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septiembre 07, 2014
LA GUAPA cajera de la tienda militar, en cierta base del Ejército norteamericano, le preguntó a un joven recluta si llevaba algo que lo identificara como militar. El interpelado dijo que sí, y, acto seguido, se inclinó ante la chica y, tomándole una mano, hizo que se la pasara por la cabeza rapada.
—K.F.
BIEN ADENTRO en territorio del Vietcong, cerca de la frontera de Camboya, el capellán celebraba los servicios religiosos para un pelotón de artillería estadounidense. Estando ya a punto de concluir el sermón, sonaron dos tiros de fusil y las balas pasaron silbando a poca distancia de la cabeza del oficiante. Con la intención de infundir ánimo a la tropa, el capellán se volvió hacia la selva y se dirigió en voz alta al invisible tirador enemigo.
—¡Ya, ya! —dijo—. ¡Mi sermón no ha estado tan malo como para eso!
Todos los fieles rompieron a reír cuando alguien comentó:
—Capellán, ¿qué le hace creer a usted que esos fueron tiros enemigos?
—R.R.J.
DURANTE la segunda guerra mundial, en un destacamento de la Real Fuerza Aérea, en Inglaterra, había un campo de fútbol que quedaba precisamente al extremo de una corta pista de aterrizaje. La base tenía la buena suerte de tener entre su personal a varios futbolistas profesionales. Una vez invitaron a jugar a un improvisado equipo de una batería antiaérea, tan carente de recursos para el deporte que el árbitro, los jueces de línea y todos los espectadores pertenecían a la aviación.
Aunque al terminar el primer tiempo los jugadores de la base llevaban una ventaja descomunal, los artilleros se alinearon con muy buen ánimo para dar comienzo al segundo tiempo. Pero sus sonrisas no tardaron en desvanecerse al ver que un avión, que aterrizaba con demasiada rapidez, se precipitaba por la pista vertiginosamente e invadía el campo de fútbol, seguido de cerca por un séquito de carros de bombas de incendio y ambulancias. Los futbolistas se dispersaron. Apenas lograron ponerse a salvo, el capitán de los artilleros comentó, sin resuello:
—Tienen de su parte al árbitro, a los jueces de línea y al público... ¡Y encima traen refuerzos por aire!
—J.W. Smith (Blackpool, Inglaterra)
RECIÉN salido de la Escuela de Navegación Aérea, solía volar siempre con un piloto que tenía 15.000 horas de vuelo. Mi pericia como navegante dejaba mucho que desear, y un día, después de volar sin rumbo durante varias horas sobre el Golfo de México en busca de Nueva Orleáns, el capitán me llamó por el teléfono de intercomunicación. Esperando recibir una tremenda filípica, me presenté titubeante. El piloto me acabó con una sola frase.
—Littlefield —me dijo—, cuando usted muera, quizá vaya a parar al cielo... sólo por haber perdido el rumbo.
—Mayor Ralph Littlefield, hijo
PARA nuestro primer comisario, cierto nuevo marino de la tripulación constituía un perenne quebradero de cabeza, pues el novato tenía el don de no hacer nada como Dios manda. Llegó al colmo un día en que, ante la marinería congregada, izó la bandera nacional al revés.
Una vez puestas las cosas en orden y sosegados los ánimos, el oficial de mando hizo llamar al comisario para reprenderle, y luego inquirió acerca del nuevo recluta.
—El caso podría resumirse así —dijo el interrogado—: el tener de servicio a este marino equivale a la ausencia de dos de mis mejores ayudantes.
—R.B.