña mecha de Nash arde y se vuelve cada vez más corta.

    Nash se queda mirando cómo el fuego se escapa de control en su mano.

    El calor del fuego en mis labios, el humo en mis ojos.

    El camarero grita:

    —¡Eh! ¡Para de hacer el idiota!

    Y Nash mueve la servilleta en llamas hacia el papel encerado y el plato de papel en la mesa.

    Yo le agarro de la muñeca, él tiene el puño del uniforme amarillo por la mostaza, y la piel de debajo blanda y fláccida, y yo le digo que ya vale. Le digo: Para ya, ¿vale?

    Le digo que tiene que prometer que no se lo va a contar a nadie.

    Y con la mecha todavía encendida entre nosotros, Nash dice:

    —Claro.

    Y dice:

    —Lo prometo.


    17


    Helen camina con un vaso de vino en la mano, con solamente una pizca de rojo en el fondo, el vaso casi vacío.

    Y Mona dice:

    —¿De dónde has sacado eso?
    —¿Mi copa? —dice Helen.

    Lleva un abrigo grueso de alguna piel en distintos tonos del marrón con blanco en las puntas. Está abierto por delante con un traje de color azul pálido debajo. Da el último sorbo de vino y dice:

    —Lo he sacado del bar. Está allí, junto a la fuente de las naranjas y aquella estatua metálica pequeña.

    Y Mona mete las dos manos en sus rastas negras y rojas y se frota la coronilla. Dice:

    —Ese es el altar. —Señala el vaso vacío y dice—: Te acabas de beber mi sacrificio a la Diosa.

    Helen le pone el vaso vacío en la mano a Mona y dice:

    —Bueno, ¿por qué no le haces otro sacrificio a la Diosa, y esta vez que sea doble?

    Estamos en el apartamento de Mona, donde todos los muebles han sido sacados a una pequeña terraza detrás de unas puertas de cristal correderas y cubiertos con una lona de plástico azul. Lo único que queda es la sala de estar vacía con una habitación pequeña a un lado donde debería estar la vajilla de diario. Las paredes y la alfombra de pelo largo son beige. La fuente de las naranjas y la estatua metálica de alguien hindú bailando están en la repisa de la chimenea con margaritas amarillas y claveles rosados a su alrededor. Los interruptores de la luz están tapados con cinta aislante para que no se puedan usar. En cambio, Mona ha puesto unas cuantas piedras planas en el suelo con velas encima, velas purpúreas y blancas, algunas encendidas y otras no. En la chimenea, en vez de un fuego, arden más velas. Hilos de humo blanco ascienden desde pequeños conos de incienso marrón colocados sobre las piedras planas junto con las velas.

    La única luz de verdad es cuando Mona abre la nevera o el microondas.

    A través de las paredes se oyen caballos relinchando y fuego de cañones. O bien una valiente y obstinada belleza sureña está intentando que el ejército de la Unión no queme el apartamento de al lado o alguien tiene la televisión demasiado alta.

    A través del techo se oye una sirena de incendios y gente gritando a la que se supone que no debemos hacer caso. Luego disparos de armas de fuego y neumáticos chirriando, ruidos que tenemos que fingir que son normales. No quieren decir nada. Una explosión retumba en los pisos superiores. Una mujer suplica a alguien que no la viole. No es real. Solamente es una película. Somos la cultura que gritaba que viene el lobo.

    Esos dramadictos. Esos pazfóbicos.

    Con sus uñas negras, Mona coge el vaso de vino vacío, con el reborde manchado por el pintalabios rosa de Helen, y se aleja descalza, llevando un albornoz blanco de tela de toalla, hacia la cocina.

    Suena el timbre de la puerta.

    Mona atraviesa de vuelta la sala de estar. Pone otro vaso de vino en la repisa y dice:

    —No me avergüences delante de mi aquelarre. —Y abre la puerta.

    En el umbral hay una mujer baja con gafas de montura gruesa de plástico negro. La mujer lleva guantes de hornear y sostiene delante de sí una cacerola tapada.

    Yo he traído un plato de comida a domicilio con ensalada de tres legumbres. Helen ha traído pasta de Chez Chef.

    La mujer de las gafas frota sus zuecos en el felpudo. Nos mira a Helen y a mí y dice:

    —Zarzamora, tienes invitados.

    Y Mona se golpea la sien con la palma de la mano y dice:

    —Se refiere a mí. Quiero decir que ese es mi nombre en el Wiccan. Zarzamora. —Y dice—: Gorrión, este es el señor Streator.

    Y Gorrión asiente.

    Y Mona dice:

    —Y esta es mi jefa...
    —Chinchilla —dice Helen.

    El microondas empieza a pitar y Mona lleva a Gorrión a la cocina. Helen va a la repisa y da un sorbo del vaso de vino.

    Suena el timbre de la puerta. Y Mona nos grita desde la cocina que abramos.

    Esta vez es un chico con el pelo largo y rubio y perilla rojiza, vestido con pantalones de chándal grises y una sudadera. Lleva una cazuela de barro con una tapa de cristal marrón. Algo marrón y pegajoso ha hervido debajo de la tapa, de forma que la parte inferior de la tapa de cristal está empañada de vapor condensado. Entra por la puerta y me da la cazuela de barro. Se quita sus zapatillas de tenis y se saca la sudadera por la cabeza, con el pelo revuelto en todas direcciones. Me pone la sudadera en las manos encima de la cazuela de barro y levanta una pierna para sacarse primero una pernera y luego la otra pernera de los pantalones del chándal. Me pone los pantalones en las manos y se queda ahí, con las manos apoyadas en las caderas, con la polla y las pelotas al aire.

    Helen se cierra con las manos las solapas de la chaqueta y se termina lo que queda del vino.

    La vasija de barro es pesada y está caliente y huele a algo que o bien es azúcar moreno o tofu o bien son los pantalones de chándal grises sucios.

    Y Mona dice:

    —¡Ostra! —Y viene a nuestro lado. Me coge las prendas de ropa y la cazuela de barro y dice—: Ostra, este es el señor Streator. —Y dice—: Eh, todos, este es mi novio, Ostra.

    Y el chico se aparta el pelo de los ojos y me mira. Dice:

    —Zarzamora cree que tiene usted un poema sacrificial.

    Su polla termina en una estalactita rosada y goteante de prepucio arrugado. Un aro plateado le atraviesa la punta.

    Y Helen me mira, sonriendo pero con los dientes apretados.

    El chaval, Ostra, agarra las solapas de tela de toalla del albornoz de Mona y dice:

    —Vaya, pero si llevas un montón de ropa. —Se inclina hacia ella y la besa por encima de la cazuela de barro.
    —Practicamos la desnudez ritual —dice Mona, mirando al suelo. Se ruboriza, señala con la cazuela de barro y dice—: Ostra, esta es la señora Boyle, trabajo para ella.

    Los detalles sobre Ostra son: su pelo parece desmadejado, del mismo modo que un pino se queda después de ser alcanzado por un rayo, lleno de astillas rubias y encrespado en todas direcciones. Tiene uno de esos cuerpos jóvenes. Sus brazos y piernas parecen segmentados, hinchados de músculos, y luego estrechos en las articulaciones, en las rodillas y los codos y la cintura.

    Helen extiende la mano y Ostra se la coge y dice:

    —Un anillo de peridotita...

    Ahí de pie, joven y desnudo, se acerca la mano de Helen a la cara. Ahí de pie, alto, bronceado y musculoso, la recorre con la mirada empezando por el anillo, siguiendo por el brazo y llegando a los ojos y dice:

    —Una piedra con tanta pasión podría someter a la mayoría de la gente. —Y la besa.
    —Practicamos la desnudez ritual —dice Mona—, Pero vosotros no estáis obligados. Quiero decir que no lo estáis en serio. —Señala con la cabeza en dirección a la cocina y dice—: Ostra, ven a ayudarme un poco.

    Y mientras se dirige hacia allí, Ostra me mira y dice:

    —Vestirse es la forma más pura de la deshonestidad. —Sonríe con la mitad de la boca, me guiña el ojo y dice—: Bonita corbata, papi.

    Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres...

    Después de que Mona entre en la cocina, Helen se vuelve hacia mí y dice:

    —No me puedo creer que se lo haya contado a otra persona.

    Se refiere a Nash.

    Tampoco es que tuviera opción. Además, no hay copias disponibles del poema. Le dije a Nash que había quemado la mía y he quemado todas las copias que he encontrado impresas. Nash no sabe nada de Helen Hoover Boyle ni de Mona Sabbat. No puede usar la información de ninguna forma.

    Muy bien, puede que queden unas docenas de copias en bibliotecas públicas. Tal vez podamos encontrarlas y eliminar la página 27 mientras rastreamos el material original del que vienen.

    —El Libro de Sombras —dice Helen.

    El grimorio, como lo llaman las brujas. El libro de conjuros. Todo el poder del mundo.

    Suena el timbre y otro hombre se quita los pantalones cortos y anchos, luego la camiseta y nos dice que se llama Erizo. Los detalles sobre Erizo incluyen la piel fláccida que le tiembla en los brazos, el pelo y el culo. Su vello púbico negro y rizado es idéntico a los dos pelos que se me quedan pegados en la palma de la mano después de estrecharle la suya.

    Las manos de Helen se ocultan dentro de los puños de su abrigo, luego va hasta la repisa, coge una naranja del altar y empieza a pelarla.

    Llega un hombre llamado Tejón con un loro de verdad sobre el hombro. Llega una mujer llamada Clemátide. Un tal Azulejo llama al timbre. Luego un tal Zarigüeya. Luego llega alguien llamado Lentejas, o bien alguien trae lentejas, no está claro. Helen se bebe otro sacrificio. Mona sale de la cocina con Ostra pero sin el albornoz.

    Al final queda un montón de ropa sucia junto a la puerta y Helen y yo somos los únicos que vamos vestidos. Al fondo del montón suena un teléfono y Gorrión lo saca. Vestida solamente con sus gafas de montura negra, con los pechos colgando cuando se inclina sobre el montón, Gorrión contesta al teléfono:

    —Despacho de abogados Dormer, Dingus y Diggs... —Y dice—: Describa el sarpullido, por favor.

    Cuesta un momento reconocer a Mona solamente por su cabeza y el montón de cadenas que lleva alrededor del cuello. Es mejor que no te pillen mirando, pero tiene el vello púbico afeitado. Vistas desde delante, sus caderas son dos paréntesis perfectos con una V afeitada entre ambos. Desde un lado, sus pechos parecen proyectarse hacia fuera e intentar tocar a la gente con los pezones rosados. Desde detrás, su zona lumbar se divide entre sus dos nalgas firmes, y yo estoy contando cuatro, contando cinco, contando seis...

    Ostra lleva un cartón blanco de comida a domicilio.

    Una mujer llamada Madreselva vestida únicamente con un pañuelo de calicó en la cabeza habla de sus vidas pasadas.

    Y Helen dice:

    —¿No os parece que la reencarnación es solamente una forma más de postergación?

    Yo pregunto cuándo se come.

    Y Mona dice:

    —Caray, hablas igual que mi padre.

    Le pregunto a Helen cómo hace para no matar a todos los presentes.

    Y ella coge otro vaso de vino de la repisa y dice:

    —Matar a cualquiera de estos sería una muerte piadosa. —Se bebe la mitad y me da el resto.

    El incienso huele a jazmín, y todo en la habitación huele a incienso.

    Ostra camina hasta el centro de la sala, sostiene el cartón de comida a domicilio por encima de la cabeza y dice:

    —Muy bien, ¿quién ha traído este aborto?

    Es mi ensalada de tres legumbres.

    Y Mona dice:

    —Por favor, Ostra, no.

    Y sosteniendo el cartón de comida a domicilio por su pequeña asa de alambre, sosteniendo el asa con solamente dos dedos, Ostra dice:

    —«Sin carne» quiere decir que no hay carne. Ahora confesad. ¿Quién ha traído esto?

    El pelo de su sobaco bajo su brazo levantado es de color naranja vivo. También lo es el resto de su vello corporal, el de abajo.

    Yo digo que solamente es ensalada de tres legumbres.

    —¿Con qué? —dice Ostra, sacudiendo el cartón.

    Con nada.

    La habitación está tan en silencio que se oye la batalla de Gettysburg en el apartamento de al lado. Se oye la guitarra de la canción folk de alguien deprimido en el apartamento de arriba. Un actor grita y un león ruge y las bombas caen silbando del cielo.

    —Con salsa Worcestershire de aderezo —dice Ostra—. Eso quiere decir anchoas. Eso quiere decir carne. Eso quiere decir crueldad y muerte. —Sostiene el cartón con una mano, lo señala con la otra y dice—: Esto se va al retrete, que es donde tiene que ir.

    Y yo cuento siete, cuento ocho...

    Gorrión está repartiendo a todo el mundo piedrecitas redondas que saca de una cesta que tiene en la mano. Me da una. Es gris y está fría, y dice:

    —Sostén esto y ajústate a la vibración de su energía. Esto nos pondrá a todos en la misma vibración para el ritual.

    Se oye a alguien tirando de la cadena.

    El loro sobre el hombro de Tejón no para de retorcer la cabeza y de arrancarse plumas verdes con el pico. Luego echa la cabeza para atrás y se traga las plumas con bocados convulsos y parecidos a latigazos. Allí donde faltan las plumas arrancadas, la piel parece irritada y con cicatrices. El tipo, Tejón, lleva una toalla doblada sobre el hombro para que el loro se agarre, y la parte de atrás de la toalla está toda llena de mierda de pájaro amarillenta. El loro arranca otra pluma y se la come.

    Gorrión le da otra piedra a Helen, y ella se la mete en el bolso de color azul pálido.

    Le cojo el vaso de vino y doy un sorbo. En el periódico de hoy dice que el hombre del ascensor, el hombre que quise que se muriera, tenía tres hijos, el mayor de seis años. El poli al que maté estaba manteniendo a sus padres para que no acabaran en una clínica. El y su mujer tenían hijos de acogida. Él era entrenador de la liga escolar y de fútbol. La mujer del walkie-talkie estaba embarazada de dos semanas.

    Bebo más vino. Sabe a pintalabios rosa.

    En el periódico de hoy hay un anuncio que dice:

    ATENCIÓN, PROPIETARIOS DE PORCELANA DORSETT


    El anuncio dice:

    «Si siente náuseas o pierde el control de sus intestinos después de comer, por favor, llame al siguiente número».


    Ostra me dice:

    —Zarzamora cree que usted mató a la doctora Sara, pero yo creo que usted no tiene ni puta idea.

    Mona intenta poner otro sacrificio en la repisa y Helen le quita el vaso de las manos.

    Ostra me dice:

    —El único poder sobre la vida y la muerte que tiene usted lo tiene cada vez que pide una hamburguesa en McDonald’s. —Con la cara pegada a mi cara, me dice—: Usted paga su dinero inmundo y en alguna otra parte el hacha cae.

    Y yo cuento nueve, cuento diez...

    Gorrión me enseña un grueso manual abierto en sus manos. Dentro hay dibujos de varas y ollas de hierro. Hay dibujos de campanas y de cristales de cuarzo, todo en distintos colores y tamaños. Hay cuchillos con los mangos negros llamados athame. Gorrión dice que esto rima con «mátame». Me enseña dibujos de hierbas, atadas en manojos para que uno pueda usarlas para asperger agua purificadora. Me enseña amuletos, pulimentados para reflejar la energía negativa. Un cuchillo ritual con el mango blanco se llama bolline.

    Sus pechos descansan sobre el catálogo abierto, cubriendo la mitad de ambas páginas.

    De pie a mi lado, con los músculos hinchándose en su cuello, con los dos puños cerrados, Ostra dice:

    —¿Sabe por qué la mayoría de los supervivientes del Holocausto son vegetarianos estrictos? Porque conocen la sensación de ser tratados como animales.

    Con el calor corporal emanando en su dirección, dice:

    —¿Sabe que en la producción de huevos todos los pollos machos son molidos vivos y usados como fertilizantes?

    Gorrión hojea su catálogo y señala algo, diciendo:

    —Si echa un vistazo, verá que ofrecemos los mejores precios en artefactos rituales en la gama de precios medios.

    El siguiente sacrificio a la Diosa me lo bebo yo.

    El siguiente lo engulle Helen.

    Ostra da vueltas por la habitación. Vuelve para decirme:

    —¿Sabía que la mayoría de los cerdos no se desangran en los primeros segundos de ahogarse en agua hirviendo a ciento cuarenta grados?

    El sacrificio de después me lo tomo yo. El vino sabe a incienso de jazmín. El vino sabe a sangre de animal.

    Helen se lleva el vaso vacío de vino a la cocina, y hay un destello de luz de verdad cuando abre la nevera y saca una jarra de vino tinto.

    Y Ostra me clava la barbilla en el hombro desde detrás y dice:

    —La mayoría de las vacas no se mueren de inmediato. —Y dice—: Les ponen un lazo alrededor del cuello y las arrastran gritando por todo el matadero, cortándoles las patas delanteras y traseras mientras todavía viven.

    Detrás de él hay una chica desnuda llamada Estrella de Mar, que abre un teléfono móvil y dice:

    —Despacho de abogados Dooley, Donner y Dunne. —Y dice—: Dígame, ¿de qué color es su hongo?

    Tejón sale del baño, agachándose para coger a su loro a través del umbral, con una hoja de papel pegada a la raja del culo. Desnudo, su piel parece irritada y con cicatrices. No quiero saber si tiene al pájaro posado en el hombro cuando está sentado en la taza.

    Y al otro lado de la sala está Mona.

    Zarzamora.

    Se está riendo con Madreselva. Se ha recogido las rastas rojas y negras en un montón con solamente su carita asomando por debajo. En los dedos lleva anillos con joyas enormes con cristales rojos. Alrededor del cuello, la alfombra de cadenas plateadas termina en un montón de amuletos y colgantes y talismanes sobre sus pechos. Bisutería. Una niña jugando a disfrazarse. Descalza.

    Tiene la edad que tendría mi hija, si yo todavía tuviera una hija.

    Helen entra dando tumbos en la sala. Se moja los dedos con la lengua y va por la sala, usando los dedos húmedos para apagar los conos de incienso. Apoya la espalda en la repisa de la chimenea y se lleva el vaso de vino a la boca de color rosa. Mira la sala por encima del vaso. Mira cómo Ostra da vueltas a mi alrededor.

    Tiene la edad que tendría su hijo Patrick.

    Helen tiene la edad que tendría mi mujer si yo todavía tuviera una mujer.

    Ostra es el hijo que ella tendría si tuviera un hijo.

    Hablando hipotéticamente, por supuesto.

    Esta sería la vida que yo tendría si tuviera una vida. Mi esposa distante y borracha. Mi hija explorando alguna secta de chiflados. Avergonzados de nosotros, de sus padres. Su novio sería este gilipollas hippy, intentando iniciar una pelea conmigo, con su padre.

    Y tal vez se pueda retroceder en el tiempo.

    Tal vez se pueda resucitar a los muertos. A todos los muertos, los del pasado y los del presente.

    Tal vez esta sea mi segunda oportunidad. Esta es exactamente la forma en que mi vida podría haber sido.

    Helen, vestida con su abrigo de chinchilla, está mirando cómo el loro se come a sí mismo. Está mirando a Ostra.

    Y Mona está gritando:

    —Todo el mundo, todo el mundo. —Está diciendo—: Es hora de empezar la invocación. Así que si podemos crear el espacio sagrado, podemos empezar ya.

    En el apartamento de al lado, los veteranos de la guerra civil vuelven cojeando a casa al son de una música triste y de la reconstrucción.

    Ostra sigue dando vueltas a mi alrededor y la piedra que tengo en el puño ya está caliente. Y cuento, once, cuento doce...

    Mona Sabbat tiene que venir con nosotros. Alguien sin sangre en las manos. Mona y Helen y yo, y Ostra, los cuatro nos echaremos a la carretera. Una familia disfuncional entre tantas. Unas vacaciones familiares. La búsqueda del Grial No Santo.

    Con cien tigres de papel a matar por el camino. Con cien bibliotecas que saquear. Libros que desarmar. El mundo entero debe ser salvado del sacrificio.

    Lobelia le dice a Granadina:

    —¿Te has enterado de toda esa gente muerta en el periódico? Dicen que es la legionela, pero a mí me parece magia negra.

    Y con los brazos extendidos, con todo el pelo marrón de los sobacos a la vista, Mona conduce a la gente al centro de la sala.

    Gorrión señala algo que hay en su catálogo y dice:

    —Esto es lo mínimo que hace falta para empezar.

    Ostra se aparta el pelo de los ojos y me señala con la barbilla. Se acerca para clavarme el dedo índice en el pecho, me lo clava, con fuerza, en medio de mi corbata azul, y dice:

    —Escuche, papi. —Me lo clava y dice—: La única canción sacrificial que conoce usted es «la carne ni muy hecha ni poco hecha».

    Y yo paro de contar.

    Rápido como una contracción muscular, doy un empujón y lo aparto de una palmada, mis manos hacen mucho ruido contra la piel desnuda del chaval, todo el mundo está callado y mirando, y la canción sacrificial me viene a la cabeza.

    Y he vuelto a matar. Al novio de Mona. Al hijo de Helen. Ostra se me queda mirando un momento, con el pelo colgando ante los ojos.

    Y el loro se cae del hombro de Tejón.

    Ostra levanta las manos, con los dedos extendidos, y dice:

    —Tranqui, papi.

    Y se va junto con Gorrión y el resto a mirar al loro, muerto a los pies de Tejón. Muerto y medio desplumado del todo.

    Y Tejón le da un golpecito al pájaro con su sandalia y dice:

    —¿Pelón?

    Y tal vez si matas a alguien, tal vez lo puedes traer de vuelta.

    Y Helen ya me está mirando, con el cristal manchado de rosa en la mano. Niega con la cabeza y me dice:

    —Yo no lo he hecho.

    Levanta tres dedos, con el pulgar y el meñique tocándose por delante, y dice:

    —Palabra de bruja, lo juro.


    18


    Aquí y ahora, mientras escribo esto, estoy cerca de Biggs Junction, Oregón. Aparcados junto a la Interestatal 84, el Sargento y yo hemos puesto una vieja chaqueta de piel en el recodo de la carretera al lado de nuestro coche. La chaqueta de piel, manchada de ketchup, rodeada de moscas, es nuestro cebo.

    Esta semana hay otro milagro en los periódicos sensacionalistas.

    Es algo que la gente llama el Jesucristo de los Animales Atropellados. Los periódicos sensacionalistas lo llaman «El Mesías de la I-84». Algún tío que se para en la autopista siempre que ve un animal muerto, le impone las manos y amén. El gato maltrecho o el perro aplastado, o incluso el ciervo doblado por la mitad por una rodada de tractor, jadean o husmean el aire. Se ponen de pie sobre sus patas rotas y parpadean con sus ojos picoteados por los pájaros.

    La gente lo ha grabado en vídeo. Tienen fotos colgadas en Internet.

    Los gatos, los puercoespines y los coyotes se quedan ahí un minuto, mientras el Jesucristo de los Animales Atropellados les mece la cabeza con las manos y les susurra.

    Dos minutos después de haber sido un montón raído de piel y huesos, simple comida para las urracas y los cuervos, el ciervo o el perro o el mapache echan a correr enteros, restaurados, perfectos.

    Un poco más adelante en la misma autopista donde estamos nosotros, un viejo aparca su camioneta en el arcén. Sale de la cabina y coge una manta a cuadros del fondo de la camioneta. Se pone en cuclillas para dejar la manta en el arcén, con el tráfico pasando a toda leche a su lado en el aire tórrido de la mañana.

    El viejo abre los bordes de la manta a cuadros para revelar un perro muerto. Un montón arrugado de pelo marrón, no muy distinto al montón de mi abrigo de piel.

    El Sargento saca el cargador de su pistola, comprueba que está lleno de balas y lo vuelve a meter.

    El viejo se inclina, con las dos manos planas sobre el asfalto, mientras pasan coches y camiones en ambas direcciones, y frota la mejilla sobre el montón de pelo marrón.

    Se pone de pie y mira a un lado y a otro de la autopista. Vuelve a la cabina de su camioneta y enciende un cigarrillo. Espera.

    El Sargento y yo esperamos.

    Aquí estamos, una semana tarde. Siempre un paso por detrás. Después de los hechos.

    El primer avistamiento del Jesucristo de los Animales Atropellados lo llevó a cabo una cuadrilla de empleados públicos que estaban recogiendo a un perro muerto a pocas millas de aquí. Antes de que pudieran meterlo en la bolsa, un coche de alquiler se detuvo en el recodo de la autopista detrás de ellos. Eran un hombre y una mujer, el hombre al volante. La mujer se quedó en el coche y el hombre se bajó de un salto y corrió hasta la cuadrilla de empleados de carreteras. Les gritó que esperaran. Les dijo que podía ayudar.

    El perro no era más que larvas y huesos dentro de un pellejo maltrecho.

    El hombre era joven, rubio, con el pelo largo y rubio ondeando al viento levantado por los coches que pasaban a su lado. Tenía una perilla roja y cicatrices horizontales en las dos mejillas, justo debajo de los ojos. Las cicatrices eran de color rojo oscuro, y el joven miró dentro de la bolsa de basura donde estaba el perro muerto y les dijo a la cuadrilla que... no estaba muerto.

    Y los operarios de carreteras se rieron. Guardaron la pala en su camioneta.

    Y algo gimió dentro de la bolsa de basura.

    Y ladró.

    Ahora, aquí y ahora, mientras escribo esto, mientras el viejo espera más adelante en la carretera, fumando. Con el tráfico pasando a toda velocidad. Al otro lado de la Interestatal 84, una familia en un coche familiar despliega una colcha sobre la grava del arcén de la carretera y dentro aparece un gato naranja muerto. Un poco más allá, una mujer y un niño están sentados en sillas de jardín al lado de un hámster sobre una servilleta de papel.

    Un poco más allá, una pareja de edad mediana está de pie sosteniendo una sombrilla para cubrir a una mujer joven, una joven huesuda y retorcida de lado en una silla de ruedas.

    El viejo, la madre y la criatura, la familia y la pareja de edad mediana, sus ojos escrutan cada coche que pasa.

    El Jesucristo de los Animales Atropellados aparece en un coche distinto cada vez, en un coche de dos puertas, de cuatro o en una camioneta, a veces en moto. Una vez en una autocaravana.

    En las fotos que toma la gente, en los vídeos, siempre aparece el mismo pelo rubio revuelto, la misma perilla roja, las cicatrices. El perfil de una mujer esperando en un coche a lo lejos, en un camión, en lo que sea.

    Mientras escribo esto, el Sargento encañona con su pistola el montón que forma nuestro abrigo de piel. Con el ketchup y las moscas. Nuestro cebo. Y como todos los demás que están aquí, estamos esperando un milagro. Un mesías.


    19


    Todo lo que había fuera del coche era amarillo. Amarillo hasta el horizonte. No un amarillo limón, más bien un amarillo pelota de tenis. Era del color de una pelota sobre una pista de tenis de color verde brillante. El mundo a ambos lados de la autopista es todo de este color.

    Amarillo.

    Grandes olas ondeantes y espumeantes de color amarillo se mueven bajo el viento cálido de los coches que pasan, desde el arcén de grava de la autopista hasta las colinas amarillas. Todo amarillo. Proyectando su luz amarilla hacia nuestro coche. Helen, Mona, Ostra y yo, todos nosotros. Nuestra piel y nuestros ojos. Todos los detalles del mundo. Amarillos.

    —Brassica tournefortii —dice Ostra—. Mostaza marroquí en flor.

    Estamos sentados en los asientos de cuero del coche enorme de la inmobiliaria de Helen con Helen al volante. Helen y yo vamos sentados delante, Ostra y Mona en la parte de atrás. En el asiento entre Helen y yo está su agenda, con las tapas de cuero rojo pegadas al cuero marrón del asiento. Hay un atlas de Estados Unidos. Hay una impresión por ordenador de las ciudades en donde hay bibliotecas que tienen el libro de poemas. Está el bolso azul de Helen, que parece verde bajo la luz amarilla.

    —Daría lo que fuera por ser nativa americana —dice Mona, y apoya la frente en la ventanilla—. Por ser una blackfoot libre o una sioux hace doscientos años, ya sabéis, viviendo en armonía con toda esta belleza natural.

    Para ver qué es lo que siente Mona, pongo la frente contra la ventanilla. Por contraste con el aire acondicionado, el cristal está ardiendo.

    Es una coincidencia siniestra, pero en el atlas todo el estado de California es del mismo color amarillo vivo.

    Y Ostra se suena las narices, con una sonada brusca que le hace echar la cabeza hacia atrás. Niega con la cabeza mirando a Mona y dice:

    —Ningún indio vivió nunca con eso.

    Los vaqueros no tenían plantas rodadoras, dice. No fue hasta finales del siglo XIX cuando las semillas de planta rodadora, los cardos rusos, llegaron de Eurasia en la lana de las ovejas. La mostaza marroquí vino en la tierra que los barcos usaban como lastre. Esos árboles plateados que hay ahí fuera son olivos rusos, Elaeagnus augustifolia. Los centenares de orejas de conejo blancas y peludas que crecen en los márgenes de los arcenes de la autopista son Verbascum thapsus, verbascos lanosos. Los árboles oscuros y retorcidos junto a los que hemos pasado son Robinia pseudoacacia, algarrobos negros. Los matorrales verde oscuro con flores de color amarillo vivo son retamas escocesas, Cytisus scoparius.

    Todo es parte de una pandemia biológica, dice.

    —Esos viejos westerns de Hollywood —dice Ostra, mirando por la ventanilla el paisaje de Nevada que rodea la autopista, dice—, con las plantas rodadoras y la cebadilla y todo esa mierda. —Niega con la cabeza y dice—: Nada de todo eso es nativo, pero es lo único que nos queda. —Y dice—: Casi nada es natural ya en la naturaleza.

    Ostra le da una patada a la parte de atrás del asiento de delante y dice:

    —Eh, papi, ¿cuál es el periódico más importante de Nevada?

    ¿De Reno o de Las Vegas?, le digo.

    Y mirando por la ventanilla, con los ojos amarillos por la luz que se refleja, Ostra dice:

    —De las dos. Y también de Carson City. De todas.

    Se los digo.

    Los bosques que bordean la costa Oeste están infestados de retama escocesa y de retama francesa y de hiedra inglesa y de zarzas del Himalaya, dice. Los árboles nativos se están muriendo por culpa de las lagartas importadas en mil ochocientos sesenta por Leopold Trouvelot, que quería usarlas para criar seda. Los desiertos y las praderas están infestados de mostaza y de cebadilla y de matojo de playa europeo.

    Ostra se desabotona la camisa y debajo, sobre la piel de su pecho, hay algo hecho con cuentas. Es del tamaño de una billetera y cuelga de su cuello de un collar de cuentas.

    —Es una bolsa de curandero hopi —dice—. Muy espiritual, ¿no?

    Helen, mirándolo por el retrovisor, con las manos en el volante enfundadas en guantes de conducir de becerro ajustados, dice:

    —Bonitos abdominales.

    Ostra se saca la camisa por los hombros y la bolsa de cuentas queda colgando entre sus pezones, con los pectorales hinchados a ambos lados. Su piel está bronceada y no tiene pelos por encima del ombligo. La bolsa está completamente recubierta de cuentas azules salvo por una cruz de cuentas rojas en el centro. Su bronceado parece anaranjado bajo la luz amarilla. Su pelo rubio parece en llamas.

    —Se la he hecho yo —dice Mona—. Llevo haciéndola desde febrero.

    Mona con sus rastas y sus collares de cristal. Le pregunto si es una india hopi.

    Ostra hurga con los dedos dentro de la bolsa.

    Y Helen dice:

    —Mona, no eres nativa de nada. Tu verdadero apellido es Steinner.
    —No hace falta ser hopi —dice Mona—. La hice copiando el dibujo de un libro.
    —Entonces no es nada hopi de verdad —dice Helen.

    Y Mona dice:

    —Lo es. Es idéntica a la del libro. —Y dice—: Te lo enseñaré.

    Ostra saca un teléfono móvil de su bolsita de cuentas.

    —Lo divertido de los oficios primitivos es que se pueden hacer fácilmente mientras uno mira la tele —dice Mona—. Y te ponen en contacto con toda clase de energías arcanas y rollos de esos.

    Ostra abre el teléfono móvil y saca la antena. Marca un número. Se le ve una curva de suciedad debajo de la uña.

    Helen lo mira por el retrovisor.

    Mona se inclina sobre sus rodillas y coge una mochila de lona del suelo de debajo del asiento trasero. Saca un revoltijo de cordeles y plumas. Parecen plumas de pollo, teñidas en tonos brillantes de Pascua del rosa y del azul. De los cordeles cuelgan monedas de latón y cuentas hechas de cristal negro.

    —Es un atrapasueños navajo que estoy haciendo —dice. Lo agita y algunos de los cordeles se sueltan y quedan colgando. Algunas cuentas caen en la mochila que tiene en el regazo. Flotan por el aire plumas de color rosa, y ella dice—: He pensado en hacerlo más poderoso usando algunas monedas del I Ching. Para superenergizarlo o algo así.

