UN NIÑO CON EL VALOR DE UN HOMBRE
Publicado en
julio 13, 2014
De pronto se enfrentó a la adversidad.
Por Wanda Evans.
CUANDO Terry Jesko, chico de ocho años de edad, no estaba en la escuela, o jugando a la pelota o en alguna reunión del programa de educación agrícola y cívica, gustaba de acompañar a su padre, Lee Jesko, para ayudarle a alimentar al ganado o ir junto a él en uno de los tractores. Desde que aprendió a andar, Terry iba a los sembradíos con su padre, observándolo todo, haciendo preguntas, atendiendo a las explicaciones que le daba pacientemente sobre las tareas agrícolas.
El viernes 4 de mayo de 1973 por la tarde Terry llegó a casa a eso de las 3:30, de regreso de la escuela de Lazbuddie (Tejas). Brenda Jesko sirvió a su hijo un refrigerio y en seguida lo acompañó al campo, donde su esposo sembraba sorgo. Lee viajaba al volante del enorme tractor para seis surcos, equipado con cajas sembradoras y un escarificador, especie de cuchilla montada al frente de la máquina para cortar las zarzas y hierbas. Terry esperaba que aquel día su padre comenzara a enseñarle a conducir el tractor. Durante las horas siguientes el niño ocupó su sitio en la cabina y Lee le permitió que se sentara al volante y condujera el vehículo.
El Sol ya declinaba cuando Lee redujo la marcha del tractor a la velocidad mínima. "Bajaré a revisar las cajas sembradoras", avisó a su hijo. "Tú sigue muy despacio y vigila que la máquina vaya derecha".
Encaramado en la cabina en lo más alto del colosal tractor, vio que su padre descendía y luego se dirigía a la parte trasera. Lee terminó de examinar la semilla y luego se dispuso a volver a la cabina. Terry advirtió de reojo que su padre empezaba a subir por los escalones. De pronto algo pegó contra la portezuela y, cuando el niño se volvió, ya no vio a su padre.
Asustado, el chico se quedó mirando el tablero de instrumentos del tractor, para él extraño. Su primer pensamiento fue detener la máquina. Deslizándose hacia adelante, se apoyó con todo su peso en el embrague y en el pedal del freno, alargó luego la mano en busca de la llave del encendido y apagó el motor. El vehículo se detuvo tras una sacudida, y Terry saltó fuera de la cabina y bajó por los escalones.
LAS FUERZAS DE UN NIÑO
Lee yacía inconsciente en tierra con el brazo derecho bajo el escarificador; tenía horriblemente torcidas las piernas y la camisa empapada en sangre. Terry alzó la vista hacia la rueda trasera del tractor, dos veces más alta que él. Sin duda su padre había caído debajo de aquella mole, que lo había arrastrado contra la cuchilla del escarificador.
Tratando de conservar la serenidad, el niño se preguntaba que debía hacer. Lo primero sería zafar a su padre del escarificador. El tractor estaba equipado con un elevador hidráulico para subir y bajar las cajas sembradoras y el aparato de escarificar. Tal vez lograra librar a su padre si levantaba el mecanismo.
Se encaramó de nuevo a la cabina, asió la palanca del elevador y lentamente alzó del suelo el aparejo. En seguida volvió rápidamente al lado de su padre y, tomándolo por las piernas, desgarradas y ensangrentadas, tiró de él con todas sus fuerzas, pero en vano; aquel niño de ocho años de edad y complexión débil no pudo mover el cuerpo inerte, que pesaba 90 kilos, pero al menos el escarificador ya no aplastaba al herido contra la tierra.
Terry comprendió que tendría que ir a buscar auxilio. El Sol poniente refulgía en la camioneta Ford, que estaba al extremo del surco recién abierto, a 100 metros de allí. Si pudiera llegar hasta su madre, ella sabría qué hacer.
