Publicado en
agosto 24, 2014
Correspondiente a la edición de Febrero de 1982
Una cierta sonrisa.
Alejandro Carrión.
Mi mayor deseo es el de que los distinguidos familiares de las personas que cito en esta anécdota no se sientan ofendidas, ni piensen que intento ofender a sus ilustres deudos. No hay tal pretensión en mi ánimo, no soy don Juan Tenorio para perder mi tiempo ofendiendo a las estatuas. Simplemente, recuerdo cosas de los viejos tiempos, en este caso algo que tiene que ver directamente con mi carrera de periodista.
Por aquellos tiempos el famoso político conservador doctor Ruperto Alarcón Falconí fue promovido al alto cargo de Contralor General de la República, como entonces se decía. Ahora se dice "del Estado": el cargo es el mismo, su poder es menor. Cuando comenzó a actuar, con singular energía, todos nos dimos cuenta de que su nombre, el que recibió en la pila bautismal y el que recibió de sus padres, no era el que realmente le correspondía, no era el que lo interpretaba a la perfección.
Los periodistas comenzaron a ensayar nombres que fuesen más apropiados para el formidable guerrero, que asestaba golpes tremendos a gentes de todas las edades, profesiones, credos políticos y a cada declaración a los diarios hacía temblar al Pichincha. Unos lo llamaban "Rupo Caifás", y era evidente que no se trataba de eso. Otros, ya más cerca de lo buscado, le decían "Rupo Feroche", pero no, no lo era tampoco. Es decir, Feroche, lo era, pero el nombre no era el que le correspondía.
Un buen día, yo caminaba por esas calles de Dios pensando en que si habría nacido rico no fuera pobre, y que si no fuera pobre la pobreza no ensombrecería mis días: un bonito género de pensamientos que tenía de malo el no llevarme para ninguna parte. De esas ensoñaciones me sacó mi inolvidable amigo Felipito Borja, cuyo rostro, escéptico y sonriente, habituado a todos los aguaceros, me restableció inmediatamente la moral. Y no sólo la moral, sino también la cívica.
Me dice Felipito: "Ustedes, los periodistas, son una verdadera calamidad: no aciertan nunca". Yo respondo: "Es verdad, Felipito, hablas como un libro". Y él: "Por ejemplo, en esto de dar con el verdadero nombre del Contralor... ¿Cómo es posible que hasta ahora no se hayan dado cuenta de que él verdaderamente se llama Rupango?" Yo dí un grito y luego bailé parte de la danza del fuego para alejar los espíritus del mal, con razonable sorpresa de los demás transeúntes. "¡Eso! ¡Eso! ¡Ven, Felipito, para estrecharte en mis brazos! ¡Ese es el verdadero nombre!" Una gran luz se había hecho en mi cerebro: todo estaba aclarado. La luz de la verdad había disipado el error. Ahora ya no cabían sorpresas, además. El instante en que se conocía el verdadero nombre, todo estaba para siempre a la vista.
Comuniqué a mis lectores el hallazgo y como no soy del todo honrado, aun cuando lo parezca, dejé creer que era yo quien había encontrado la verdad. No dije palabra sobre Felipito, no le concedí el crédito y él, que siempre fue tan generoso, nunca me lo pidió. De modo que quedó para mi fama el haber descubierto el verdadero nombre del hombre de hierro.
Pasaron los años como pasan los demócratas cristianos por los altos cargos, Rupango salió de la Contraloría con la satisfacción del deber cumplido y con su verdadero nombre en los labios de todos. Vino una contienda electoral y como el Partido Conservador fuera tan ciego para no descubrir donde estaba el triunfo, se lanzó por su propia cuenta, sentando las bases del Partido Patriótico Popular, de cuya vida y milagros, una vez muerto su ilustre líder, no hay nada que decir. Lo acompañó en la papeleta en calidad de "binomio", como dicen, un señor de apellido Azúa, que era Alcalde de Portoviejo.
Yo era entonces un sujeto increíblemente malcriado, suelto de lengua, irrespetuoso, un bicho. No porque mis padres, tan honestos como corteses, me hubiesen educado mal, sino porque me había venido pervirtiendo en lugares tan horrorosos como la Universidad Central y el Partido Socialista. De modo que cuando hablaba de las giras electorales del doctor Alarcón, decía: "Ya está de nuevo Rupango de paseo en su mula manabita". Que el alma del señor Azúa me perdone: ahora, que he rectificado mi conducta y soy un ciudadano probo y correcto, una columna de la sociedad, me golpeo el pecho tres veces conforme el ritual y confieso mi culpa.
Llegó el día de "entrar" en Portoviejo, para conquistar el electorado de la provincia de Alfaro que, a pesar de ello, alberga muchos partidarios del doctor Wilfrido Loor. El señor Azúa ofreció al doctor Alarcón el balcón prócer del Palacio Municipal y en la plaza se concentraron los partidarios del binomio. Cuando apareció el candidato una cerrada ovación lo saludó. Los curunchos manabitas gritaban: "¡Viva Rupango! ¡Viva Rupango!" y, luego, en una avalancha que no cesaba: "¡Rupango! ¡Rupango! ¡Rupango! ¡Rupango! ¡Rupango! ¡Rupango!", hasta ensordecerse a sí mismos.
El doctor Alarcón se halló, de golpe e inesperadamente, ante un problema que no había considerado: los curunchos manabitas estaban convencidos de que su verdadero nombre era Rupango, y con él lo aclamaban. Compartían así una opinión de los ecuatorianos adversos a su candidatura que solamente lo nombraban Rupango. Aquello era, sin duda, una débil base, pero base al fin, para la unidad nacional por todos tan ansiada. Hombre de rápidas resoluciones, acostumbrado a tomar los peligros por los cuernos, comenzó su alocución con estas palabras inmortales, que el telégrafo transmitió inmediatamente a todo el país: "Sí, nobles manabitas! Yo soy Rupango, el terror de los ladrones!"
Cuando supe lo ocurrido me emocioné hasta las lágrimas y llegué a la conclusión, que sigue estando para mí vigente, de que Dios, no viendo mis flaquezas, me crió para el periodismo y me asignó la misión de descubrir y de difundir la verdad por encima de todas las cosas. Enjugando nerviosamente mis lágrimas, me abalancé a la máquina de escribir y pergeñé un "juansincielazo" en el cual, sin envanecerme, dije que mi carrera de periodista había llegado a su cima, pues había conseguido, con ayuda de la muy respetable asamblea de los curunchos manabitas, reunida en la plaza mayor de su capital —¡una muy importante porción del pueblo ecuatoriano!— que el feroz prohombre reconociera que su verdadero nombre era el que yo le daba y todos lo repetían: "Rupango" y, sin duda alguna, el terror de los ladrones. Y, en mente agregué: "y también de los hombres honrados", porque ¿quién no le temía?
Muchas veces en mi larga carrera de periodista, comenzada en 1933 y mantenida con una constancia indesanimable hasta este año de 1982, cuando la nieve de los años refresca mi talento y lo vuelve sereno y respetuoso, he estado muy cerca de la cima y he obtenido grandes triunfos, pero nunca uno como aquel, cuando Rupango reconoció ante el Ecuador entero, mientras sus partidaros lo aclamaban, que ese y no otro era su verdadero nombre. ¡Laus Deo!