    En alguna parte debajo de la mochila, en su regazo, la V afeitada entre sus muslos. Las cuentas de cristal ruedan hasta allí.

    Ostra le dice al teléfono:

    —Sí, necesito el número del departamento de anuncios de Venta al Público del Carson City Telegraph-Star. —Una pluma de color rosa le flota junto a la cara y él la aleja de un soplido.

    Con las uñas pintadas de negro, Mona coge algunos de los nudos y dice:

    —Es más difícil de lo que parece en el libro.

    Ostra se sostiene el teléfono junto al oído con una mano. Con la otra se frota la bolsa de cuentas por todo el pecho.

    Mona saca un libro de su mochila de lona y me lo pasa al asiento delantero.

    Ostra ve a Helen, que todavía lo está mirando por el retrovisor, y le guiña un ojo y se pellizca el pezón.

    Por alguna razón, me viene a la cabeza Edipo rey.

    En alguna parte debajo de su cinturón, la estalactita rosa de su prepucio atravesada por su aro metálico. ¿Cómo puede Helen querer eso?

    —Los granjeros de antaño plantaban cebadilla porque verdeaba deprisa en primavera y suministraba pasto deprisa para el ganado —dice Ostra, señalando con la cabeza el mundo de fuera.

    La primera parcela de cebadilla estaba en el sur de la Columbia Británica, en Canadá, en mil ochocientos ochenta y nueve. Pero los incendios la extienden. Cada año se seca hasta convertirse en pólvora, y las tierras que solían arder cada diez años ahora arden todos los años. Y la cebadilla se recupera deprisa. A la cebadilla le encanta el fuego. Pero a las plantas nativas, la salvia y el flox del desierto, no. Y cada año que arde, hay más cebadilla y menos de todo el resto. Y los ciervos y antílopes que dependen de todas esas otras plantas ya no están. Ni los conejos. Ni tampoco los halcones ni los búhos que se comen a los conejos. Los ratones se mueren de hambre, de forma que las serpientes que se comen a los ratones se mueren de hambre.

    Hoy, la cebadilla domina los desiertos interiores desde Canadá hasta Nevada, cubriendo un área del doble del tamaño del estado de Nebraska y extendiéndose miles de acres cada año.

    La gran ironía es que incluso el ganado odia la cebadilla, dice Ostra. De forma que las vacas se comen los escasos matorrales nativos que quedan. Lo que queda de ellos.

    El libro de Mona se llama Hobbies y oficios tradicionales tribales. Cuando lo abro, salen flotando más plumas rosadas y azules.

    —El nuevo sueño de mi vida es que quiero encontrar un árbol realmente recto, ya sabéis —dice Mona, con una pluma de color rosa enredada en las rastas—. Y construir un tótem o algo parecido.
    —Cuando lo piensas desde la perspectiva de las plantas nativas —dice Ostra—, Johnny Appleseed fue un puto terrorista biológico.

    Johnny Appleseed, dice, lo mismo podría haber estado extendiendo la viruela.

    Ostra está marcando otro número en su teléfono móvil. Patea la parte trasera del asiento delantero y dice:

    —Mami, papi. Un restaurante realmente pijo en Reno, Nevada.

    Y Helen se encoge de hombros y me mira. Dice:

    —El Desert Sky Supper Club de Tahoe es bastante majo.

    Ostra dice a su teléfono móvil:

    —Me gustaría poner un anuncio a tres columnas. —Mirando por la ventanilla, dice—: Debe tener tres columnas por seis pulgadas de largo, y la primera línea del texto tiene que decir: «Atención, clientes del Desert Sky Supper Club».

    Ostra dice:

    —La segunda línea tiene que decir: «¿Ha contraído recientemente un caso casi fatal de intoxicación por campylobacter? De ser así, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».

    Luego Ostra da un número de teléfono. Saca una tarjeta de crédito de su bolsa de curandero y le lee el número y la fecha de expiración al teléfono. Dice que el comercial lo llame después de que esté compuesto para repasar el texto final por teléfono. Dice que el anuncio ha de salir todos los días de la próxima semana en la sección de Restaurantes. Cierra el teléfono y vuelve a meter la antena.

    —Igual que la fiebre amarilla y la viruela mataron a los nativos americanos —dice—, nosotros trajimos la enfermedad del olmo a América en un cargamento de troncos para una prensa de chapa de madera en mil novecientos treinta y trajimos la plaga del castaño en mil novecientos cuatro. Otro hongo patógeno está matando las hayas orientales. Se espera que el escarabajo asiático de cuernos largos, introducido en Nueva York en mil novecientos noventa y seis, acabe con la población de arces norteamericanos.

    Para controlar las poblaciones de perros de las praderas, dice Ostra, los rancheros introdujeron la peste bubónica en las colonias de perros de las praderas, y para mil novecientos treinta el noventa y ocho por ciento de los perros habían muerto. La peste se ha extendido hasta matar otras treinta y cuatro especies de roedores nativos, y cada año también a unas cuantas personas desafortunadas.

    Por alguna razón, me viene a la cabeza la canción sacrificial.

    —A mí —dice Mona cuando le devuelvo el libro— me gustan las tradiciones antiguas. Mi esperanza es que este viaje sea, ya sabéis, mi misión personal visionaria. Y que salga de él con un nombre nativo y quede —dice— transformada.

    Ostra saca un cigarrillo de su bolsa hopi y dice:

    —¿Os importa?

    Yo le digo que sí.

    Y Helen dice:

    —En absoluto. —Y el coche es de ella.

    Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres...

    Lo que consideramos naturaleza, dice Ostra, son simplemente más cosas nuestras que matan al mundo. Cada diente de león es una bomba atómica haciendo tictac. Polución biológica. Preciosa devastación amarilla.

    Igual que uno puede ir de París a Pekín, dice Ostra, y en todas partes hay hamburguesas McDonald’s, este es el equivalente ecológico de las franquicias de formas de vida. Todos los lugares se vuelven el mismo. El kudzu. Los mejillones cebra. Los jacintos de agua. Los estorninos. Los Burger King.

    Lo que es nativo y local, cualquier cosa que sea única va a ser arrasada.

    —La única biodiversidad que nos va a quedar —dice— es la Coca-Cola contra la Pepsi.

    Dice:

    —Estamos creando el paisaje del mundo a base de equivocaciones estúpidas.

    Mirando por la ventana, Ostra saca un encendedor de plástico de la bolsa de curandero de cuentas. Agita el encendedor y lo golpea contra la palma de su mano.

    Huelo una pluma rosada caída del libro y me imagino que el pelo de Mona huele igual. Retorciendo la pluma entre dos dedos, le pregunto a Ostra, que está hablando por teléfono en ese momento —llamando al periódico—, qué está tramando.

    Ostra enciende su cigarrillo. Se vuelve a meter el encendedor de plástico y el teléfono móvil en la bolsa de curandero.

    —Así es como gana dinero —dice Mona. Está separando los nudos y los enredos de su atrapasueños. Entre sus brazos, debajo de su blusa anaranjada, sus pechos se proyectan hacia fuera con sus pezoncitos rosados.

    Y yo cuento cuatro, cuento cinco, cuento seis...

    Abotonándose la camisa con ambas manos, con la boca fruncida en torno al cigarrillo y los ojos entornados por el humo, Ostra dice:

    —¿Os acordáis de Johnny Appleseed?

    Helen enciende el aire acondicionado.

    Y abotonándose el cuello de la camisa, Ostra dice:

    —No se preocupe, papi. Solamente estoy plantando mis semillas.

    Mirando la extensión amarilla de fuera, con sus ojos amarillos, dice:

    —Es solamente mi generación intentando destruir la cultura existente extendiendo nuestra propia infección contagiosa.


    20


    La mujer abre la puerta principal de su casa y allí estamos Helen y yo, en su porche, yo cargando con el estuche de cosméticos de Helen, a medio paso detrás de ella, mientras Helen señala con la larga uña rosada de su dedo índice y dice:

    —Si puede darme quince minutos, puedo convertirla en una persona completamente nueva.

    El traje de Helen es rojo, pero no rojo fresa. Es más bien rojo como una mousse de fresa con crème fraîche batida por encima y servida en una compota de cristal con pie. Dentro de su nube rosa de peló, sus pendientes emiten destellos rosados y rojos bajo la luz del sol.

    La mujer se está secando las manos en una toalla de cocina. Lleva mocasines marrones de hombre sin calcetines. Un delantal con pollos amarillos dibujados le cubre toda la parte delantera, y una especie de vestido lavable a máquina, la trasera. Con el dorso de la mano se aparta unos mechones de pelo de la frente. Los pollos amarillos sostienen utensilios de cocina, cazos y cucharas, con el pico. La mujer nos mira a través de la puerta mosquitera oxidada y pregunta:

    —¿Sí?

    Helen me mira a mí, de pie detrás de ella. Mira por encima del hombro a Mona y Ostra, que están con la cabeza gacha, escondidos en el coche aparcado en la acera. Ostra susurrándole a su teléfono:

    —¿Es el picor constante o intermitente?

    Helen Hoover Boyle se lleva todos los dedos de una mano juntos al pecho, con el montón de piedras preciosas y perlas escondiendo la blusa de seda de debajo. Y dice:

    —¿Señora Pelson? Somos de Maquillaje Milagroso.

    Mientras habla, Helen extiende la mano cerrada y la abre en dirección a la mujer, como si estuviera esparciendo las palabras.

    Helen dice:

    —Me llamo Brenda Williams. —Con sus dedos de color rosa, esparce las palabras por encima de su hombro, diciendo—: Y este es mi marido, Robert Williams. —Y dice—: Y hoy le traemos un regalo muy especial.

    La mujer del otro lado de la puerta mosquitera mira el estuche de cosméticos que llevo en la mano.

    Y Helen dice:

    —¿Podemos entrar?

    Se suponía que iba a resultar más fácil.

    Todos estos viajes, entrar en bibliotecas, coger los libros de las estanterías, sentarse en los retretes de los baños de las bibliotecas y arrancar la página. Y tirar de la cadena. Se suponía que iba a ser así de rápido.

    Con las primeras dos bibliotecas no hay problema. En la siguiente el libro no está en la estantería. En susurros de biblioteca, Mona y yo vamos al mostrador de préstamo y preguntamos. Helen está esperando en el coche con Ostra.

    El bibliotecario es un tipo con el pelo largo y liso recogido en una coleta. Tiene pendientes en las dos orejas, aros de pirata, y lleva un jersey a cuadros sin mangas y dice que el libro —revisa la pantalla de su ordenador haciendo pasar la pantalla hacia arriba y hacia abajo— está en préstamo.

    —Es muy importante —dice Mona—. Yo lo saqué en préstamo antes y me dejé algo entre las páginas.

    Lo siento, dice el tipo.

    —¿Puede decirnos quién lo tiene? —dice Mona.

    Y el tipo dice que lo siente. Que no puede ser.

    Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres...

    Es verdad, todo el mundo quiere ser Dios, pero para mí es un trabajo a jornada completa.

    Y yo cuento cuatro, cuento cinco...

    Un segundo más tarde, Helen Hoover Boyle está frente al mostrador de préstamos. Sonríe hasta que el bibliotecario levanta la vista del ordenador y ella extiende las manos, con los dedos abarrotados de anillos brillantes.

    Ella sonríe y dice:

    —¿Joven? Mi hija se ha dejado una foto de familia entre las páginas de cierto libro. —Menea los dedos y dice—: Puede usted seguir las normas o puede hacer una buena obra y seguir su criterio.

    El bibliotecario mira los dedos de ella, los prismas de colores y las estrellas de luz entrecortada bailando reflejados en su cara. Se pasa la lengua por los labios. Luego niega con la cabeza y dice que no le compensa. Que la persona que tiene el libro se quejará y a él lo expulsarán.

    —Prometemos —dice Helen— que no va usted a perder su trabajo.

    En el coche, estoy esperando con Mona, contando veintisiete, contando veintiocho, contando veintinueve... Intentando de la única forma que conozco no matar a todo el mundo en la biblioteca y mirar por mí mismo la dirección en el ordenador.

    Helen vuelve al coche con una hoja de papel en la mano. Se inclina junto a la ventanilla abierta del conductor y dice:

    —Una noticia buena y una mala.

    Mona y Ostra están tumbados en el asiento de atrás. Se incorporan. Yo estoy en el asiento del acompañante, contando.

    Y Mona dice:

    —Tienen tres ejemplares, pero todos están en préstamo.

    Helen se sienta al volante y dice:

    —Conozco un millón de formas de televenta.

    Y Ostra se aparta el pelo de los ojos y dice:

    —Buen trabajo, mami.

    La primera casa es bastante fácil. Y la segunda.

    En el coche entre llamada y llamada, Helen rebusca entre los tubitos dorados y las cajitas relucientes, entre sus pintalabios y maquillajes, con su estuche de cosméticos abierto sobre el regazo. Hace girar un pintalabios para sacar la barra, la mira con los ojos fruncidos y dice:

    —Nunca más voy a usar esto. Si no ando equivocada, esa última mujer tenía culebrilla.

    Mona se inclina hacia delante en el asiento de atrás, mira por encima del hombro de Helen y dice:

    —Esto se te da realmente bien.

    Desenroscando las tapas de cajitas redondas de sombra de ojos, mirando y oliendo sus interiores de color canela, rosado o melocotón, Helen dice:

    —He tenido un montón de práctica.

    Se mira en el retrovisor y se aparta unos mechones de pelo rosado. Se mira el reloj de pulsera, pellizcando la esfera entre los dedos pulgar e índice, y dice:

    —No debería deciros esto, pero fue mi primer trabajo de verdad.

    Para entonces estamos aparcados delante de una caravana oxidada y emplazada en una parcela de hierba reseca y llena de juguetes infantiles desperdigados. Helen cierra su estuche. Me mira a mí, sentado a su lado, y dice:

    —¿Listo para intentarlo otra vez?

    Dentro de la caravana, hablando con la mujer del delantal lleno de pollos, Helen dice:

    —No hay absolutamente ningún coste ni obligación por su parte. —Y empuja suavemente a la mujer hasta sentarla en el sofá.

    Sentada delante de la mujer, con la mujer sentada tan cerca que sus rodillas casi se tocan, Helen extiende un pincel hacia ella y dice:

    —Hunde las mejillas, cariño.

    Con una mano coge un puñado de pelo de la mujer y lo estira hacia arriba. El pelo de la mujer es rubio con una pulgada castaña en las raíces. Con la otra manó Helen lleva a cabo varias pasadas rápidas con un peine, levantando los mechones más largos y aplastando las raíces castañas contra el cuero cabelludo. Agarra otro mechón y carda y crepa hasta que todo el pelo salvo los mechones más largos está aplastado y enredado sobre el cuero cabelludo. Con el peine, alisa los mechones largos y rubios sobre el pelo más corto y carda hasta que la cabeza de la mujer es una burbuja enorme e inflada de pelo rubio.

    Y yo digo: De modo que así es como lo haces.

    Es idéntico al peinado de Helen pero rubio.

    En la mesilla de café delante del sofá hay un enorme centro de rosas y azucenas, pero marchitas y marrones, colocadas en un jarrón de cristal verde de florista, con solamente un poco de agua negra en el fondo. En la mesa de la cocina hay más ramos de flores, nada más que tallos muertos en agua espesa y pestilente. Hay más jarrones en fila en el suelo, contra la pared del fondo de la sala de estar, cada uno con un bloque de espuma verde de donde salen rosas retorcidas y muertas y claveles negros y alargados en los que crece un moho gris. Pegada a cada ramo hay una tarjetita que dice: «Te acompañamos en el sentimiento».

    Y Helen dice:

    —Ahora tápese la cara con las manos.

    Y empieza a agitar un bote de espray. Rocía a la mujer con laca de pelo.

    La mujer se encoge a ciegas, un poco doblada hacia delante, tapándose la cara con las dos manos.

    Y Helen señala con la cabeza hacia las habitaciones del otro lado de la caravana.

    Y yo voy.

    Agitando un pincel de ojos en su tubo, dice:

    —No le importa si mi marido usa su baño, ¿verdad? —Y Helen dice—: Ahora, mire al techo, cariño.

    En el baño hay ropa sucia separada en montones de colores distintos en el suelo. Blanca. Oscura. Los vaqueros y las camisas de alguien manchados de grasa. Hay toallas y sábanas y sujetadores. Hay un mantel a cuadros rojos. Tiro de la cadena para que se oiga el ruido.

    No hay pañales ni ropa de niño.

    En la sala de estar, la mujer de los pollos sigue mirando al techo, pero ahora tiembla y respira de forma convulsa. El pecho se le estremece debajo del delantal. Helen está tocando el maquillaje húmedo con la punta doblada de un pañuelo de papel. El pañuelo está empapado y lleno de pintura de ojos negra, y Helen está diciendo:

    —Algún día te sentirás mejor, Rhonda. Ahora no lo puedes ver, pero mejorará. —Dobla otro pañuelo, sigue secando y dice—: Lo que tienes que hacer es ser dura. Piensa en ti misma como algo duro y afilado.

    Y dice:

    —Todavía eres joven, Rhonda. Tienes que volver a estudiar y convertir ese dolor en dinero.

    La mujer de los pollos, Rhonda, sigue llorando con la cabeza inclinada hacia atrás. En la otra habitación hay una cuna y un colgante móvil de margaritas de plástico. Hay una cajonera pintada de blanco. La cuna está vacía. El pequeño colchón de plástico está enrollado y atado en un extremo. Cerca de la cuna hay una pila de libros sobre un taburete. Encima de todo está Poemas y rimas.

    Cuando pongo el libro en la cómoda, cae abierto por la página 27.

    Paso la punta de un imperdible de bebé por el margen interior de la página, muy cerca de la encuadernación, y la página se desprende. Con la página doblada en el bolsillo, devuelvo el libro al montón.

    En la sala de estar, los cosméticos están tirados en una pila en el suelo.

    Helen ha sacado un doble fondo del interior de su estuche de cosméticos. Dentro hay collares y pulseras en filas, gruesos broches y parejas de pendientes unidos, todos incrustados de objetos brillantes rojos y verdes, amarillos y azules. Joyas. Enrollado entre las manos de Helen hay un largo collar de piedras rojas y amarillas más grandes que sus uñas pintadas de color rosa.

    —En los diamantes cortados en forma de brillantes —dice—, mira que no se pierda luz por las facetas que quedan por debajo del encaje de la piedra. —Pone el collar en las manos de la mujer y dice—: En los rubíes, u óxido de aluminio, los corpúsculos extraños en el interior, llamados inclusiones rutiles, pueden darle a la piedra un tono rosado pálido a menos que el joyero cueza la piedra a temperatura muy elevada.

    El truco para olvidar la situación general es mirarlo todo muy de cerca.

    Las dos mujeres están sentadas tan cerca que sus rodillas están entrelazadas. Sus cabezas casi se tocan. La mujer de los pollos no está llorando.

    La mujer de los pollos tiene una lupa de joyero en el ojo.

    Las flores muertas han sido apartadas y sobre la mesilla de café hay diseminados puñados de color rosa chispeante y dorado, perlas blancas y lapislázuli azul labrado. Otros puñados brillan en tonos del amarillo y del naranja. Otros montones brillan en tonos del blanco y del plateado.

    Y Helen sostiene un huevo verde resplandeciente en la mano, tan brillante que ambas mujeres se ven verdes bajo su reflejo, y dice:

    —¿Puedes ver esa clase de inclusiones uniformes parecidas a velos en el interior de una esmeralda sintética?

    Con el ojo fruncido en torno a la lupa, la mujer asiente.

    Y Helen dice:

    —Recuerda esto. No quiero que te quemes como me pasó a mí. —Busca dentro del estuche de cosméticos y saca un puñado brillante de algo amarillo, diciendo—: Este broche de zafiros amarillos perteneció a la estrella del cine Natasha Wren. —Con las dos manos saca un corazón rosado brillante, unido a una larga cadena de diamantes más pequeños, y dice—: Este pendiente de berilos de setecientos quilates perteneció una vez a la reina María de Rumania.

    En ese montón de joyas, diría Helen Hoover Boyle, están los fantasmas de todo el mundo que las ha poseído. Todo el mundo lo bastante rico y exitoso como para demostrarlo. Todo su talento e inteligencia y belleza, sobrevividos por toda esa morralla decorativa. Todo el éxito y los logros que esas joyas supuestamente representaban, todo ha desaparecido.

    Con el mismo peinado, el mismo maquillaje, sentadas tan cerca la una de la otra, podrían ser hermanas. Podrían ser madre e hija. Antes y después. Pasado y futuro.

    Hay más, pero es cuando llego al coche.

    Sentada en el asiento de atrás, Mona dice:

    —¿Lo ha encontrado?

    Le digo que sí. Que a esa mujer tampoco le iba a servir de mucho.

    Lo único que le hemos dado es un peinado enorme y probablemente culebrilla.

    Ostra dice:

    —Enséñenos la canción. Déjenos ver de qué va esa vibración.

    Y le digo que ni en coña. Me meto la página doblada en la boca y me pongo a masticarla. Me duele el pie y me quito el zapato. Sigo masticando. Mona se queda dormida. Sigo masticando. Ostra mira por la ventanilla unos hierbajos que crecen en una zanja.

    Me trago la página y me quedo dormido.

    Más tarde, sentado en el coche, rumbo a la siguiente ciudad, a la siguiente biblioteca, quizá al siguiente maquillaje, me despierto y veo que Helen ha conducido trescientas millas.

    Casi es de noche, y mirando por el parabrisas, Helen dice:

    —Estoy haciendo recuento de gastos.

    Mona se incorpora y se rasca el cuero cabelludo a través del pelo. Se aprieta el dedo de al lado del meñique, se aprieta la parte blanda de ese dedo en el rabillo interior del ojo y la aparta deprisa, con una legaña pegada. Se seca la legaña en los vaqueros y dice:

    —¿Dónde vamos a comer?

    Le digo a Mona que se abroche el cinturón de seguridad.

    Helen enciende los faros. Abre una mano, del todo, apoyada en el volante, y se mira el dorso, los anillos, y dice:

    —Después de que encontremos el Libro de Sombras, cuando seamos los líderes omnipotentes del mundo entero, cuando seamos inmortales y poseamos el planeta entero y todo el mundo nos ame —dice—, todavía me deberéis doscientos dólares en cosméticos.

    Tiene un aspecto extraño. Su pelo tiene un aspecto raro. Son sus pendientes, los puñados pesados de color rosa y rojo, sus zafiros rosas y sus rubíes. No están.


    21


    No fue una sola noche. Solamente da esa impresión. Fue cada noche, a través de Texas y Arizona, en Nevada, atravesando California y llegando a Oregón, Washington, Idaho. Todas las noches en el coche son iguales. Esté uno donde esté.

    Todos los sitios son el mismo sitio en la oscuridad.

    —Mi hijo, Patrick, no ha muerto —dice Helen Hoover Boyle.

    Está muerto en los registros médicos del condado, pero no digo nada.

    Helen está al volante, Mona y Ostra dormidos en el asiento de atrás. Dormidos o escuchando. Yo voy en el asiento del pasajero. Apoyado en mi portezuela, estoy tan lejos de Helen como puedo. Con el brazo puesto a modo de almohada, mi postura me permite escuchar sin mirarla.

    Y Helen habla conmigo sin mirar atrás. Los dos mirando hacia delante a la carretera iluminada por los faros que desaparece bajo el capó del coche.

    —Patrick está en el New Continuum Medical Center —dice—, Y creo realmente que algún día se recuperará por completo.

    Su agenda, encuadernada en cuero rojo, está en el asiento delantero entre nosotros.

    Mientras recorremos Dakota del Norte y Minnesota, le pregunto cómo encontró el conjuro sacrificial.

    Y con una uña de color rosa, ella pulsa un botón en alguna parte y pone el coche en control de velocidad crucero. Acciona algo más en la oscuridad y pone los faros largos.

    —Yo era representante de los cosméticos Skin Tone —dice—. La caravana en que vivíamos no era muy agradable —dice—. Mi marido y yo.

    En los registros médicos del condado el marido se llama John Boyle.

    —Ya sabe lo que pasa cuando tienes el primero —dice—. La gente te regala montones de juguetes y de libros. Ni siquiera sé quién trajo aquel libro. Era simplemente un libro en un montón de libros.

    De acuerdo con los registros del condado, aquello debió de pasar hace veinte años.

    —No hace falta que le cuente lo que pasó —dice—. Pero John siempre creyó que fue culpa mía.

    De acuerdo con los registros policiales, hubo seis llamadas por disturbios domésticos en la vivienda de los Boyle, en la plaza 175 del poblado de caravanas Buena Noche, en las semanas siguientes a la muerte de Patrick Raymond Boyle, de seis meses de edad.

    Conduciendo por Wisconsin y Nebraska, Helen dice:

    —Yo iba de puerta en puerta, vendiendo productos de Skin Tone —dice—. No volví a trabajar inmediatamente. Debió de pasar, Dios, un año y medio después de que Patrick... Después de la mañana en que encontramos a Patrick.

    Ella iba por el poblado de caravanas donde vivían, me cuenta Helen, cuando conoció a una joven idéntica a la mujer del delantal con los pollos. Las mismas flores funerarias enviadas a casa por el depósito de cadáveres. La misma cuna vacía.

    —Podía ganar un montón de dinero solamente vendiendo base de maquillaje y colorete —dice Helen sonriente—. Sobre todo hacia fin de mes, cuando había poco dinero.

    Hace veinte años, conoció a aquella otra mujer de la misma edad que Helen, y mientras hablaban, la mujer le enseñó a Helen el cuarto del niño, las fotos del bebé. La mujer se llamaba Cynthia Moore. Tenía un ojo morado.

    —Y vi que tenía un ejemplar del mismo libro —dice Helen—, Poemas y rimas del mundo entero.

    Aquella gente lo tenía abierto por la misma página que estaba abierto la noche en que murió su hijo. El libro, las sábanas de la cuna, intentaban mantenerlo todo exactamente como estaba.

    —Por supuesto, era la misma página que nuestro libro —dice Helen.

    En casa, John Boyle bebía montones de cerveza todas las noches. Le dijo a Helen que no quería tener otro hijo porque no confiaba en ella. Si ella no sabía qué era lo que había hecho mal, el riesgo era demasiado grande.

    Con mi mano en los asientos de cuero caliente, me siento como si estuviera tocando a otra persona.

    Conduciendo por Colorado, Kansas y Missouri, dice:

    —La otra madre del poblado de caravanas montó un día una venta pública de objetos frente a su caravana. Todas las cosas del bebé, puestas en montones sobre la hierba, cada una a un cuarto de dólar. El libro estaba allí y lo compré. —Helen dice—: Le pregunté al hombre de dentro por qué Cynthia lo estaba vendiendo todo y se encogió de hombros.

    De acuerdo con los registros médicos del condado, Cynthia Moore se bebió líquido desatascador de cañerías y murió de hemorragia de esófago y asfixia tres meses después de que su hijo muriera sin causa aparente.

    —A John le preocupaban los gérmenes, así que quemó todas las cosas de Patrick —dice—. Compré el libro de poemas por diez centavos. Recuerdo que hacía un día muy bonito.

    Los registros policiales muestran tres llamadas más por disturbios domésticos en la plaza 175 del poblado de caravanas Buena Noche. Una semana después del suicidio de Cynthia Moore, John Boyle fue hallado muerto sin causa aparente. De acuerdo con el condado, la elevada concentración de alcohol en su sangre podría haberle causado apnea del sueño. Otra causa probable era asfixia posicional. Podría haber estado tan borracho que cayó inconsciente en una posición que no le dejó respirar. En cualquier caso, el cuerpo no presentaba señales. El certificado de defunción no especificaba causa aparente de muerte.

    Conduciendo por Illinois, Indiana y Ohio, Helen dice:

    —No maté a John a propósito. —Y dice—: Solamente fue curiosidad.

    Lo mismo que yo con Duncan.

    —Solamente estaba probando una teoría —dice—. John no paraba de decir que el fantasma de Patrick seguía con nosotros. Y yo no paraba de decirle que Patrick seguía vivo en el hospital.

    Veinte años después, el pequeño Patrick sigue en el hospital, dice Helen.

    Por muy chiflado que suene, no digo nada. No me imagino qué aspecto debe de tener un bebé después de veinte años en coma o con las constantes vitales asistidas o lo que sea.

    Imaginad a Ostra entubado y con un catéter durante la mayor parte de su vida.

    A la gente a la que amas se le pueden hacer cosas peores que matarlos.

    En el asiento de atrás, Mona se incorpora y estira los brazos. Dice:

    —En la Grecia antigua, la gente escribía sus maldiciones más poderosas con clavos de barcos naufragados. —Y dice—: Los marineros que morían en el mar no tenían un funeral como es debido. Los griegos sabían que los muertos que no son enterrados son los espíritus más incansables y destructivos.

    Y Helen dice:

    —Cállate.

    Conduciendo por Virginia Occidental, Pensilvania y Nueva York, Helen dice:

    —Odio a la gente que asegura que puede ver fantasmas. —Y dice—: Los fantasmas no existen. Cuando te mueres, estás muerto. No hay más allá. La gente que asegura que ve fantasmas solamente intenta llamar la atención. La gente que cree en la reencarnación está simplemente posponiendo su vida.

    Sonríe:

    —Por suerte para mí —dice—. He encontrado una forma de castigar a esa gente y ganar montones de dinero.

    Suena su teléfono móvil.

    Me dice:

    —Si no se cree lo de Patrick, le puedo enseñar la factura del hospital de este mes.

    Le suena otra vez el teléfono móvil.

    Estamos cruzando Vermont cuando lo dice. Parte de ello lo dice mientras estamos cruzando Luisiana en la oscuridad, luego Arkansas y Mississippi. Algunas noches cruzamos dos o tres de esos pequeños estados del Este.

    Abre su teléfono y dice:

    —Helen al habla. —Me mira con los ojos en blanco y dice—: ¿Un bebé invisible enclaustrado en la pared de su dormitorio? ¿Y llora toda la noche? ¿De verdad?

    De otras partes de la historia no me entero hasta que llegamos a casa y hago ciertas investigaciones.

    Con el teléfono apretado contra el pecho, Helen me dice:

    —Todo lo que le estoy contando es estrictamente confidencial. —Y dice—: Hasta que encontremos el Libro de Sombras no podemos cambiar lo que ha pasado. Usaré un conjuro de ese libro y me aseguraré de que Patrick se recupera del todo.


    22


    Estamos conduciendo por el Medio Oeste con la radio sintonizada en una estación de AM y una voz de hombre está diciendo que la doctora Sara Lowenstein era un faro de la esperanza y de la moral en el baldío de la vida moderna. La doctora Sara era una moralista noble de línea dura que se negaba a aceptar nada que no fuera una conducta firmemente correcta. Era un bastión de los estándares rectos, una lámpara que brillaba para revelar los males de este mundo. La doctora Sara, dice el hombre, siempre estará en nuestros corazones y en nuestras almas porque su propia alma era tremendamente fuerte y carecía de...

    La voz se detiene.

    Y Mona golpea el respaldo del asiento delantero, a la altura de mis riñones, y dice:

    —Otra vez no. —Y dice—: Pare de resolver sus problemas personales con gente inocente.

    Yo le digo que deje de acusar. Que tal vez solamente se trate de manchas solares.

    Esos charladictos. Esos escuchafóbicos.

    La canción sacrificial me ha venido a la cabeza tan deprisa que ni me he dado cuenta. Estaba medio dormido. Así de fuera de control la tengo. Puedo matar mientras duermo.

    Después de unas millas de silencio, lo que los periodistas llaman aire muerto, la voz de otro hombre suena en la radio, diciendo que la doctora Sara Lowenstein era el patrón moral con el que millones de radioyentes median sus vidas. Era la espada llameante de Dios enviada para enderezar las maldades y a los malhechores que pueblan el templo de...

    Y la voz de este nuevo hombre se interrumpe.

    Mona golpea el respaldo de mi asiento, con fuerza, y dice:

    —No es divertido. ¡Esos predicadores de la radio son gente real!

    Le digo que no he hecho nada.

    Y Helen y Ostra sueltan una risita.

    Mona cruza los brazos sobre el pecho y reclina la espalda en el asiento de atrás. Dice:

    —No tenéis respeto. Ninguno de vosotros. Estáis haciendo el idiota con un millón de años de poder.

    Mona apoya las dos manos en Ostra y lo empuja con fuerza, haciéndole chocar con la portezuela. Dice:

    —Y tú también. —Y dice—: Una personalidad de la radio es tan importante como una vaca o un cerdo.

    Ahora se oye música de baile en la radio. El teléfono móvil de Helen empieza a sonar, ella lo abre y se lo hunde en el pelo. Señala con la cabeza a la radio y articula en silencio las palabras «Baja eso».

    Le dice al teléfono:

    —Sí. —Y dice—: Ajá. Sí. Sé quién es. Dígame dónde está exactamente ahora, lo más exactamente que pueda señalarlo.

    Apago la radio.

    Helen escucha y dice:

    —No —dice—. Quiero un diamante blanquiazul con talle de lujo de setenta y cinco quilates. Llame al señor Drescher de Ginebra, él sabe exactamente lo que quiero.

