HEROÍSMO EN EL ACANTILADO
Publicado en
junio 01, 2014
Quizá Vern Bagley no tuviera aspecto de héroe, pero en 90 terribles minutos de lucha sobre la furiosa bahía de Fundy demostró que sí lo era.
Drama de la vida real.
Por David MacDonald.
LA LLAMADA de auxilio se produjo a las 12:30. Era una helada noche, el 26 de febrero de 1963, y un huracán azotaba, aullando, la bahía de Fundy. La telefonista de Seal Cove despertó primero a una docena de robustos pescadores. Luego se le ocurrió llamar a Vernon Bagley, hombre de baja estatura, zambo y de 46 años de edad, que solía hacer las veces de guardabosque y era el bromista del pueblo. A medias consciente del viento que soplaba fuera, Bagley avanzó tambaleándose hacia el teléfono, pero las primeras palabras que oyó le despejaron las telarañas del sueño:
—¡Hay alguien al pie del acantilado de South West Head!
Bagley se estremeció. Como casi todos los habitantes de Grand Manan (islita canadiense situada frente a las costas de New Brunswick y de Maine) conocía bien el abrupto y rocoso precipicio. El acantilado se alzaba a pique 60 metros desde el nivel del mar, y en aquella noche tempestuosa era fácil imaginar la furia con que lo azotarían olas y viento.
—Convendrá que me ponga en marcha —dijo.
Mientras se vestía, su mujer le metió en el bolsillo del pantalón dos guantes de lana de repuesto. Luego subió a su destartalado automóvil y se dirigió a South West Head, distante 10 kilómetros de su casa. El sinuoso camino estaba muy resbaladizo a causa de la nieve. Bagley, persona prudente que había cambiado su peligroso oficio de pescador por otro más seguro en tierra, conducía con cuidado: no había por qué arriesgarse sin necesidad.
LOS ACONTECIMIENTOS de esa noche, desencadenados por las fuerzas ciegas de la Naturaleza y por las necesidades humanas, habían comenzado en realidad la mañana anterior. En el puerto de Haycock (Maine), situado en la otra orilla de la bahía y a 25 kilómetros de distancia, dos hombres se habían embarcado en un bote de motor que hacía agua. Billy Jones, de 42 años, y su hermano Floyd, de 36, que se ganaban la vida con los trabajos más dispares, iban en busca de caracoles marinos para alimentar a sus familias. Pero comenzó a soplar un viento norte huracanado, falló el motor y, durante doce horas, a la deriva en un mar picado, los hermanos achicaron el bote, vomitaron y se encomendaron a Dios. Cuando cerró la noche vieron que la tormenta los empujaba hacia un faro destellante que se alzaba en el extremo sur de Grand Manan, y que por último los hacía encallar al pie del abrupto acantilado de South West Head. Ambos lograron arrastrarse hasta más allá del oleaje. Pero Floyd, entumecido de frío, no podía avanzar más. Entonces Billy comenzó a trepar la escarpada pendiente.
—¡Trataré de llegar a esa luz! —gritó, sin obtener respuesta de su hermano.
Tres horas más tarde, el torrero Ottawa Benson y su mujer oyeron que alguien golpeaba la puerta. La señora la abrió, y retrocedió asustada. En cuatro pies y cubierto de nieve, un hombre la miraba con ojos que parecían los de un loco.
—¡Mi hermano! —balbució—. Mi hermano y yo fuimos arrojados a la costa. Yo subí el acantilado, pero él está todavía abajo.
Benson quedó pasmado. Sabía que era virtualmente imposible escalar ese despeñadero casi vertical. Inmediatamente llamó a la telefonista de Seal Cove, la más próxima de las siete aldeas de pescadores de la isla.
En Grand Manan, cuya población de 2500 habitantes se siente muy unida ante los riesgos del mar, cualquier petición de auxilio es una orden. Pronto comenzaron a llegar 17 hombres de Seal Cove, Vern Bagley entre ellos. Después de cambiar breves palabras con Benson, avanzaron contra la ventisca hasta el lugar donde Billy Jones había escalado el despeñadero para arrastrarse hacia el faro, que estaba a kilómetro y medio de distancia. Allá abajo rompían con furia las olas contra los riscos, negros como tinta, y alzaban montañas de espuma. Los rescatadores gritaron el nombre de Floyd, pero el viento, que soplaba a razón de 80 kilómetros por hora, ahogó sus palabras.
—Sería un crimen hacer descender a un hombre —comentó un pescador, y todos asintieron—. Esperemos hasta que amanezca.
—¡No! —protestó una voz aguda—. Sería demasiado tarde.
Y Vern Bagley se adelantó del grupo, grave el rostro y su paso más firme que de costumbre.
—Átenme una cuerda.
