PARA QUE LOS ESTUDIANTES SE AFICIONEN A LA LECTURA
Publicado en
junio 01, 2014
Un joven maestro ha creado un sistema extraordinariamente práctico para enseñar a los más refractarios a la lectura: en vez de decirles qué deben leer, hay que dejarlos elegir lo que quieren leer.
Por Arthur Gordon (Condensado de "American Education")
COMO TODO el mundo sabe, la afición a la lectura es, quizá, el elemento esencial para una vida de satisfacciones. Pero hay muchos jóvenes que nunca se aficionan a leer. Cada año millares de estudiantes abandonan la escuela, sintiéndose frustrados y enfurecidos porque los libros parecen ser sus enemigos. ¿ A qué se debe esto?
Daniel Fader, joven profesor auxiliar de literatura en la Universidad de Míchigan, que por su aspecto y modo de moverse parece un boxeador de peso completo cree haber hallado la solución. No es que tales estudiantes sean torpes, sino que nadie se ha preocupado por hacerles ver que la lectura puede ser interesante, útil, estimulante y placentera. Fader cree que, a menos que una persona asocie la lectura con el placer, es improbable que se aficione a leer.
La estimulante idea de Fader comenzó a tomar forma en 1962 y 1963. Recorriendo las escuelas secundarias de Míchigan, como Visitador Calificador, encontró, en una escuela tras otra, que los maestros concentraban su atención en los alumnos más brillantes, candidatos al ingreso en algún colegio superior, y que se desentendían de los menos capaces, de los que difícilmente continuarían sus estudios y que casi siempre eran malos lectores. Los maestros parecían persuadidos de que a estos no se les podría hacer comprender ni se les podía enseñar.
A Fader le inspiraron lástima estos inadaptados a las tareas académicas. En su propia juventud, aburrido soberanamente por lo que hallaba en las aulas, había poco menos que abandonado los estudios y pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca pública en espera de que se abrieran las salas de billar. Pero la lectura de aquello precisamente que a él le gustaba le inculcó tan profunda afición a los libros, que lo condujo finalmente a la práctica de la enseñanza. Pero en su progreso desde los billares al profesorado jamás perdió la convicción de que eran demasiados los estudiantes que vivían hastiados de lo que les daban en la escuela para leer.
Después de cada visita a las escuelas, Fader volvía a casa desasosegado.
—No les estamos dando a estos muchachos lo que necesitan ni lo que quieren —le decía a su mujer—. Sólo les estamos dando lo que nosotros creemos que deben saber. Los libros de texto representan para ellos símbolos del fracaso. Si yo fuera director de escuela, descartaría por completo los libros de texto. Acudiría a los profesionales que escriben un material de lectura que para imponerse tiene que luchar a brazo partido en el mercado libre: los periódicos, revistas, libros baratos. Esos escritores necesitan saber qué es lo que el público está dispuesto a leer. Yo usaría como material de enseñanza sus escritos, y nada más.
—Bueno —le contestaba su mujer—, alguien tendrá que poner a tu disposición una escuela de un género completamente nuevo. Y no puedo imaginarme que vaya a ocurrir eso.
Pero eso fue precisamente lo que sucedió.
Fader criticaba a las escuelas tan severamente, que un día un colega del Departamento de Servicios Escolares de la universidad le dijo:
—Cerca de aquí se está construyendo una nueva escuela correccional, la Escuela de Adiestramiento para Jóvenes W. J. Maxey. Buscan a alguien que establezca un plan de estudios de literatura, y están dispuestos a darle carta blanca. ¿Por qué no pone usted allí en práctica su teoría?
La primera reacción de Fader fue que era un encargo imposible de cumplir. Pero cuanto más meditaba en ello mayor era su entusiasmo. Si podía obtener buen resultado con material tan poco prometedor, sus ideas tendrían aplicación en cualquier parte. Y aceptó el empleo. En las siguientes seis semanas Fader visitó 60 escuelas, tratando de determinar las causas de la resistencia de los alumnos a la lectura. Interrogando a alumnos reacios, preguntaba:
—¿Qué tiene de malo la lectura de esto?
Las respuestas fueron ásperas y coincidentes:
—¿De qué nos sirve? Nunca nos dan a leer nada bueno.
¿Libros de tareas? ¿Construcción de frases?
—¿A quién le importan esas tonterías ?
Fader estaba convencido de que la clave del problema estribaba en averiguar lo que a esos muchachos les gustaría leer. Él y su facultad de profesores de literatura de la nueva escuela se reunieron y seleccionaron 1200 libros encuadernados en rústica que, a su juicio, les gustaría leer a los jóvenes. Pero la lista era muchísimo más larga de lo que permitía el presupuesto para libros de la escuela. Fader escribió a Ivan Ludington, distribuidor de revistas y libros baratos de Detroit, preguntándole si su compañía no podría prestarle ayuda. A los dos días le telefoneó Ludington. Su afición predilecta era alentar a los jóvenes a leer, le dijo; y agregó que donaría cualquier número de libros necesario para ayudar en tal proyecto. Una carta semejante al diario News de Detroit le proporcionó gratuitamente un centenar de periódicos cada día.
El resultado fue que cuando el primer grupo de estudiantes llegó a la flamante Escuela Maxey, hermoso edificio de ladrillo y cristal, les aguardaba un extraordinario recibimiento. Eran mozalbetes rudos, convictos de toda clase de delitos. La mitad eran negros y la otra mitad blancos, todos entre los 14 y los 18 años de edad. Su capacidad media para la lectura no pasaba del nivel propio del cuarto grado. Algunos eran hoscos, otros rebeldes. Esperaban recibir la educación normal y forzosa... y estaban decididos a rechazarla.
