¿DÓNDE COMIENZA EL TIEMPO?
Publicado en
junio 01, 2014
Zonas horarias del mundo. Las horas se van restando hacia el oeste del meridiano de Greenwich (zona cero), y se van sumando hacia el este, hasta la línea internacional de cambio de fecha.
La emocionante historia del esfuerzo del hombre para contestar la más común de las preguntas: "¿Qué hora es?"
Por J.D. Ratcliff (condensado de "The Rotarian").
CUANDO el enorme jet aterriza en la pista de Yakarta (Indonesia), los relojes del aeropuerto dan las 2:20 de la tarde, pero el piloto anota la hora de llegada como las 7:20 de la mañana.
¿Error del piloto? Claro que no. Las líneas aéreas internacionales se rigen por la "hora universal", que más propiamente se llama hora media de Greenwich (HMG). Al fin y al cabo, el tiempo tiene que empezar en alguna parte; y para los viajeros en turborreactores (lo mismo que para todos nosotros), comienza en una tira de latón de dos y medio centímetros incrustada en el piso del antiguo Observatorio Real, en Greenwich, pequeña población que es hoy un barrio de Londres.
En efecto, Greenwich da la hora al mundo. El reloj de la cocina del lector, el de pulsera de un hombre de negocios de Bangkok, un reloj de chimenea de Buenos Aires... todos están firmemente vinculados al nervioso tictac de la HMG. Un buque que esté zozobrando en el mar de la China Meridional no transmite su SOS en la hora local, sino en la hora que se registra en aquella insignificante tira de latón situada al otro lado del mundo.
Insignificante en apariencia, pero en realidad importantísima; porque la medida del tiempo es hoy algo más que una cuestión de puntualidad para cumplir una cita o de precisión para situar los acontecimientos, y por ello la HMG desempeña un papel vital en muchísimas actividades humanas. La determinación precisa del tiempo que emplean las ondas sísmicas en recorrer la corteza terrestre sirve para localizar exactamente el sitio donde ocurre un terremoto. Es más, un error de una pequeñísima fracción de segundo puede llevar a un astronauta miles de metros más allá del lugar previsto para su aterrizaje.
¿Por qué se eligió a Greenwich para coordinar todas estas necesidades mundiales? La respuesta se encuentra en la historia de la más común de todas las preguntas: "¿Qué hora es?" El hombre primitivo se las arreglaba mejor o peor echando un vistazo al Sol. Algún ingenioso descendiente suyo obtuvo una respuesta más exacta calculando a ojo de buen cubero la longitud de la sombra de un árbol. Posteriormente se inventaron los relojes de sol, muy burdos al principio, pero después tan perfeccionados que eran de bolsillo. Las horas de la noche se contaban por el consumo de una vela encendida; mientras que a bordo de los navíos los relojes de arena, más precisos, regulaban los turnos de guardia. Por fin, en el siglo XIV, se inventaron en Italia los primeros relojes mecánicos.
Tan rudimentarios métodos de medir el tiempo resultaban enteramente satisfactorios... hasta que nuestros antepasados navegantes empezaron a aventurarse a grandes distancias de las costas. Durante muchos siglos los buques mercantes recorrieron lo que se conocía del mundo sin apartarse mucho de tierra firme; pero en cuanto penetraron en aguas desconocidas, fuera de la vista de las señales terrestres que les eran familiares, se vieron en aprietos. La razón es la siguiente:
Medir la latitud, o sea la distancia al norte o al sur del ecuador, es relativamente sencillo; en el hemisferio norte, por ejemplo, basta tomar la elevación de la estrella polar sobre el horizonte. En cambio, hallar la longitud (la distancia al este o al oeste de un punto dado) es una operación más difícil. Los capitanes de barco navegaban a la estima, tomando el rumbo y estimando a ojo la distancia corrida cada día, mas no les era posible estimar con mediana exactitud cuánto derivaba la nave al impulso de los vientos y las corrientes marítimas. A menudo se encontraban, pues, a centenares de kilómetros del punto donde creían estar... y se apilaban en los arrecifes y las costas miles de buques náufragos.
Las potencias marítimas comprendieron que la manera de evitar tantas catástrofes era descubrir un método preciso de determinar la longitud. En 1598 Felipe III de España ofreció 100.000 coronas de premio al que inventara tal método. A este premio los holandeses agregaron 10.000 florines, y los ingleses ofrecieron mejorarlo en 20.000 libras esterlinas. El rey Carlos II de Inglaterra fundó en 1675 el Observatorio Real, en Greenwich, principalmente con el propósito de resolver este problema.
Los investigadores sabios y perspicaces comprendían que determinar con exactitud la longitud no era sino cuestión de medir el tiempo de manera precisa; y he aquí el porqué: la Tierra da una vuelta completa sobre su eje —360 grados— en 24 horas, de suerte que cada hora gira en un ángulo de 15 grados. Supongamos que un buque zarpaba de Lisboa cuando el Sol estaba en el cenit; supongamos igualmente que llevara a bordo un reloj muy preciso que diera la hora de Lisboa. Si al tercer día de navegación el capitán tomaba con el sextante la posición del Sol en su punto más alto y encontraba una diferencia de una hora con la hora de Lisboa, sabría que había recorrido 15 grados, y de esa manera podría determinar su longitud.