El niño corrió hasta la camioneta y subió a ella. La llave del encendido estaba insertada, pero le temblaba tanto la mano que al principio se le dificultó hacerla girar. Cuando por fin arrancó el motor, el chico se dejó resbalar hasta la orilla del asiento, casi de pie, para alcanzar el pedal del acelerador. La casa de los Jesko estaba a dos kilómetros y medio de distancia... Tendría que virar el vehículo en el estrecho sendero. Le parecía oír la voz de su padre, como tantas veces, al enseñarle las tareas de la granja: No te precipites. Haz bien las cosas desde el primer intento.
VIAJE INTERMINABLE
Terry pisó el embrague, hizo girar el volante y oprimió el acelerador. La camioneta se sacudió, tosió y viró, pero no lo suficiente, y se clavó de nariz en una zanja poco profunda. El chico puso la palanca de velocidades en marcha atrás y cruzó el camino. Pero entonces las ruedas traseras se hundieron en la zanja del lado opuesto. Con desesperados esfuerzos volvió a aplicar la palanca en primera, logró enderezar el vehículo, y esta vez tomó la dirección conveniente.
Terry avanzó unos cuantos cientos de metros hacia el este y, sin disminuir la velocidad, enfiló hacia el norte, doblando el recodo sobre dos ruedas. Sin dejar de pisar el acelerador, mantenía los ojos fijos en el camino. Le pareció que tardaba horas en recorrer el kilómetro y medio que lo separaba del siguiente recodo, donde viraría hacia el este para llegar a casa.
De pronto, al llegar a la curva, hizo girar el volante con violencia... pero demasiado tarde. El vehículo cruzó saltando la zanja del desagüe y se estrelló en una cerca de cuatro alambres de púas. Terry se afirmó en el asiento y, atravesando la cerca, la camioneta se metió en el prado de un granjero vecino. El vehículo avanzó a tumbos por el pastizal. Se reventó un neumático, pero el chiquillo no podía detenerse. Y todavía seguía corriendo en ángulo abierto respecto del camino a su casa.
Unos metros más adelante vio una profunda abertura en el suelo. ¡Una zanja de riego! Movió el volante con todas sus fuerzas. Las ruedas delanteras rozaron los bordes de la zanja.
Tras dar vuelta en un último recodo, vio que por fin iba derecho hacia su casa. La camioneta corrió tambaleándose por el irregular pastizal, hasta que el chico se encontró precisamente frente al hogar. Aplicó los frenos poniéndose de pie, apagó el motor y bajó precipitadamente, mientras llamaba a gritos desesperados a su madre.
No había nadie en la cocina. Terry iba de una habitación a otra, a todo correr, llamando a su madre. La casa estaba desierta. El niño olvidaba que su progenitora había asistido a una reunión en la iglesia.
Corrió entonces hasta el teléfono y marcó un número con dedos temblorosos. Al momento le respondió la voz de la telefonista.
—¡Ayúdeme! —le suplicó— ¡Mi papá está herido!
—¿Quién eres? —le preguntó ella— ¿ En dónde está tu papá?
—Soy Terry Jesko. Mi papá salió al campo y está herido.
—¿Dónde es eso? Dime dónde está tu papá.
—En el campo —repitió Terry, que no lograba explicar bien dónde había ocurrido el accidente. Pero en eso tuvo una idea—. ¡Llame usted a Pete Jesko! ¡Es primo de papá y vive cerca de nosotros!
Poco después la camioneta de Pete Jesko llegaba a toda máquina a la puerta de la casa de Terry. El niño trepó a la cabina, y tío y sobrino salieron disparados.
LEE JESKO recobró el conocimiento poco después de salir su hijo en la camioneta. Recordó instantáneamente lo sucedido. Al disponerse a subir a la cabina del tractor había perdido pie. Una de las ruedas traseras lo había arrastrado hasta la afilada cuchilla del escarificador.
Le pareció extraño no sentir ningún dolor, aunque vio que perdía sangre y sin duda tendría huesos rotos. Llamó a Terry, pero nadie le respondió. Levantó la cabeza y volvió la mirada hacia el camino. La camioneta no estaba allí. Pensó: ¡Buen muchacho! Ha ido a buscar a su madre.
Entonces le asaltó un pensamiento inquietante: él era hombre corpulento, y cuando llegaran Terry y Brenda no podrían meterlo en el auto. Trataría de subir al tractor para conducirlo hasta el camino.