Pero en vez de darles los habituales libros de texto que tanto odiaban, a cada nuevo alumno que llegaba se le llevaba a una alegre y ventilada habitación llena de anaqueles giratorios, atiborrados de coloridos libros baratos. Sobre las mesas había docenas de revistas y periódicos de actualidad. A cada uno de los alumnos se le dijo que estos serían los únicos materiales que se usarían en sus clases de inglés y que podía escoger dos libros cualesquiera que serían de su propiedad particular.
Por ejemplo, un día el único material de estudio lo constituirían ejemplares del News de Detroit. ¿Quién querría comentar el titular principal? ¿Quién estaba dispuesto a leer en voz alta una información de la página deportiva? ¿Quién participaría en la redacción de una carta que se enviaría sin falta al diario, a la sección de "Cartas al director"?
Al día siguiente el material de enseñanza podría ser un semanario informativo. El criterio aplicado era sencillo: no emplear lo que pudiera considerarse "bueno" como lectura para los muchachos, sino lo que tal vez fuera de su gusto... y pudiera tener alguna relación con su vida.
En general el programa trataba de adaptar nuevas soluciones a viejos problemas. Si un muchacho consideraba que escribir carecía de importancia, Fader hacía que preparase una lista de las herramientas que necesitaba o una solicitud de permiso para hacer algo que deseaba. Si un joven se resistía a escribir ejercicios, seguro de que criticarían sus equivocaciones, Fader le daba un cuaderno en blanco para que consignase en él pensamientos que nadie leería, aunque se le darían buenas notas por las páginas que escribiera. Si no tenía ninguna idea que anotar, le invitaba a copiar algo de una revista o un libro, siempre que se dedicara a trasladar palabras al papel.
Los resultados fueron asombrosos. Un muchacho copió laboriosamente un número enteró de una revista informativa y empezó a hacer preguntas acerca de asuntos de los que ni siquiera había oído hablar hasta entonces. Otro comenzó garrapateando indecencias, luego dio en copiar versos, y por fin se puso a experimentar con palabras rimadas y con ritmos suyos.
Entre tanto, los libros en rústica iban desapareciendo cada vez más rápidamente de los anaqueles. Las novelas de intrépidos detectives eran los más populares, pero también tenían gran demanda las obras de los novelistas James Baldwin y Richard Wright. A medida que el interés iba en aumento, los muchachos empezaron a hacer intercambios entre sí, usando cigarrillos como moneda. Había libros que costaban uno, dos o tres cigarrillos. The Pearl, de John Steinbeck, era una obra que valía tres cigarrillos. Igual ocurría con A Raisin in the Sun, de Lorraine Hansberry. Y todo el mundo se emocionó el día en que un larguirucho jovenzuelo de 17 años, encontrándose inesperadamente con su maestro de literatura, sacó un libro que llevaba debajo de la camisa, y lo agitó en el aire para que lo viera, exclamando gozosamente:
—¡Lo compré, mi amigo, lo compré! ¡Y compré cuatro más la última vez que fui a casa! ¡No he robado ninguno!
Las noticias del experimento que se efectuaba en la Escuela Maxey empezaron a divulgarse. Invitado a ir a Washington, la capital, Fader trabajó con las autoridades escolares para implantar sus ideas en un centro atestado y al que concurría un elevado porcentaje de estudiantes de familias necesitadas. En Detroit ayudó a aumentar el número de salas de lectura ya existentes. Escribió un libro: Hooked on Books ("Mi vicio es la lectura"), que se publicó en rústica, naturalmente, en que describía la aplicación de su idea. Distribuidores de libros de otras ciudades comenzaron a establecer en las escuelas salas de lectura de obras en rústica. Y llegaron consultas de otros de los Estados norteamericanos, así como de Inglaterra, Canadá y Australia.
Un interesante aspecto del programa es la influencia que al parecer ha obrado en ciertos puntos de la delincuencia juvenil. Ray Girardin, jefe de la policía de Detroit, está tan impresionado que ha destinado algunos de los automóviles de las patrullas policiacas a llevar material de lectura a las escuelas. A Fader no le ha asombrado el anuncio de que la delincuencia va en disminución.
—La violencia —manifiesta— es el megáfono del muchacho que vive en la miseria. Pero si este encuentra acción y aventuras en la letra impresa, no necesitará dar tantas voces.
Fader cree que, a la larga, muchas poblaciones tendrán salas de lectura provistas de libros baratos en las zonas pobres, patrocinadas por gente que consideran que "el lenguaje es la indumentaria de la vida, y que ningún muchacho debe andar desnudo por el mundo".
Para Fader es algo en extremo emocionante el ver cómo un muchacho descubre la exaltación, la aventura de la lectura. Hay un pequeño incidente que para él sintetiza esto. Cierto día, cuando los muchachos de un campamento de verano para niños pobres iban de excursión a un lago próximo, uno de los consejeros se dio cuenta de que faltaban dos de ellos. Desandando su camino, los encontró. Eran un negro y un blanco, e iban caminando lentamente. El blanco llevaba a su compañero de la mano para guiarlo mientras este leía en voz alta uno de los libros del programa : Black Like Me ("Negro como yo"). Muy contentos, dijeron al consejero que a la vuelta de la excursión iban a hacer el camino invirtiendo los papeles respectivos.
—Cuando se ha visto una cosa así —comenta Fader—, no se puede cejar en la empresa.