Por consiguiente, era evidente que lo que se necesitaba era un reloj más preciso. (Los mejores de aquella época eran de péndulo, que no funcionan a bordo de un buque en el mar.) La persona que al fin lo inventó no parecía la más indicada para el caso: John Harrison, joven carpintero de una aldea situada en la comarca rural de Lincolnshire. Su diversión favorita era construir relojes, y hasta hizo algunos con mecanismo de madera. En 1726 había construido un reloj que variaba apenas unos cuantos segundos al mes, y entonces pensó en construir otro que resultara igual de exacto en el mar. Este proyecto había de ocuparlo durante el resto de sus días.
Para ganarse las 20.000 libras esterlinas de premio, Harrison tenía que fabricar un reloj bastante resistente para aguantar el viaje marítimo de Inglaterra a las Antillas y regreso, bastante flexible para compensar los cambios de temperatura y humedad, y suficientemente preciso para determinar correctamente la longitud dentro de un margen no mayor de medio grado. En su primer ensayo produjo un enorme cronómetro que pesaba 33 kilos. Funcionaba bien, aunque no lo bastante. Pasaron los años, y en 1761 completó su cuarto modelo, un grueso reloj de 13 centímetros de diámetro que marcaría un hito en la historia de la navegación.
Sintiéndose ya muy viejo y débil a los 68 años para emprender el viaje de ensayo, John Harrison mandó a su hijo William a bordo del Deptford, buque de cruz que salió de Portsmouth rumbo a Jamaica en noviembre de 1761. Dos meses después, cuando el barco llegó a Jamaica, el maravilloso reloj de Harrison mostraba una desviación de solo cinco segundos, y había permitido localizar a Jamaica con una precisión de una y cuarto milla náutica, lo que constituía una proeza sorprendente. A pesar de todo, la junta encargada de dar el premio consideró que todo había sido una pura casualidad.
Siguieron a esto otros ensayos, con resultados no menos asombrosos, pero la junta no se resolvía a entregar aquella fortuna. Ya tenía Harrison 80 años (y le quedaban apenas tres de vida) cuando el rey Jorge III intervino al fin y ordenó que se pagara al anciano, libra sobre libra, la cantidad ofrecida por su notable invento. En adelante los grandes navegantes y exploradores del mundo usaron copias del cronómetro de Harrison para orientarse en sus andanzas sobre la faz del globo. (Todos los cronómetros originales de Harrison se conservan en el Museo Nacional Marítimo de Gran Bretaña, donde siguen dando la hora exacta.)
En el mar se había establecido el orden, pero en tierra seguía reinando el caos. Las poblaciones de cierta importancia contaban siempre con alguna persona encargada de "leer" el Sol en el cenit, y los ciudadanos ponían sus relojes de acuerdo con tal lectura. Como consecuencia, cada población tenía su hora propia, lo cual no tuvo mucha importancia hasta que aparecieron los ferrocarriles. Peor todavía: hasta casi vencido el siglo pasado se reconocían en el mundo 13 primeros meridianos, es decir, meridianos donde se empezaba a contar la hora del día.
El problema se resolvió en 1884, cuando se reunieron en Washington los representantes de 24 naciones con el propósito de resolver cuál sería el lugar que habría de dar la hora al mundo. El delegado norteamericano propuso que se adoptase un lugar de Inglaterra... Greenwich. Reforzó su propuesta con el argumento de que Inglaterra era dueña de la mayor parte de los buques del mundo, hacía casi todas las cartas náuticas y había producido el primer cronómetro de precisión. Los más de los delegados convinieron, y se firmó un acuerdo por el cual se dividió el mundo en zonas horarias al este y al oeste de Greenwich. De este modo, la hora de Nueva Yórk sería la de Greenwich menos cinco horas; San Francisco, menos ocho; Nome, menos 11; Bagdad sería más tres; Tokio, más nueve. Los "más" y los "menos" se encontrarían en el océano Pacífico, en la "línea internacional del cambio de fecha", donde se haría una corrección de 24 horas. Con este sistema, todo el mundo sabría qué hora era, en cualquier parte.*
Al principio sencillamente se observaba con un telescopio exotérico o de tránsito la hora a que ciertas estrellas pasaban sobre el meridiano de Greenwich. Con sencillos cálculos aritméticos se podía determinar la HMG. Desde 1957 el trabajo práctico se viene realizando en Herstmonceux, antiguo castillo situado en Sussex, lejos de la niebla y los resplandores nocturnos de Londres. Allí, en toda noche clara, se toman fotografías de unas 30 estrellas en el instante en que cruzan el meridiano. Después se saca el promedio de las observaciones para determinar la hora exacta.
Entre una y otra observación astronómica, la hora se registra con mecanismos tan extraordinarios como el reloj de cuarzo, que da la medida del tiempo con exactitud de una millonésima de segundo. Aun más impresionante es el reloj de cesio, o reloj atómico: emite radiaciones que se miden para determinar el tiempo de tal manera que la variación diaria es aproximadamente de ¡una milmillonésima de segundo!
Por el momento, desde luego, no necesitamos de tanta precisión. Para los fines prácticos de la vida, con una milésima de segundo nos basta y nos sobra.
*En febrero del año actual la misma Inglaterra abandonó el tiempo medio de Greenwich al adelantar una hora las manecillas de todos sus relojes, para que la hora oficial inglesa coincida con las de Europa Occidental. No obstante eso, la HMG sigue siendo la norma vigente para el horario mundial.