    Mona recoge su mochila del suelo del asiento trasero y saca un paquete de rotuladores y un libro grueso encuadernado en brocado verde oscuro. Abre el libro sobre su regazo y empieza a escribir en él con un rotulador azul. Le pone el capuchón al rotulador azul y empieza con otro amarillo.

    Y Helen dice:

    —No importa cuánta seguridad. Estará hecho en menos de una hora. —Cierra el teléfono y lo deja caer en el asiento a su lado.

    En el asiento delantero, entre nosotros, está su agenda, y ella la abre y escribe un nombre y la fecha de hoy en el interior.

    El libro que tiene Mona en el regazo es su Libro Espejo. Todas las brujas de verdad, dice, tienen Libros Espejo. Es una especie de diario y libro de cocina donde recoges lo que aprendes sobre magia y rituales.

    —Por ejemplo —dice, leyendo su Libro Espejo—, Demócrito dice que dejar la cabeza de un camaleón en una fogata de roble causa una tormenta eléctrica.

    Se inclina hacia delante y me dice al oído:

    —Demócrito, ya sabes —dice—. El que inventó la democracia.

    Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres...

    Para hacer que alguien se calle, dice Mona, para que pare de hablar, coge un pez y cósele la boca.

    Para curar el dolor de oído, dice Mona, tienes que usar el semen de un jabalí que gotea de la vagina de una marrana.

    De acuerdo con la colección de hechizos judía Sepher ha-Razim, tienes que matar a un cachorrillo negro antes de que vea la luz del día. Luego escribes tu maldición en una tablilla y pones la tablilla dentro de la cabeza del perro. Luego sellas la boca con cera y escondes la cabeza detrás de la casa de alguien, y esa persona nunca podrá dormir.

    —De acuerdo con Teofrasto —lee Mona—, solamente puedes desenterrar una peonía de noche porque si te ve un pájaro carpintero te quedas ciego. Si el pájaro carpintero te ve cortar las raíces de la planta, tienes un prolapso en el ano.

    Y Helen dice:

    —Ojalá tuviera un pez...

    De acuerdo con Mona, no hay que matar a gente porque eso te aparta de la humanidad. A fin de justificar el homicidio, tienes que convertir a la víctima en tu enemigo. Para justificar cualquier crimen, tienes que convertir a la víctima en tu enemigo.

    Al cabo de bastante tiempo, el mundo entero acaba siendo tu enemigo.

    Con cada crimen, dice Mona, estás más y más alienado del mundo. Te imaginas más y más que el mundo entero está en contra de ti.

    —La doctora Sara no empezó atacando ni humillando a todo el mundo que llamaba a su programa de radio —dice Mona—, Tenía una pequeña franja y una pequeña audiencia y por lo visto empezó a preocuparse de ayudar a la gente.

    Y tal vez pasaron años y años de recibir las mismas llamadas sobre embarazos no deseados, sobre divorcios, sobre disputas familiares. Tal vez fue porque su público creció y su programa se desplazó a la hora de máxima audiencia. Tal vez fue porque empezó a ganar más dinero. Tal vez el poder corrompe, pero no siempre fue una zorra.

    La única salida, dice Mona, será rendirse y dejar que el mundo nos mate a Helen y a mí por nuestros crímenes. O podemos matarnos a nosotros mismos.

    Le pregunto si esto son más chorradas de Wiccan.

    Y Mona dice que no.

    —No, en realidad es Karl Marx.

    Ella dice:

    —Después de matar a alguien, esas son las únicas maneras de volver a conectar con la humanidad. —Sin dejar de dibujar en su libro, dice—: Es la única forma de poder regresar a un sitio donde el mundo no sea tu némesis. Donde no estés completamente solo.
    —Un pescado —dice Helen— y una aguja y un hilo.

    Y no estoy solo.

    Tengo a Helen.

    Tal vez por eso tantos asesinos en serie trabajan en pareja. Es agradable no sentirse solo en un mundo lleno de víctimas o enemigos. No es de extrañar que Waltraud Wagner, el Ángel austríaco de la Muerte, convenciera a sus amigas de que mataran con ella.

    Parece simplemente natural.

    Tú y yo contra el mundo...

    Gary Lewingdon tenía a su hermano, Thaddeus. Kenneth Bianchi tenía a Angelo Buono. Larry Bittaker tenía a Roy Norris. Doug Clark tenía a Carol Bundy. David Gore tenía a Fred Waterfield. Gwen Graham tenía a Cathy Wood. Doug Gretzler tenía a Bill Steelman. Joe Kallinger tenía a su hijo, Mike. Pat Kearney tenía a Dave Hill. Andy Kokoraleis tenía a su hermano, Tom. Leo Lake tenía a Charles Ng. Henry Lucas tenía a Ottis Toole. Albert Anselmi tenía a John Scalise. Allen Michael tenía a Cleamon Johnson. Clyde Barrow tenía a Bonnie Parker. Doug Bemore tenía a Keith Cosby. Ian Brady tenía a Myra Hindley. Tom Braun tenía a Leo Maine. Ben Brooks tenía a Fred Treesh. John Brown tenía a Sam Coetzee. Bill Burke tenía a Bill Hare. Erskine Burrows tenía a Larry Tacklyn. José Bux tenía a Mariano Macu. Bruce Childs tenía a Henry McKenny. Alton Coleman tenía a Debbie Brown. Ann French tenía a su hijo, Bill. Frank Gusenberg tenía a su hermano, Peter. Delfina González tenía a su hermana, María. El doctor Teet Haerm tenía al doctor Tom Allgen. Amelia Sachs tenía a Annie Walters.

    El trece por ciento de todos los asesinos en serie conocidos trabajaban en equipo.

    En el corredor de la muerte en San Quintín, Randy «el Asesino de la Carta Marcada» Kraft jugaba al bridge con Doug «el Asesino del Crepúsculo» Clark, Larry «Tenazas» Bittaker y el Asesino de la Autopista, Bill Bonin. Entre los cuatro tenían un total estimado de ciento veintiséis víctimas.

    Helen Hoover Boyle me tiene a mí.

    «No podía parar de matar —le dijo una vez Bonin a un periodista—. Con cada víctima se volvía más fácil...»

    Tengo que estar de acuerdo. Se convierte en una mala costumbre.

    La radio dice que la doctora Sara Lowenstein era un ángel con poder e influencia sin igual, una mano gloriosa de Dios, una conciencia para el mundo que la rodeaba, un mundo de pecado y malas intenciones, un mundo de ocult...

    Cuanta más gente muere, más igual permanece todo.

    —Adelante, ponte a prueba —dice Ostra, y señala con la cabeza a la radio. Dice—: Mata también a ese cabrón.

    Yo cuento 37, cuento 38, cuento 39...

    Hemos desarmado siete ejemplares del libro de poemas desde que salimos de casa. La tirada original era de quinientos. Eso quiere decir trescientos seis ejemplares destruidos y ciento noventa y cuatro por destruir.

    El periódico dice que el hombre de la chaqueta militar de cuero negro, el que me dio un empujón en el paso de peatones, donaba sangre todos los meses. Pasó tres años en ultramar con los Cuerpos para la Paz, cavando pozos para los leprosos. Le dio un pedazo de su hígado a una chica de Botswana que se había comido una seta venenosa. Contestaba el teléfono durante las solicitudes de apoyo financiero contra alguna enfermedad degenerativa, no me acuerdo de cuál.

    Y sin embargo, merecía morir. «Me llamó gilipollas.»

    ¡Me empujó!

    El periódico muestra a la madre y al padre de mi vecino de arriba llorando junto a su ataúd.

    Pero es que «su equipo de música estaba demasiado fuerte».

    El periódico dice que una modelo de portadas de revistas llamada Denni D’Testro ha sido encontrada muerta en su loft del centro de la ciudad esta mañana.

    Y por alguna razón, espero que Nash no recibiera la llamada para recoger el cadáver.

    Ostra señala la radio y dice:

    —Mátelo, papi, o es usted un bocazas.

    De verdad, este mundo está lleno de gilipollas.

    Helen abre su teléfono móvil y llama a bibliotecas de Oklahoma y Florida. Encuentra otro ejemplar del libro de poemas en Orlando.

    Mona nos lee que los griegos antiguos hacían tablillas con maldiciones que llamaban defixiones.

    Los griegos usaban kolossi, muñecas hechas de bronce o de cera o de arcilla, y les clavaban clavos o las retorcían y las mutilaban, les cortaban la cabeza o las manos. Metían cabello de la víctima dentro de la muñeca o sellaban una maldición, escrita en papiro y enrollada, dentro de la muñeca.

    En el Museo del Louvre hay una figura egipcia del siglo dos. Es una mujer desnuda, atada de pies y manos, con clavos clavados en los ojos, la boca, los pechos, las manos, los pies, la vagina y el ano. Mona escribe en su libro con un rotulador anaranjado y dice:

    —A quien hiciera esa muñeca, probablemente le encantaríais tú y Helen.

    Las tablillas con maldiciones eran láminas de plomo o de cobre, a veces de arcilla. Uno escribía su maldición en ellas con el clavo de un barco naufragado, luego enrollaba la lámina y la atravesaba con el clavo. Cuando las escribían, escribían la primera línea de izquierda a derecha, la segunda de derecha a izquierda, la tercera de izquierda a derecha, y así sucesivamente. Si podías, enrollabas la maldición alrededor de un pelo de la víctima o de un trozo de su ropa. Tirabas la maldición a un lago o a un pozo o al mar, cualquier sitio que pudiera hacerla llegar al submundo donde los demonios pudieran leerlo y cumplir tu encargo.

    Sin dejar de hablar por teléfono, Helen se lo pone contra el pecho un momento y dice:

    —Suena como encargar algo por Internet.

    Y yo cuento 346, cuento 347, cuento 348...

    En la tradición literaria grecorromana, dice Mona, hay brujas diurnas y brujas nocturnas. Las brujas diurnas son buenas y cuidan a la gente. Las brujas nocturnas actúan en secreto y desean destruir a la civilización entera.

    Mona dice:

    —Está claro que vosotros sois brujas nocturnas.

    Mona dice que la magia era una parte cotidiana de las vidas de aquella gente que nos dio la democracia y la arquitectura. Que los hombres de negocios se maldecían entre sí. Que los vecinos maldecían a los vecinos. Cerca del escenario de los Juegos Olímpicos originales, los arqueólogos han encontrado viejos pozos llenos de maldiciones que los atletas se dirigían entre sí.

    Mona dice:

    —No me estoy inventando estos rollos.

    En griego antiguo los conjuros para atraer a un amante se llamaban agogai.

    Las maldiciones para destruir una relación se llamaban diakopoi.

    Helen habla más fuerte en su teléfono móvil y dice:

    —¿Le mana sangre de las paredes de la cocina? Bueno, eso es algo con lo que no tiene por qué vivir.

    Y Ostra le dice a su teléfono:

    —Necesito el número de la sección de Anuncios del Miami Telegraph-Observer.

    Y la radio lo interrumpe todo con un coro de trompas. Una voz grave de hombre habla con un teletipo pitando de fondo.

    —El presunto líder del cártel de drogas más grande de América Latina ha sido encontrado muerto en su ático de Miami —dice la voz—. Se cree que Gustave Brennan, de treinta y nueve años, movía los hilos de casi tres mil millones de dólares en ventas anuales de cocaína. La policía no ha hallado la causa de la muerte, pero está previsto hacer una autopsia del cuerpo...

    Y Helen mira la radio y dice:

    —¿Estáis oyendo esto? Es ridículo. —Y dice—: Escuchad. —Y sube el volumen de la radio.
    —... Brennan —dice la voz—, que vivía en el interior de una fortaleza llena de guardaespaldas armados, también estaba bajo la vigilancia constante del FBI.

    Y Helen me dice:

    —¿Todavía usan realmente teletipos?

    La llamada que acaba de recibir —la del diamante blanquiazul—, el nombre que ha escrito en su agenda era Gustave Brennan.


    23


    Hace siglos, los marineros en los viajes largos solían dejar una pareja de cerdos en cada isla desierta. O bien dejaban una pareja de cabras. En cualquier caso, en sus visitas futuras, la isla los aprovisionaría de carne. Se trataba de islas prístinas. En ellas vivían razas de pájaros que no tenían depredadores naturales. Razas de pájaros que no vivían en ninguna otra parte de la tierra. Sin enemigos, las plantas que había allí evolucionaban sin espinas ni veneno. Sin depredadores ni enemigos, aquellas islas eran paraísos.

    La siguiente vez que los marineros visitaban las islas, solamente encontraban manadas de cerdos o de cabras.

    Ostra está contando esta historia.

    Los marineros llamaban a esta práctica «sembrar carne».

    Ostra dice:

    —¿Os recuerda esto a algo? ¿Tal vez a la vieja historia de Adán y Eva?

    Mira por la ventanilla del coche y dice:

    —¿Os preguntáis a veces cuándo va a volver Dios con un montón de salsa de barbacoa?

    Fuera hay alguno de los grandes lagos, con agua hasta el horizonte, sin nada más que mejillones cebra y lampreas, dice Ostra. El aire apesta a pescado podrido.

    Mona se está apretando una almohada de cebada y lavanda con las dos manos sobre la cara. Los dibujos de henna en el dorso de sus dedos le recorren todos los dedos a lo largo. Serpientes rojas y enredaderas entrelazadas.

    Su teléfono móvil suena y Ostra saca la antena. Se la acerca a la cabeza y dice:

    —Despacho de abogados Deemer, Davis y Hope.

    Se mete un dedo en la nariz, lo retuerce, luego lo saca y se lo mira. Le dice al teléfono:

    —¿Cuánto tiempo pasó entre comer allí y el inicio de la diarrea? —Me ve mirando y me enseña el dedo. Helen le está diciendo a su teléfono móvil: —La gente que vivía ahí antes era muy feliz. Es una casa preciosa.

    En el periódico local, el Erie Register-Sentinel, un anuncio de la sección de Ocio dice:

    ATENCIÓN, CLIENTES DEL COUNTRY HOUSE GOLF CLUB


    El anuncio dice:

    «¿Ha contraído usted una infección por estafilococos resistente a las medicinas en la piscina o los vestuarios? De ser así, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».


    Se entiende que el número es el del teléfono móvil de Ostra.

    En la década de mil ochocientos setenta, dice Ostra, un hombre llamado Spencer Baird decidió jugar a ser Dios. Decidió que la forma más barata de proteína para los americanos era la carpa europea. Durante veinte años, estuvo enviando crías de carpa a todos los rincones del país. Convenció a un centenar de compañías ferroviarias para que llevaran sus crías de carpa y las soltaran en todos los ríos y lagos por los que pasaban sus trenes. Incluso construyó vagones cisterna especiales que transportaban un total de nueve toneladas de cargamentos de crías de carpa a todas las cuencas de Norteamérica.

    El teléfono de Helen suena y ella lo abre. Con la agenda abierta en el asiento a su lado, dice:

    —¿Y dónde está exactamente su alteza real esta vez? —Y escribe un nombre bajo la fecha de hoy en la agenda. Helen le dice al teléfono—: Pídale al señor Drescher que me consiga la pareja de broches limón y esmeralda.

    En otro periódico, el Cleveland Herald-Monitor, en la sección de Tendencias, hay un anuncio que dice:

    ATENCIÓN, CLIENTES DE LA CADENA DE TIENDAS DE ROPA APPAREL-DESIGN


    El anuncio dice:

    «Si ha contraído herpes genital mientras se probaba ropa, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».


    Y otra vez el mismo número. El número de Ostra.

    En mil ochocientos noventa, dice Ostra, otro hombre decidió jugar a ser Dios. Eugene Schieffelin liberó sesenta Sturnus vulgaris, el estornino europeo, en Central Park, Nueva York. Cincuenta años más tarde, los pájaros habían llegado a San Francisco. Hoy hay más de doscientos millones de estorninos en América. Todo esto porque Schieffelin quería que el Nuevo Mundo tuviera todos los pájaros mencionados por Shakespeare.

    Y Ostra le dice a su teléfono móvil:

    —No, señor, su nombre será mantenido en estricto secreto.

    Helen cierra su teléfono móvil, se tapa la nariz y la boca con la palma de la mano y dice:

    —¿Qué es ese olor espantoso?

    Y Ostra se pone el teléfono móvil sobre la camisa y dice:

    —Alosas agonizando.

    Desde que remodelaron el canal de Welland en mil novecientos veintiuno para permitir que pasaran más barcos por las cataratas del Niágara, dice, la lamprea de mar ha infestado todos los grandes lagos. Son parásitos que chupan la sangre de los peces más grandes, la trucha y el salmón, y los matan. Entonces los peces más pequeños se quedan sin depredadores y su población se dispara. Entonces se quedan sin plancton para comer y mueren a millones.

    —Estúpidas alosas —dice Ostra—, ¿Os recuerdan a alguna otra especie?

    Dice:

    —O bien una especie aprende a controlar a su población o algo como la enfermedad, el hambre o la guerra se encargan del asunto.

    Con la voz amortiguada por la almohada, Mona dice:

    —No se lo cuentes. No lo van a entender.

    Y Helen abre su bolso que tiene en el asiento a su lado. Lo abre con una mano y saca un cilindro reluciente. Con el aire acondicionado al máximo, rocía espray contra el mal aliento en un pañuelo y se lo pone frente a la nariz. Rocía espray contra el mal aliento en las rejillas del aire acondicionado y dice:

    —¿Estáis hablando del poema sacrificial?

    Y sin girarme, digo:

    —¿Usarías el poema para controlar la población?

    Mona se coloca la almohada en el regazo y dice:

    —Estamos hablando del grimorio.

    Y marcando otro número en su teléfono móvil, Ostra dice:

    —Si lo encontramos, tendremos que compartirlo entre todos.

    Y yo le digo que lo vamos a destruir.

    —Después de leerlo —dice Helen.

    Y Ostra le dice a su teléfono:

    —Sí, me espero.

    Y luego nos dice:

    —Esto es típico. Tenemos toda la estructura de poder de la sociedad occidental en este coche.

    De acuerdo con Ostra, los «papis» tienen todo el poder, así que no quieren que nada cambie.

    Se refiere a mí.

    Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres...

    Ostra dice que todas las «mamis» tienen un poco de poder, pero que ansían más.

    Se refiere a Helen.

    Y yo cuento cuatro, cuento cinco, cuento seis...

    Y la gente joven, dice, tiene escaso poder o ninguno, así que están desesperados por tener algo.

    Ostra y Mona.

    Cuento siete, cuento ocho... y la voz de Ostra sigue sin parar.

    Ese silenciofóbico. Ese charladicto.

    Sonriendo con la mitad de su boca, Ostra dice:

    —Todas las generaciones quieren ser la última. —Y le dice al teléfono—: Sí, me gustaría poner un anuncio. —Y dice—: Sí, me espero.

    Mona vuelve a taparse la cara con la almohada. Las serpientes rojas y las enredaderas le recorren todos los dedos a lo largo.

    La cebadilla, dice Ostra. La mostaza. El kudzu.

    La carpa. Los estorninos. La siembra de carne.

    Ostra mira por la ventanilla del coche y dice:

    —¿Nunca os habéis preguntado si tal vez Adán y Eva eran los cachorrillos que Dios abandonó porque no aprendían a hacer sus necesidades como era debido?

    Baja la ventanilla y el olor entra a raudales, la brisa templada con olor a pescado muerto, y gritando contra el viento, dice:

    —Tal vez los humanos son los cocodrilos mascota que Dios tiró por el retrete.


    24


    En la siguiente biblioteca, pido quedarme en el coche mientras Helen y Mona entran a buscar el libro. Cuando se han marchado, hojeo la agenda de Helen. Casi todos los días tienen un nombre, algunos de ellos son nombres que conozco. El dictador de alguna república bananera o una figura del crimen organizado. Todos los nombres están tachados con una sola línea roja. Me apunto la última docena de nombres en un trozo de papel. Entre los nombres hay reuniones anotadas por Helen, en sus letras llenas de volutas y perfectas como joyas.

    Mirándome desde el asiento de atrás, Ostra está reclinado con los brazos cruzados detrás de la cabeza. Tiene los pies descalzos cruzados y apoyados encima del respaldo del asiento delantero de forma que cuelgan junto a mi cara. Con un aro plateado alrededor de uno de sus dedos gordos. Con callos en las plantas, unos callos grises, agrietados y sucios. Y Ostra dice:

    —A mami no le va a gustar eso, que mires todos sus rollos personales secretos.

    Leyendo la agenda hacia atrás empezando desde hoy, leo tres años de nombres, de asesinatos, antes de que Helen y Mona vuelvan caminando por el aparcamiento.

    El teléfono de Ostra suena y él contesta:

    —Despacho de abogados Donner, Diller y Dunes...

    No tengo tiempo de mirar la mayor parte del libro. Años y años de páginas. Hacia el final del libro, hay años y años de páginas en blanco por rellenar para Helen.

    Helen está hablando por teléfono cuando llega al coche. Está diciendo:

    —No, quiero la aguamarina escalonada que pertenecía al emperador Zog.

    Mona se sienta en el asiento trasero y dice:

    —¿Nos habéis echado de menos? —Y dice—: Otra canción sacrificial por el retrete.

    Y Ostra cruza los pies sobre el asiento trasero y dice al teléfono móvil:

    —¿Sangra el sarpullido?

    Helen chasquea los dedos para que le dé la agenda. Le dice al teléfono:

    —Sí, la aguamarina de doscientos quilates. Llame a Drescher en Ginebra. —Abre la agenda y escribe un nombre debajo de la fecha de hoy.

    Mona dice:

    —He estado pensando. —Y dice—: ¿Creéis que el grimorio original debe de tener un hechizo de vuelo? Me encantaría. ¿O un hechizo de invisibilidad? —Saca su Libro Espejo de su mochila y empieza a pintar colores. Dice—: También quiero hablar con los animales. Ah, y practicar la telequinesis, ya sabéis, desplazar cosas con la mente...

    Helen arranca el coche y dice en voz alta mirando el retrovisor:

    —Estoy cosiendo mi pescado.

    Se mete el teléfono móvil y el bolígrafo en el bolso. Todavía tiene en la bolsa la piedrecita gris del aquelarre de Mona, la piedra que le dieron las brujas. Cuando Ostra estaba desnudo. Con su estalactita rosa de piel atravesada por el aro plateado.

    Mona, esa misma noche, Zarzamora, y los dos músculos de su espalda, la forma en que se dividían en las dos mitades firmes y cremosas de su culo, y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres...

    En el siguiente pueblo, en la siguiente biblioteca, les pido a Helen y a Mona que esperen en el coche con Ostra mientras yo entro y busco el libro de poemas.

    Es una pequeña biblioteca de pueblo en medio de nuestra jornada. Hay un bibliotecario detrás del mostrador de préstamos. Los periódicos más recientes están encuadernados en enormes tapas duras y hay que sentarse a una mesa para leerlos. En el periódico de hoy aparece Gustave Brennan. En el de ayer sale un líder religioso chiflado de Oriente Medio. Hace dos días, un recluso del corredor de la muerte que estaba llevando a cabo su última apelación.

    Todo el mundo que sale en la agenda de Helen ha muerto en el día en que su nombre figura.

    En medio hay artículos de prensa sobre algo peor. Hoy ha sido Denni D’Testro. Hace tres días, Samantha Evian. Hace una semana, Dot Leine. Todas jóvenes, todas modelos, todas halladas muertas sin causa aparente. Antes fue Mimi González, hallada muerta por su novio, muerta en la cama sin señales, nada de nada. Sin pistas hasta que la autopsia anuncia hoy señales de relaciones sexuales post mórtem.

    Nash.

    Helen entra y pregunta:

    —Tengo hambre. ¿Por qué tardas tanto?

    Mi lista de nombres en la mesa a mi lado. Y al lado hay un artículo de periódico con una foto de Gustave Brennan. Delante de mí hay otro artículo que habla del funeral de un pederasta que encontré en la agenda de Helen.

    Helen lo ve todo de un solo vistazo y dice:

    —Así que ya lo sabes.

    Se sienta en el borde de la mesa, con los muslos tensando la falda sobre su regazo, y dice:

    —Querías saber cómo controlar tu poder, pues bueno, eso es lo que me funciona a mí.

    El secreto es volverse profesional, dice. Haz algo solamente por dinero y es menos probable que lo hagas gratis.

    —¿Crees que las prostitutas quieren tener un montón de sexo fuera del burdel? —dice.

    Y dice:

    —¿Por qué crees que los empresarios de construcciones siempre viven en casas sin terminar?

    Y dice:

    —¿Por qué crees que los médicos tienen tan mala salud?

    Hace un gesto con la mano en dirección a la puerta de la biblioteca y al aparcamiento de fuera y dice:

    —La única razón de que no haya matado a Mona cien veces es porque mato a alguien todos los días. Y cobro un montón de dinero por hacerlo.

    Le pregunto qué le parece la idea de Mona. ¿Por qué no puede controlar el poder simplemente amando tanto a la gente que no quiera matarlos?

    —No se trata de amor ni de odio —dice Helen. Se trata de control. La gente no se sienta y lee un poema para matar a su hijo. Solamente quieren que el niño se duerma. Solamente quieren dominar. No importa lo mucho que quieras a alguien, siempre quieres que las cosas se hagan a tu modo.

    El masoquista provoca al sádico para que actúe. La persona más pasiva es en realidad un agresor. Todos los días el hecho de que tú vivas implica sufrimiento y miseria para animales y plantas, e incluso para otras personas.

    —Mataderos, granjas industriales, fábricas donde se explota a los trabajadores —dice—. Lo quieras o no, eso es lo que compra tu dinero.

    Le digo que ha escuchado demasiado a Ostra.

    —La clave es matar a gente intencionadamente —dice Helen, y coge la foto de Gustave Brennan en el periódico—. Matar a extraños deliberadamente para no matar accidentalmente a la gente que amas.

    Destrucción constructiva.

    Y dice:

    —Soy una contratista independiente.

    Es una asesina a sueldo internacional que trabaja a cambio de diamantes enormes.

    Helen dice:

    —Los gobiernos lo hacen todos los días.

    Pero los gobiernos lo hacen después de años de deliberaciones y por el procedimiento debido, le digo. Solamente después de considerar minuciosamente la cuestión un criminal es considerado demasiado peligroso para soltarlo. O para poner un ejemplo. O por venganza. Muy bien, el procedimiento no es perfecto. Por lo menos no es arbitrario.

    Y Helen se tapa los ojos un momento con la mano, luego se quita la mano, me mira y dice:

    —¿Quién cree usted que me llama para esos trabajitos?

    ¿El Departamento de Defensa de Estados Unidos?

    —A veces —dice—. La mayoría de las veces son otros países, cualquier país del mundo, pero no hago nada gratis.

    ¿Por eso las joyas?

    —Odio regatear por la tasa de cambio, ¿no le pasa a usted? —dice—. Además, un animal muere cada vez que usted come carne.

    Ostra otra vez. Veo que mi trabajo va a ser mantenerlo apartado de Helen.

    Le digo que es distinto. Los humanos estamos por encima de los animales. Los animales fueron puestos en este planeta para alimentar y servir a la humanidad. Los seres humanos son preciosos e inteligentes y únicos, y Dios nos dio los animales a nosotros. Son propiedad nuestra.

    —Claro que piensa eso —dice Helen—, Está en el bando ganador.

    Le digo que la destrucción constructiva no es la respuesta que yo estaba buscando.

    Y Helen dice:

    —Lo siento, es la única que tengo.

    Y dice:

    —Cojamos el libro, arreglémoslo y vamos a hacer que nos maten un hermoso faisán para el almuerzo.

    En la salida, le pregunto al bibliotecario por su ejemplar del libro de poemas. Pero está en préstamo. Los detalles sobre el bibliotecario son: tiene mechones de rubio ceniza en el pelo, y el pelo está engominado hasta formar un entoldado sólido sobre su cara. Una especie de visera rubio ceniza. Está sentado en un taburete delante de un monitor de ordenador y huele a humo de cigarrillo. Lleva un jersey de cuello alto con una tarjetita de plástico que dice: SYMON.

    Y le digo que un montón de vidas dependen de que yo encuentre ese libro.

    Y él dice que es una lástima.

    Y le digo que no, que en realidad solamente la vida de él depende de ello.

    Y el bibliotecario pulsa un botón en su teclado y dice que está llamando a la policía.

    —Espera —dice Helen, y extiende la mano sobre el mostrador, los dedos resplandeciendo y cargados de esmeraldas escalonadas y de zafiros cortados en cabujón y de diamantes de baja calidad tallados en forma de cojín—. Symon, elige uno.

    Y el labio superior del bibliotecario se frunce hacia arriba de forma que se le ven los dientes superiores. Parpadea una vez, dos veces, despacio, y dice:

    —Cariño, te puedes quedar tu morralla asquerosa de drag queen.

    Y la sonrisa de la cara de Helen ni siquiera se altera.

    El hombre pone los ojos en blanco y los músculos de su cara y de sus manos se distienden. Se le cae la barbilla sobre el pecho y se desploma sobre el teclado, luego se retuerce y se desliza hasta el suelo.

    Destrucción constructiva.

    Helen extiende una mano sin precio para girar el monitor y dice:

    —Mierda.

    Incluso muerto en el suelo, el tipo parece dormido.

    Helen lee el monitor y dice:

    —Ha cambiado la pantalla. Necesito conocer su contraseña.

    No hay problema. El Gran Hermano nos llena a todos de la misma porquería. Mi suposición es que era un tipo listo de la misma forma que todo el mundo se cree listo. Le digo que teclee la palabra «contraseña».


    25


    Mona me quita el calcetín del pie. El interior elástico del calcetín, las fibras, me despellejan las costras. Caen trozos de sangre coagulada al suelo. El pie está tan hinchado que todas las arrugas se han alisado. Mi pie es un globo con motas rojas y amarillas. Después de poner una toalla doblada debajo, Mona me echa el alcohol de frotar.

    El dolor es tan instantáneo que no se sabe si el alcohol está hirviendo o helado. Sentado en la cama del motel, con la pernera remangada, con Mona arrodillada a mis pies en la alfombra, agarro dos puñados de la colcha y aprieto los dientes. Con la espalda arqueada, todos los músculos se me agarrotan durante unos segundos largos. La colcha está fría y empapada de mi sudor.

    Bolsas de algo blando y amarillo, las ampollas me cubren casi por completo las plantas de los pies. Bajo la capa de piel muerta, se puede ver una forma oscura y sólida dentro de cada ampolla.

    Mona dice:

    —¿Qué ha estado pisando?

    Está calentando un par de pinzas con el encendedor de Ostra.

    Le pregunto de qué va eso de los anuncios que Ostra está poniendo en los periódicos. ¿Está trabajando para una empresa de abogados? ¿Los brotes de hongos dermatológicos y las intoxicaciones son de verdad?

    Me gotea del pie alcohol, de color rosa por la sangre disuelta, sobre la toalla doblada del motel. Ella deja las pinzas sobre la toalla doblada y calienta una aguja con el cigarrillo de Ostra. Con una goma elástica, echa las manos hacia atrás y se recoge el pelo en una gruesa coleta.

    —Ostra lo llama «antipublicidad» —dice ella—, A veces las empresas, las verdaderamente ricas, le pagan para cancelar los anuncios. La cantidad que le pagan, dice él, refleja lo verdaderos que son probablemente los anuncios.

    El pie ya no me cabe en el zapato. Hoy mismo, en el coche, le he pedido a Mona si le podía echar un vistazo. Helen y Ostra han salido a comprar más maquillaje. Por el camino van a desactivar tres ejemplares del libro en una librería muy grande de libros usados que hay bajando la calle. The Book Barn.

    Le digo que lo que hace Ostra es chantaje. Es poner a la gente en entredicho.

    Ya es casi medianoche. No quiero saber dónde están realmente Helen y Ostra.

    —Él no dice que sea abogado —dice Mona—. El no dice que haya un pleito. El solamente pone un anuncio. Otra gente rellena los espacios en blanco. Ostra dice que él solamente está plantando las semillas de la duda en sus mentes.

    Dice:

    —Ostra dice que es justo porque la publicidad promete cosas para hacerlo a uno feliz.

    Cuando está arrodillada, a Mona se le ven las tres estrellas negras tatuadas encima de la clavícula. Se le ve lo que tiene debajo de la blusa, más allá de la alfombra de cadenas y colgantes, y no lleva sujetador, y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres...

    Mona dice:

    —Otros miembros del aquelarre también lo hacen, pero fue idea de Ostra. Dice que el plan es socavar la ilusión de seguridad y comodidad de la vida de la gente.

    Con la aguja, rompe una ampolla amarilla y algo cae de ella. Una piececita de plástico marrón, cubierta de pus pestilente y de sangre, aterriza en la toalla. Mona le da la vuelta con la aguja y el pus amarillo moja la toalla. Lo recoge con las pinzas y dice:

    —¿Qué carajo es esto?

    Es un campanario de iglesia.

    Le digo que no lo sé.

    Mona tiene la boca entreabierta con la lengua sobresaliendo. La garganta se le desliza por dentro de la piel del cuello en una náusea. Agita una mano delante de la nariz y parpadea deprisa. De tanto que apesta el pus amarillo. Seca la aguja con la toalla. Con una mano me agarra los dedos de los pies y contra otra saja otra ampolla. Sale proyectado un chorrito amarillo y la mitad de la chimenea de una fábrica cae sobre la toalla.