Todos lo contemplaron con respetuosa admiración. Todos consideraban a Vern Bagley como el humorista de la aldea, siempre dispuesto a reír y a gastar bromas. "Este Vern", solían comentar los isleños, "sería capaz de burlarse de su abuela".
Pero esa noche no era cosa de broma. El hombrecillo se ciñó la cintura con una cuerda de nilón y, con una linterna, comenzó a descender lentamente hacia el Hog's Back, montículo recubierto de piedras sueltas cuya ladera caía casi perpendicularmente hasta el mar. Había avanzado apenas unos pocos metros cuando varios trozos de roca cedieron bajo sus pies y rodaron precipicio abajo. Presa del pánico, Bagley trepó de nuevo a la cumbre.
—Es inútil —jadeó—. No puedo.
Comenzó a alejarse, con la cuerda todavía amarrada a su cintura. A fin de no aumentar su embarazo, los otros hombres lo dejaron solo y siguieron debatiendo qué partido tomar. Pero entonces ocurrió algo extraño. Bagley miró hacia arriba y contestó en voz alta una pregunta que nadie había hecho:
—¡Sí, claro está que bajaré! —Y acercándose decidido al borde del acantilado, insistió en que debía volver a bajar.
Esta vez esquivó el traidor risco llamado Hog's Back. A un lado se abría una garganta profunda excavada por las aguas, y su escarpado curso ofrecía el camino de bajada más rápido para él (o para un alud). Atravesándola en su parte superior, desapareció tras otro risco casi perpendicular, vaciló, y luego comenzó a descender a tientas por la áspera pared del acantilado. Unos cuarenta y cinco metros más abajo hizo una pausa en una roca plana, dirigió el haz luminoso de su linterna eléctrica a ambos lados sin ver rastros de Jones, y luego hacia arriba. Descubrió entonces, con horror, que la cuerda se había enganchado en lo alto en la carcomida raíz de un árbol caído. En lugar de bajar perpendicularmente, cruzaba horizontalmente sobre la garganta hasta la obstrucción y luego caía, formando un 7. Si seguía más adelante, su peso podría zafar la cuerda de la raíz, y al aflojarse súbitamente, él caería rodando hasta el fondo del precipicio.
Paralizado de miedo, Bagley consideró su comprometida situación. Su única esperanza consistía en desenredar la cuerda, a fin de que sus compañeros se dieran cuenta de que estaba floja y la recogieran.
—¡Más cuerda! —gritó; pero la soga seguía tensa—. ¡Más cuerda!
Sus palabras fueron ahogadas por el estruendo del mar y del viento, pero alguien las oyó. A su izquierda, más allá del Hog's Back, respondió una voz débil:
—¡Aquí estoy!
Floyd Jones aún vivía.
Bagley se encontraba ahora ante una terrible disyuntiva. Si continuaba descendiendo para salvar a Jones, su cuerda podría desenredarse en cualquier instante. Pero si no lo hacía, el hombre perecería sin duda. Su lamento era ya más débil :
—¡Dios mío, ayúdame!
En la cumbre del acantilado una hoguera destacaba con espectral fulgor los curtidos rostros de los pescadores. Horace, primo de Bagley, tanteaba la cuerda, echado de bruces al borde mismo del precipicio. De pronto esta se estremeció en sus manos, y al mismo tiempo vio un destello muy abajo.
—Más cuerda... Empieza a entrar en la garganta... ¡Que Dios le ayude!
Bagley había tomado partido. Al cruzar la garganta resbaló en la nieve helada, pero la cuerda, su única esperanza y preocupación mayor, seguía tensa. Esforzándose en no pensar en ella y sí en Floyd Jones, trepó el flanco del rocoso Hog's Back. Una vez en la cúspide del risco, dirigió el haz luminoso al otro lado.
Unos ocho metros más abajo, justamente fuera del alcance de la marea, Floyd Jones se hallaba de rodillas en un estrecho borde, con los brazos y el rostro metidos en una grieta. Su ropa estaba helada y tiesa. Sólo su cabello rubio se movía, agitado por el viento. Entonces Bagley olvidó por completo su situación precaria. Cuando los hombres que aguardaban sobre el acantilado percibieron sus movimientos y le dieron más cuerda, pasó sobre el borde y quedó colgado sobre el mar, apartándose de la áspera roca con brazos y piernas. Así fue descendiendo poco a poco.
De pronto, allá arriba, Horace sintió que la cuerda quedaba floja.
—¡Lo perdimos! —gritó.
Desesperadamente comenzó a recogerla: 10, 15, 20 metros hasta que, no menos súbitamente, volvió a sentir el peso de su primo y un tirón tranquilizador.
Mucho más abajo, Bagley se agachó temblando junto a Jones. La muerte acababa de rozarle: en el preciso instante en que alcanzaba por fin ese refugio, el delgado cable se había zafado del árbol. Una y otra vez se repetía: ¡Estoy vivo!