Jesko rodó y, apoyándose en la unidad sembradora, logró ponerse en pie. Le dolía tanto el pecho que apenas podía respirar. Si lograra subir al tractor y meterme en la cabina, que tiene aire acondicionado, estaría más cómodo.
Tuvo que recurrir a todas sus fuerzas y a su determinación para trepar los escalones e introducirse en la cabina. Un calambre en el muslo derecho le irradiaba a todo el cuerpo. Me equivoqué. Aquí en la cabina no estoy más cómodo; debo de tener una herida grave en el costado derecho. Me recostaré. Pero antes tengo que llegar hasta el camino. Haciendo desesperados esfuerzos para no desmayarse, puso en marcha la máquina y condujo el tractor hasta el extremo del surco. Después se arrastró fuera de la cabina y se desplomó en tierra.
TERRY sonrió de alivio al ver al tractor en el camino. ¡Su padre estaba vivo! Ya había oscurecido. Pete Jesko iluminó con los faros de la camioneta la figura tendida en tierra. Bajó del vehículo y se acercó a su primo para examinarlo de cerca, y le preguntó:
—¿Estás mal herido?
Lee asintió con un débil movimiento de cabeza:
—Eso creo. Llévenme al hospital.
—No. Te lastimaríamos. Ya viene una ambulancia de Muleshoe. No te muevas. ¡Tranquilo!
Mientras esperaban, Terry se sentó en la tierra y tomó entre las suyas la manaza de su padre. Le bastaba saber que vivía.
A lo lejos vieron los faros luminosos y una luz roja intermitente. Terry vio en silencio cómo los socorristas ponían al herido sobre una camilla, e insistió luego en trepar en la ambulancia detrás de la camilla. De rodillas en la parte trasera del vehículo, buscó a tientas la mano de su padre y la conservó entre las suyas durante el trepidante y rápido trayecto de 27 kilómetros hasta el hospital.
"LO ACERTADO"
El personal del hospital, puesto sobre aviso oportunamente, ya estaba preparado para recibir al herido. Una enfermera llevó a Terry a la sala de espera. Cada vez que el niño oía pasos en el pasillo, se volvía inquieto hacia la puerta, esperando ver llegar a su madre. Pete le propuso llevarlo a casa, pero se negó.
Brenda apareció por fin en la sala de espera, y el niño corrió a echarse en sus brazos.
—¿Se curará papá ? —le preguntó.
—Los médicos no lo saben todavía. Está muy malherido —respondió sonriendo forzadamente.
Y le comunicó el diagnóstico de los médicos. Su padre se había fracturado la clavícula y varias costillas, una de las cuales le había atravesado un pulmón. Tenía la pelvis dislocada y había sufrido muchas contusiones y lesiones internas.
—¡Quiero ver a papá! —suplicaba Terry— ¡Por favor, mamá ...!
El hospitalito no tenía reglas estrictas en el horario de visitas. No obstante, el médico vacilaba en dar su autorización. Lee Jesko necesitaba descanso y quietud. Sin embargo, comprendió el anhelo del niño de ver a su padre, y accedió a que entrara a visitarlo unos minutos. A la luz de una lámpara vio a su padre que yacía con los ojos cerrados, tan blanco como las sábanas. Tenía unos tubos en el brazo derecho y en las fosas nasales. El niño se acercó a la cama, sin decir palabra, y al fin alargó la mano para tocar la de su padre. El herido entreabrió los ojos.
—Hijo —murmuró Lee con voz velada por el dolor y los sedantes.
Con lentitud volvió muy poco la cabeza, hasta encontrar los ojos del chiquillo.
—Me asusté —empezó a decir el niño, pero le faltó la voz.
—Hiciste... justamente... lo acertado —respondió Lee en un susurro—. Me salvaste la vida.
Con los ojos arrasados de lágrimas, Terry dejó que su madre lo sacara de la habitación. Ya podía irse a casa.
DESPUES de cuatro meses de tratamiento, Lee Jesko pudo regresar a su trabajo. Y aquel verano recogió su cosecha.