    Ella la coge con las pinzas y la seca en la toalla. Con la cara arrugada en torno a la nariz, la mira de cerca y dice:

    —¿Quiere decirme qué es todo esto?

    Rompe otra ampolla y sale despedida la cúpula en forma de cebolla de una mezquita cubierta de sangre y de pus. Con sus pinzas, Mona saca un platito de mi pie. Tiene pintado a mano un reborde de rosas rojas.

    Fuera de nuestra habitación de motel, una sirena de bomberos pasa aullando por la calle.

    De otra ampolla supura el frontón del edificio de un banco georgiano.

    La cúpula de una escuela primaria sale despedida en la siguiente ampolla.

    Sudando. Jadeando. Agarrando mis puñados blandos y goteantes de colcha, aprieto los dientes. Levanto la vista al techo y digo que alguien está matando a modelos.

    Mona saca un arbotante sanguinolento y dice:

    —¿Pisándolos?

    Y le digo: Modelos de pasarela.

    La aguja hurga en la planta de mi pie. La aguja pesca una antena de televisión. Las pinzas pescan una gárgola. Luego tejas, tejas planas de madera, pizarras diminutas y canalones.

    Mona levanta el borde de una toalla apestosa y lo dobla de forma que se ve un lado limpio. Vierte en ella más alcohol.

    Otro camión de bomberos pasa aullando frente al motel. Sus luces rojas y azules lanzan destellos a través de las cortinas.

    Y no puedo respirar hondo de tanto que me duele el pie.

    Necesitamos, digo. Necesito... Necesitamos...

    Necesitamos volver a casa, le digo, lo antes posible. Si no me equivoco, necesito detener al hombre que está usando el poema sacrificial.

    Con las pinzas, Mona pesca una persiana de plástico azul y la deja sobre la toalla. Saca una tira de cortinas de dormitorio, cortinas amarillas de habitación de niño. Saca un trozo de cerca y me echa más alcohol hasta que me chorrea limpio del pie. Se tapa la nariz con la mano.

    Otro coche de bomberos pasa y Mona dice:

    —¿Le importa si enciendo la tele a ver qué pasa?

    Aprieto las mandíbulas mirando al techo y digo que no podemos... No podemos...

    Ahora que estoy a solas con ella, le digo que no podemos confiar en Helen. Que solamente quiere el grimorio para controlar el mundo. Le digo que la cura de tener demasiado poder no es conseguir más poder. No podemos dejar que Helen ponga sus manos en el Libro de Sombras original.

    Y tan despacio que no la veo moverse, Mona saca una columna jónica aflautada de un hoyo ensangrentado debajo del dedo gordo de mi pie. Tan despacio como la aguja que marca las horas en un reloj. No recuerdo si la columna procede de un museo o de una aguja o de una universidad. Todos esos hogares rotos e instituciones destrozadas.

    Es más arqueóloga que cirujana.

    Y Mona dice:

    —Tiene gracia.

    Coloca la columna junto con el resto de los fragmentos sobre la toalla. Inclinándose sobre la planta de mi pie con las pinzas y el ceño fruncido, dice:

    —Helen me dijo lo mismo de usted. Dice que usted solamente quiere destruir el grimorio.

    Hay que destruirlo. Nadie podría soportar todo ese poder.

    En la televisión hay un viejo edificio de ladrillos, de tres pisos, con llamas saliendo de todas las ventanas. Los bomberos dirigen mangueras y arcos blancos de agua parecidos a plumas. Un joven con un micrófono en la mano entra en el plano, y detrás de él Helen y Ostra están mirando el incendio, con las manos unidas.

    Mona sostiene en alto el frasco de alcohol de friegas y mira cuánto queda. Dice:

    —Lo que me gustaría de verdad es practicar la empatía. Que lo único que tuviera que hacer es tocar a la gente y quedaran curados. —Lee la etiqueta y dice—: Helen me dice que podemos convertir el mundo en un paraíso.

    Me incorporo en la cama, a medias, apoyándome en los codos, y digo que Helen está matando a gente a cambio de tiaras de diamantes. Que esa es la clase de salvadora que Helen es.

    Mona seca las pinzas y la aguja en la toalla, dejando más manchas rojas y amarillas. Huele el frasco de alcohol y dice:

    —Helen cree que usted solamente quiere aprovecharse del libro para escribir sobre él en el periódico. Dice que una vez los conjuros hayan sido destruidos, incluyendo el conjuro sacrificial, usted podrá jactarse ante todo el mundo de ser un héroe.

    Le digo que las armas nucleares ya son bastante malas. Las armas químicas. Le digo que el hecho de que cierta gente pueda practicar la magia no va a hacer del mundo un lugar mejor.

    Le digo a Mona que si se presenta la ocasión voy a necesitar su ayuda.

    Le digo que tal vez tengamos que matar a Helen.

    Y Mona niega con la cabeza mirando las ruinas ensangrentadas que hay sobre la toalla del motel. Dice:

    —Así que su solución para el exceso de muertes es matar todavía más.

    Solamente a Helen, le digo. Y tal vez a Nash, si mi teoría sobre las modelos muertas es correcta. Después de matarlos podemos volver a la normalidad.

    En la televisión el joven del micrófono está diciendo que un incendio de alarma tres tiene paralizado casi todo el centro de la ciudad. Dice que la estructura está completamente afectada. Dice que se trata de una de las instituciones favoritas de la ciudad.

    —A Ostra —dice Mona— no le gusta la idea que tiene usted de lo que es normal.

    La institución que está ardiendo es The Book Barn. Y detrás del joven del micrófono, Helen y Ostra han desaparecido.

    Mona dice:

    —En un relato de detectives, ¿no se pregunta usted por qué queremos que gane el detective?

    Dice que tal vez no sea solamente por venganza o para detener las muertes. Tal vez queremos realmente ver redimirse al asesino. El detective es el salvador del asesino. Imagine usted que Jesucristo lo persigue, intentando atraparlo y salvar su alma. No solamente un Dios paciente y pasivo sino un sabueso laborioso y agresivo. Queremos que el criminal confiese durante el juicio. Queremos que quede desvelado en el salón, rodeado de su gente. El detective es un pastor y queremos que el criminal vuelva al redil, que regrese a nosotros. Lo amamos. Lo echamos de menos. Queremos abrazarlo.

    Mona dice:

    —Tal vez por eso hay tantas mujeres que se casan con asesinos encarcelados. Para ayudar a curarlos.

    Le digo que a mí no me echa nadie de menos.

    Mona niega con la cabeza y dice:

    —Ya sabe que usted y Helen son en gran medida como mis padres.

    Mona. Zarzamora. Mi hija.

    Me desplomo en la cama de nuevo y le pregunto cómo puede ser eso.

    Mona me saca un marco de puerta del pie y dice:

    —Esta misma mañana Helen me ha dicho que tal vez necesite ayuda para matarlo a usted.

    Mi busca empieza a sonar. Es un número que no conozco. El busca dice que es muy importante.

    Y Mona desentierra una vidriera de un hoyo ensangrentado en mi pie. La sostiene de forma que la luz cenital atraviesa las partes coloreadas, mira la ventanita diminuta y dice:

    —Me preocupa más Ostra. No siempre dice la verdad.

    Y justo entonces la puerta de la habitación del motel se abre de golpe. Fuera suenan las sirenas. En la televisión suenan las sirenas. Luces rojas y azules parecidas a luces estroboscópicas atraviesan las cortinas de las ventanas. Justo entonces Helen y Ostra entran en la habitación, riéndose y resollando. Ostra balanceando en la mano una bolsa de cosméticos. Helen sosteniendo los zapatos de tacón alto en una mano. Los dos huelen a whisky escocés y a humo.


    26


    Imagínense una epidemia de la que puedan contagiarse por los oídos.

    Ostra y sus chorradas apócrifas, bioinvasivas, ecoidiotas y amigas de los árboles. El virus de su información. Lo que solía ser para mí una jungla hermosa, profunda y verde ahora es una tragedia de hiedra inglesa invadiéndolo todo hasta matarlo. Las maravillosas y relucientes bandadas de estorninos, con sus silbidos espeluznantes, roban los nidos de un centenar de especies nativas de pájaros.

    Imaginen una idea que ocupa sus mentes igual que un ejército ocupa una ciudad.

    Fuera del coche está América.

    Oh, hermosos cielos llenos de estorninos,
    sobre las olas ámbar de hierba lombriguera.
    Oh, montañas púrpura de salicarias,
    sobre llanuras azotadas de peste bubónica.


    América.

    Un asedio de ideas. La caza por el poder de la vida.

    Después de escuchar a Ostra, un vaso de leche ya no es una simple bebida agradable con virutas de chocolate. Son vacas obligadas a estar embarazadas e infladas con hormonas. Son las inevitables terneras que no viven más que unos meses de miseria encerradas en cubículos para reses. Una chuleta significa un cerdo apuñalado y sangrando, con la pata atrapada en un cepo, colgando hasta morir chillando mientras lo seccionan en forma de chuletas, rosbif y manteca. Incluso un huevo duro significa una gallina con las patas inválidas por vivir en una jaula a pilas de diez centímetros de ancho, tan estrecha que no puede levantar las alas, algo tan enloquecedor que le cortan el pico para que no ataque a las gallinas que están atrapadas a su lado. Con las plumas arañadas por la jaula y el pico cortado, pone un huevo tras otro hasta que los huesos se le quedan tan vacíos de calcio que se le rompen en el matadero.

    Se trata de los pollos de la sopa de fideos de pollo, las gallinas ponedoras, las que están tan maltrechas y llenas de cicatrices que hay que deshacerlas y cocerlas porque nadie las compraría en el aparador de una carnicería. Los pollos de las salchichas rebozadas. De las alitas de pollo.

    Esto es lo único de lo que habla Ostra. Su epidemia informativa. Es entonces cuando sintonizo country and western en la radio. O baloncesto. Cualquier cosa con tal de que sea fuerte y constante y me deje fingir que el bocadillo de mi desayuno no es más que un bocadillo para desayunar. Que un animal no es más que eso. Que un huevo es un huevo. Que el queso no es una ternerita que sufre. Que comerme esto es mi derecho como ser humano.

    Aquí tenemos al Gran Hermano cantando y bailando para que yo no empiece a pensar demasiado para mi propio bien.

    En el periódico local de hoy hablan de otra modelo muerta. Hay un anuncio que dice:

    ATENCIÓN, CLIENTES DE LA GRANJA DE CACHORROS FALLING STAR


    Dice:

    «Si su nuevo perro le ha contagiado la rabia a algún niño de su casa, puede usted reunir las condiciones para entablar un pleito por demanda colectiva».


    Conduciendo a través de lo que solía ser un paisaje natural hermoso y comiendo lo que solía ser un bocadillo de huevo, les pregunto por qué no podían simplemente comprar los tres libros que estaban buscando en The Book Barn. Ostra y Helen. O simplemente robar las páginas y dejar el resto de los libros. Les digo que la razón de que estemos haciendo este viaje es que la gente no queme libros.

    —Relájese —dice Helen al volante—. La tienda tenía tres ejemplares del libro. El problema es que no sabíamos dónde.

    Y Ostra dice:

    —Estaban todos mal colocados. —La cabeza de Mona está dormida en su regazo y él le está separando mechones de pelo en madejas rojas y negras—. Es la única forma en que se queda dormida —dice—. Puede dormir eternamente si continúo haciendo esto.

    Por la razón que sea, me viene a la cabeza mi mujer. Mi mujer y mi hija.

    Entre las sirenas y los camiones de bomberos nos hemos pasado la noche en vela.

    —Ese sitio, The Book Barn, era como un laberinto para ratones —dice Helen.

    Ostra está trenzando los fragmentos rotos de la civilización en el pelo de Mona. Los artefactos de mi pie, las columnas rotas y las escalinatas y los pararrayos. Le ha desmontado el atrapasueños navajo y le está trenzando las monedas del I Ching y las cuentas de cristal y los cordeles en el pelo. Las plumas azules y rosadas en tonos de Pascua.

    —Nos hemos pasado la tarde entera buscando —dice Helen—. Hemos mirado todos los libros de la sección infantil. Hemos mirado en ciencia. Hemos mirado en religión. En filosofía. En poesía. En cuentos populares. Hemos mirado en literatura étnica. Hemos repasado la ficción de arriba abajo.

    Y Ostra dice:

    —Tenían los libros en el inventario informático, pero estaban perdidos en la tienda.

    Así que han quemado todo el lugar. Por tres libros. Han quemado decenas de millares de libros para asegurarse de que esos tres quedaran destruidos.

    —Parecía nuestra única opción realista —dice Helen—. Ya sabe lo que pueden hacer esos libros.

    Por la razón que sea, me vienen a la cabeza Sodoma y Gomorra. Y aquello de que Dios perdonaría la ciudad si quedaba en ella una sola buena persona.

    Esto es lo contrario. Miles de personas muertas para destruir a unos pocos.

    Imaginen una nueva Edad Oscura. Imaginen los libros ardiendo. Y las cintas y las películas y los archivos, las radios y las televisiones, todo irá a la misma hoguera.

    No sé si estamos previniendo ese mundo o lo estamos creando.

    La televisión ha dicho que después de apagar el incendio se han encontrado a dos guardias de seguridad muertos.

    —En realidad —dice Helen—, ya estaban muertos mucho antes del incendio. Necesitábamos tiempo para rociarlo todo de gasolina.

    ¿Estamos matando a gente para salvar vidas?

    ¿Estamos quemando libros para salvar libros?

    Les pregunto en qué se está convirtiendo este viaje.

    —En lo que ha sido siempre —dice Ostra, pasando un mechón de pelo por en medio de una moneda del I Ching—. En una enorme caza del poder.

    Dice:

    —Usted quiere mantener el mundo tal como es, papi, pero con usted al mando.

    Helen, dice, quiere el mismo mundo, pero con ella al mando. Todas las generaciones quieren ser la última. Todas las generaciones odian las nuevas tendencias musicales que no pueden entender. Odiamos entregar las riendas de nuestra cultura. Encontrarnos con nuestra música sonando en ascensores. La balada de nuestra revolución convertida en música de fondo de un anuncio de la televisión. Encontrar que la ropa y los peinados de nuestra generación de repente se han vuelto retro.

    —Personalmente —dice Ostra—, yo prefiero borrar del todo la pizarra, borrar a toda la gente y todos los libros y empezar de nuevo. Estoy a favor de que no haya nadie al mando.

    ¿Con él y Mona como los nuevos Adán y Eva?

    —No —dice, apartándole el pelo suavemente de la cara a Mona—, Nosotros también tendríamos que irnos.

    Le pregunto si odia tanto a la gente que mataría a la mujer que ama. Le pregunto por qué no se suicida simplemente.

    —No —dice Ostra—. Me sigue gustando todo. Las plantas, los animales y los humanos. Simplemente no creo esa gran mentira según la cual podemos continuar dando frutos y multiplicándonos sin destruirnos a nosotros mismos.

    Le digo que es un traidor a su especie.

    —Soy un puto patriota —dice Ostra, y mira por su ventanilla—. Este poema sacrificial es una bendición. ¿Para qué cree usted que fue creado al principio? Salvará a millones de personas de la muerte lenta y terrible a la que estamos abocados por la enfermedad, por el hambre, por la sequía, por la radiación solar, por la guerra, por todas esas cosas a las que estamos abocados.

    ¿Así que está dispuesto a matarse a él mismo y a Mona? Le pregunto qué hará con sus padres. ¿También los matará a ellos? ¿Y qué pasa con los niños que apenas han vivido o no han empezado todavía? ¿Y qué pasa con toda la gente buena y trabajadora que llevan una vida ecológica y reciclan? ¿Los vegetarianos estrictos? ¿Acaso no son inocentes para él?

    —No es una cuestión de culpa o inocencia —dice—. Los dinosaurios no eran moralmente buenos ni malos, pero están todos muertos.

    Esa clase de ideas lo convierte en un Adolf Hitler. En un Josef Stalin. En un asesino en serie. En un asesino de masas.

    Y trenzando una vidriera en el pelo de Mona, Ostra dice:

    —Quiero ser lo que mató a los dinosaurios.

    Y yo le digo que lo que mató a los dinosaurios fue un acto de Dios.

    Le digo que no voy a continuar ni una milla más con alguien que quiere ser un asesino de masas.

    Y Ostra dice:

    —¿Qué pasa con la doctora Sara? ¿Mami? Ayúdame. ¿A cuántos otros ha matado ya papi?

    Y Helen dice:

    —Estoy cosiendo mi pescado.

    Oigo el encendedor de Ostra, me giro y le pregunto si tiene que fumar. Le digo que estoy intentando comer.

    Pero Ostra tiene el libro de Mona sobre Hobbies y oficios tradicionales tribales y lo sostiene abierto sobre el encendedor y está encendiendo las páginas con la llama. Con la ventanilla abierta a medias, echa el libro afuera y deja que las llamas exploten al viento antes de soltarlo.

    A la cebadilla le encanta el fuego.

    Dice:

    —Los libros pueden ser perversos. Zarzamora necesita inventar su propia clase de espiritualidad.

    Suena el teléfono de Helen. Suena también el teléfono de Ostra.

    Mona suspira y extiende los brazos. Con los ojos cerrados, y las manos de Ostra todavía hurgándole el pelo, y su teléfono todavía sonando, Mona frota la cabeza contra el regazo de Ostra y dice:

    —Tal vez el grimorio tenga un conjuro para detener la superpoblación.

    Helen abre su agenda por el día de hoy y escribe un nombre. Le dice a su teléfono:

    —No se molesten en hacer un exorcismo. Podemos devolver la casa al mercado.

    Mona dice:

    —Ya sabéis, necesitamos una especie de conjuro de castración universal.

    Y yo les pregunto si a alguien aquí le importa ir al infierno.

    Y Ostra se saca el teléfono de la bolsa de curandero.

    Su teléfono no para de sonar.

    Helen se pone el teléfono contra el pecho y dice:

    —No penséis ni por un segundo que el gobierno no está trabajando ya en infecciones fenomenales para controlar la superpoblación.

    Y Ostra dice:

    —Para salvar el mundo, Jesucristo sufrió durante treinta y seis horas en la cruz. —Mientras su teléfono sigue sonando, dice—: Yo estoy dispuesto a sufrir una eternidad en el infierno por la misma causa.

    Su teléfono no para de sonar.

    Helen le dice a su teléfono:

    —¿De verdad? ¿Su dormitorio huele a azufre?
    —Dígame usted quién es el mejor salvador —dice Ostra, y abre su teléfono móvil. Le dice al teléfono—: Despacho de abogados Dunbar, Dunaway y Doogan...


    27


    Imaginen que el incendio de Chicago de 1871 hubiera ardido durante seis meses antes de que alguien se diera cuenta. Imaginen que la inundación de Johnstown en 1889 o el terremoto de San Francisco de 1906 hubieran durado seis meses, un año, dos años, antes de que nadie les prestara atención.

    Construir con madera, construir en fallas, construir en cuencas bajas, cada era crea sus propios desastres «naturales».

    Imaginen una inundación de color verde oscuro en el centro de cualquier ciudad enorme, los rascacielos de oficinas y apartamentos sumergidos pulgada a pulgada.

    Ahora, aquí y ahora, escribo desde Seattle. Un día, una semana, un mes tarde. Quién sabe cuánto tiempo después de los hechos. El Sargento y yo, todavía cazando brujas.

    Los botánicos llaman Hederá helixseattle a esta nueva variedad de hiedra inglesa. Una semana, tal vez las plantas de las macetas del Olympic Professional Plaza parecían un poco demasiado crecidas. La hiedra estaba ahogando los pensamientos. Había enredaderas que se habían adherido a la fachada de ladrillo y estaban trepando pulgada a pulgada. Nadie se dio cuenta. Había estado lloviendo mucho.

    Nadie se dio cuenta hasta la mañana en que los residentes del Park Senior Living Center encontraron las puertas de su vestíbulo selladas por la hiedra. Aquel mismo día, la pared sur del Fremont Theater, tres pies de grosor de ladrillo y cemento, amenazó con desplomarse sobre el público que abarrotaba el local. Aquel mismo día, parte del aparcamiento subterráneo de autobuses se hundió.

    Nadie puede decir realmente cuándo echó raíces la Hederá helixseattle, pero es fácil de adivinar.

    Mirando ejemplares viejos del Seattle Times, hay un anuncio en la sección de Ocio del 5 de mayo. Con tres columnas de ancho, dice:

    ATENCIÓN, CLIENTES DEL ORACLE SUSHI PALACE


    El anuncio dice:

    «Si experimentan graves picores rectales causados por parásitos intestinales, pueden reunir las condiciones necesarias para entablar un pleito por demanda colectiva». Y da un número de teléfono.


    Y yo, aquí con el Sargento, llamo al número.

    Una voz de hombre dice:

    —Despacho de abogados Dentón, Daimler y Dick.

    Y yo digo:

    —¿Ostra?

    Digo:

    —¿Dónde estás, cabroncete?

    Y la línea se corta.

    Aquí y allí, escribiendo esto en Seattle, en una cafetería justo delante de los parapetos del Departamento de Obras Públicas, una camarera nos dice al Sargento y a mí:

    —Ahora no pueden matar las hiedras. —Y nos pone más café. Mira por la ventana las paredes verdes, infestadas de enredaderas gruesas y grises. Dice—: Es lo único que hace que se aguante esa parte de la ciudad.

    Dentro de la red de enredaderas y hojas, los ladrillos están combados y movidos de sus sitios. El cemento está agrietado. Las ventanas han sido estrujadas hasta que se ha roto el cristal. La puerta no se abre de tan deformado que está el marco. Entran y salen volando pájaros de los acantilados verdes y erectos, comiéndose las semillas de hiedra, cagándolas por todas partes. A una manzana de distancia, las calles son cañones verdes, el asfalto y las aceras están sepultadas bajo el verde.

    Los periódicos lo llaman «La amenaza verde». El equivalente en hiedra a las abejas asesinas. El Infierno de Hiedra.

    Silencioso, imparable. El final de la civilización a cámara lenta.

    La camarera dice que cada vez que los equipos de operarios podan las enredaderas, o las queman con lanzallamas, o las rocían con veneno —incluso la vez que trajeron cabras pigmeas para que se las comieran— las raíces de hiedra se extienden. Las raíces hunden túneles. Seccionan cables y tuberías subterráneos.

    El Sargento marca el número del anuncio del sushi, una y otra vez, pero la línea sigue desconectada.

    La camarera mira los dedos de hiedra que ya empiezan a cruzar la calle. Dentro de una semana se habrá quedado sin trabajo.

    —La Guardia Nacional nos prometió que la contendrían —dice.

    Y dice:

    —He oído que la hiedra también ha llegado a Portland. Y a San Francisco. —Suspira y dice—: Está claro que esta la vamos a perder.


    28


    El hombre abre la puerta principal de su casa y allí estamos Helen y yo, en el porche, yo llevando el estuche de cosméticos de Helen, medio paso detrás de ella mientras Helen señala con su larga uña de color rosa y dice:

    —Oh, Dios.

    Tiene la agenda debajo de un brazo y dice:

    —Mi marido. —Y retrocede—, A mi marido le gustaría dar testimonio ante usted de la promesa del Señor Jesucristo.

    El traje de Helen es amarillo, pero no amarillo ranúnculo. Es más bien del mismo color amarillo de un ranúnculo hecho de limones dorados y pavé por Carl Fabergé.

    El hombre tiene una botella de cerveza en la mano. Lleva calcetines de deporte grises sin zapatos. Le cuelga el albornoz abierto por delante, y debajo lleva una camiseta blanca y unos calzoncillos largos con dibujos de cochecitos de carreras. Con una mano, se lleva la cerveza a la boca. Inclina la cabeza hacia atrás y aparecen burbujas dentro de la botella. Los cochecitos de carreras tienen neumáticos ovalados inclinados hacia delante. El hombre eructa y dice:

    —¿Vais en serio?

    Tiene el pelo negro cayéndole por una frente arrugada a lo Frankenstein. Tiene ojos ojerosos de sabueso.

    Extiendo la mano para estrechársela y digo: ¿Señor Sierra? Le digo que hemos venido para compartir el gozo del amor de Dios.

    Y el tipo de los coches de carreras frunce el ceño y dice:

    —¿Por qué sabéis mi nombre? —Me mira con los ojos entornados y dice—: ¿Os ha mandado Bonnie para que habléis conmigo?

    Y Helen se asoma a un lado del tipo y mira la sala de estar. Abre su bolso y saca un par de guantes blancos y empieza a enfundarse los dedos en ellos. Se abotona un botoncito en el puño de cada guante y dice:

    —¿Podemos entrar?

    Se suponía que iba a ser más fácil.

    Plan B, si encontramos un hombre en casa iniciamos el Plan B.

    El tío de los coches de carreras se mete la botella de cerveza en la boca y hunde las mejillas mal afeitadas. Inclina la cabeza hacia atrás y lo que queda de la cerveza desaparece en forma de burbujas. Da un paso a un lado y dice:

    —Bien. Sentaos. —Mira su botella vacía y dice—: ¿Queréis una cerveza?

    Pasamos al interior y él entra en la cocina. Se oye cómo saca el tapón a una botella.

    En toda la sala de estar solamente hay un sillón abatible. Hay un pequeño televisor portátil colocado sobre una caja de leche. A través de unas puertas correderas de cristal se ve un patio. Colocados contra la pared más lejana del patio hay jarrones verdes de floristería, llenos hasta arriba de agua de lluvia, con flores negras podridas dobladas y cayendo fuera de los jarrones. Rosas marrones podridas sobre tallos negros cubiertos de moho gris peludo. Atada alrededor de uno de los ramos hay una cinta ancha de satén negro.

    En la alfombra de pelo largo de la sala de estar se ve el contorno fantasma dejado por un sofá. Hay el contorno dejado por un aparador de porcelana, las muescas dejadas por las patas de sillas y mesas. Hay un enorme cuadrado plano donde toda la alfombra está igual de aplastada. Todo es muy familiar.

    El tipo de los coches de carreras me mira señalando el sillón abatible y dice:

    —Siéntate. —Bebe más cerveza y dice—: Siéntate y hablaremos de cómo es Dios en realidad.

    El cuadrado aplanado en la alfombra señala el sitio donde había un parquecito infantil.

    Le pregunto si mi esposa puede usar su baño.

    Él inclina la cabeza a un lado y mira a Helen. Con la mano libre se rasca el pescuezo y dice:

    —Claro. Está al final del pasillo. —Y hace una señal con su botella de cerveza.

    Helen mira la cerveza derramada sobre la alfombra y dice:

    —Gracias. —Se saca la agenda de debajo del brazo, me la da y dice—: En caso de que te haga falta, aquí tienes una Biblia.

    Su agenda llena de objetivos políticos y acuerdos inmobiliarios. Genial.

    Todavía está caliente de su sobaco.

    Helen desaparece por el pasillo. Se oye el ruido de un ventilador de baño. Una puerta se cierra en alguna parte.

    —Siéntate —dice el tipo de los coches de carreras.

    Se queda de pie a mi lado tan cerca que tengo miedo de abrir la agenda, miedo de que vea que no es una Biblia de verdad. Huele a cerveza y a sudor. Los cochecitos de carreras están al mismo nivel que mis ojos. Los neumáticos ovalados están inclinados para dar la impresión de que van muy deprisa. El tipo da otro trago y dice:

    —Háblame de Dios.

    El sillón abatible huele igual que él. Es de terciopelo dorado y de un marrón más oscuro en los brazos por la suciedad. Está caliente. Y yo le digo que Dios es un moralista noble de la línea dura que se niega a aceptar nada que no sea una conducta firmemente correcta. Es un bastión de los estándares rectos, una lámpara que brilla para revelar los males de este mundo. Dios siempre estará en nuestros corazones y en nuestras almas porque su propia alma es tremendamente fuerte y carece de...

    —Y una mierda —dice el tipo. Se da media vuelta y se aleja en dirección a las puertas del patio. Su cara se refleja en el cristal, solamente sus ojos, con la mandíbula oscurecida por el asomo de la barba sumida en las sombras.

    En mi mejor voz de predicador radiofónico, digo que Dios es el patrón moral con el que millones de personas deben medir sus vidas. Es la espada flamígera, enviada para corregir las faltas y a los malhechores que pueblan el templo de...

    —¡Y una mierda! —le grita el tipo a su reflejo en la puerta de cristal. Por su cara reflejada cae espuma de cerveza.

    Helen está de pie en el umbral del pasillo, con una mano en la boca, mordiéndose los nudillos. Me mira y se encoge de hombros. Vuelve a desaparecer en el pasillo.

    Sentado en el sillón abatible de terciopelo dorado, le digo que Dios es un ángel de poder e impacto sin precedentes, una conciencia para el mundo que lo rodea, un mundo de pecado e intenciones crueles, un mundo de ocultos...

    Casi susurrando, el tipo dice:

    —Y una mierda. —El vapor de su aliento ha borrado su reflejo. Se gira para mirarme, señalándome con la mano que sostiene la cerveza, y me dice—: Léeme tu Biblia donde dice algo sobre arreglar las cosas.

    Abro solamente un poco la agenda encuadernada en cuero rojo de Helen y miro dentro.

    —Dime cómo demuestro a la policía que yo no maté a nadie.

    En la agenda pone el nombre de Renny O’Toole y la fecha 2 de junio. Sea quien sea, está muerto. El 10 de septiembre figura Samara Umpirsi. El 17 de agosto, Helen cerró el acuerdo para una casa en Gardner Hill Road. Y el mismo día mató al tirano de la república de Tongle.

    —¡Lee! —grita el tipo de los coches de carreras. La espuma de la cerveza que tiene en la mano se le cae sobre los dedos y le gotea en la alfombra. Dice—: Léeme donde dice que puedo perderlo todo en una noche y que la gente va a decir que es culpa mía.

    Miro en el libro y encuentro más nombres de gente muerta.

    —Lee —dice el tipo, y bebe de su cerveza—. Lee donde dice que una mujer puede acusar a su marido de matar a su hijo y se supone que todo el mundo ha de creerla.

    Al principio del libro, la caligrafía está medio borrada y cuesta de leer. Las páginas están acartonadas y tienen motitas. Antes, alguien ha empezado a arrancar las primeras páginas.

    —Se lo pedí a Dios —dice el tipo. Agita su cerveza en mi dirección y dice—: Le pedí que me diera una familia. Iba a la iglesia.

    Le digo que tal vez Dios no empezó atacando y humillando a todo el mundo que rezaba. Le digo que tal vez fue después de años y años de recibir las mismas oraciones sobre embarazos no deseados, sobre divorcios, sobre disputas familiares. Tal vez fue porque el público de Dios creció y más gente empezó a presentar exigencias. Tal vez fue el hecho de que Dios empezó a recibir más alabanzas. Tal vez el poder corrompe, pero El no siempre fue un hijo de puta.

    Y el tipo del coche de carreras dice:

    —Escucha. —Y dice—: Dentro de dos días voy al tribunal para que decidan si me acusan de asesinato. —Y dice—: Dime cómo me va a salvar Dios.

    Mona me haría decir la verdad. Para salvar a este tipo. Para salvarme a mí mismo y a Helen. Para reunimos con la humanidad. Tal vez este tipo y su mujer volverían a estar juntos, pero el poema seguiría suelto. Morirían millones. El resto viviría en un mundo de silencio, oyendo solamente lo que creen que es seguro oír. Tapándose los oídos y quemando libros, películas y música.

    En alguna parte alguien tira de la cadena. Un ventilador de baño arranca. Una puerta se abre.

    El tipo se mete la cerveza en la boca y aparecen burbujas dentro de la botella.

    Helen aparece en el umbral del pasillo.

    Me duele el pie y le pregunto si ha considerado la posibilidad de adoptar un hobby.

    Tal vez algo para hacer en la cárcel.

    Destrucción constructiva. Estoy seguro de que Helen aprobaría el sacrificio. Condenar a un hombre inocente para que no mueran millones.

    He aquí a todos los animales de laboratorio que mueren para salvar a una docena de pacientes de cáncer.

    Y el tipo de los coches de carreras dice:

    —Creo que será mejor que os marchéis.

    De camino al coche, le doy a Helen su agenda y le digo que ahí está su Biblia. Mi busca empieza a sonar y es un número que no conozco.

    Helen tiene los guantes blancos negros de polvo y me dice que ha hecho pedazos la página de la canción sacrificial y los ha tirado por la ventana de la habitación de la criatura. Está lloviendo. El papel se pudrirá.

    Le digo que no basta con eso. Algún niño podría encontrarla. El mero hecho de que esté hecha pedazos hará que alguien quiera reconstruirla. Tal vez un detective investigando la muerte de una criatura.

    Y Helen dice:

    —Ese cuarto de baño era una pesadilla.

    Damos la vuelta a la manzana con el coche y aparcamos. Mona está escribiendo en el asiento de atrás. Ostra está hablando por su teléfono. Luego Helen espera mientras me agacho y camino de vuelta a la casa. Camino agachado por la parte de atrás, con la hierba mojada succionándome los zapatos, hasta que estoy debajo de la ventana que Helen dice que es la de la habitación de la criatura. La ventana sigue abierta, con las cortinas colgando un poco por la parte de abajo. Cortinas rosas.

