Publicado en
agosto 31, 2014
Correspondiente a la edición de Febrero de 1982
Por Rodrigo Villacis Molina.
Leyendo a ese novelista metido a agricultor, que hoy escribe una columna para El Comercio, Angel Felicísimo Rojas, me acabo de llevar un susto: dice que el futuro del café ecuatoriano, si no se toman medidas emergentes, se presenta muy sombrío.
Todo lo que se relaciona con ese grano me preocupa, porque he llegado a identificar mi trabajo con el café; es para mí como un combustible mental, y cuando no hay un "tinto" ni siquiera me molesto en sentarme a la máquina de escribir. Soy, digámoslo de una vez, un adicto.
Me gusta tanto el café, que su "biografía", en 30 páginas del tomo 10 de la Enciclopedia Espasa, me apasiona más que la biografía de Napoleón escrita por Emil Ludwig: "Los primeros tiempos de la historia del café se pierden en misteriosas leyendas", dice ese texto, y más adelante afirma que en Abisinia se tomaba café desde tiempos inmemoriales y que desde allí o desde Etiopía llegó el café a Arabia. Cuando los árabes conquistaron España no lograron sembrar la semilla del Islamismo en la Península, a pesar de que se quedaron casi ocho siglos; pero la semilla del café, en cambio, prendió maravillosamente y vino a América en las carabelas de Colón. Así, pues, nuestra deuda con España no se reduce,como se ha dicho con criterio evidentemente parcial, a la religión y al idioma; incluye también esta bebida que, cual ocurría con la vecinita que teníamos a los 15 años, nos quita el sueño.
Pero el café sufrió también persecuciones; en 1511 el gobernador Morisco Khair Bei lo prohibió en sus dominios y mandó destruir sus plantaciones y depósitos, y aún en nuestra época, algunos médicos dicen que es contraindicado para los enfermos nerviosos.
No quiero ni pensar en la posibilidad de que nos hubiesen descubierto, conquistado y colonizado los ingleses. Ellos habrían traído el té, con su color amarillento de ancestro chino, su saborcito a dama apergaminada y su puntualidad de las 5:00 p.m. según el meridiano de Greenwich.
Tampoco me interesa el mate, que probé en Buenos Aires. Su gusto amargo a tango y su tufo de milonga me ponen tenso.
El café, en cambio, afloja todas mis tensiones y me pone en paz con la vida; perdono de corazón a mis enemigos y no me importa ni la liquidación del impuesto a la renta. Creo que el Ministerio de Finanzas evitaría la evasión si, junto con los respectivos formularios, sirviera gratuitamente una tacita de café.
Dice la historia que uno de los primeros cafés públicos en España fue el del Pombo, en Madrid, donde es fama que tenían lugar interesantísimas tertulias de intelectuales y artistas. Ahora hay en todas partes estos locales de expendio, a los cuales entran los parroquianos a tomarse un café y salen resolviendo todos los problemas del país y del mundo.
Los cafés son, en efecto, el último refugio de la conversación, ese arte refinadísimo expulsado del hogar por la TV. Allí se puede hablar sin temor de interrumpir a la familia que sigue devotamente las dramáticas peripecias de la Esclava Isaura o las aventuras de los Angeles de Charlie. Y al calor de la negra y aromática bebida, se le ocurren a uno las soluciones adecuadas para las cuestiones más complejas de la política Este-Oeste, de la economía Norte-Sur, del nuevo Orden Internacional de la Información y hasta de la invasión de las ventas ambulantes en Quito.
¡Quién sabe cuántas ideas geniales nacieron en los cafés, cuántas novelas fueron concebidas en sus mesas, y cuántos poemas fueron escritos en sus servilletas de papel!
Hace un par de décadas, cuando el centro de la actividad de Quito estaba todavía en el centro de la ciudad, habían algunos cafés donde se reunían los jóvenes intelectuales de la época, proyectos de escritores que descubrieron a tiempo que, lo mismo que el crimen, la actividad literaria no paga, y se convirtieron en abogados, banqueros, diplomáticos y hasta legisladores.
Uno de esos cafés era el Savoy, que estaba primero frente a la Americana, en la calle Venezuela, y después un poco más abajo, en donde hoy es el Bar del Hotel Inca. La especialidad del Savoy era un tipo de café con unas gotitas de coñac, al que llamábamos "carajillo". Había también el "pintado", con un poquito de crema,y el "Express", fuerte.
Después he conocido otras combinaciones como el "irish coffee", con una ligera espuma y que también tiene gusto a coñac; pero sobre todo el "capuccino", que exige una sabia dosificación de misteriosos ingredientes.
Cuando voy a Ambato no me pierdo el café que hace mi abuela, con grano tostado, molido y "pasado" en casa, y cuando viajo a Tulcán tampoco dejo de tomar, por nada del mundo, el "café de chuspa".
Sin embargo, el café no es mi color preferido; es el verde.