LO QUE MÁS NECESITA EL NIÑO
Publicado en
agosto 31, 2014
La investigación ha revelado que el amor propio es uno de los principales factores del éxito en los niños. ¿Cómo podemos ayudar a nuestro hijo a alcanzar este ingrediente esencial? El siguiente artículo puede servirnos de guía.
Por Floyd Miller (Condensado de "The PTA Magazine".
MEDIA docena de madres de familia, haciendo una breve pausa en sus tareas, se hallaban sentadas a una mesa de cocina tomando café. Una de ellas dijo: "A mi niño se le puede vacunar contra la poliomielitis, el tétanos, la viruela, y sólo Dios sabe cuántas cosas más. ¿No sería maravilloso que se le pudiera vacunar contra el fracaso y la infelicidad cuando sea mayor?"
Estas palabras fueron dichas medio en broma. Pero esta es precisamente la cuestión acerca de la cual Stanley Coopersmith, profesor auxiliar de sicología en una de las facultades de la Universidad de California, ha estado practicando notables investigaciones. El profesor Coopersmith ha aislado y analizado el factor que parece ser común a la mayoría de los hombres y mujeres que triunfan en la vida: una actitud mental definida como "alto grado de amor propio". ¿Cómo se les inoculó?
"Sabemos desde hace mucho tiempo cuán vital es para un hombre el amor propio", dice Coopersmith. "Pero, ¿por qué un joven lo tiene y su joven vecino carece de él?"
Coopersmith estudió, en lapsos de seis años, la vida de 1748 muchachos normales de la clase media (así como de sus familias), desde la preadolescencia hasta la madurez juvenil.* Comprobó que los padres pueden cultivar en su hijo un alto grado de amor propio. La clase social o el grupo étnico no importa para esto. Las actitudes de un niño con respecto a sí mismo se forman en su propio hogar. El niño tiende a verse como lo ven sus padres o como él cree que ellos lo ven. Y aunque esta investigación se hizo solo con muchachos, sus conclusiones son igualmente aplicables a las chicas.
Según el estudio de Coopersmith, los hogares en que pasaron su niñez los jóvenes dotados de confianza en sí mismos y que después alcanzaron éxito en la vida tenían tres cosas en común :
Primera, había amor en la familia, no precisamente el que se manifiesta en besos y caricias, sino el amor que expresa respeto al niño y preocupación por él. Cuando el niño descubre que es objeto de profundo interés y orgullo, comienza a sentir que es una persona de algún valor.
Segunda, los padres de niños con un alto grado de propia estimación eran mucho menos complacientes que los padres de niños dotados de poco amor propio. El hijo de padres que le dejan demasiada libertad tiende a sentirse atemorizado e inseguro; se ve en la necesidad de tomar decisiones en campos donde no tiene ni la experiencia ni el conocimiento necesarios para hacer una elección razonada; sospecha que sus padres no le imponen ninguna regla simplemente porque no les importa mucho lo que le ocurra.
Tercera, había un notable grado de democracia en las familias en que los hijos tenían un gran amor propio. Los padres, habiendo establecido un código de conducta y su propia autoridad dentro de los límites de este código, alentaban al muchacho a traer a discusión sus propias ideas. Las opiniones del muchacho, por extremas que fueran, se examinaban con respeto, aunque con severidad.
Como padres, todos tenemos defectos; pero la mayoría de nosotros podemos educar a nuestros hijos mejor de lo que lo hacemos, dice Coopersmith. Según él, un niño en quien no se está desarrollando el amor propio presenta síntomas que son verdaderos gritos de petición de socorro :
Temor y timidez. En la edad preescolar es normal, por lo general, que los niños sean medrosos y tímidos, pero si esto persiste más allá del sexto o séptimo año de primaria, se debe considerar seriamente. El peligro, en tal caso, no es tanto que los padres den pocas oportunidades de vida social a su hijo como que le den demasiadas. Evítese el lanzar a un niño a las situaciones sociales hasta que esté capacitado para ellas, advierte Coopersmith. Si las demás relaciones dentro de la familia son generalmente buenas, se puede confiar en que el niño, a su debido tiempo, estará capacitado para ir a un campamento de verano, a la escuela de baile o a reuniones.
Jactancia y bravuconería. El jovencito que muestra tales rasgos tiene lo que Coopersmith describe como un "centro blandengue y débil de incertidumbre, rodeado de una capa exterior más dura que lo disimula; es decir, una máscara". Por lo general, este niño quiere que se le preste atención. Un padre informó: "Detesto a un muchacho bravucón, y cada vez que sorprendo a mi chico portándose como tal, lo castigo severamente. Pero no parece que esto surta efecto". El padre en este caso era un corredor de bolsa muy ocupado, que pasaba poco tiempo con su familia. El muchacho, desesperado por conseguir que su padre le prestara atención, había descubierto un modo seguro de obtenerla. Al castigarlo, su padre le prestaba cierta atención y, por tanto, era algo mejor que nada. Lo que los padres deben hacer es ayudar al niño a encontrar modos constructivos de ganarse su atención. Pero esto no lo puede hacer un padre ausente.
Incapacidad para tomar decisiones. Los padres que son ellos mismos vacilantes e inseguros de sí, no constituyen un buen ejemplo para un niño. Le contagian su falta de seguridad, y eso lo inhibe. Y si un niño toma una decisión errónea y se le reprende por ello con severidad, puede muy bien llegar a pensar que el modo más seguro y fácil de complacer a sus padres es abstenerse de tomar alguna decisión. Coopersmith hace notar que las decisiones erróneas no son necesariamente fracasos, sino meras equivocaciones de las cuales el niño puede aprender.