    Los pedazos de la página están esparcidos por el barro y yo empiezo a recogerlos.

    Detrás de las cortinas, en la habitación vacía, se oye abrirse la puerta. El perfil de alguien entra desde el pasillo y yo me agacho en el barro bajo la ventana. Una mano de hombre aparece en la repisa de la ventana, de forma que me pego a la pared de la casa. En algún lugar por encima de mí que no puedo ver, un hombre rompe a llorar.

    La lluvia arrecia.

    El hombre está en la ventana, con las dos manos apoyadas en la repisa. Sus sollozos arrecian. Se puede oler la cerveza que ha bebido.

    Yo no puedo correr. No me puedo poner de pie. Tapándome la nariz y la boca con las manos, me alejo unos centímetros a gachas, apretado contra los cimientos, escondido. Y tan deprisa como un escalofrío, respirando entre mis dedos, yo también rompo a llorar. Con unos sollozos tan violentos como vómitos. Mordiéndome la palma de la mano, me lleno las manos de mocos.

    El hombre se sorbe la nariz, con fuerza y haciendo un ruido líquido. Llueve cada vez más y se me mete agua en los zapatos a través de los cordones.

    Con los pedazos rotos del poema en la mano, sostengo el poder sobre la vida y la muerte. No hay nada que pueda hacer. Todavía no.

    Y tal vez uno no va al infierno por las cosas que hace. Tal vez uno va al infierno por las cosas que no hace.

    Con los zapatos llenos de agua fría, el pie deja de dolerme. Extiendo la mano resbaladiza por los mocos y las lágrimas y apago mi busca.

    Cuando encontremos el grimorio, si hay alguna forma de resucitar a los muertos, tal vez no lo quemaremos. No inmediatamente.


    29


    El informe policial no dice lo caliente que estaba todavía mi mujer, Gina, cuando me desperté aquella mañana. Lo blanda y caliente que estaba bajo las mantas. Ni cómo cuando me di media vuelta en su dirección, ella quedó de espaldas, con el pelo extendido sobre la almohada. Tenía la cabeza un poco inclinada hacia un hombro. Su piel matutina olía a calor, de forma parecida al aspecto que tiene un rayo de sol cuando rebota sobre un mantel blanco en un restaurante agradable junto a la playa en tu luna de miel.

    El sol entraba por las cortinas azules y teñía su piel de color azul. Sus labios de color azul. Las pestañas le caían sobre las mejillas. Su boca era una sonrisa fláccida.

    Todavía medio dormido, le pasé la mano por detrás del cuello y le eché la cara hacia atrás y la besé.

    Ella tenía el cuello y el hombro completamente relajados.

    Sin dejar de besarle la boca cálida y relajada, le levanté el camisón por encima de la cintura.

    Sus piernas parecieron abrirse y mi mano encontró su interior blando y húmedo.

    Bajo las mantas, con los ojos cerrados, le metí la lengua dentro. Con los dedos humedecidos, aparté sus bordes suaves y rosados y lamí más adentro. Con el aire entrando y saliendo de mí. En la cresta de cada respiración, le hincaba la boca.

    Por una vez, Katrin había dormido la noche entera y no estaba llorando.

    Mi boca subió hasta el ombligo de Gina. Subió hasta sus * pechos. Con un dedo húmedo en su boca, le pasé los otros dedos por los pezones. Mi boca se colocó sobre su otro pecho y mi lengua tocó el pezón en su interior.

    La cabeza de Gina cayó a un lado y le lamí la parte posterior de la oreja. Con mis caderas separándole las piernas, me metí en ella.

    La sonrisa fláccida en su cara, la forma en que la boca se le abrió en el último momento y la cabeza se le hundió todavía más en la almohada, estaba tan silenciosa. Nunca había sido tan bueno desde que nació Katrin.

    Un minuto más tarde, salí de la cama y me di una ducha. Me vestí de puntillas y cerré suavemente la puerta del dormitorio a mi espalda. En la habitación de la niña, besé a Katrin en un lado de la cara. Le palpé el pañal. El sol entraba por las cortinas amarillas. Sus juguetes y sus libros. Su aspecto era perfecto.

    Me sentí bendecido.

    Aquella mañana no había nadie en el mundo tan afortunado como yo.

    Aquí, conduciendo el coche de Helen con ella dormida a mi lado en el asiento delantero. Esta noche estamos en Ohio o en Iowa o en Idaho, con Mona durmiendo en el asiento trasero. El pelo rosado de Helen apoyado en mi hombro. Mona despatarrada en el retrovisor, despatarrada con sus rotuladores de colores y sus cuadernos. Ostra dormido. Esta es la vida que tengo ahora. Para bien o para mal.

    Aquel fue mi último buen día. Hasta que llegué a casa del trabajo no supe la verdad.

    Gina seguía tumbada en la misma posición.

    El informe policial lo llamó relaciones sexuales post mórtem.

    Me viene Nash a la cabeza.

    Katrin seguía callada. La parte de su cabeza que quedaba debajo se le había puesto de color rojo oscuro.

    Livor mortis. Hemoglobina oxigenada.

    Hasta que llegué a casa no supe qué había hecho.

    Aquí, aparcados en el olor a cuero del enorme coche de la inmobiliaria de Helen, el sol está justo por encima del horizonte. Es un momento idéntico a aquel. Estamos aparcados debajo de un árbol, en una calle bordeada de árboles de un vecindario de casitas. Es alguna clase de árbol en flor, y durante toda la noche han estado cayendo pétalos rosados sobre el coche, pegándose al rocío. El coche de Helen es rosa como la carroza de un desfile, cubierto de flores, y yo estoy espiando a través de un agujero que queda en donde los pétalos no cubren el parabrisas.

    La luz matinal que brilla a través de la capa de pétalos es rosa.

    Color de rosa. Sobre Helen y Mona y Ostra, dormidos.

    En la misma manzana, una pareja de ancianos está trabajando en los arriates de flores que crecen a los pies de su casa. El anciano llena una regadera en un grifo. La anciana está de rodillas, arrancando hierbas.

    Vuelvo a encender el busca y empieza a sonar de inmediato.

    Helen se despierta bruscamente.

    No reconozco el número de teléfono de mi busca.

    Helen se incorpora, parpadeando, mirándome. Se mira el reloj de pulsera diminuto y reluciente. A un lado de la cara tiene marcas profundas y rojas como de viruela allí donde ha dormido sobre sus pendientes de esmeraldas. Mira la capa de color rosa que cubre todas las ventanillas. Se hunde las uñas de color rosa de las dos manos en el pelo, se lo ahueca y dice:

    —¿Dónde estamos?

    Y hay gente que todavía piensa que el conocimiento es poder.

    Le digo que no tengo ni idea.


    30


    Mona está de pie a mi lado. Sostiene un folleto satinado abierto, poniéndomelo en la cara, y dice:

    —¿Podemos ir aquí? Por favor. Solamente un par de horas. Por favor.

    Las fotografías de su folleto muestran a gente gritando con las manos en el aire, subidos a una montaña rusa. Las fotos muestran a gente conduciendo karts por una pista delimitada con neumáticos. Más gente comiendo algodón de azúcar y montando en caballitos de plástico en un tiovivo. Hay otra gente encerrada en sus asientos en una rueda gigante. En la parte superior del folleto dice en grandes letras corridas: «Felizlandia, el destino familiar».

    Pero en lugar de aes hay cuatro caras de payasos riendo. Un padre, una madre, un hijo y una hija.

    Nos faltan por desarmar ochenta y cuatro libros. Lo cual significa docenas de bibliotecas en ciudades de todo el país. Luego hay que encontrar el grimorio. Hay gente que resucitar. O que castrar. O hay que matar a la humanidad entera, depende de a quién preguntes.

    Hay mucho por arreglar. Por devolver a Dios, como diría Mona. Gastos por recuperar.

    Karl Marx diría que hemos convertido a todas las plantas y animales en enemigos para justificar el hecho de matarlos.

    En el periódico de hoy dice que el marido de una de las modelos muertas está arrestado bajo sospecha de asesinato.

    Estoy de pie en una cabina delante de una biblioteca de pueblo mientras Helen está dentro destruyendo otro libro con Ostra.

    Una voz de hombre dice en el teléfono:

    —División de Homicidios.

    Le pregunto al teléfono con quién hablo.

    Y la voz dice:

    —Con el detective Ben Danton, de la división de Homicidios. —Y dice—: ¿Con quién hablo?

    Un detective de policía. Mona lo llamaría mi salvador, enviado para devolverme al redil con el resto de la humanidad. Se trata del número que ha estado apareciendo en mi busca durante los dos últimos días.

    Mona le da la vuelta al folleto y dice:

    —Mirad.

    Tiene trenzados en el pelo molinos de viento rotos y caballetes de tren y antenas de radio.

    Las fotos muestran a niños sonrientes abrazados por payasos. Muestran a padres paseando de la mano y yendo en esquifes por Túneles del Amor.

    Mona dice:

    —Este viaje no tiene que ser solamente de trabajo.

    Helen sale por las puertas de la biblioteca y empieza a bajar los peldaños y Mona se gira y corre hacia ella y dice:

    —Helen, el señor Streator dice que podemos ir.

    Yo me pongo el auricular de la cabina en el pecho y digo que yo no he dicho eso.

    Ostra se queda atrás, a un paso de Helen.

    Mona sostiene el folleto en la cara de Helen y dice:

    —Mira qué divertido.

    El detective Danton le pregunta al teléfono:

    —¿Con quién hablo?

    Estuvo bien sacrificar al pobre tipo de los calzoncillos largos de coches de carreras. Está bien sacrificar a la joven con pollos impresos en el delantal. No decirles la verdad, dejarlos sufrir. Y sacrificar al viudo de una modelo. Pero sacrificarme a mí mismo para salvar a millones de personas es otra cuestión.

    Le digo mi nombre al teléfono, Streator, y digo que me ha llamado al busca.

    —Señor Streator —dice—. Nos gustaría que viniera para interrogarlo.

    Le pregunto sobre qué.

    —¿Por qué no discutimos esto en persona? —dice.

    Le pregunto si se trata de una muerte.

    —¿Cuándo puede estar aquí? —dice.

    Le pregunto si se trata de una serie de muertes sin causa aparente.

    —Cuanto antes pueda venir, mejor —dice.

    Le pregunto si es porque una de las víctimas era mi vecino de arriba y tres más eran mis redactores jefe.

    Y Danton dice:

    —No me diga.

    Le pregunto si es porque tres víctimas más se cruzaron conmigo por la calle en el instante antes de morir.

    Y Danton dice:

    —Eso es nuevo para mí.

    Pregunto si esto es porque yo estaba a un escupitajo de distancia del joven de las patillas que murió en aquel bar de la Tercera avenida.

    —Ajá —dice él—. Se refiere a Marty Latanzi.

    Le pregunto si es porque todas las modelos muertas muestran signos de sexo post mórtem, igual que le pasó a mi mujer hace veinte años. Y sin duda tienen filmaciones de cámaras de seguridad de mí hablando con un bibliotecario llamado Symon en el momento en que cayó muerto.

    Se oye un lápiz en alguna parte apuntando cosas a toda prisa en un papel.

    Lejos del teléfono, oigo que alguien dice:

    —Haz que siga hablando.

    Le pregunto si es una estratagema para detenerme por ser sospechoso de asesinato.

    Y el detective Danton dice:

    —No nos obligue a emitir una orden de búsqueda.

    Cuanta más gente muere, menos cambian las cosas.

    Oficial Danton, le digo. Le pregunto si puede decirme dónde puedo encontrarle en este momento preciso.

    Los palos y las piedras pueden romperte los huesos, pero ya estamos otra vez. Tan deprisa como un grito, la canción sacrificial me viene a la cabeza y la comunicación se interrumpe.

    He matado a mi salvador. Al detective Ben Danton. Estoy más lejos todavía del resto de la humanidad.

    Destrucción constructiva.

    Ostra agita su encendedor de plástico y lo golpea contra la palma de la mano. Luego se lo da a Helen y mira mientras ella se saca una hoja doblada del bolso. Enciende la página 27 y la sostiene sobre la alcantarilla.

    Mientras Mona está leyendo el folleto, Helen le acerca la página en llamas al borde. Las fotografías de gente feliz y sonriente se inflaman y Mona chilla y las deja caer. Sin soltar la página en llamas, Helen mete a patadas a las familias felices por la alcantarilla. El fuego en su mano crece y crece, entrecortado y humeante en medio de la brisa.

    Y por alguna razón, pienso en Nash y en su mecha ardiendo.

    Helen dice:

    —No me gusta la diversión. —Con la otra mano, Helen me muestra las llaves del coche.

    Entonces pasa. Ostra atenaza con el brazo la cabeza de Helen desde detrás. Igual de deprisa, le golpea los pies para hacerla caer y cuando ella estira los brazos para recuperar el equilibrio, él agarra el poema en llamas. La canción sacrificial.

    Helen cae de rodillas, se suelta de Ostra, ella deja escapar solamente un gritito cuando sus rodillas golpean la acera de cemento y cae tambaleándose sobre la alcantarilla. Con las llaves todavía en el puño.

    Ostra se golpea la página en llamas en el muslo. La sostiene con ambas manos, con los ojos recorriendo las líneas, leyendo la página mientras el fuego arruga la parte inferior.

    Ya tiene las dos manos quemadas antes de soltarlo, y grita:

    —¡No!

    Y se mete los dedos en la boca.

    Mona retrocede, tapándose los oídos con las manos. Con los ojos fuertemente cerrados.

    A cuatro patas sobre la alcantarilla, al lado de las familias en llamas, Helen levanta la vista y mira a Ostra. Ostra tiene un pie en la tumba. El peinado de Helen está alborotado y le cuelgan pelos de color rosa sobre los ojos. Tiene las medias de nailon rotas. Las rodillas ensangrentadas.

    —¡No lo mates! —grita Mona—, ¡No lo mates, por favor! ¡No lo mates!

    Ostra cae de rodillas y agarra el papel quemado que hay en la acera.

    Y despacio, tan despacio como la aguja que marca las horas en un reloj, Helen se pone de pie. Tiene la cara roja. No del color de un rubí birmano. Más bien roja como la sangre que le mana de las rodillas.

    Con Ostra arrodillado. Con Helen de pie frente a él. Con Mona tapándose los oídos con las manos y cerrando fuertemente los ojos. Ostra rebuscando en las cenizas. Helen sangrando. Yo sigo mirando desde la cabina y una bandada de estorninos levanta el vuelo desde el tejado de la biblioteca.

    Ostra, el hijo malvado, violento y lleno de resentimiento que Helen podría tener si todavía tuviera un hijo.

    La misma caza del poder de siempre.

    —Adelante —dice Ostra, y levanta la cabeza para encontrar la mirada de Helen. Sonríe con la mitad de la boca y dice—: Mataste a tu hijo de verdad. Puedes matarme a mí.

    Y entonces pasa. Helen le da una fuerte bofetada en la cara, arrastrando el manojo de llaves de una mejilla a otra. Un momento después hay más sangre.

    Otro parásito con cicatriz. Otro armazón mutilado de cucaracha.

    Y la mirada de Helen va de la cara sangrante de Ostra a los estorninos que vuelan en círculos, y uno tras otro caen. Sus plumas negras soltando destellos de un color azul oleaginoso. Los ojos muertos mirándose los picos negros. Ostra se sostiene la cara con las manos llenas de sangre. Helen mira al cielo, los cuerpos negros relucientes caen con un silbido y rebotan, pájaro a pájaro, en el cemento a nuestro alrededor.

    Destrucción constructiva.


    31


    A una milla de la ciudad, Helen para el coche en el arcén de la autopista. Pone los intermitentes de emergencia. Sin mirar nada salvo sus propias manos, enfundadas en sus guantes de becerro ajustados de conducir y posadas en el volante, dice:

    —Fuera.

    En el parabrisas hay pequeñas lentillas de agua. Está empezando a llover.

    —Muy bien —dice Ostra, y abre su portezuela—, ¿No es esto lo que hace la gente con los perros cuando no los pueden enseñar a hacer sus necesidades?

    Tiene la cara y las manos manchadas de sangre. La cara del diablo. Su pelo rubio desgreñado se le levanta por encima de la cara, rígido y rojo como los cuernos del diablo. Su perilla roja. En medio de tanto rojo, sus ojos son blancos. No blancos como las banderas blancas de quienes se rinden. Son blancos como huevos duros, como pollos lisiados en jaulas a pilas, miseria de granja industrial y sufrimiento y muerte.

    —Igual que Adán y Eva siendo expulsados del Jardín del Edén —dice. Ostra está de pie en el arcén de grava de la autopista y se inclina para mirar a Mona, que sigue en el asiento trasero, y le dice—: ¿Vienes, Eva?

    No se trata de amor, se trata de control.

    Detrás de Ostra, el sol se está poniendo. Detrás de él hay cardos rusos y retama escocesa y kudzu. Detrás de él, el mundo está hecho un desastre.

    Y Mona, con las ruinas de la civilización occidental trenzadas en el pelo, los trozos del atrapasueños y del I Ching, se mira las uñas negras sobre el regazo y dice:

    —Ostra, lo que has hecho está mal.

    Ostra mete la mano en el coche, sobre el asiento trasero y en dirección a ella, su mano roja y coagulada, y dice:

    —Zarzamora, a pesar de todas tus buenas intenciones herbales, este viaje no va a funcionar. —Y dice—: Ven conmigo.

    Mona aprieta los dientes, gira la cara bruscamente para mirarlo y dice:

    —Tiraste mi libro de oficios indios —dice ella—. Ese libro era muy importante para mí.

    Hay gente que todavía piensa que el conocimiento es poder.

    —Zarzamora, cariño —dice Ostra, y le acaricia el pelo, y el pelo se le pega a la mano ensangrentada. Le pasa un manojo de pelo por detrás de la oreja y dice—: Ese libro estaba hecho un lío.
    —Muy bien —dice Mona, y se aleja y se cruza de brazos.

    Y Ostra dice:

    —Muy bien. —Y cierra la portezuela del coche. Su mano deja una huella ensangrentada en la ventanilla.

    Con las manos rojas levantadas a los costados, Ostra se aleja del coche. Niega con la cabeza y dice:

    —Olvidadme. Soy solamente otro de los cocodrilos de Dios que podéis tirar por el retrete.

    Helen pone el coche en marcha. Toca un botón y la portezuela de Ostra se cierra con cerrojo.

    Y desde fuera del coche cerrado con cerrojo, amortiguado y borroso, Ostra grita:

    —Podéis tirarme por el retrete, pero seguiré comiendo mierda. —Y grita—: Y seguiré creciendo.

    Helen pone el intermitente y entra en el carril del tráfico.

    —Podéis olvidarme —grita Ostra. Grita con su cara roja de diablo, con sus dientes grandes y blancos—: Pero eso no quiere decir que deje de existir.

    Por la razón que sea, me viene a la cabeza la primera lagarta que salió volando por una ventana en Medford, Massachusetts, en 1860.

    Y conduciendo, Helen se toca el ojo con un dedo, y cuando vuelve a poner la mano en el volante, el guante está de color marrón oscuro. Mojado. Y para bien o para mal. Para mejor o para peor. Esta es su vida.

    Mona se tapa la cara con las manos y empieza a sollozar.

    Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres... y enciendo la radio.


    32


    El nombre de la ciudad en el mapa es Stone River. Stone River, Nebraska. Pero cuando el Sargento y yo llegamos, encima del letrero a la entrada de la ciudad han pintado «Shivapuram».

    Nebraska.
    17.000 habitantes.


    En medio de la calle, a horcajadas sobre la línea discontinua del centro de la calzada, hay una vaca marrón y blanca que tenemos que esquivar. La vaca continúa rumiando y ni se inmuta.

    El centro urbano son dos manzanas de edificios de ladrillo rojo. Una señal luminosa amarilla parpadea por encima de la intersección principal. Hay una vaca negra rascándose el costado contra el poste metálico de una señal de stop. Una vaca blanca come zinnias delante de una jardinera enfrente de la oficina de correos. Hay otra vaca tumbada, bloqueando la acera delante de la comisaría.

    Huele a curry y a pachulí. El ayudante del sheriff lleva sandalias. El ayudante del sheriff, el cartero, la camarera de la cafetería, el camarero de la taberna, todos llevan un punto negro pegado entre los ojos. Un bindi.

    —Diantres —dice el Sargento—. La ciudad entera se ha vuelto hindú.

    De acuerdo con el Psychic Wonders Bulletin de esta semana, todo esto se debe a la Vaca Judas Parlante.

    En cualquier matadero, el truco es engañar a las vacas para que suban por el pasadizo que lleva al degolladero. Las vacas traídas de granjas en camiones están confusas y tienen miedo. Después de horas enteras o días enteros apretujadas en camiones, deshidratadas y sin dormir en todo el viaje, las vacas son embutidas con otras vacas en el comedero de delante del matadero.

    La forma de hacer que suban por el pasadizo es mandar a la Vaca Judas. Así es como se llama realmente esa vaca. Es una vaca que vive en el matadero. Se mezcla con las vacas condenadas y las lleva por el pasadizo hasta el degolladero. Las vacas amedrentadas y asustadas nunca entrarían si no fuera porque la Vaca Judas va primero.

    En el último momento antes de que caiga el hacha o el cuchillo o el perno metálico sobre su cabeza, en ese último momento la Vaca Judas se aparta. Sobrevive para llevar otro rebaño a la muerte. Se pasa la vida entera haciéndolo.

    Hasta que un día, de acuerdo con el Psychic Wonders Bulletin, la Vaca Judas de la planta cárnica de Stone River dejó de hacerlo.

    La Vaca Judas se plantó en el umbral del degolladero. Se negó a apartarse y a enviar a la muerte al rebaño que la seguía. Con todo el personal del matadero mirando, la Vaca Judas se sentó sobre sus patas traseras, como se sientan los perros, se sentó allí en el umbral y miró a todo el mundo con sus ojos marrones y habló.

    La Vaca Judas habló.

    Dijo:

    —Rechazad vuestros hábitos carnívoros.

    La vaca hablaba con la voz de una mujer joven. Las vacas que hacían cola detrás cambiaron el peso de unas patas a otras, esperando.

    El personal del matadero se quedó boquiabierto tan deprisa que se les cayeron los cigarrillos al suelo ensangrentado. Un hombre se tragó su tabaco de mascar. Una mujer se tapó la boca con los dedos y gritó.

    La Vaca Judas, sentada allí, levantó una pata para señalar con su pezuña al personal y dijo:

    —El camino al moksha no pasa por el dolor y el sufrimiento de otras criaturas.

    Moksha, dice el Psychic Wonders Bulletin, es una palabra en sánscrito que quiere decir «redención», el final del ciclo kármico de la reencarnación.

    La Vaca Judas se pasó la tarde hablando. Dijo que los seres humanos habían destruido todo el mundo natural. Dijo que la humanidad tenía que parar de exterminar a otras especies. Que los hombres debían limitar su número, crear un sistema de cuotas que permitiera que solamente un pequeño porcentaje de los seres del planeta fueran humanos. Que los humanos podían vivir como quisieran con tal de que no fueran la mayoría.

    Les enseñó una canción hindú. La vaca hizo que todo el personal cantara con ella mientras meneaba la pezuña de un lado para otro al compás de la canción.

    La vaca contestó a todas sus preguntas sobre la naturaleza de la vida y la muerte.

    La Vaca Judas siguió y siguió perorando.

    Ahora, aquí y ahora, el Sargento y yo, llegamos tarde. Seguimos cazando brujas. Examinamos a todas las vacas que soltaron aquel día de la planta cárnica. La planta está vacía y en silencio a las afueras de la ciudad. Alguien está pintando de rosa el edificio de cemento. Convirtiéndolo en un ashram. Han plantado verduras en el comedero.

    La Vaca Judas no ha vuelto a decir una palabra desde entonces. Se come la hierba de los jardines de la gente. Se bebe el agua de las pilas para pájaros. La gente le cuelga guirnaldas de margaritas del cuello.

    —Están usando el hechizo de ocupación —dice el Sargento.

    Estamos detenidos en la calle, esperando a que un puerco enorme y lento cruce por delante de nuestro coche. Hay más cerdos y pollos a la sombra del toldo de la tienda de herramientas.

    El hechizo de ocupación permite a uno proyectar su consciencia en el cuerpo físico de otro ser.

    Lo miro, fijamente, y le pregunto si no es la sartén que le dijo al cazo: Retírate que me tiznas.

    —Animales, gente —dice el Sargento—. Te puedes meter en cualquier clase de cuerpo vivo.

    Y yo le digo: Sí, cuéntamelo a mí.

    Pasamos por delante del hombre que está pintando de rosa el ashram, y el Sargento dice:

    —Si quieres saber mi opinión, la reencarnación es simplemente otra forma de la postergación.

    Y yo le digo que sí, que sí. Que esa ya me la ha contado.

    El Sargento extiende la mano arrugada y con manchas de un lado a otro del asiento delantero y la pone sobre la mía. Tiene el dorso de la mano cubierto de pelos canos. Tiene los dedos fríos de tenerlos sobre su pistola. El Sargento me estruja la mano y dice:

    —¿Todavía me quieres?

    Le pregunto si tengo alguna opción.


    33


    Las multitudes se apelotonan a nuestro alrededor, las mujeres con tops sin espalda y los hombres con sombreros de cowboy. La gente come manzanas al caramelo y granizados en conos de papel. Hay polvo por todas partes. Alguien le pisa el pie a Helen, ella lo aparta y dice:

    —He descubierto que no importa cuánta gente mate, nunca es suficiente.

    Yo le digo que no hablemos de trabajo.

    El suelo está surcado de cables negros y gruesos. En la oscuridad más allá de las luces los motores queman diésel para generar electricidad. Huele a diésel y a comida frita y a vómito y a azúcar glaseado.

    Hoy en día esto es lo que te venden como diversión.

    Un grito pasa volando a nuestro lado. Y un vislumbre de Mona. Se trata de una atracción de feria con un letrero brillante de neón que dice: «El pulpo». Brazos negros de metal, como rayos de rueda torcidos, giran alrededor de un cubo. Al mismo tiempo, suben y bajan en picado. Al final de cada brazo hay un asiento, y cada asiento gira sobre su propio cubo. El grito pasa volando otra vez, junto con una especie de estandarte de pelo rojo y negro. Sus cadenas plateadas y amuletos salen proyectados de un lado del cuello de Mona. Tiene las dos manos agarradas a la barra de seguridad cerrada sobre su regazo.

    Las ruinas de la civilización occidental, los torreones y las torres y las chimeneas, salen volando del pelo de Mona. Una moneda del I Ching pasa como una bala a nuestro lado.

    Helen la mira y dice:

    —Supongo que Mona ha conseguido su hechizo de vuelo.

    Mi busca empieza a sonar otra vez. Es el mismo número del detective de policía. Un nuevo salvador me sigue los talones.

    Cuanta más gente muere, menos cambian las cosas.

    Apago el busca.

    Y mirando cómo Mona pasa gritando, Helen dice:

    —¿Malas noticias?

    Le digo que no es nada importante.

    Con sus zapatos de color rosa y tacón alto, Helen rebusca en el barro y el serrín, pisando los cables eléctricos negros.

    Yo extiendo la mano y le digo:

    —Agárrese.

    Ella la coge. Y yo no la suelto. Y a ella no parece importarle. Y caminamos cogidos de la mano. Y es agradable.

    Solamente le quedan unos pocos anillos grandes, así que no es tan doloroso como puede parecer.

    Las atracciones de feria pasan volando a nuestro alrededor, luces blancas como diamantes, verdes como esmeraldas, rojas como rubíes, azules como turquesas y como zafiros, amarillas como limones, anaranjadas como el color miel del ámbar. Sale música rock de altavoces instalados en postes por todas partes.

    Estos rockadictos. Estos silenciofóbicos.

    Le pregunto a Helen cuándo fue la última vez que se subió a una rueda gigante.

    Por todas partes hay hombres y mujeres cogidos de la mano, besándose. Se dan de comer entre ellos trozos de algodón de azúcar rosa. Caminan unos al lado de los otros, cada uno con la mano embutida en el bolsillo trasero de los vaqueros ajustados del otro.

    Helen mira la multitud y dice:

    —No se lo tome a mal, pero ¿cuándo fue la última vez para usted?

    ¿La última vez de qué?

    —Ya sabe.

    No estoy seguro de que mi última vez cuente, pero debe de hacer dieciocho años.

    Y Helen sonríe y dice:

    —No me extraña que ande así de raro —dice—. Yo ya llevo más de veinte años desde John.

    En el suelo, en medio del serrín y los cables, hay una página arrugada de periódico. Un anuncio a tres columnas dice:

    ATENCIÓN, CLIENTES DE LA AGENCIA INMOBILIARIA HELEN BOYLE


    El anuncio dice:

    «¿Le han vendido una casa encantada? De ser así, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».


    Luego el número del teléfono móvil de Ostra. Luego digo: Por favor, Helen, ¿por qué le contó esa historia?

    Helen mira el anuncio del periódico. Con el zapato de color rosa lo hunde en el barro y dice:

    —Por la misma razón por la que no lo maté. A veces podía ser encantador.

    Al lado del anuncio, cubierta de barro, hay la foto de otra modelo muerta.

    Helen mira la rueda gigante, un anillo de tubos fluorescentes rojos y blancos que sostienen asientos que se balancean llenos de gente. Helen dice:

    —Esa parece practicable.

    Un hombre detiene la rueda y todas las cabinas se colocan en un sitio mientras Helen y yo nos sentamos en el cojín de plástico rojo y el hombre nos coloca una barra de seguridad y nos la cierra encima de las piernas. Retrocede y acciona una palanca y el enorme motor diésel arranca. La rueda gigante experimenta una sacudida como si estuviera rodando hacia atrás y Helen y yo subimos a la oscuridad.

    A medio ascenso hacia la noche, la rueda se detiene con una sacudida. Nuestro asiento se balancea y Helen se agarra con fuerza a la barra de seguridad. Un diamante solitario se le suelta del dedo y cae lanzando destellos por entre los puntales y las luces, por entre los colores y las caras, hasta los mecanismos de la máquina.

    Helen se lo queda mirando y dice:

    —Vaya, ese costaba unos treinta y cinco mil dólares.

    Le digo que tal vez no le pase nada. Es un diamante.

    Y Helen dice que ese es el problema. Que las piedras preciosas son las cosas más duras de la tierra, pero que a pesar de todo se rompen. Pueden soportar presión constante, pero un impacto repentino y brusco puede hacerlas polvo.

    Por el suelo de la avenida, Mona aparece corriendo por el suelo de serrín y se queda debajo de nosotros, agitando los dos brazos. Salta sin moverse del sitio y grita:

    —¡Yujuuu! ¡Eh, Helen!

    La rueda experimenta una sacudida y arranca otra vez. El asiento se inclina y el bolso de Helen empieza a caerse pero ella lo agarra a tiempo. La piedra gris sigue en su interior. El regalo del aquelarre de Ostra. En lugar del bolso, lo que se le cae del asiento es la agenda, y empieza revolotear por el aire, hasta aterrizar sobre el serrín. Mona corre y lo recoge.

    Mona se golpea la agenda contra el muslo para quitarle el serrín, luego la agita en el aire para enseñar que no le ha pasado nada.

    Helen dice:

    —Gracias a Dios que tenemos a Mona.

    Yo le digo: Mona me dijo que planeaba matarme.

    Y Helen dice:

    —Ella me dijo que usted quería matarme.

    Los dos nos quedamos mirándonos.

    Yo digo: Gracias a Dios que tenemos a Mona.

    Y Helen me dice:

    —¿Me compra usted una mazorca rebozada de caramelo?

    En el suelo, más y más lejos, Mona está pasando las páginas de la agenda. Cada día, el nombre del objetivo político de Helen.

    Mirando hacia arriba, desde las luces de colores y a medida que nos adentramos en el cielo nocturno, nos vamos acercando a las estrellas. Mona dijo una vez que las estrellas son la mejor parte de estar vivo. Por otro lado, en el sitio adonde va la gente después de morir no se pueden ver las estrellas.

    Piensen en el espacio exterior profundo, en el frío y el silencio increíbles. En el paraíso donde el silencio ya es bastante recompensa.

    Le digo a Helen que necesito volver a casa y solucionar algo. Que tiene que ser deprisa, antes de que las cosas empeoren.

    Las modelos muertas. Nash. Los detectives de policía. Todo. No tengo ni idea de cómo descubrió el hechizo sacrificial.

    Nos elevamos más, más lejos todavía de los olores, del ruido del motor diésel. Nos elevamos hacia el frío y hacia el silencio. Mona, leyendo la agenda, se vuelve más pequeña. Las multitudes, con su dinero y sus codos y sus sombreros de cowboy, se vuelven más pequeñas. Los tenderetes de comida y los lavabos portátiles se vuelven más pequeños. Los gritos y la música rock se alejan.

