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agosto 17, 2014
EL ANTIGUO propietario de nuestra casa proyectaba trasladarse a otra región, así que se alegró mucho cuando le dijimos que podría dejarnos todo lo que no quisiera llevarse. Además de una máquina de cortar el césped y varias mesitas, encontramos un aparato que nos dejó confusos. Era una tabla cuadrada de un metro por lado, con dos patas en uno de sus extremos y ninguna en el otro. Ya me disponía a tirarla, cuando observé que por debajo había pegado un aviso que decía : "Cuando desee pintar en la caja de la escalera, esto va en el cuarto peldaño para formar una plataforma a nivel. Solo le restará pasar a la casa vecina y pedir prestada la escalera de mano".
— D.L.
ACABABA de recibir el automóvil nuevo y no me había familiarizado aún con todos sus dispositivos, especialmente con las ventanillas, movidas por electricidad. Al llegar a la autopista, traté de bajar mi ventanilla para pagar el peaje. Oprimí un botón y, ante mi desconcierto, se abrió la delantera derecha. Algo nerviosa, ensayé de nuevo, y entonces bajaron simultáneamente las dos ventanillas de atrás. Tras otros pasos en falso, por fin mi ventanilla se abrió como las demás. El cobrador del peaje observaba el episodio con una sonrisa. Meneando la cabeza, me dijo:
—Señorita: precisamente cuando estaba comenzando a temer que las mujeres fueran a adueñarse del mundo, llega una como usted y me devuelve la tranquilidad.
—A.J.
EFECTUABA yo un viaje que era la culminación de varios años de hacer planes, y ahora parecía que todo había sido en vano. Había viajado miles de kilómetros hasta llegar al coto de animales salvajes, con el propósito de cazar antílopes, y he aquí que a 120 kilómetros de mi destino, me detenía un enorme derrumbe de piedras en la carretera. Este era el único camino para el coto, y despejarlo sería cuestión de varios días, y para entonces ya habrían terminado mis vacaciones. Contrariado profundamente, ya me disponía a virar en redondo y volverme a casa, cuando vi una camioneta que hacía alto al otro lado de la barrera de piedras. El conductor descendió del vehículo, salvó a pie el obstáculo y se me aproximó.
—Veo que va usted de cacería —me dijo—. ¿Cuánto tiempo piensa pasar allá?
Le dije que había pensado estar me allí tres o cuatro días, pero que ahora tendría que desistir del proyecto y regresar a casa.
—No hay necesidad de que se vuelva —me dijo—. Yo iba a pasar unos dos días en la ciudad. Podría usted poner sus cosas en mi camioneta y yo podría tomar su automóvil para ir a la ciudad. Nos podremos encontrar aquí el viernes, digamos, a las doce del día, y volvemos a cambiar de vehículos.
Y así lo hicimos.
— R. M.
SE ME HABÍAN acabado los tomates y le pedí a mi marido que fuera a la tienda vecina a comprarme algunos para la comida. Mi marido se llevó a nuestro hijo Tommy, de tres años, quien salió cargado con su juguete favorito. Tomaron el automóvil aunque la tienda estaba a solo dos cuadras de distancia. A los diez minutos padre e hijo estuvieron de vuelta. Tommy lloraba porque había dejado el juguete en la tienda. Después de regañarlo severamente por su falta de cuidado con sus cosas, mi esposo le dijo:
—Ven, Tommy, iremos a la tienda por tu juguete.
Luego, volviéndose a mí, me confesó:
—Tengo que volver. Se me olvidó el automóvil.
—T.S.
ESTANDO de visita en Hawaii, me resultaba difícil adaptarme a sus caminos y sus especiales reglamentos de tránsito. Me parecía que, invariablemente, los residentes de la isla se tomaban el derecho de paso a mis costillas. Al exponerle el problema a mi vecina, esta me dio la solución. "En todo caso, deténgase usted y hágale al otro automovilista una señal para que pase antes que usted", me dijo. "Invariablemente, el otro hará alto y será él quien le indique que siga usted primero. Lo que los hawaiianos no pueden tolerar es que otras personas pretendan ser más corteses que ellos"
—P.W.W. (Honolulú, Hawaii)
MI HERMANA y yo estábamos Comparando nuestra juventud con la de la generación actual. Comenté que en nuestra época no había manifestaciones ni grupos de protesta y que, en lugar de ropa costosa o nuevas prendas caprichosas, usábamos lo que heredábamos de nuestros mayores.
—Y sin embargo —dije en conclusión—, no nos quejábamos.
—No —repuso mi hermana, pensativa—. No sabíamos que pudiéramos hacer tal cosa.
— A.W.E.
MI MARIDO, que es dueño de su negocio, charlaba con cierto amigo suyo cuya situación es, en lo económico, igualmente vulnerable. Ambos se lamentaban de los impuestos fiscales, del elevado costo del equipo y de los empleados que piden adelantos a cuenta de su sueldo.
—Tengo uno que ya me debe 90 dólares —decía Fred—. Pero los estoy recuperando sin mayor trabajo.
—¿Cómo? —le preguntó mi marido con curiosidad.
—Sencillísimo. Le concedí un aumento de sueldo de cinco dólares a la semana, pero no se lo pienso decir hasta que yo me haya cobrado totalmente.
— T.J.N.