La familia debería discutir abiertamente los problemas de los adultos al presentarse tales problemas. Cuando los padres toman a veces una decisión equivocada, también la deben ventilar ante los niños. Hay que hacer ver al niño que a nadie se le exige que sea perfecto. Así se le alentará a tomar una serie de pequeñas decisiones en las que difícilmente podrá cometer errores. Déjesele escoger los libros que va a buscar a la biblioteca, seleccionar entre los suyos el traje que llevará a la escuela, elegir los platos para la comida. Mucho es lo que está en juego en estas sencillas decisiones, pues si no se forma en el niño la convicción de que es capaz de analizar un problema hasta su aceptable conclusión, no tendrá el valor ni el optimismo necesarios para perseverar en años por venir, cuando los problemas serán más difíciles.
Dar por descontado el fracaso. Algunos niños son capaces de tomar decisiones con bastante facilidad, pero sus decisiones son irrazonables. Se proponen alcanzar metas que están más allá de sus propias aptitudes (frecuentemente, según descubrió Coopersmith, alentados por padres que intentan usar al niño para realce de ellos mismos). Típico es el caso de un padre entre cuyas aspiraciones con respecto a su hijo figura la de que estudie en alguna universidad famosa, aunque el muchacho no tenga capacidad para ello. Después de una serie de fracasos inevitables, el joven llegará a dar por descontado que fracasará en todo proyecto que emprenda.
Hubiera sido preferible, dice Coopersmith, que el padre de nuestro ejemplo se abstuviera de empujar al muchacho. Un padre no puede forzar a su hijo a tener éxito. Sí puede, en cambio, alentarlo a fijarse metas apropiadas y dejar sentado claramente que si el chico fracasa, el fracaso será de él y, si consigue lo que se proponía, el éxito será también del niño: un triunfo propio. Esto puede contribuir grandemente a liberar al niño de la sensación de que sus padres lo están presionando y dirigiendo para conseguir sus propias metas, no las de él.
Ningún deseo de expresar opiniones. Algunos niños presentan una personalidad pasiva, son retraídos y, al parecer, no les interesa el mundo en torno a ellos. Estos niños han observado que con frecuencia las opiniones expresadas vigorosamente son causa de discusiones, disgustos y penas, todo lo cual desean evitar. Podrán tener secretamente opiniones propias, pero el abstenerse de expresarlas y defenderlas trae por consecuencia que se vayan retrayendo poco a poco, y con esto el niño pierde también parte de su amor propio.
Esto suele ocurrir en familias en que los padres carecen de firmeza y certidumbre con respecto a sus propias opiniones y rehúyen el campo de batalla de las ideas. Tales padres dan suma importancia a la tranquilidad y conformidad de la familia. Juzgan al mundo como un lugar amenazador y quieren que sus hijos eviten los peligros de mezclarse en sus problemas.
Cierto que un muchacho en quien el amor propio se está desarrollando en alto grado puede ocasionar problemas en casa. Reclama sus derechos, manifiesta sus opiniones y siente afán de argüir en defensa de ellas. Busca la disputa como medio de ponerse a prueba a sí mismo. Pero el padre que reprime tal conducta desarma al muchacho, le niega precisamente el arma que este necesita en la vida: el abrigar una alta opinión de sí mismo, la convicción de que se puede defender solo, y con éxito, de que él y otros hombres como él pueden mejorar el mundo.
No poder encontrarle sentido a la vida. Durante la adolescencia el joven mira cada vez más hacia fuera, hacia el mundo. Si su amor propio es débil, verá el porvenir con alarma. El mundo es un revoltillo terrible, se dirá a sí mismo, y nadie parece hacer nada para remediarlo. Si mis padres y su generación no son capaces de poner orden en el mundo, nadie, sin duda, podrá esperar que yo intente hacer algo. ¿Para qué molestarme en ir a la escuela ? ¿Para qué tener aspiraciones?
Difícilmente podrían los padres negar que el mundo está desordenado, pero, en mayor o menor grado, siempre ha sido así. El niño debe buscar el orden, la seguridad y el amor dentro del hogar, en el seno de la familia. Una vez que el muchacho sabe que goza de estimación en el hogar, se sentirá deseoso de correr el mundo, de participar en él.
Los padres no pueden forzar al niño a acometer actividades fuera de casa; solo pueden alentarlo y orientarlo en la dirección que el niño parezca preferir tomar. Pero toda participación del niño en las cosas del mundo, por simple que sea al principio, puede dar por resultado que el niño participe en él más y más. Cierto padre se encontró un día con que su hijo había decidido abandonar los estudios. Le consiguió entonces un empleo temporal en un supermercado; el muchacho descubrió allí que le interesaba el comercio y comprendió lo que vale una educación, y en el otoño regresó voluntariamente a la escuela.
El profesor Coopersmith comenzó su estudio en 1959, y actualmente la mayoría de los muchachos en quienes basó su trabajo han consolidado sus actitudes de personas adultas y sus aspiraciones profesionales. Los jóvenes más independientes y de más éxito proceden de hogares en los que se les exigía la más rigurosa responsabilidad. Y, cosa interesante, estos jóvenes son también los que mantienen los más estrechos y cariñosos lazos familiares.
*El profesor Coopersmith expuso sus métodos y conclusiones en el libro The Antecedents of Self-Steem