    En lo alto, nos detenemos con una sacudida. Nuestro asiento se balancea cada vez menos hasta que nos quedamos quietos. A esta altura, la brisa carda y crepa la burbuja rosa de pelo de Helen. El neón y la grasa y el barro tienen un aspecto perfecto desde aquí arriba. Perfecto, seguro y feliz. La música no es más que un chumba, chumba apagado.

    Así es como nos debe de ver Dios.

    Helen mira las atracciones, los colores en rotación y los gritos, y dice:

    —Me alegro de que me descubriera usted. Creo que siempre confié en que alguien lo hiciera. —Y dice—: Me alegro de que fuera usted.

    Le digo que su vida no está tan mal. Tiene sus joyas. Tiene a Patrick.

    —Con todo —dice—, es agradable tener a una persona que conoce todos tus secretos.

    Su traje es azul claro, pero no azul como un huevo de tordo normal. Es azul como un huevo de tordo que uno se encuentra y se preocupa de que no vaya a salir el polluelo porque está muerto en el interior. Y luego sí que sale, y uno se preocupa de qué hacer entonces.

    En la barra de seguridad cerrada sobre nosotros, Helen pone su mano sobre la mía y dice:

    —Señor Streator, ¿es que no tiene usted nombre de pila?

    Carl.

    Carl, le digo. Me llamo Carl Streator.

    Le pregunto por qué dijo que soy de mediana edad.

    Y Helen se ríe y dice:

    —Porque lo es. Los dos lo somos.

    La rueda experimenta otra sacudida y volvemos a bajar.

    Y le digo que sus ojos. Que son azules.

    Y esta es mi vida.

    De vuelta abajo, el empleado de la feria abre la barra de seguridad y le doy la mano a Helen para que se baje del asiento. El serrín es fino y blando, y nosotros cojeamos y nos tambaleamos entre la multitud, cogidos de la cintura. Llegamos hasta donde Mona y ella sigue leyendo la agenda.

    —Hora de comerse una mazorca con caramelo —dice Helen—. Carl nos la va a comprar.

    Y con la agenda en las manos, Mona levanta la vista. Con la boca entreabierta, parpadea una vez, dos veces, tres veces, deprisa. Suspira y dice:

    —¿Os acordáis del grimorio que estábamos buscando? —dice—. Creo que acabamos de encontrarlo.


    34


    Hay brujas que escriben sus conjuros con runas, códigos secretos de símbolos. De acuerdo con Mona, hay brujas que escriben al revés para que el conjuro solamente pueda leerse usando un espejo. Escriben conjuros en espiral, empezando en el centro de la página y trazando una curva hacia el exterior. Algunas escriben como en las tablillas de maldiciones de la antigua Grecia, con una línea de izquierda a derecha, la siguiente de derecha a izquierda y la siguiente de izquierda a derecha. A esto lo llaman forma de boustrophedon porque imita el recorrido de un lado para otro de un buey uncido. Para imitar a una serpiente, dice Mona, algunas escriben cada línea en una dirección distinta.

    La única norma es que el conjuro tiene que ser enrevesado. Cuanto más oculto y más enrevesado, más poderoso es el conjuro. Para las brujas, los mismos enredos son mágicos. Dibujan o esculpen al dios mago Hefesto con las piernas retorcidas.

    Cuanto más enrevesado el conjuro, más va a retorcer y perjudicar a la víctima. Más la confundirá. Ocupará su atención. Se tambalearán. Perderán el equilibrio. No podrán concentrarse.

    Igual que el Gran Hermano con todas sus canciones y bailes.

    En el aparcamiento de grava, a medio camino entre la feria y el coche de Helen, Mona sostiene la agenda de forma que las luces de la feria brillen a través de una página. Al principio, lo único que se ven son las anotaciones de Helen para ese día. El nombre «Capitán Antonio Cappelle» y una lista de citas de la inmobiliaria. Luego se ve un dibujo muy débil en el papel, palabras rojas, frases amarillas, párrafos azules, a medida que las luces de cada color pasan por detrás de la página.

    —Tinta invisible —dice Mona, sosteniendo la página.

    Es débil como una filigrana, escritura fantasma.

    —Lo que me llamó la atención fue la encuadernación —dice Mona.

    La cubierta y la encuadernación son de cuero rojo oscuro, casi negro por culpa de tanto manosearlas.

    —Es piel humana —dice Mona.

    Fue en casa de Basil Frankie, dice Helen. Me pareció un libro antiguo bonito. Un libro en blanco. Lo compré junto con la finca de Frankie. En la cubierta hay una estrella de cinco puntas.

    —Un pentagrama —dice Mona—. Y antes de ser un libro, esto era el tatuaje de alguien. Este bultito —dice, tocando un punto en el lomo del libro— es un pezón.

    Mona cierra el libro y se lo tiende a Helen y le dice:

    —Toca —dice—. Esto es más que antiguo.

    Y Helen abre el bolso y saca un par de guantes blancos con un botoncito en el puño. Dice:

    —No, cógelo tú.

    Mona mira el libro abierto en sus manos y pasa las páginas hacia delante y hacia atrás. Dice:

    —Si supiera qué clase de tinta han usado, sabría cómo leerlo.

    Si es amoníaco o vinagre, dice, hierves una col roja y frotas el caldo para teñir la tinta de color púrpura.

    Si es semen, puedes leerlo bajo una luz fluorescente.

    Le pregunto si la gente escribe conjuros con sus poluciones.

    Y Mona dice:

    —Solamente la clase más poderosa de hechizos.

    Si está escrito en una solución muy clara de maicena, podría usar tintura de yodo para hacer aparecer las letras.

    Si fuera zumo de limón, dice, hay que calentar las páginas para teñir la tinta de marrón.

    —Intenta probarlo —dice Helen—. Para ver si es amargo.

    Y Mona cierra el libro de golpe.

    —Es el libro de una bruja de mil años de antigüedad encuadernado en piel momificada y probablemente escrito con semen de la antigüedad. —Y le dice a Helen—: Lámelo tú.

    Y Helen dice:

    —Muy bien, ya lo pillo. Por lo menos, intenta traducirlo deprisa.

    Y Mona dice:

    —Yo no soy quien lo ha estado llevando encima durante diez años. Yo no soy quien lo ha estado estropeando y escribiendo encima de todo. —Coge el libro con ambas manos y se lo da bruscamente a Helen—. Es un libro antiguo. Está escrito en formas arcaicas de griego y latín, además de algunas clases olvidadas de runas —dice—. Voy a necesitar tiempo.
    —Ten —dice Helen, y abre el bolso. Saca un cuadrado doblado de papel, se lo da a Mona y dice—: Aquí hay una copia del conjuro sacrificial. Un hombre llamado Basil Frankie tradujo esta parte. Si puedes hacerlo coincidir con uno de los conjuros del libro, puedes usarlo como clave para traducir todos los conjuros que estén en el mismo idioma. —Y dice—: Como la piedra Rosetta.

    Y Mona extiende la mano para coger el papel doblado.

    Y yo se lo quito de la mano a Helen y pregunto por qué estamos teniendo esta discusión. Les digo que mi idea era quemar el libro. Abro el papel y es la página 27 robada de una biblioteca y les digo que necesitamos pensar sobre esto.

    Le pregunto a Helen si está segura de querer hacerle eso a Mona. Ese conjuro ha arruinado nuestras vidas, digo, además, lo que sepa Mona lo va a saber Ostra.

    Helen está flexionando los dedos dentro de los guantes blancos. Se abotona los puños, extiende una mano hacia Mona y dice:

    —Dame el libro.
    —Puedo hacerlo —dice Mona.

    Helen agita la mano en dirección a Mona y dice:

    —No, es mejor así. El señor Streator tiene razón. Va a cambiar las cosas para ti.

    El aire de la noche está lleno de gritos lejanos y colores resplandecientes.

    Y Mona dice que no y coge el libro con las dos manos y se lo aprieta contra el pecho.

    —¿Lo ves? —dice Helen—, Ya ha empezado. Cuando hay la posibilidad de un poco de poder, ya quieres más.

    Le digo a Mona que le dé el libro a Helen.

    Y Mona nos da la espalda y dice:

    —Yo soy quien lo ha encontrado. Soy la única que puede leerlo. —Se gira para mirarme por encima del hombro y dice—: Usted, usted solamente quiere destruirlo para vender la historia. Quiere resolverlo todo para que sea seguro hablar de ello.

    Y Helen dice:

    —Mona, cariño, no hagas eso.

    Y Mona se gira para mirar por encima del otro hombro a Helen y dice:

    —Tú solamente lo quieres para dominar el mundo. Solamente te importa la parte monetaria de las cosas. —Encoge los hombros hacia delante hasta que parece envolver el libro con todo el cuerpo, lo mira y dice—: Soy la única que lo aprecia por lo que es.

    Y le digo que escuche a Helen.

    —Es un Libro de Sombras —dice Mona—. Un Libro de Sombras de verdad. Pertenece a una bruja de verdad. Dejadme que lo traduzca. Os contaré lo que descubra. Lo prometo.

    Yo doblo el conjuro sacrificial de Helen y me lo meto en el bolsillo de atrás. Me acerco un paso a Mona. Miro a Helen y ella asiente.

    Todavía dándonos la espalda, Mona dice:

    —Traeré de vuelta a Patrick. —Y dice—: Traeré de vuelta a todos los niños.

    Yo la agarro por la cintura desde detrás y la levanto. Mona grita, me clava los talones en los tobillos y se retuerce de un lado a otro, todavía agarrando el libro, y yo le paso las manos por debajo de los brazos hasta que consigo tocarlo, hasta tocar piel humana. El pezón muerto. Los pezones de Mona. Mona grita y me clava las uñas en las manos, en la piel blanda de entre los dedos. Ella me araña la piel del dorso de las manos hasta que la tengo cogida de las muñecas y le separo los brazos y se los alejo del cuerpo. El libro cae y sus piernas lo alejan de una patada y en el aparcamiento a oscuras, con todos los gritos lejanos, nadie se entera de nada.

    Esta es la vida que he conseguido. Esta es la hija que sabía que algún día perdería. Por un novio. Por las malas notas. Por drogas. De alguna forma esta ruptura siempre tiene lugar. Esta lucha de poder. No importa lo genial que creas que vas a ser como padre, siempre acabarás estando aquí.

    A la gente que amas se le pueden hacer cosas peores que matarlos.

    El libro aterriza en una nube de polvo y grava.

    Y yo le grito a Helen que lo coja.

    En el momento en que Mona queda libre, Helen y yo retrocedemos. Helen agarrando el libro, yo mirando a ver si hay alguien cerca.

    Con los puños cerrados, Mona se nos acerca, con el pelo rojo y negro colgando sobre la cara. Tiene las cadenas plateadas y los amuletos enredados en el pelo. El vestido de color naranja retorcido sobre el cuerpo, el cuello del vestido torcido a un lado de forma que se le ve el hombro desnudo. Se le han caído las sandalias al sacudir los pies, de forma que está descalza. Sus ojos bajo la maraña oscura de su pelo, sus ojos reflejan las luces de la feria, los gritos a lo lejos podrían ser los ecos de sus gritos sonando una y otra vez, eternamente.

    Su aspecto es perverso. Una bruja perversa. Una hechicera. Retorcida. Ya no es mi hija. Ahora es alguien a quien nunca podría entender. Una extraña.

    Y ella dice entre dientes:

    —Podría mataros. Podría hacerlo.

    Yo me peino con los dedos. Me estiro la corbata y me aliso la pechera de la camisa. Y cuento uno, cuento dos, cuento tres, y le digo que no, pero que nosotros podemos matarla a ella. Le digo que le debe una disculpa a la señora Boyle.

    Esto es lo que te venden como amor severo.

    Helen está de pie, sosteniendo el libro en sus manos enfundadas en guantes blancos, mirando a Mona.

    Mona no dice nada.

    El humo de los generadores de diésel, los gritos y la música rock y las luces de colores, todo contribuye a llenar el silencio. Las estrellas del cielo nocturno no dicen nada.

    Helen se gira en mi dirección y dice:

    —Estoy bien. Vámonos de aquí.

    Saca las llaves de su coche y me las da. Helen y yo damos media vuelta y echamos a andar. Pero yo miro atrás y veo a Mona riendo tapándose la boca con las manos.

    Se está riendo.

    Mona deja de reír cuando yo la veo, pero su sonrisa sigue ahí.

    Y le digo que se borre esa sonrisita de la cara. Le pregunto qué demonios es lo que le hace sonreír.


    35


    Yo estoy al volante, Mona va en el asiento de atrás con los brazos cruzados. Helen va en el asiento del pasajero a mi lado, con el grimorio abierto sobre el regazo, pasando las páginas contra su ventanilla para poder verlas al trasluz. En el asiento delantero entre nosotros, su teléfono móvil está sonando.

    En casa, dice Helen, todavía tiene todos los libros de referencia de la casa de Basil Frankie. Incluyendo diccionarios bilingües de griego, latín y sánscrito. Hay libros sobre escritura cuneiforme antigua. Todas las lenguas muertas. En alguno de esos libros habrá algo para traducir el grimorio. Usando el hechizo sacrificial como una especie de clave, como piedra Rosetta, podrá traducirlos todos.

    Y el teléfono móvil de Helen suena.

    En el retrovisor, Mona se hurga la nariz y aplasta la pelotilla sobre la pernera de sus vaqueros hasta convertirla en una bola dura y oscura. Levanta la vista de su regazo, con los ojos en blanco, despacio, hasta mirar la nuca de Helen.

    El teléfono móvil de Helen suena.

    Y Mona tira la pelotilla a la parte trasera del pelo rosa de Helen.

    Y el teléfono móvil de Helen suena. Sin dejar de mirar el grimorio, Helen empuja el teléfono sobre el asiento hasta que me da contra el muslo y dice:

    —Diles que estoy ocupada.

    Podría ser el Departamento de Estado con su próximo encargo. Podría ser algún otro gobierno, alguna otra intriga que llevar a cabo. Un magnate de la droga al que liquidar. O un criminal profesional al que retirar de circulación.

    Mona abre su Libro Espejo de brocado verde, su diario de bruja, en el regazo, y empieza a escribir en él con rotuladores de colores.

    Hay una mujer al teléfono.

    Es una dienta, le digo a Helen. Sostengo el teléfono contra el pecho y le digo que la mujer dice que anoche le cayó una cabeza cortada por la escalera principal.

    Sin dejar de leer el grimorio, Helen dice:

    —Debe de ser la casa estilo colonial holandés de cinco dormitorios de Feeney Drive. —Y dice—: ¿Desapareció antes de aterrizar en el vestíbulo?

    Lo pregunto.

    Le digo a Helen que sí, que desapareció en mitad de la escalera. Que era una cabeza sanguinolenta y asquerosa con una sonrisa burlona.

    La mujer dice algo al teléfono.

    Y con los dientes rotos, le digo. Parece muy preocupada.

    Mona está escribiendo con tanta fuerza que los rotuladores de colores chirrían sobre el papel.

    Y sin dejar de leer el grimorio, Helen dice:

    —Ha desaparecido. Fin del problema.

    La mujer al teléfono dice que sucede todas las noches.

    —Pues que llame a un exterminador —dice Helen. Mira otra página al trasluz y dice—: Dile que no estoy.

    El dibujo que está haciendo Mona en su Libro Espejo representa a un hombre y una mujer alcanzados por un relámpago, luego atropellados por un tanque, luego desangrándose por los ojos. Se les salen los sesos por las orejas. La mujer lleva un traje a medida y un montón de joyas. El hombre, corbata azul.

    Yo cuento uno, cuento dos, cuento tres...

    Mona coge al hombre y a la mujer y los rompe en pedacitos.

    El teléfono vuelve a sonar y lo cojo.

    Sostengo el teléfono contra el pecho y le digo a Helen que es un tipo. Que dice que de su ducha sale sangre.

    Sosteniendo el grimorio contra la ventanilla, Helen dice:

    —Es la casa de seis dormitorios de Pender Court.

    Y Mona dice:

    —De Pender Place. La de Pender Court tiene la mano cortada que sale a rastras del depósito de la basura.

    Abre un poco la ventanilla y empieza a tirar al hombre y a la mujer hechos pedacitos por la obertura.

    —Tú hablas de la mano cortada de Palm Corners —dice Helen—. Pender Place tiene el dóberman fantasma que muerde.

    Le pido al hombre del teléfono que por favor espere. Pulso el botón rojo de espera.

    Mona pone los ojos en blanco.

    —El fantasma que muerde está en la casa española frente a Millstone Boulevard.

    Empieza a escribir algo con un rotulador rojo, a escribir de forma que las palabras van en espiral desde el centro de la página.

    Y yo cuento nueve, cuento diez, cuento once...

    Helen mira con los ojos entornados las líneas de escritura apenas visible de la página que está mirando al trasluz y dice:

    —Diles que me he retirado del negocio inmobiliario. —Pasa el dedo por debajo de cada palabra apenas visible y dice—: La gente de Pender Court tiene hijos adolescentes, ¿verdad?

    Lo pregunto y el hombre del teléfono dice que sí.

    Y Helen se gira hacia el asiento de atrás donde Mona está tirando otra pelotilla y dice:

    —Entonces diles que una bañera llena de sangre humana es el menor de sus problemas.

    Le digo que por qué no nos limitamos a seguir nuestro camino. Podemos pasar por unas cuantas bibliotecas más. Ver lugares pintorescos. Tal vez otra feria. Un monumento nacional. Podemos reírnos un rato, relajarnos. Antes éramos una familia, podemos volver a serlo. Todavía nos queremos, hablando hipotéticamente. Les pregunto qué les parece la idea.

    Mona se inclina hacia delante y me arranca unos cuantos pelos de la cabeza. Se inclina otra vez y arranca unos pelos de color rosa de Helen.

    Y Helen se echa sobre el grimorio y dice:

    —Mona, me has hecho daño.

    En mi familia, les digo, mis padres y yo podíamos solucionar casi cualquier disputa con una buena partida de parchís.

    Mona mete los mechones castaños y rosados dentro de la página escrita en espiral.

    Y yo le digo a Mona que no quiero que cometa los mismos errores que cometí yo. La miro por el retrovisor y le digo que cuando yo tenía su edad dejé de hablar con mis padres. Y que apenas he hablado con ellos en veinte años.

    Y Mona clava un imperdible de bebé en la página doblada con nuestro cabello dentro.

    El teléfono de Helen suena y esta vez es un hombre. Un joven.

    Es Ostra. Y antes de que pueda colgar, dice:

    —Eh, papi. Asegúrese de leer el periódico de mañana. —Y dice—: He puesto una pequeña sorpresa para usted.

    Y dice:

    —Ahora, déjeme hablar con Zarzamora.

    Le digo que se llama Mona. Mona Sabbat.

    —Se llama Mona Steinner —dice Helen, sosteniendo una página del grimorio al trasluz, intentando leer la escritura secreta.

    Y Mona dice:

    —¿Es Ostra?

    Desde el asiento de atrás, extiende los brazos a ambos lados de mi cabeza intentando agarrar el teléfono y dice:

    —Déjeme hablar. —Y grita—: ¡Ostra! ¡Ostra, tienen el grimorio!

    Yo intento no perder el control del coche, que está haciendo eses por la autopista, y cierro el teléfono.


    36


    En lugar de la mancha del techo de mi apartamento, hay una zona enorme pintada de blanco. Pegada a mi puerta con una chincheta hay una nota del casero. En lugar de ruido hay un silencio total. La alfombra cruje por todos los trocitos de plástico, las puertas rotas y los arbotantes. Se oyen zumbar los filamentos de todas las bombillas. Se oye el tictac de mi reloj de pulsera.

    En mi nevera se ha agriado la leche. Tanto dolor y sufrimiento para nada. El queso está hinchado y azul por el moho. Un paquete de hamburguesas se ha vuelto gris dentro de su envoltorio de plástico. Los huevos tienen buen aspecto, pero no están buenos, no pueden estarlo después de tanto tiempo. Todo el esfuerzo y la tristeza que culminaron en esta comida se va a ir a la basura. Las contribuciones de todas las tristes vacas y terneras se van al garete.

    La nota de mi casero dice que la zona blanca del techo es una capa de imprimación. Que cuando se seque pintarán todo el techo. La calefacción está al máximo para secar más deprisa la capa de imprimación. La mitad del agua del retrete se ha evaporado. Las plantas están secas como el papel. El sifón de debajo del fregadero está medio vacío y se ha condensado gas de las cloacas. Mi viejo estilo de vida, todo lo que llamo mi casa, huele a mierda.

    La capa de imprimación es para evitar que siga filtrándose por el techo lo que queda de mi vecino de arriba.

    Fuera, en el mundo, sigue habiendo treinta y nueve ejemplares del libro de poemas sin destruir. En bibliotecas, en librerías, en casas. Unas docenas más o menos, no lo sé.

    Hoy Helen ha ido a su despacho. Allí es donde la he dejado, sentada a su mesa con diccionarios abiertos por todas partes, diccionarios de griego, de latín y de sánscrito, diccionarios bilingües. Tiene un frasco de tintura de yodo y está usando un algodoncito para frotar la escritura y volver rojas las palabras invisibles.

    Usando algodoncitos, Helen está frotando el jugo de una col roja sobre otras palabras para volverlas de color púrpura.

    Al lado de los frasquitos y de los algodoncitos y de los diccionarios hay una lámpara con mango. Un cable une la lámpara a un enchufe en la pared.

    —Un fluoroscopio —dice Helen—, Alquilado. —Enciende un interruptor que hay al lado y sostiene la luz sobre el grimorio, pasando las páginas hasta que una de ellas aparece llena de palabras de color rosa resplandeciente—. Esta está escrita con semen.

    La caligrafía es distinta para cada conjuro.

    Sentada a su mesa en el vestíbulo, Mona no ha dicho una palabra amable desde la feria. El escáner de la policía va diciendo un código de emergencia detrás de otro.

    Helen llama a Mona:

    —¿Qué palabra puede usarse para decir «demonio»?

    Y Mona dice:

    —Helen Hoover Boyle.

    Helen me mira y dice:

    —¿Has visto el periódico de hoy?

    Aparta unos cuantos libros y debajo aparece un periódico. Lo hojea y en la última página de la primera sección hay un anuncio a página completa. La primera línea dice:

    ATENCIÓN, ¿HA VISTO A ESTE HOMBRE?


    La mayor parte de la página está ocupada por una foto vieja de mí, una foto de mi boda, conmigo y Gina sonriendo hace veinte años. Tiene que haberla sacado de nuestro viejo anuncio de boda en alguna vieja edición de sábado. Nuestra declaración pública de compromiso y de amor mutuo. Nuestro juramento. Nuestros votos. El viejo poder de las palabras. Hasta que la muerte nos separe.

    Debajo, el texto del anuncio dice:

    «La policía está buscando actualmente a este hombre para interrogarlo en relación con varias muertes recientes. Tiene cuarenta años, mide metro ochenta, pesa unos ochenta y cinco kilos y tiene el pelo castaño y los ojos verdes. No va armado pero debe ser considerado peligrosísimo».


    El hombre de la foto es tan joven e inocente. No soy yo. La mujer está muerta. Las dos personas de la foto son fantasmas.

    Debajo de la foto dice:

    «Ahora se hace llamar Carl Streator. A menudo lleva corbata azul.»


    Debajo, dice:

    «Si conoce su paradero, por favor, llame al 911 y pregunte por la policía.»


    No sé si el anuncio lo ha puesto Ostra o la policía.

    Helen y yo estamos aquí, mirando la foto, y Helen dice:

    —Tu mujer era muy guapa.

    Y yo le digo que sí, que lo era.

    Los dedos de Helen, su traje amarillo, su escritorio de anticuario labrado y barnizado, todo está manchado y emborronado de rojo y de púrpura por la tintura de yodo y el agua de col. Las manchas huelen a amoníaco y a vinagre. Sostiene el fluoroscopio sobre el libro y lee las poluciones de la Antigüedad.

    —Aquí tengo un conjuro de vuelo —dice—, Y uno de estos podría ser un conjuro de amor. —Pasa las hojas y cada página huele a pedo de col o a amoníaco de orina—. El conjuro sacrificial —dice—. Es este de aquí. En zulú antiguo.

    En el vestíbulo, Mona está hablando por teléfono.

    Helen me coge del brazo y me aparta, me aparta a un paso de su mesa y dice:

    —Mira esto. —Y se queda ahí, con las dos manos apoyadas en las sienes y los ojos cerrados.

    Le pregunto qué se supone que tiene que pasar.

    Mona cuelga el teléfono en el vestíbulo.

    El grimorio abierto sobre el escritorio de Helen cambia de posición. Se levanta una esquina, luego la otra esquina. Empieza cerrándose solo, luego se abre, se cierra y se abre, cada vez más deprisa hasta que se eleva sobre la mesa. Con los ojos cerrados, los labios de Helen articulan palabras en silencio. Meciéndose y aleteando, el libro es un estornino negro brillando, suspendido cerca del techo.

    Y el escáner de la policía dice:

    —Unidad diecisiete. —Y dice—: Por favor, acuda al cinco mil seiscientos ochenta de Weeden Avenue, Northeast, a la Agencia Inmobiliaria Helen Boyle, y detenga a un hombre adulto para interrogarlo...

    El grimorio golpea la mesa con un ruido brusco. Salen tintura de yodo, amoníaco, vinagre y jugo de col despedidos por todas partes. Caen papeles y libro por el suelo.

    Helen grita:

    —¡Mona!

    Yo le digo que no la mate, que por favor no la mate.

    Helen me agarra la mano con la mano manchada y dice:

    —Creo que es mejor que te vayas de aquí. —Y dice—: ¿Recuerdas dónde nos vimos por primera vez? —Me dice en susurros—: Reúnete ahí conmigo esta noche.

    En mi apartamento, toda la cinta de mi contestador está gastada. En mi buzón, las facturas están tan apretadas que tengo que sacarlas con un cuchillo para la mantequilla.

    Sobre la mesa de la cocina hay un centro comercial a medio construir. Incluso sin la foto de la caja, se nota lo que es porque están ya construidos los aparcamientos. Las paredes están en su sitio. Las ventanas y las puertas colocadas a un lado, con los cristales ya puestos. Los paneles del techo y los sistemas de calefacción y refrigeración siguen en la caja. Los jardines están en una bolsa de plástico sin abrir.

    No se oye nada a través de las paredes del apartamento. A nadie. Después de semanas en la carretera con Helen y Mona, me había olvidado de lo precioso que es el silencio.

    Enciendo la televisión. Están poniendo una comedia en blanco y negro sobre un hombre que vuelve de entre los muertos convertido en muía. Se supone que tiene algo que enseñar a alguien. Para salvar su propia alma. El espíritu de un hombre ocupando el cuerpo de una muía.

    Mi busca suena otra vez, la policía, mis salvadores, azuzándome hacia la salvación.

    La policía o el encargado, este sitio debe de haber estado sometido a alguna clase de vigilancia.

    En el suelo, esparcidos por todo el suelo, hay los fragmentos destrozados de un aserradero. Hay las ruinas hechas añicos de una estación de trenes salpicadas de sangre seca. A su alrededor, el edificio de una clínica dental hecho un millón de pedazos. Y un hangar de aviones, aplastado. Y una terminal de ferrys, hecha polvo. Todas las ruinas ensangrentadas y los artefactos que me costaron tanto trabajo montar, todo esparcido y crujiendo bajo mis zapatos. Lo que queda de mi vida normal.

    Enciendo el radiorreloj que hay junto a la cama. Sentado con las piernas cruzadas en el suelo, extiendo un brazo y reúno todos los restos de gasolineras y depósitos de cadáveres y puestos de hamburguesas y monasterios españoles. Amontono los pedazos cubiertos de sangre y de polvo y en la radio suena una orquesta de swing. En la radio suena música folk celta y rap del gueto y música india de sitar. Amontonadas delante de mí hay partes de sanatorios y de estudios de cine, montacargas para grano y refinerías de petróleo. En la radio suena música trance, reggae y valses. Hay montones de partes de catedrales y cárceles y barracones del ejército.

    Con el pincelito y el pegamento, junto chimeneas y claraboyas y cúpulas geodésicas y minaretes. Acueductos románicos unidos a buhardillas art déco unidas a fumaderos de opio unidas a tabernas del Salvaje Oeste unidas a montañas rusas unidas a bibliotecas de pueblo unidas a casas de urbanización unidas a salas de conferencias de universidades.

    Después de semanas en la carretera con Mona y Helen, me había olvidado de lo importante que era la perfección.

    En mi ordenador, hay un borrador del artículo sobre la muerte en la cuna. El último capítulo. Es la clase de historia que todos los padres y abuelos tienen demasiado miedo para leer y demasiado miedo para no leer. La verdad es que no hay información nueva. La idea era mostrar cómo la gente sale adelante. Cómo la gente sigue con sus vidas. Podemos mostrar el pozo interior profundo de fuerza y de compasión que toda esa gente descubre. Ese es el enfoque.

    Lo único que sabemos sobre la muerte súbita infantil es que no hay elementos recurrentes. Un bebé puede morir en brazos de su madre.

    El artículo está sin terminar.

    La mejor manera de echar a perder tu vida es tomar notas. La forma más fácil de evitar vivir es limitarte a mirar. Buscar detalles. Informar. No participar. Dejar que el Gran Hermano cante y baile para ti. Ser un reportero. Ser un buen testigo. Un miembro agradecido del público.

    En la radio, los valses se unen al punk que se une al rock que se une al rap que se une a los cantos gregorianos que se une a la música de cámara. En la televisión alguien está enseñando cómo cocer salmón a fuego lento. Alguien está demostrando por qué se hundió el Bismarck.

    Uno con pegamento ventanas en saliente y bóvedas de arista y bóvedas de cañón y arquitrabes georgianos y escalinatas y ventanas en triforio y suelos de mosaico y muros de cerramiento de acero y tejados a dos aguas con las vigas al descubierto y pilastras jónicas.

    En la radio suena música de percusión africana y canciones de amor francesas, todo mezclado. En el suelo delante de mí hay pagodas chinas y haciendas mexicanas y casas coloniales de Cape Cod, todo combinado. En la televisión, un golfista golpea la bola. Una mujer gana diez mil dólares por saberse la primera línea de la Declaración de Gettysburg.

    La primera casa que monté era una casa de cuatro pisos con mansarda y dos escalinatas, una delantera para uso de la familia y otra trasera para el servicio. Tenía lámparas de araña metálicas y de cristal que se conectaban con bombillitas. Tenía un suelo de parquet en el comedor que tardé seis semanas en cortar y pegar pieza a pieza. Tenía un techo en la sala de música donde mi mujer, Gina, pintó nubes y ángeles, noche tras noche, quedándose despierta hasta tarde. Tenía una chimenea en el comedor con un fuego que hice con cristal tallado y una lucecita parpadeante detrás. Montamos la mesa con platitos diminutos y Gina se quedó hasta tarde por las noches, pintando risas en los bordes de cada plato. Estar juntos, aquellas noches, sin televisión ni radio, con Katrin durmiendo, parecía tan importante por entonces. Eran las dos personas de la foto de bodas. La casa era el regalo del segundo cumpleaños de Katrin. Todo tenía que ser perfecto. Tenía que ser algo que demostrara nuestra inteligencia y nuestro talento. Una obra maestra que nos sobreviviera.

    El olor a naranjas con gasolina del pegamento se mezcla con el olor a mierda. En el pegamento que tengo en los dedos de las manos hay ventanales y porches y aparatos de aire acondicionado. Hay torniquetes pegados a mi camisa y escaleras mecánicas y árboles, y enciendo la radio.

    Tanto trabajo y amor y esfuerzo y tiempo, mi vida, todo echado a perder. Todo lo que confiaba en que me sobreviviría lo he destruido.

    Aquella tarde en que regresé a casa del trabajo y las encontré, dejé la comida en la nevera. Dejé la ropa en el armario. La tarde en que volví a casa y descubrí lo que había hecho, aquella tarde destruí mi primera casa. Una heredad sin heredero. Las lamparitas de araña y el fuego de cristal y los platitos. Fui dejando un rastro de puertecitas y estanterías y sillas y ventanas y sangre, pegadas a mis zapatos, hasta el aeropuerto.

    Allí terminó mi rastro.

    Y aquí sentado, se me han acabado las piezas. Las paredes y los techos y las barandillas. Y lo que hay pegado en el suelo delante de mí es un puñetero desastre. No es perfecto ni está entero, pero es lo que he hecho con mi vida. Correcto o no, no sigue ningún plan maestro.

    Lo único que se puede hacer es esperar que aparezcan detalles recurrentes, y a veces nunca aparecen.

    Con todo, aunque se tenga un plan, solamente se puede conseguir lo mejor que uno imagina. Y siempre esperé algo mejor que eso.

    En la radio suena una ráfaga de cuernos, el pitido de un teletipo, y una voz de hombre dice que han encontrado a otra modelo muerta. La televisión muestra una foto de ella sonriendo. Han detenido a otro novio sospechoso. Otra autopsia muestra señales de relaciones sexuales post mórtem.

    Mi busca empieza a sonar otra vez. El número de mi busca es mi nuevo salvador.

    Con las manos atiborradas de persianas y puertas, recojo el teléfono. Con los dedos llenos de tuberías y canalones, marco un número que no puedo olvidar.

    Un hombre contesta.

    Y yo digo: Papá. Le digo: Soy yo, papá.