Pero Floyd Jones no parecía estarlo. Bagley se quitó un guante y tocó aquella cabeza frígida y descubierta.
—No puedo moverme —dijo una voz ronca—. Estoy congelado desde la cintura abajo.
—No te preocupes, te llevaremos arriba en un momento le aseguró.
Esto era una bravata, pues se presentaban problemas tan grandes como el mismo acantilado. Floyd, semiconsciente, no podría ser izado solo: el salvaje viento lo estrellaría contra las rocas. Solamente había una posibilidad. Con la cuerda todavía atada a su cuerpo, Bagley puso a Jones de pie y le colocó en las manos los guantes de repuesto que su mujer le había dado hacía una eternidad. Luego hizo que le pasara los brazos en torno de la cintura, por detrás, y se los metió bajo la cuerda, que aseguró debidamente.
—¡Agárrate bien! —le gritó.
Dio luego tres fuertes tirones, señal convenida para que lo izaran, y la cuerda se tensó. Los dos hombres se bambolearon en el aire y luego comenzaron a ascender. Jones, que pesaba 82 kilos, se aferraba a su salvador con la fuerza de la desesperación. Para Bagley la subida era una agonía. La cuerda lo oprimía tanto que creía iba a partirlo en dos.
Cuando se aproximaban al Hog's Back, Bagley sintió que Jones se le escapaba. Lo cogió del cuello y logró arrastrarlo hasta lo alto del risco. Allí quedaron un momento los dos: Jones inconsciente y Bagley. esforzándose en recobrar el aliento y pensando qué haría después.
Estaba ahora demasiado exhausto para desviarse y ascender por la ruta que había tomado al bajar. Y en el Hog's Back había toneladas de piedras sueltas acumuladas por un alud anterior; un paso en falso podría ser fatal. Únicamente quedaba la escarpada garganta, aunque allí también el roce de la cuerda tenía probabilidades de desprender rocas y provocar un alud.
Bagley volvió a atar la cuerda en torno a Jones e hizo una nueva señal. Agobiado por el peso del cuerpo inerte, descendió a la garganta e inició el largo ascenso. Aferrándose a la cuerda con un brazo y protegiendo a Jones con el otro, fue escalando la rápida pendiente. A veces tenía que levantar a su protegido y hacerle pasar sobre árboles caídos. Otras lo llevaba a horcajadas o arrastrándolo.
Pero cuando sólo faltaban unos ocho metros para alcanzar la meta, sus torturadas piernas se negaron a seguir. Poniendo al inconsciente Jones detrás de un peñasco, se arrastró solo badén arriba. Noventa minutos después de haber iniciado su impulsiva misión de salvamento, le izaron a la cumbre del acantilado.
—Floyd está muy cerca, aquí abajo, pero yo no puedo más —murmuró, jadeante.
Sid Guptill, ayudante de torrero, bajó con otra cuerda mientras Bagley se dejaba caer en un banco de hielo y aguardaba. Media hora después izaban a Floyd Jones, todavía vivo. Lo arroparon con abrigos y lo llevaron a toda prisa al hospital.
Exhausto, dolorida cada fibra de su cuerpo, Vern Bagley se aproximó al borde del acantilado y miró hacia abajo con incrédulo asombro. La prueba había sido una revelación para él mismo. Cuando se volvió, tambaleante, dos pescadores lo tomaron de los brazos.
—Estamos muy orgullosos de ti, Vern —dijo uno de ellos.
Al día siguiente, en el hospital, los hermanos Jones dieron gracias con lágrimas en los ojos al hombrecillo que había arriesgado su vida por ellos. Billy no alcanzaba a recordar cómo había logrado escalar el acantilado; suponía que el viento, al azotarle la espalda, le había impedido caer. En cuanto a Floyd, su único recuerdo del salvamento era el contacto de la mano de Bagley al despertarlo.
—Parecía una plancha caliente —decía.
Los médicos dudaban de que Floyd hubiera sobrevivido si hubiesen tardado 15 minutos más en auxiliarle. Aunque los dos hermanos padecieron intensamente a causa de haber estado expuestos tanto tiempo a la intemperie, ambos se repusieron rápidamente.
UN AÑO más tarde 300 isleños llenaban el gimnasio de la escuela de segunda enseñanza de Grand Manan para presenciar cómo entregaban a Vern Bagley una medalla al Heroísmo. Después de la ceremonia le preguntó alguien al agasajado por qué había dicho "¡Sí, claro está que bajaré!" antes de iniciar el peligroso descenso para llevar a cabo el salvamento.
—Bueno —explicó él—, me había estado diciendo todas las razones por las cuales no podría bajar por el acantilado. Pero luego me hice una pregunta: ¿Bajarías si se tratase de tu hermano? Fue entonces cuando hablé en voz alta, creo. Porque al fin y al cabo se supone que todos somos hermanos.