    Le cuento dónde estoy viviendo. Le digo el nombre que uso ahora. Le digo dónde trabajo. Le digo que sé lo que parece, por la forma en que murieron Gina y Katrin, pero que yo no lo hice. Que simplemente me escapé.

    Me dice que ya lo sabe. Que ha visto la foto de boda en el periódico de hoy. Que sabe quién soy ahora.

    Hace un par de semanas, pasé con el coche por delante de su casa. Le digo que lo vi a él y a mamá trabajando en el jardín. Yo estaba aparcado en la misma calle, debajo de un cerezo en flor. Mi coche, el coche de Helen, cubierto de pétalos de color rosa. Le digo que tanto él como mamá tenían buen aspecto.

    Le digo que yo también lo he echado de menos. Que yo también le quiero. Le digo que estoy bien.

    Le digo que no sé qué hacer. Pero le digo que todo va a ir bien.

    Después, me quedo escuchando. Espero a que termine de llorar para decir que lo siento.


    37


    Gartoller Estate bajo la luz de la luna, una casa estilo georgiano de ocho dormitorios con siete cuartos de baño y cuatro chimeneas, está toda vacía y blanca. Cada paso por los suelos pulidos arranca ecos. La casa está a oscuras sin lámparas. Está fría sin muebles o alfombras.

    —Aquí —dice Helen—, Podemos hacerlo aquí, donde nadie nos vea. —Pulsa un interruptor a la entrada de una habitación.

    El techo es tan alto que podría ser el cielo. La luz de una araña en lo alto, del tamaño de un globo atmosférico de cristal, convierte las ventanas altas en espejos. La luz proyecta nuestras sombras a nuestras espaldas sobre el suelo de madera. Es el salón de baile de ciento cincuenta metros cuadrados.

    Me he quedado sin trabajo. La policía me busca. Mi apartamento apesta. Mi foto está a página entera en el periódico. Me he pasado el día escondido en los matorrales junto a la puerta principal, esperando a que cayera la noche. A que Helen Hoover Boyle me dijera qué era lo que tenía en la cabeza.

    Lleva el grimorio debajo del brazo. Con las páginas manchadas de púrpura y de rosa. Lo abre en las manos y me enseña un conjuro, las palabras inglesas escritas en tinta negra debajo del galimatías extranjero del original.

    —Dilo —dice ella.

    ¿El conjuro?

    —Léelo en voz alta.

    Y le pregunto qué efecto tiene.

    Y Helen dice:

    —Tú mira la lámpara de araña.

    Empieza a leerlo, en tono apagado y monótono, como si estuviera contando, como si fueran números. Empieza a leer y su bolso se eleva desde donde cuelga a la altura de su cintura y empieza a flotar. Su bolso flota hacia arriba hasta quedar sujeto a ella por la correa del asa, flotando sobre su cabeza como si fuera un globo rojo.

    Helen continúa leyendo y mi corbata empieza a flotar delante de mí. Se eleva como una serpiente saliendo de una cesta y me acaricia la nariz. El dobladillo de la falda de Helen empieza a subir y ella se lo agarra y lo mantiene quieto, con una mano, entre las piernas. Sigue leyendo y los cordones de mis zapatos bailan en el aire. Sus pendientes, de perlas y esmeraldas, flotan junto a sus oídos. Su collar de perlas flota frente a su cara. Flota sobre su cabeza, como un halo de perlas.

    Helen levanta la vista para mirarme y sigue leyendo.

    Mi chaqueta deportiva flota por debajo de mis brazos. Helen se está volviendo más alta. Sus ojos están al nivel de mis ojos. Luego la miro desde abajo. Sus pies flotan, con los dedos hacia abajo, suspendidos sobre el suelo. Un zapato amarillo se le cae, luego el otro, y chocan contra el suelo.

    Con la voz todavía monótona y sin inflexiones, Helen me mira y sonríe.

    Luego uno de mis pies no toca el suelo. Mi otro pie pierde contacto y doy una patada de la forma en que lo hace uno cuando está en aguas profundas, intentando encontrar el fondo de la piscina. Extiendo los brazos para agarrarme a algo. Doy una patada y los pies me salen despedidos hacia atrás hasta que estoy mirando boca abajo al suelo del salón de baile debajo de nosotros, a un metro, uno y medio, dos metros debajo de mí. Mi sombra y yo nos vamos separando cada vez más.

    Helen dice:

    —Cuidado, Carl.

    Y algo frío y quebradizo me rodea. Piezas afiladas de algo flojo me envuelven el cuello y se me enganchan en el pelo.

    —Es la lámpara de araña, Carl —dice Helen—, Ten cuidado.

    Con el culo enterrado en medio de las cuentas y los fragmentos de cristal, quedo envuelto en un pulpo tembloroso y tintineante. En los brazos fríos de cristal y las velas falsas. Con los brazos y piernas enredados en las tiras colgantes de cadenas de cristal. En las pesas de cristal polvoriento. En las telarañas y las arañas muertas. Una bombilla caliente me quema a través de la manga. A esta altura del suelo, me entra el pánico y me agarro de un brazo de cristal que cae en picado, y todo el enredo destellante se balancea y tiembla, haciendo un ruido de campanillas. Piezas brillantes caen al suelo con ruido de cristales. Todo el armatoste conmigo dentro se balancea de un lado para otro.

    Y Helen dice:

    —Para. Te lo vas a cargar.

    Luego está a mi lado, flotando justo detrás de una cortina resplandeciente de cuentas de cristal. Sus labios articulan palabras en silencio. Las uñas de color rosa de Helen apartan las cuentas y aparece sonriente. Me dice:

    —Primero vamos a ponerte en la dirección correcta.

    Ya no lleva el libro, aparta la lámpara a un lado y avanza nadando en mi dirección.

    Yo estoy agarrado a un brazo de la araña con las dos manos. El millón de piececitas parpadeantes se estremecen con cada latido de mi corazón.

    —Imagínate que estás bajo el agua —dice, y me desata el zapato. Me lo quita del pie y lo deja caer. Con las manos manchadas, me quita el otro zapato y el primero golpea el suelo con estrépito—. Ven —dice, y me pasa los brazos por debajo de los míos—. Quítate la chaqueta.

    Deja caer mi chaqueta fuera de la lámpara. Luego mi corbata. Se quita su chaqueta y la deja caer. A nuestro alrededor, la lámpara es un millón de arco iris destellantes de cristal emplomado. Recalentados por un centenar de bombillas diminutas. El olor a polvo quemado de todas esas bombillas calientes. Todo centelleando y temblando, y nosotros flotando en su centro vacío.

    Estamos flotando en medio de nada más que luz y calor.

    Helen articula sus palabras en silencio y mi corazón se siente lleno de agua caliente.

    Los pendientes de Helen y todas sus joyas brillan intensamente. Lo único que se oye es el campanilleo a nuestro alrededor. Nos balanceamos cada vez más y empiezo a soltarme. Un millón de estrellas tintineantes nos rodean, así es como se debe de sentir Dios.

    Y esta es mi vida también.

    Le digo que necesito un sitio donde quedarme. Donde esconderme de la policía. No sé qué hacer ahora.

    Helen me tiende su mano y me dice:

    —Ten.

    Yo se la cojo. Y ella no la suelta. Y nos besamos. Y es agradable.

    Y Helen dice:

    —Por ahora, puedes quedarte aquí. —Golpea con una uña de color rosa una bola de cristal reluciente, tallada y esculpida para proyectar la luz en mil direcciones distintas. Y dice—: A partir de ahora podemos hacer lo que queramos. —Y dice—: Lo que sea.

    Nos besamos y me quita los calcetines con los dedos de los pies. Nos besamos y le desabrocho los botones de la parte de atrás de la blusa. Mis calcetines, su blusa, mi camisa, sus medias. Algunas cosas caen al suelo lejano. Otras se enredan y se quedan colgando de la parte inferior de la lámpara.

    Mi pie infectado e hinchado, las costras de las rodillas de Helen causadas por el ataque de Ostra, no hay forma de esconder estas cosas el uno del otro.

    Ya hace veinte años, pero aquí estoy, en un sitio donde nunca soñé que volvería a estar, y le digo que me estoy enamorando.

    Y Helen, cálida y brillando en este centro de luz, sonríe, echa la cabeza atrás y dice:

    —Esa es la idea.

    Estoy enamorado de ella. Enamorado. De Helen Hoover Boyle.

    Mis pantalones y su falda caen revoloteando al montón, los cristales caídos, nuestros zapatos, todo está en el suelo con el grimorio.


    38


    Las puertas de las oficinas de la Inmobiliaria Helen Boyle están cerradas, y cuando llamo, Mona grita a través del cristal:

    —No está abierto.

    Y yo grito que no soy un cliente.

    Dentro, la encuentro sentada ante su ordenador, tecleando algo. Cada dos golpes a las teclas, Mona levanta la vista del teclado a la pantalla. En letras enormes en lo alto de la pantalla pone: «Currículum vitae».

    El escáner de la policía emite un código nueve-doce.

    Sin dejar de teclear, Mona dice:

    —No sé por qué no debería denunciarlo a usted por agresión.

    Tal vez porque Helen y yo le importamos, le digo.

    Y Mona dice:

    —No, no es por eso.

    Tal vez no va a tocar el silbato porque todavía quiere el grimorio.

    Y Mona no dice nada. Se gira en su silla y se levanta un lado de su blusa de campesina. La piel sobre sus costillas está llena de manchas purpúreas.

    Amor severo.

    A través de la puerta del despacho de Helen, Helen grita:

    —Dime un sinónimo de «atormentado».

    Tiene la mesa cubierta de libros abiertos. Debajo de la mesa lleva un zapato de color rosa y otro amarillo.

    El sofá de seda rosa, el escritorio labrado Luis XIV de Mona, la mesa de sofá con patas de león, todo está cubierto de polvo. Los ramos de flores están marchitos y marrones y el agua está negra y apesta.

    El escáner de la policía emite un código tres-once.

    Le digo que lo siento. Que no estuvo bien agarrarla. Me pellizco la raya de las perneras de los pantalones y me las levanto para enseñarle los moretones purpúreos en mis tobillos.

    —Eso es distinto —dice Mona—, Me estaba defendiendo.

    Doy un par de patadas en el suelo y le digo que mi infección está mucho mejor. Le doy las gracias.

    Y Helen grita:

    —¡Mona! Dime un sinónimo de «masacrado».

    Mona dice:

    —Cuando salga, tenemos que hablar un momento.

    En el despacho, Helen está inclinada sobre un libro abierto. Es un diccionario de hebreo. Al lado hay una guía de latín clásico. Debajo un libro sobre arameo. Al lado hay una copia desplegada del conjuro sacrificial. La papelera junto a la mesa está llena de tazas de café de papel.

    Le digo: Hey.

    Y Helen levanta la vista. Tiene una mancha de café en la solapa verde. El grimorio está abierto al lado del diccionario de hebreo. Y Helen parpadea una vez, dos veces, tres veces, y dice:

    —Señor Streator.

    Le pregunto si le gustaría que comiéramos juntos. Todavía necesito ir a por John Nash, enfrentarme a él. Esperaba que ella me proporcionara algo para darme ventaja. Quizá un hechizo de invisibilidad. O uno de control mental. Tal vez algo que no me obligue a matarlo. Doy la vuelta a la mesa para ver qué está traduciendo.

    Y Helen pone una hoja de papel encima del grimorio y dice:

    —Hoy estoy un poco ocupada. —Con el bolígrafo en una mano, espera. Con la otra cierra el diccionario. Dice—: ¿No deberías estar escondiéndote de la policía?

    Le digo si quiere ir a ver una película.

    Y ella dice:

    —Este fin de semana, no.

    Le pregunto si quiere que compre entradas para la orquesta sinfónica.

    Y Helen agita una mano entre ambos y dice:

    —Haz lo que quieras.

    Le digo que genial. Que ya tenemos una cita.

    Helen se pone el bolígrafo en el pelo de color rosa detrás de la oreja. Abre otro libro y lo coloca encima del libro de hebreo. Con un dedo marcando la página del diccionario, Helen levanta la vista y dice:

    —No es que no me gustes. Es solamente que estoy muy, pero muy ocupada.

    Un nombre asoma de una punta del grimorio abierto. Escrito en el margen de una página está el nombre de hoy, el objetivo del asesinato de hoy. El nombre es Carl Streator.

    Helen cierra el grimorio y dice:

    —Ya me entiendes.

    El escáner de la policía emite un código siete-dos.

    Le pregunto si va a venir a verme esta noche a Gartoller Estate. De pie en el umbral de su despacho, le digo que no puedo esperar a estar de nuevo con ella. Que la necesito.

    Y Helen sonríe y dice:

    —Esa es la idea.

    En el vestíbulo, Mona me agarra de la muñeca. Coge su bolso, se cuelga la correa del hombro y grita:

    —Helen, me voy a comer. —Y a mí me dice—: Tenemos que hablar, pero fuera.

    Abre con su llave la puerta para dejarnos salir.

    En el aparcamiento, de pie al lado de mi coche, Mona niega con la cabeza y dice:

    —No tiene usted ni idea de lo que está pasando, ¿verdad?

    Que estoy enamorado. Qué pasa con eso.

    —¿De Helen? —dice. Me chasquea los dedos delante de la cara y dice—: No está enamorado. —Suspira y dice—: ¿Ha oído hablar alguna vez de los conjuros de amor?

    Por alguna razón, me viene a la cabeza Nash follándose a mujeres muertas.

    —Helen ha encontrado un hechizo para atraparlo a usted —dice Mona—, Está usted en su poder. En realidad no la quiere.

    ¿No?

    Mona me mira fijamente a los ojos y dice:

    —¿Cuándo fue la última vez que pensó usted en quemar el grimorio? —Señala al suelo y dice—: ¿Es esto lo que llama amor? Solamente es la forma que tiene ella de dominarlo a usted.

    Un coche se detiene a nuestro lado y aparca. Dentro va Ostra. Se aparta el pelo de los ojos de una sacudida y se queda sentado tras el volante, mirándonos. Con el pelo rubio desgreñado en todas direcciones. Dos líneas profundas y paralelas, las cicatrices de los cortes, le recorren ambas mejillas. Como pinturas de guerra de color rojo oscuro.

    Le suena el teléfono móvil y Ostra lo contesta:

    —Despacho de abogados Doland, Dimms y Dorn.

    La gran caza del poder.

    Pero es que quiero a Helen.

    —No —dice Mona. Mira a Ostra—, Solamente cree que la quiere. Ella lo ha engañado.

    Pero es amor.

    —Hace mucho más tiempo que conozco a Helen —dice Mona. Se cruza de brazos y se mira el reloj de pulsera—. No es amor. Es un conjuro dulce y hermoso, pero ella lo ha convertido en su esclavo.


    39


    Los expertos en cultura griega antigua dicen que la gente de aquella época no creía que sus pensamientos les pertenecieran. Cuando tenían una idea, pensaban que un dios o una diosa les estaba dando una orden. Que Apolo les estaba diciendo que fueran valientes.

    Que Atenea les estaba diciendo que se enamoraran.

    Ahora la gente oye un anuncio de patatas fritas con sabor a crema agria y salen corriendo a comprar.

    Entre la televisión y la radio y los conjuros mágicos de Helen Hoover Boyle, ya no sé qué es lo que quiero. Ni siquiera sé si creo en mí mismo.

    Esta noche, Helen nos lleva en coche a la tienda de antigüedades, al enorme almacén donde ya ha mutilado tantos muebles. Está cerrado y a oscuras, pero ella aprieta la cerradura con la mano y recita un poema breve y la puerta se abre. No suena ninguna alarma antirrobo. Nada. Estamos deambulando en las profundidades del laberinto de muebles, con las lámparas de araña oscuras y desenchufadas suspendidas encima de nosotros. La luz de la luna entra por las claraboyas.

    —¿Ves qué fácil? —dice Helen—, Podemos hacer lo que sea.

    No, le digo, ella puede hacer lo que sea.

    Helen dice:

    —¿Todavía me quieres?

    Si ella quiere. No sé. Si ella lo dice.

    Helen levanta la vista hacia las arañas, esas jaulas colgantes de cristal y de color dorado, y dice:

    —¿Tienes tiempo para un polvete?

    Y le digo que tampoco es que tenga opción.

    No conozco la diferencia entre lo que quiero y lo que me han entrenado para querer.

    No puedo decir lo que realmente quiero y lo que me han engañado para que quiera.

    Estoy hablando de libre albedrío. ¿Lo tenemos, o acaso Dios dicta y escribe todo lo que hacemos y decimos y queremos? ¿Tenemos libre albedrío o bien los medios de comunicación de masas y nuestra cultura nos controlan, controlan nuestros deseos y acciones, desde el momento en que nacemos? ¿Lo tengo yo, o mi mente está bajo el control del conjuro de Helen?

    De pie delante de un armario estilo Regencia de nogal con vetas oscuras y un enorme espejo de cristal biselado en la puerta, Helen acaricia las guirnaldas y los pergaminos labrados y dice:

    —Hazte inmortal conmigo.

    Igual que este mueble, viajando de una vida a otra, viendo morir a todo el mundo que nos ama. Parásitos. Estos armarios. Helen y yo, las cucarachas de nuestra cultura.

    De un lado a otro del espejo de la puerta hay una rayadura vieja hecha con su anillo de diamantes. De la época en que odiaba esta basura inmortal.

    Imaginen la inmortalidad, donde incluso un matrimonio de cincuenta años parecería un rollo de una noche. Imaginen ver tendencias y modas pasar a su alrededor como manchas borrosas. Imaginen cambiar de religión, de casa, de dieta, de carrera, hasta que ninguna de ellas tenga ningún valor. Imaginen viajar por el mundo hasta aburrirse de cada metro cuadrado. Imaginen sus emociones, sus amores y odios y rivalidades y victorias, desarrolladas una y otra vez hasta que la vida no es nada más que un culebrón melodramático. Hasta que contemplan el nacimiento y la muerte de otra gente sin más emoción que se contemplan las flores cortadas y marchitas al tirarlas.

    Le digo a Helen que creo que ya somos inmortales.

    Ella dice:

    —Tengo el poder. —Abre el bolso y saca una hoja de papel doblado, abre el papel y dice—: ¿Has oído hablar de los espejos mágicos?

    No sé lo que sé. No sé qué es verdad. Dudo de que sepa algo en realidad. Le digo que me lo cuente.

    Helen se quita del cuello un pañuelo de seda y quita el polvo de la enorme puerta con espejo del armario. Del armario Regencia con grabados en madera de olivo y accesorios dorados del Segundo Imperio, según dice la tarjeta que hay sujeta con cinta adhesiva. Y dice:

    —Las brujas untaban un espejo con aceite, luego leían un espejo y podían leer el futuro en los espejos.

    El futuro, le digo, genial. La cebadilla. El kudzu. La perca del Nilo.

    Ahora mismo ni siquiera estoy seguro de poder leer el presente.

    Helen sostiene en alto el papel y lo lee. Con la voz apagada de recuento que usó para el hechizo de vuelo, lee unas líneas deprisa. Baja el papel y dice:

    —Espejo, espejo, cuéntanos cuál será el futuro si nos amamos y usamos nuestro nuevo poder.
    —El nuevo poder de ella.
    —Me he inventado lo de «espejo, espejo» —dice Helen. Me coge la mano con la suya y me aprieta, pero yo no le devuelvo el apretón. Dice—: Intenté hacer esto en el despacho con el espejo de mi polvera, pero fue como mirar la televisión con un microscopio.

    En el espejo, nuestros reflejos se difuminan, las formas se fusionan, el reflejo se deshace en una superficie gris uniforme.

    —Dínoslo —dice Helen—, Enséñanos nuestro futuro juntos.

    Y aparecen formas en la superficie gris. La luz se funde con las sombras.

    —Mira —dice—. Ahí estamos. Somos jóvenes de nuevo. Puedo hacer eso. Tienes el mismo aspecto que tenías en el periódico. En la foto de tu boda.

    Todo está tan desenfocado que no sé lo que estoy viendo.

    —Y mira —dice Helen. Señala el espejo con la barbilla—. Dominamos el mundo. Estamos fundando una dinastía.

    «Pero ¿qué es suficiente?», oigo decir a Ostra, a él y su charla sobre superpoblación.

    Poder, dinero, comida, sexo, amor. ¿Podemos tener suficiente, o conseguir un poco solamente nos hará ansiar más?

    No puedo reconocer nada dentro del caos en movimiento del futuro. Lo único que veo es más del pasado. Más problemas, más gente. Menos biodiversidad. Más sufrimiento.

    —Nos veo juntos para siempre —dice ella.

    Le digo que si eso es lo que ella quiere.

    Y Helen dice:

    —¿Qué se supone que significa eso?

    Lo que ella quiera que signifique, le digo. Ella es quien mueve los hilos. Ella es quien está plantando sus semillitas. Colonizándome. Ocupándome. Los medios de comunicación de masas, la cultura, todo me anida bajo la piel. El Gran Hermano me llena de necesidades.

    ¿Realmente necesito una casa grande, un coche veloz, mil compañeras sexuales hermosas? ¿Realmente quiero esas cosas? ¿O he sido adiestrado para quererlas?

    ¿Son esas cosas realmente mejores que las cosas que ya tengo? ¿O simplemente he sido adiestrado para estar insatisfecho con lo que tengo ahora? ¿Estoy simplemente bajo los efectos de un hechizo que dice que nunca nada es lo bastante bueno?

    El gris del espejo se está mezclando, arremolinándose, podría ser cualquier cosa. No importa lo que alberga el futuro, al final será una decepción.

    Y Helen me coge de la otra mano. Con mis dos manos cogidas en las suyas, me hace darme la vuelta y me dice:

    —Mírame —dice—, ¿Te ha dicho algo Mona?

    Le digo que ella se ama a sí misma. Que no quiero que me use más.

    Encima de nosotros hay suspendidas lámparas de araña, soltando destellos plateados bajo la luz de la luna.

    —¿Qué te ha dicho Mona? —dice Helen.

    Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres...

    —No hagas esto —dice Helen—. Yo te quiero. —Me aprieta las manos y dice—: No me dejes fuera.

    Yo cuento cuatro, cuento cinco, cuento seis...

    —Estás actuando igual que mi marido —dice—. Solamente quiero que seas feliz.

    Eso es fácil, le digo, solamente tienes que aplicarme un conjuro de felicidad.

    Y Helen dice:

    —Ese conjuro no existe —dice—. Tienen drogas para eso.

    No quiero seguir empeorando el mundo. Quiero intentar arreglar este enredo que hemos creado. La población. El medio ambiente. El conjuro sacrificial. La misma magia que estropea mi vida es la que supuestamente puede solucionarla.

    —Pero podemos hacer eso —dice Helen—. Con más conjuros.

    Conjuros para arreglar conjuros para arreglar conjuros, y la vida se vuelve más y más triste de modos que nunca imaginamos. Ese es el futuro que veo en el espejo.

    El señor Eugene Schieffelin y sus estorninos, Spencer Baird y su carpa, la historia está llena de gente brillante que quería arreglar las cosas y solamente las empeoró.

    Quiero quemar el grimorio.

    Le cuento lo que me dijo Mona. Lo de que me ha puesto bajo un hechizo para convertirme en su esclavo de amor inmortal durante toda la eternidad.

    —Mona está mintiendo —dice Helen.

    ¿Y cómo puedo yo saberlo? ¿A quién tengo que creer?

    El gris del espejo, el futuro, tal vez no está claro para mí porque ahora mismo no hay nada claro para mí.

    Y Helen me suelta las manos. Agita las manos en dirección a los armarios Regencia, a los escritorios federalistas y a los percheros del Renacimiento italiano, y dice:

    —Pero si la realidad no es más que un conjuro, y no quieres realmente lo que crees que quieres... —Acerca su cara a mi cara y dice—: Si no tienes libre albedrío. No sabes qué sabes en realidad. Realmente no amas a quien solamente crees que amas. ¿Qué razones te quedan para vivir?

    Nada.

    Aquí estamos simplemente los dos con todos los muebles mirando.

    Piensen en el espacio exterior profundo, en el frío y el silencio increíbles donde esperan sus esposas y sus hijos.

    Y le digo que por favor me dé su teléfono móvil.

    El gris sigue cambiando con movimientos líquidos en el espejo. Helen abre el bolso y me da el teléfono.

    Lo abro y marco el 911.

    Y una voz de mujer dice:

    —¿Policía, bomberos o urgencias médicas?

    Urgencias médicas, digo.

    —¿Dónde se encuentra? —dice la voz.

    Y le digo la dirección del bar en la Tercera avenida donde Nash y yo nos encontramos, el bar cerca del hospital.

    —¿Y cuál es la naturaleza de su emergencia médica?

    Cuarenta cheerleaders profesionales con agotamiento por calor. Un equipo de voleibol femenino necesitado de boca a boca. Un equipo de modelos necesitadas de exámenes mamarios. Le digo que si tienen a un técnico en emergencias médicas llamado John Nash, que lo envíen a él. Le digo que si no lo encuentran a él, que ni se molesten.

    Helen recupera el teléfono. Me mira, parpadea una vez, dos veces, tres veces, despacio, y dice:

    —¿Qué estás tramando?

    Lo que me queda, tal vez la única forma de encontrar la felicidad, es hacer las cosas que no quiero hacer. Detener a Nash. Confesar a la policía. Aceptar mi castigo.

    Necesito rebelarme contra mí mismo.

    Es lo contrario de perseguir tu dicha. Necesito hacer lo que más temo.


    40


    Nash se está comiendo un cuenco de chiles. Está en una mesa del fondo del bar de la Tercera avenida. El barman está tirado sobre la barra, con los brazos colgando sobre los taburetes. Hay dos hombres y dos mujeres boca abajo sobre una mesa de un reservado. Sus cigarrillos arden todavía en un cenicero, a medio consumir. Otro hombre fuera de combate en el umbral de los lavabos. Otro hombre muerto, extendido sobre la mesa de billar, con el taco todavía en las manos. Detrás de la barra, una radio emite estática en la cocina. Alguien con un delantal grasiento está caído boca abajo sobre la parrilla entre las hamburguesas, con la parrilla chisporroteando y humeando y el humo dulce y grasiento de la cara del tipo elevándose hasta el techo.

    La vela de la mesa de Nash es la única luz en todo el local.

    Y Nash levanta la vista, con la boca llena de chile rojo, y dice:

    —Pensé que le gustaría tener un poco de intimidad.

    Lleva su uniforme blanco. Un cadáver cercano lleva el mismo uniforme.

    —Mi compañero —dice Nash, señalando al cuerpo. Señala con la cabeza y su coleta, la pequeña palmera negra, se sacude en lo alto de su cabeza. Manchas de chile rojo se le escurren por la pechera de su uniforme. Nash dice—: Hacía tiempo que tenía ganas de sacrificarlo.

    Detrás de mí, la puerta de la calle se abre y un hombre entra. Se queda parado, mirando. Agita una mano para dispersar el humo y mira a su alrededor y dice:

    —¿Qué coño es esto?

    La puerta de la calle se cierra a su espalda.

    Y Nash hunde la barbilla y se mete dos dedos en el bolsillo de la pechera. Saca una tarjeta blanca manchada de comida amarilla y roja y lee la canción sacrificial, con palabras monótonas y sin inflexiones, como alguien que cuenta en voz alta. Como Helen.

    El hombre del umbral pone los ojos en blanco. Se le doblan las rodillas y se desploma de lado.

    Yo me quedo allí.

    Nash se mete la tarjeta en el bolsillo otra vez y dice:

    —¿Por dónde íbamos?

    Le pregunto dónde encontró el poema.

    Y Nash dice:

    —Adivínelo —dice—. Lo saqué del único sitio en donde usted no puede destruirlo.

    Coge su botella de cerveza y me señala con el largo cuello y me dice:

    —Piense —dice—. Piense de verdad.

    El libro, Poemas y rimas del mundo entero, siempre estará a merced de que alguien lo encuentre. Escondido a plena vista. Solamente en un sitio, dice él. De donde nunca se puede sacar.

    Por alguna razón me viene a la cabeza la cebadilla. Y los mejillones cebra. Y Ostra.

    Nash da un trago de cerveza y dice:

    —Piense de verdad.

    Le digo que lo que está haciendo, lo de matar a las modelos, no está bien.

    Y Nash dice:

    —¿Se rinde?

    Tiene que darse cuenta de que tener relaciones sexuales con mujeres muertas está mal.

    Nash coge su cuchara y dice:

    —En la Biblioteca del Congreso. Dónde va a ser. Gracias al dinero de nuestros impuestos.

    Mierda.

    Hunde la cuchara en el cuenco de chiles. Se mete la cuchara en la boca y dice:

    —Y no me dé sermones sobre lo perversa que es la necrofilia. —Y dice—: Es usted la última persona que puede dar ese sermón. —Con la boca llena de chiles, Nash dice—: Sé quién es usted.

    Traga y dice:

    —Todavía lo buscan para interrogarlo.

    Se lame el chile que le mancha los labios y dice:

    —Vi el certificado de defunción de su esposa. —Sonríe y dice—: ¿Señales de relaciones sexuales post mórtem?

    Nash señala una silla vacía y me siento en ella.

    —No me niegue... —Se inclina sobre la mesa y dice—: No me niegue que fueron las mejores relaciones sexuales que tuvo usted nunca.

    Le digo que se calle.

    —No puede matarme usted —dice Nash—, Mete un puñado de galletas saladas en su cuenco y dice—: Usted y yo somos exactamente iguales.

    Yo le digo que aquello fue distinto. Que era mi mujer.

    —Fuera o no su mujer —dice Nash—. Muerta quiere decir muerta. Sigue siendo necrofilia.

    Nash clava la cuchara en las galletas y el chile rojo y dice:

    —Matarme a mí sería lo mismo que matarse a usted mismo.

    Le digo que se calle.

    —Relájese —dice—. No le he dicho a nadie una palabra de esto. —Nash mastica un bocado de galletas saladas y chile rojo—. Eso habría sido estúpido —dice—. Quiero decir, piénselo. —Y se mete más chile en la boca—. Lo único que tienen que hacer es leerlo, y no necesito competencia.

    Imperfecto y desmadrado, así es el mundo en el que vivo. Tan lejos como estoy de Dios, esta es la gente con la que me he quedado. Todo el mundo a la caza del poder. Mona y Helen y Nash y Ostra. La única gente que me conoce me odia. Todos nos odiamos entre nosotros. Todos nos tememos entre nosotros. El mundo entero es mi enemigo.

    —Usted y yo —dice Nash— no podemos confiar en nadie.

    Bienvenidos al infierno.

    Si Mona tiene razón, cuando habla con las palabras de Karl Marx, entonces matar a Nash significaría salvarlo. Devolverlo a Dios. Conectarlo con la humanidad para resolver sus pecados.

    Mi mirada encuentra la suya y los labios de Nash empiezan a moverse. Su aliento no huele a nada más que a chile.

    Está recitando la canción sacrificial. Ladrándola como un perro, dice cada palabra con tanta furia que le salen burbujas de chile de la boca. Salen despedidas gotas rojas. Se detiene y se busca en el bolsillo de la pechera. Mete la mano para encontrar la tarjeta. La sostiene con dos dedos y empieza a leer. La tarjeta está tan sucia que la frota en el mantel y empieza a leer de nuevo.

    Suena profunda y poderosa. Es el sonido de la condenación.

    Mis ojos se relajan y el mundo se difumina hasta volverse gris. Todos mis músculos se distienden. Se me ponen los ojos en blanco y se me empiezan a doblar las rodillas.

    Así es como se siente uno al morir. Al ser salvado.

    Pero para entonces, matar ya es un reflejo. Es la forma en que lo soluciono todo.

    Se me doblan las rodillas y caigo al suelo en tres momentos, el culo, la espalda y la cabeza.

    Tan deprisa como un eructo, como un estornudo, como un bostezo, desde lo más profundo de mí, la canción sacrificial me viene a la cabeza. El barril de pólvora de todos mis rollos sin resolver, que nunca me falla.

    Vuelven a aparecer formas en el gris. Tumbado de espaldas en el suelo del bar, veo el humo gris grasiento flotar bajo el techo. Todavía se oye la cara del tipo friéndose.

    Los dos dedos de Nash dejan caer la tarjeta sobre la mesa. Se le ponen los ojos en blanco. Se le sacuden los hombros y su cara aterriza en el cuenco de chile. Salen gotas rojas despedidas en todas direcciones. El fardo de su cuerpo enfundado en su uniforme blanco sufre una convulsión y Nash cae al suelo a mi lado. Sus ojos mirando a los míos. Su cara manchada de chile. Su coleta, la pequeña palmera negra en su coronilla, se ha soltado, y las correas de cabello negro caen sueltas sobre su frente y sus mejillas.

    Él está salvado, pero yo no.

    Con el humo grasiento flotando encima de mí, la parrilla chisporroteando y crepitando, recojo la tarjeta de Nash del suelo. La sostengo sobre la vela de la mesa, añadiendo humo al humo, y me quedo mirando cómo arde.

    Una sirena se dispara, la alarma de incendios, tan fuerte que no me oigo a mí mismo pensar. Como si alguna vez pensara. La sirena me llena. Gran Hermano. Me ocupa la mente igual que un ejército ocupa una ciudad. Mientras permanezco sentado esperando a que la policía me salve. A que me lleven con Dios y me reúnan con la humanidad, la sirena aúlla, ahogándolo todo. Y yo me alegro.


    41


    Esto es después de que la policía me lea mis derechos. Después de que me esposen las manos detrás de la espalda y me lleven en coche a la comisaría. Esto es después de que el primer policía llegue al escenario, vea los cadáveres y diga:

    —Jesucristo bendito.

    Después de que los enfermeros saquen al cocinero muerto de la parrilla, le echen un vistazo a su cara frita y se vomiten en las manos. Esto es después de que la policía me conceda mi única llamada telefónica y yo llame a Helen y le diga que lo siento pero que se ha acabado. Y de que Helen me diga:

    —No te preocupes. Yo te salvaré.

    Después de que me tomen las huellas dactilares y me hagan la foto policial. Después de que me confisquen la cartera y las llaves y el reloj. De que pongan mi ropa, mi chaqueta deportiva marrón y mi corbata azul en una bolsa de plástico marcada con mi nuevo número de criminal. Después de que la policía me acompañe por un pasillo frío de bloques de hormigón, desnudo, hasta una sala de cemento frío. Después de que me dejen a solas con un viejo funcionario fornido, con el pelo al rape y las manos del tamaño de guantes de béisbol. A solas en una sala sin nada más que una mesa, la bolsa con mi ropa y un frasco de vaselina.

    Después de quedarme a solas con ese viejo buey entrecano, se pone un guante de látex y dice:

    —Por favor, gírese hacia la pared, inclínese y use las manos para separarse las nalgas.

    Yo pregunto: ¿Qué?

    Y ese gigante de ceño fruncido mete dos dedos enguantados en el frasco de vaselina, los remueve y dice:

    —Inspección de cavidades corporales —dice—. Ahora gírese.

    Y cuento uno, cuento dos, cuento tres...

    Y me giro. Y me inclino. Me agarro una nalga con cada mano y las separo.

    Cuento cuatro, cuento cinco, cuento seis...

    Yo y mi suspenso en ética. Igual que Waltraud Wagner y Jeffrey Dahmer y Ted Bundy, soy un asesino en serie y así es como empieza mi castigo. Prueba de mi libre albedrío. Este es mi camino a la salvación.

    Y la voz del poli, ronca y oliendo a cigarrillos, dice:

    —Procedimiento convencional para todos los detenidos considerados peligrosos.

    Y cuento siete, cuento ocho, cuento nueve...

    Y el poli dice con voz ronca:

    —Va a sentir una ligera presión, así que relájese.

    Y yo cuento diez, cuento once, cuento...

    Y mierda.

    ¡Mierda!

    —Relájese —dice el poli.

    ¡Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda, mierda!

    El dolor es peor que cuando Mona me hurgaba con sus pinzas al rojo vivo. Es peor que el alcohol de frotar limpiándome la sangre. Me agarro las nalgas y aprieto los dientes, con el sudor corriéndome por las piernas. Me gotea sudor de la frente encima de la nariz. Dejo de respirar. Las gotas caen a plomo y estallan entre mis pies descalzos, mis pies plantados bien separados en el suelo.

    Algo enorme y duro se retuerce dentro de mí, y la voz horrible del poli dice:

    —Relájate, colega.

    Y yo cuento doce, cuento trece...

    La cosa para de retorcerse. La cosa enorme y dura se retira lentamente, casi del todo. Luego vuelve a entrar y a retorcerse. Tan despacio como la manecilla de las horas de un reloj, y luego más deprisa, los dedos engrasados del poli hurgan dentro de mí, se retiran, entran otra vez, se retiran.

    Y cerca de mi oído, la vieja voz a grava y cenicero del poli dice:

    —Eh, colega, ¿tienes tiempo para un polvete?

    Y todo mi cuerpo sufre un espasmo.

    Y el poli dice:

    —Caramba, chico, algo se ha puesto tenso.

    Yo le digo: Oficial, por favor. No tiene usted ni idea. Puedo matarle. Por favor, no haga esto.

    Y el poli dice:

    —Déjame salir para que pueda quitarte las esposas. Soy yo, Helen.

    ¿Helen?

    —Helen Hoover Boyle. ¿Te acuerdas? —dice el poli—. Hace dos noches tú me estabas haciendo casi exactamente lo mismo a mí dentro de una lámpara de araña.

    ¿Helen?

    La cosa enorme y dura sigue retorcida dentro de mí.

    El poli dice:

    —Esto se llama un hechizo de ocupación. Hace un par de horas que lo traduje. Ahora mismo tengo a este funcionario como se llame embutido en el fondo de su subconsciente. Yo dirijo su función.

    La suela fría y dura del zapato del funcionario me empuja el culo y los dedos enormes y duros salen de golpe. Tengo un charco de sudor entre los pies. Todavía con los dientes apretados, me incorporo deprisa.

    El funcionario se mira los dedos y dice:

    —Pensé que iba a perderlos. —Se huele los dedos y pone cara de asco.

    Genial, digo yo, respirando hondo, con los ojos cerrados. Primero me controla a mí y ahora tengo que preocuparme de que controle a todo el mundo que me rodea.

    Y el poli dice:

    —He estado controlando a Mona durante las últimas dos horas esta tarde. Solamente para poner el hechizo a prueba, y para ajustarle las cuentas por haberte asustado, le he dado un pequeño cambio de estilo.

    El poli se agarra la entrepierna.

    —Es asombroso. Estar contigo de esta forma me está provocando una erección —dice—. Suena sexista, pero siempre he querido un pene.

    Le digo que no quiero oír esto.

    Y Helen dice por la boca del poli:

    —Creo que tan pronto como te meta en un taxi, a lo mejor me quedo dentro de este tío y me hago una paja. Solamente para vivir la experiencia.

    Yo le digo que si cree que eso me va a hacer amarla, que se lo piense otra vez.

    Al poli le resbala una lágrima por la mejilla.

    Y aquí desnudo, le digo: No te quiero. No puedo confiar en ti.

    —No puedes amarme —dice el poli, dice Helen con la voz cazallosa del poli— porque soy una mujer y tengo más poder que tú.

    Y yo le digo: Vete, Helen. Lárgate de aquí. No te necesito. Quiero pagar por mis crímenes. Estoy cansado de estropear el mundo para justificar mi mala conducta.

    Y ahora el poli está llorando intensamente y entra otro poli. Es un poli joven, y se queda mirando al poli viejo lloroso y luego a mí, desnudo. El poli joven dice:

    —¿Todo va bien por aquí, Sargento?
    —Delicioso —dice el poli viejo, secándose los ojos—. Nos lo estamos pasando de maravilla.

    Se da cuenta de que se ha secado los ojos con el guante, con los dedos que me ha sacado del culo, y se quita el guante con un gritito. Todo su cuerpo se estremece y tira el guante grasiento a la otra punta de la sala.

    Le digo al poli joven que solamente estamos teniendo una pequeña charla.

    El poli joven me pone un puño delante de la cara y dice:

    —Tú te callas, coño.

    El poli viejo, el Sargento, se sienta en el borde de la mesa y cruza las piernas a la altura de la rodilla. Se sorbe las lágrimas y echa atrás la cabeza como si se estuviera apartando el pelo de la cara y dice:

    —Ahora, si no te importa, nos encantaría quedarnos a solas.

    Yo me limito a mirar el techo.

    El poli joven dice:

    —Claro, Sargento.

    Y el Sargento coge un pañuelo de papel y se seca los ojos.

    El poli joven se gira deprisa, me agarra por debajo de la mandíbula y me empuja contra la pared. Con mi espalda y mis piernas contra el cemento frío. El poli joven me empuja la cabeza hacia arriba y hacia atrás, me aprieta la garganta y dice:

    —¡No se lo hagas pasar mal al Sargento! —Y dice—: ¿Me entiendes?

    Y el Sargento levanta la vista con una sonrisa débil y dice:

    —Eso, ya lo has oído. —Y se sorbe la nariz.

    Y el poli joven me suelta la garganta. Retrocede hasta la puerta y dice:

    —Estaré ahí fuera si me necesita... Bueno, si necesita lo que sea.
    —Gracias —dice el Sargento. Agarra la mano del poli joven, se la aprieta y dice—: Eres un encanto.

    Y el poli joven aparta la mano con brusquedad y abandona la sala.

    Helen está dentro de este hombre, igual que la televisión planta su semilla dentro de uno. Igual que la cebadilla invade un paisaje. Igual que una canción se te queda en la cabeza. Igual que los fantasmas ocupan casas. Igual que un germen te infecta. Igual que el Gran Hermano ocupa tu atención.

    El Sargento, Helen, se pone de pie. Toquetea la pistolera y se saca la pistola. Sostiene la pistola con las dos manos, me apunta con ella y dice:

    —Ahora saca la ropa de la bolsa y póntela. —El Sargento se sorbe las lágrimas y le da una patada a la bolsa de basura llena de ropa en mi dirección y dice—: Vístete, joder. —Y dice—: He venido a salvarte.

    Con la pistola temblando, el Sargento dice:

    —Te quiero fuera de aquí para poder cascármela.


    42


    Las palabras se están mezclando por todas partes. Las palabras y las letras de canciones y los diálogos se están mezclando en una sopa que podría provocar una reacción en cadena. Tal vez los actos divinos son simplemente la combinación adecuada de basura mediática lanzada al aire. Las palabras equivocadas colisionan e invocan un terremoto. Igual que las danzas por la lluvia invocaban tormentas, la combinación adecuada de palabras puede invocar tornados. Demasiadas melodías publicitarias mezcladas pueden estar detrás del recalentamiento del planeta. Demasiadas reposiciones televisivas pueden causar huracanes. El cáncer. El sida.

    En el taxi, de camino a la agencia inmobiliaria de Helen Boyle, veo titulares de periódico mezclados con letreros escritos a mano. Folletos grapados a postes de teléfonos mezclados con correo de franqueo económico. Las canciones de los músicos callejeros se mezclan con el Muzak que se mezcla con los vendedores ambulantes que se mezclan con las tertulias radiofónicas.

    Vivimos en una Torre del Balbuceo tambaleante. Una realidad temblorosa de palabras. Un caldo genético del desastre. Una vez destruido el mundo natural, nos queda este mundo abarrotado del lenguaje.

    El Gran Hermano está cantando y bailando, y nosotros nos quedamos a mirar. Los palos y las piedras pueden romperte los huesos, pero nuestro papel consiste simplemente en ser un buen público. Prestar atención y esperar al siguiente desastre.

    Sobre el asiento del taxi, sigo notando el culo grasiento y dilatado.

    Quedan treinta y tres ejemplares del libro por encontrar. Tenemos que hacer una visita a la Biblioteca del Congreso. Necesitamos limpiar el marrón y asegurarnos de que nunca más va a suceder.

    Necesitamos avisar a la gente. Mi vida se ha terminado. Esta es mi nueva vida.

    El taxi entra en el aparcamiento y Mona está frente a la puerta principal, cerrándola con un llavero enorme. Por un momento, podría ser Helen. Mona, con el pelo cardado y crepado en forma de burbuja negra y roja. Lleva un traje marrón, pero no marrón como el chocolate. Más bien marrón como una trufa de avellana y chocolate servida sobre un cojín de satén en un hotel de lujo.

    Hay una caja a los pies de Mona. Encima de la caja hay algo rojo, un libro. El grimorio.

    Estoy cruzando a pie el aparcamiento cuando ella me grita:

    —Helen no está aquí.

    El escáner de la policía ha dicho algo de que en un bar de la Tercera avenida todo el mundo estaba muerto, dice Mona, y de que a usted lo han detenido. Pone la caja en el maletero del coche y dice:

    —No ha pillado a la señora Boyle por los pelos. Ha salido corriendo y llorando hace un segundo.

    El Sargento.

    El enorme coche con olor a cuero de la inmobiliaria de Helen no está a la vista.

    Mona se mira los zapatos marrones de tacón alto, el traje a medida, ajustado y con hombreras, ropa de muñeca con botones de topacio, se mira la falda corta y dice:

    —No me pregunte cómo ha pasado esto. —Levanta las manos, con las uñas negras pintadas de color rosa con las puntas blancas—. Por favor, dígale a la señora Boyle que no aprecio que me secuestren el cuerpo y me hagan cosas. —Se señala la burbuja rígida de pelo, mejillas maquilladas y el pintalabios rosa y dice—: Esto es el equivalente a una violación indumentaria.

    Con sus nuevas uñas de color rosa, Mona cierra de golpe el maletero.

    Me señala la camisa y dice:

    —¿Se ha vuelto un poco sangrienta la entrevista con su amigo?

    Las manchas rojas son chile, le digo.

    El grimorio, le digo. Lo he visto. La piel humana roja. El pentagrama tatuado.

    —Ella me lo ha dado —dice Mona. Se abre el bolso, busca dentro y dice—: Me ha dicho que ya no lo necesita más. Ya le he dicho que estaba trastornada. Estaba llorando.

    Con dos uñas de color rosa, Mona saca un papel doblado de su bolso. Es una página del grimorio, la página que tiene mi nombre escrito, me la tiende y dice:

    —Cuídese. Sospecho que algún gobierno quiere verlo muerto.

    Mona dice:

    —Sospecho que el hechizo de amor de Helen debe de haberle salido por la culata. —Se tambalea sobre sus zapatos marrones de tacón alto, se apoya en el coche y dice—: Lo crea o no, estamos haciendo esto para salvarlo a usted.

    Ostra está encorvado en el asiento de atrás, demasiado quieto y demasiado perfecto para estar vivo. Su pelo rubio desgreñado está esparcido sobre el asiento. La bolsa de curandero hopi todavía le cuelga del cuello, y de ella le caen cigarrillos. Cicatrices rojas en sus mejillas de las llaves del coche de Helen.

    Le pregunto si está muerto.

    Y Mona dice:

    —Ya le gustaría a usted. —Y dice—: No, se pondrá bien. —Se sienta al volante, arranca el coche y dice—: Mejor será que se dé prisa y encuentre a Helen. Temo que pueda hacer algo desesperado.

    Cierra de golpe la portezuela del coche y empieza a salir marcha atrás de su plaza de aparcamiento.

    Desde el otro lado de su ventanilla, Mona grita:

    —Mire en el New Continuum Medical Center. —Se aleja gritando—: Solamente espero que no llegue usted demasiado tarde.


    43


    El suelo de la habitación 131 del New Continuum Medical Center lanza destellos. El linóleo cruje y se parte cuando lo piso, cuando piso los pedazos y astillas rojos y verdes, amarillos y azules. Las gotas rojas. Los diamantes y los rubíes, las esmeraldas y los zafiros. Los dos zapatos de Helen, el amarillo y el rosa, tienen los tacones hechos papilla. Los zapatos destrozados están en medio de la habitación.

    Helen está de pie en la otra punta de la habitación, bajo la luz de una lamparilla, al borde de la luz de la lámpara de una mesilla. Está apoyada en un armario de acero inoxidable. Tiene las manos apoyadas en el acero. La mejilla apretada contra el acero.

    Hay una mancha de sangre sobre su pintalabios rosa. En el armario hay un beso rosa y rojo. En donde estaba apoyada hay una vitrina gris borrosa, y dentro hay algo demasiado perfecto y demasiado blanco para estar vivo.

    Patrick.

    El hielo en los bordes de la vitrina ha empezado a derretirse y gotea agua del armario.

    Y Helen dice:

    —Has venido. —Y su voz es débil y pastosa. Le sale sangre de la boca.

    Solamente de mirarla me duele el pie.

    Le digo que estoy bien.

    Y Helen dice:

    —Me alegro.

    Su estuche de cosméticos está tirado en el suelo. Entre las piezas de colores hay cadenas y engarces retorcidos, de oro y de platino. Helen dice:

    —He intentado romper los más grandes. —Y se tose en la mano—. El resto he intentado morderlos —dice, y tose hasta que se le llena la palma de la mano de sangre y de astillas blancas.

    Al lado del estuche de cosméticos hay un frasco derramado de desatascador de cañerías, con el líquido vertido formando un charco verde a su alrededor.

    Tiene los dientes hechos astillas, huecos sanguinolentos y agujeros en la boca. Pone la cara sobre la vitrina gris. Su aliento empaña el cristal y se lleva la mano ensangrentada a un lado de la falda.

    —No quiero regresar a como era antes —dice—, A la vida que tenía antes de conocerte. —Se seca la mano ensangrentada y se la sigue secando en la falda—. Ni siquiera con todo el poder del mundo.

    Le digo que tenemos que llevarla a un hospital.

    Helen sonríe con una sonrisa llena de sangre y dice:

    —Esto es un hospital.

    No es nada personal, dice. Solamente necesitaba a alguien. Incluso si podía traer de vuelta a Patrick, nunca querría estropearle la vida revelándole el hechizo sacrificial. Aunque comportara vivir otra vez sola, nunca querría que Patrick tuviera ese poder.

    —Míralo —dice, y toca el cristal gris con las uñas de color rosa—. Es tan perfecto...

    Traga sangre y astillas de dientes y de diamantes y arruga la cara en una mueca terrible. Se agarra el estómago con las manos y se inclina sobre el armario metálico, sobre la vitrina gris. Por la vitrina caen regueros de sangre y de vapor.

    Con una mano temblorosa, Helen abre su bolso y saca un pintalabios. Se retoca los labios y aparta el pintalabios manchado de sangre.

    Dice que ha desenchufado la unidad criogénica. Que ha desconectado la alarma y las baterías de seguridad.

    Quiere que termine aquí. El conjuro sacrificial. El poder. La soledad. Quiere destruir todas las joyas que la gente cree los van a salvar. Todo el residuo que sobrevive al talento y la inteligencia y la belleza. Toda la porquería decorativa que queda detrás de los logros verdaderos y del éxito. Quiere destruir todos los maravillosos parásitos que sobreviven a los anfitriones humanos.

    Se le cae el bolso de las manos. En el suelo, la roca gris le sale rodando del bolso. Por la razón que sea, me viene Ostra a la mente.

    Helen eructa. Se saca un pañuelo de papel del bolso y se lo pone debajo de la boca y escupe sangre y bilis y esmeraldas rotas. Brillando dentro de su boca, enganchados en la carne hecha trizas de sus encías, hay trozos de zafiros de color rosa y de berilos anaranjados rotos. Clavados en su paladar hay fragmentos de espinela purpúreos. Clavadas en la lengua tiene astillas de diamante de baja calidad negro.

    Y Helen sonríe y dice:

    —Quiero estar con mi familia.

    Hace una bola con el pañuelo de papel ensangrentado y se lo mete dentro del puño del traje. Sus pendientes, sus collares y sus anillos, todo ha desaparecido.

    Los detalles de su traje son: es de algún color. Es un traje. Está echado a perder.

    Ella dice:

    —Abrázame, por favor.

    Dentro de la vitrina gris, el niño perfecto está encogido de lado sobre un cojín de plástico blanco. Con un pulgar en la boca. Perfecto y pálido como hielo azul.

    Rodeo a Helen con los brazos y ella se estremece.

    Se le empiezan a doblar las rodillas y la dejo en el suelo. Helen Hoover Boyle cierra los ojos. Dice:

    —Gracias, señor Streator.

    Con la piedra gris en el puño, rompo de un puñetazo la vitrina gris y fría. Con las manos sangrando, cojo a Patrick, frío y pálido. Con mi sangre sobre Patrick, lo pongo en brazos de Helen. Abrazo a Helen.

    Ahora mi sangre y la de ella están mezcladas.

    En mis brazos, Helen cierra los ojos y frota la cabeza contra mi regazo. Sonríe y dice:

    —¿No te pareció demasiada coincidencia que Mona descubriera el grimorio?

    Mirándome con expresión burlona, abre los ojos y dice:

    —¿No te pareció un poco demasiado conveniente el hecho de que hubiéramos estado viajando todo el tiempo con el grimorio?

    En mis brazos, Helen mece a Patrick. Entonces sucede. Extiende la mano y me pellizca la mejilla. Helen levanta la vista para mirarme y sonríe con la mitad de la boca, clava en mí una mirada burlona con sangre y bilis verde en los labios. Me guiña un ojo y dice:

    —¡Le pillé, papi!

    Todo mi cuerpo sufre un espasmo muscular mojado de sudor.

    Helen dice:

    —¿De verdad creía que mami se iba a liquidar a sí misma por usted? ¿Y cargarse sus preciosas joyas? ¿Y derretir a este cacho de carne? —Se ríe, con la sangre y el desatascador de tuberías burbujeando en la garganta, y dice—: ¿De verdad creía que mami iba a masticar sus putos diamantes porque usted no la quería?

    Yo digo: ¿Ostra?

    —En carne y hueso —dice Helen, dice Ostra con la boca de Helen, con la voz de Helen—. Bueno, en la carne y el hueso de la señora Boyle, pero apuesto a que usted también ha estado dentro de ella.

    Helen levanta a Patrick en brazos. A su hijo, frío y azul como si fuera de porcelana. Congelado y frágil como el cristal.

    Y arroja al niño muerto al otro lado de la habitación, donde hace un ruido metálico contra el armario de acero y cae al suelo, dando vueltas sobre el linóleo. A Patrick. Se le rompe un brazo congelado. A Patrick. El cuerpo dando vueltas golpea una esquina del armario metálico y se le desprende una pierna. A Patrick. El cuerpo sin brazo y sin pierna, una muñeca, llega dando vueltas a la pared y se le rompe la cabeza.

    Y Helen guiña un ojo y dice:

    —Vamos, papi, no se dé ínfulas.

    Y yo le digo que maldito sea.

    Ostra está ocupando a Helen, igual que un ejército ocupa una ciudad. Igual que Helen ocupó al Sargento. Igual que el pasado, los medios de comunicación y el mundo lo ocupan a uno.

    Helen dice, Ostra dice por la boca de Helen:

    —Hace semanas que Mona sabía lo del grimorio. Lo supo la primera vez que vio la agenda de mami —dice—. Lo que pasa es que no podía traducirlo.

    Ostra dice:

    —Lo mío es la música, y lo que se le da bien a Mona es... Bueno, lo que se le da bien es ser estúpida.

    Con la voz de Helen, dice:

    —Esta tarde, Mona se ha despertado en un salón de belleza, mientras le estaban pintando las uñas de rosa. —Y dice—: Ha vuelto corriendo a la oficina y se ha encontrado a la señora Boyle tumbada boca abajo en una especie de coma.

    Helen se estremece y se agarra el estómago. Dice:

    —Abierto delante de la señora Boyle había un conjuro traducido, llamado conjuro de ocupación. De hecho, todos los conjuros estaban traducidos.

    Ella dice, Ostra dice:

    —Dios bendiga a mami y a sus crucigramas. Está aquí dentro en alguna parte, cabreada como un demonio.

    Ostra dice, por la boca de Helen:

    —Dígale hola a mami de mi parte.

    La estatua azul y quebradiza, el bebé congelado, está hecho añicos, roto entre las joyas rotas, con un dedo desprendido por aquí, con las piernas rotas por allí, con la cabeza hecha pedazos.

    Le pregunto si ahora él y Mona van a matar a todo el mundo y convertirse en Adán y Eva.

    Todas las generaciones quieren ser la última.

    —No a todo el mundo —dice Helen—, Necesitaremos a algunos esclavos.

    Extiende las manos ensangrentadas de Helen hacia abajo y se levanta la falda. Se agarra la entrepierna y dice:

    —Tal vez usted y mami tengan tiempo de echar un polvete antes de que ella esté fiambre.

    Y yo me aparto el cuerpo de Helen del regazo.

    El cuerpo entero me duele más de lo que nunca me ha dolido el pie.

    Helen suelta un gemido, casi un chillido, y resbala hasta el suelo. Y allí retorcida sobre el linóleo frío entre las piedras preciosas hechas añicos y los fragmentos de Patrick, dice:

    —¿Carl?

    Se lleva una mano a la boca, se palpa las joyas que tiene incrustadas. Se dobla para mirarme y dice:

    —¿Carl? ¿Carl, dónde estoy?

    Ve el armario de acero inoxidable, la vitrina gris rota. Primero ve los bracitos azules. Luego las piernas. La cabeza. Y dice:

    —No.

    Escupiendo sangre, Helen dice:

    —¡No! ¡No! ¡No!

    Y se arrastra por entre las astillas de colores, con voz pastosa y débil por culpa de los dientes rotos, y recoge todas las piezas. Sollozando, cubierta de bilis y de sangre, en medio del hedor de la habitación, reúne los trozos azules rotos. Las manos y los pies diminutos, el torso aplastado y la cabeza mellada, los abraza contra su pecho y grita:

    —¡Oh, Patrick! ¡Patty!

    Grita:

    —¡Oh, mi Patty-Pat-Pat! ¡No!

    Besa la cabeza azul mellada, la abraza contra su seno y pregunta:

    —¿Qué está pasando? Carl, ayúdame.

    Se me queda mirando hasta que un calambre la dobla por la mitad y ve la botella vacía de desatascador de cañerías.

    —Dios, Carl, ayúdame —dice, agarrando a su hijo y meciéndolo—. ¡Dios, por favor, dime cómo he llegado hasta aquí!

    Y voy hacia ella. La cojo en brazos y le digo que, al principio, el nuevo propietario finge que nunca miró el suelo de la sala de estar. Que en realidad nunca lo miró. No la primera vez que visitaron la casa. No cuando se la enseñó el inspector. Midieron las habitaciones y les dijeron a los empleados de mudanzas dónde tenían que poner el piano y el sofá, metieron todo lo que tenían y nunca se detuvieron a mirar el suelo de la sala de estar. Eso es lo que fingen.

    Helen asiente con la cabeza inclinada sobre Patrick. Le sale sangre de la boca. Los brazos cada vez más débiles, dejando caer dedos de manos y de pies al suelo.

    Dentro de un momento estaré solo. Esta es mi vida. Y juro que no importa dónde o cuándo, encontraré a Ostra y a Mona.

    Lo bueno es que esto solamente tarda un minuto.

    Es una vieja canción sobre animales que se van a dormir. Es nostálgica y sentimental, y me noto la cara amoratada y acalorada por la hemoglobina oxigenada mientras digo el poema en voz alta bajo las luces fluorescentes, con el bulto fláccido de Helen en brazos, inclinada hacia el armario de acero. Patrick está cubierto de mi sangre y cubierto de la sangre de ella. Ella tiene la boca un poco abierta, sus dientes resplandecientes son diamantes de verdad.

    Se llamaba Helen Hoover Boyle. Tenía los ojos azules.

    Mi trabajo es percibir los detalles. Ser un testigo imparcial. Todo es siempre investigación. Mi trabajo no es sentir nada.

    Se llama canción sacrificial. En algunas culturas antiguas se la cantan a los niños durante las hambrunas o las sequías, en cualquier momento en que la tierra se ha quedado pequeña para la tribu. Se cantaba a los guerreros heridos en accidentes o a la gente muy vieja o a cualquiera que fuera a morir. Se usaba para terminar con el sufrimiento y el dolor.

    Es una nana.

    Digo que todo se arreglará. Cojo a Helen, meciéndola, diciéndole que ahora descanse. Diciéndole que todo se arreglará.


    44


    Cuando tenía veinte años, me casé con una mujer llamada Gina Dinji, y se suponía que iba a ser para el resto de mi vida. Un año más tarde tuvimos una hija llamada Katrin, y se suponía que lo iba a ser para el resto de mi vida. Luego Gina y Katrin murieron. Y yo me escapé y me convertí en Carl Streator. Y me hice periodista. Y esa fue mi vida durante los siguientes veinte años.

    Después, bueno, ya saben lo que pasó.

    No sé cuánto tiempo estuve abrazando a Helen Hoover Boyle. Al cabo de un rato solamente era su cuerpo. Pasó tanto tiempo que dejó de sangrar. Para entonces las partes rotas de Patrick Boyle, todavía en brazos de ella, se habían reblandecido hasta el punto de empezar a sangrar.

    Para entonces, se oyeron pasos al otro lado de la puerta de la habitación 131. La puerta se abrió.

    Mientras yo estoy en el suelo, con Helen y Patrick muertos en mis brazos, la puerta se abre y es el viejo poli irlandés entrecano.

    El Sargento.

    Y yo digo: Por favor. Por favor, métame en la cárcel. Me declaro culpable de todo. Maté a mi mujer. Maté a mi hija. Soy Waltraud Wagner, el Ángel de la Muerte. Máteme para poder estar otra vez con Helen.

    Y el Sargento dice:

    —Tenemos que largarnos de aquí.

    Camina desde el umbral hasta el armario de acero. Escribe algo con bolígrafo en un bloc. Arranca la nota y me la da.

    Tiene la mano arrugada llena de lunares, cubierta de pelo gris. Las uñas gruesas y amarillas.

    «Por favor, perdónenme por quitarme la vida —dice la nota—. Ahora estoy con mi hijo.»

    Es la caligrafía de Helen, la misma que en su agenda, el grimorio.

    Está firmada «Helen Hoover Boyle», con su caligrafía exacta.

    Y yo miro el cuerpo que tengo en brazos, el vómito sangriento y verde y de desatascador, y luego al Sargento allí de pie, y digo:

    —¿Helen?
    —En carne y hueso —dice el Sargento, dice Helen—. Bueno, no es mi carne —dice, y mira el cadáver de Helen que tengo en el regazo—. Odio el prêt-à-porter, pero uno se agarra a lo que puede en medio del naufragio.

    De forma que estamos otra vez en la carretera.

    A veces me preocupa que el Sargento que va a mi lado sea realmente Ostra fingiendo ser Helen ocupando al Sargento. Cuando duermo con quien sea que es esta persona, finjo que es Mona. O Gina. Así que estamos en paz.

    De acuerdo con Mona Sabbat, la gente que come o bebe demasiado, la gente adicta a las drogas o al sexo o a robar están realmente controlados por espíritus a quienes les gustaban demasiado esas cosas como para dejarlas después de muertos. Los borrachos y los cleptómanos están poseídos por espíritus perversos.

    Ustedes son el medio de la cultura. Los huéspedes.

    Hay gente que todavía cree que sigue controlando su propia vida.

    Ustedes son los poseídos.

    Todos poseemos y estamos poseídos.

    Siempre hay algo de fuera viviendo en uno. La propia vida de uno es el vehículo para que algo venga a la tierra.

    Un espíritu perverso. Una teoría. Una campaña de marketing. Una estrategia política. Una doctrina religiosa.

    Mientras se me lleva del New Continuum Medical Center en un coche patrulla, el Sargento dice:

    —Tienen el hechizo de ocupación y el hechizo de vuelo. —Va marcando cada hechizo levantando un dedo—. Tienen un hechizo de resurrección, pero solamente funciona con animales. No me preguntes por qué —dice el Sargento, Helen—. Tienen un hechizo de lluvia y un hechizo solar... Un hechizo de fertilidad para hacer crecer las cosechas... Un hechizo para comunicarse con los animales.

    Sin mirarme, mirándose los dedos extendidos sobre el volante, el Sargento dice:

    —No tienen ningún hechizo de amor.

    Así que estoy realmente enamorado de Helen. De una mujer en un cuerpo de hombre. Ya no tenemos relaciones sexuales, pero, como diría Nash, ¿en qué se diferencia eso de la mayoría de las relaciones amorosas después de una temporada?

    Mona y Ostra tienen el grimorio, pero no tienen la canción sacrificial. La página del grimorio que me dio Mona, la que tiene mi nombre escrito en el margen, es la canción. En la parte inferior de la página hay escrito: «También quiero salvar el mundo, pero no igual que Ostra». Y está firmado: «Mona».

    —No tienen la canción sacrificial —dice el Sargento, dice Helen—. Pero tienen un hechizo escudo.

    ¿Un hechizo escudo?

    Para protegerse de la canción sacrificial, dice el Sargento.

    —Pero no te preocupes —dice—. Tengo una insignia y una pistola y un pene.

    Para encontrar a Mona y a Ostra solamente hay que buscar cosas fantásticas, milagros. Titulares asombrosos de periódicos sensacionalistas. La pareja de jóvenes que fueron vistos cruzando el lago Michigan a pie en julio. La chica que hizo crecer hierba, verde y alta, para el búfalo que se estaba muriendo de hambre en Canadá. El chico que habla con los perros perdidos de la perrera y los ayuda a volver a casa.

    Hay que buscar magia. Hay que buscar santos.

    La Virgen Voladora. El Jesucristo de los Animales Atropellados. El Infierno de Hiedra. La Vaca Judas Parlante.

    Ir siempre siguiendo los datos. Cazando brujas. No es lo que un psicólogo te diría que hicieras, pero funciona.

    Mona y Ostra, bien pronto este mundo será de ellos. El poder ha cambiado. Helen y yo siempre estaremos jugando a alcanzarlos. Imaginen que Jesucristo los persigue, que los intenta atrapar a ustedes y salvar sus almas. No un simple Dios paciente y pasivo, sino un sabueso laborioso y agresivo.

    El Sargento abre la pistolera, igual que Helen solía abrir su bolso, y saca una pistola.

    Y dice, Helen dice, quienquiera que sea dice:

    —¿Por qué no los matamos a la antigua?

    Ahora esta es mi vida.


    Fin

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