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junio 08, 2014
Era un mendigo, un muchacho vagabundo, que en noches de luna salía a buscar toros en las dehesas para sacarles lances. Al parecer no tenía otra cosa que los harapos que vestía, una larga cabellera y la sonrisa a flor de labios. Pero poseía el don de la valentía con que iba a asombrar al mundo.
He aquí, escrita por los autores del libro de gran venta ¿Arde París?, la historia de Manuel Benítez, el huérfano andaluz que se convirtió en el matador de toros conocido de millones de aficionados por el apodo de "El Cordobés", el torero más discutido de los últimos tiempos.
Condensado del libro* de Larry Collins y Dominique Lapierre.
Ite, missa est... Idos, la misa ha terminado.
Al despertar a la vida la ciudad de Madrid en aquella mañana muy especial, el padre Juan Espinosa Carmona terminó de decir misa y salió de la iglesia de Nuestra Señora de Covadonga. Afuera, se detuvo un momento para mirar en dirección de Las Ventas, el barrio donde está la plaza de toros de Madrid, el ruedo más importante de España y catedral de un arte tan antiguo y tan español como el país mismo.
El padre Espinosa era capellán de la plaza de Las Ventas. A menudo, durante los últimos 30 años, había tenido que acudir de prisa a la capilla de la plaza para llevar los Santos Óleos a algún diestro herido de una cornada. Durante ese tiempo cuatro diestros habían muerto en el ruedo. Hoy el sacerdote rogaba para que no hubiese ninguna desgracia. A las seis de la tarde se efectuaría la corrida que toda España estaba clamando por presenciar: la aparición en el ruedo de un chico huérfano andaluz: Manuel Benítez, torero que se hacía llamar "El Cordobés".
No había habido torero alguno, desde la muerte del insigne "Manolete", último gran ídolo de la afición, que hubiese provocado tanto entusiasmo ni tantas enconadas controversias entre los aficionados. Lo cierto era que, desde hacía algún tiempo, la fiesta brava había venido en decadencia. Se comentaba a sottovoce que España perdía ya su amor por los toros. Una nueva generación, indiferente, buscaba otras diversiones, y a menudo el aburrimiento solía invadir las plazas de toros.
Entonces ocurrieron dos cosas: la televisión llegó a España y poco tiempo después apareció el nuevo fenómeno andaluz. Con su cabellera desgreñada, su sonrisa infantil y su valor espeluznante, "El Cordobés" estremeció hasta sus cimientos la fiesta brava. Durante cuatro años el nuevo torero había recorrido las provincias de España, llenando las plazas y provocando un entusiasmo como no lo había hecho antes matador alguno. Hoy vendría la culminación de aquella locura. En este día, por primera vez, "El Cordobés" se presentaría en Madrid, ante el que tradicionalmente se tiene por el público de toros más crítico y exigente. Y él estaba resuelto a confirmar hoy, 20 de mayo de 1964, su sitio entre los más grandes maestros de la torería.
POR TODO Madrid, la activa población se mostraba delirante. En avisos fijados en las esquinas, en los escaparates de las tiendas, en las carteleras, se anunciaba la corrida. Unos 2300 billetes, es decir, el diez por ciento del total de entradas disponibles, se habían reservado, según la ley, para la venta esta mañana, y para comprarlos se agolpaban en las calles millares de ciudadanos, esperando la apertura de las taquillas.
Desde un piso arriba de las taquillas estaba el empresario de la corrida mirando a la agitada e impaciente multitud. Era don Livinio Stuyck, empresario de la plaza de toros de Las Ventas, que había conocido al ídolo de turno a las puertas de aquel mismo ruedo, una mañana de primavera de 1957. Para don Livinio había sido tan solo "un carisucio muchacho más, que imploraba una oportunidad de torear". El empresario, para librarse de él, le había dado una moneda y, para asombro suyo, el joven se la había devuelto.
—No quiero limosna —había gritado—. Quiero una oportunidad de torear—. Y después, señalando las vacías graderías de la plaza de Las Ventas, agregó—: ¡ Algún día llenará usted esta plaza gracias a mí!
La profecía estaba a punto de cumplirse. Por los 40 minutos que tardaría en lidiar dos toros, "El Cordobés" recibiría un millón de pesetas, la cantidad más alta percibida por matador alguno. Mas ahora el empresario, no sin cierta preocupación, volvía la vista, desde la multitud que se aglomeraba abajo, al firmamento. La lluvia y el viento son los enemigos mortales de la fiesta brava. Un aire fuerte agita la capa del diestro, descubriéndolo ante el toro; el agua vuelve traicionera la arena del ruedo. Don Livinio había observado que el toldo del café, allá abajo, se agitaba, y alzando la mirada vio que el cielo empezaba a encapotarse de un modo que no presagiaba nada bueno.
UNA PROMESA Y UNA PLEGARIA
HACIA las once se había vendido el último de los 2300 billetes. Las calles cercanas a las taquillas se convirtieron entonces en un vasto mercado negro, y en breve los precios de las entradas subieron a diez veces su valor nominal. Una barrera de sombra llegó a venderse hasta por 9000 pesetas, lo cual era más de lo que mucha gente ganaba en varios meses.
Mientras los revendedores hacían su agosto, los cafés comenzaron a llenarse de entusiastas aficionados. La aristocracia de este grupo, compuesta de matadores retirados, ricos ganaderos, empresarios y críticos, se reunió en la cervecería La Alemana, para dedicarse a su pasatiempo favorito de discutir. Ponderaban a los matadores del pasado, desdeñaban a los actuales y desesperaban de los del porvenir. La mayoría no consideraba a "El Cordobés" más que como un payaso, un fenómeno pasajero que hacía caso omiso de los cánones de un arte que ellos tenían por sagrado. Sustituía el donaire con la charlatanería, decían ellos, y la destreza con un valor hijo de la ignorancia. Mas para todos los que llenaban la taberna, "El Cordobés" era algo más que un simple torero. Con sus largos cabellos, su risa bronca, su estilo tosco, pedestre, este joven larguirucho parecía reunir en sí muchas de las nuevas corrientes.
Era, ciertamente, una España nueva la que rendía culto al moderno ídolo: la España de la televisión, los bikinis y el rock and roll, una nación que había experimentado la más extraordinaria invasión de turistas que ha visto el mundo. Más de 14 millones de visitantes al año, casi uno por cada dos habitantes, atravesaban sus fronteras, llevando consigo la simiente de la revolución social que habría de cambiar para siempre el antiguo aislamiento del país.
Era una España cambiada por la ayuda extranjera y la industrialización. Los rascacielos destacaban ahora en la silueta de las ciudades, los conjuntos de viviendas se extendían hacia las afueras de las urbes, y ostentosos balnearios bordeaban sus antes desiertas playas. También era la España de una nueva e inquieta juventud. Así como "El Cordobés" contravenía los tradicionales cánones de su arte, así la nueva generación golpeaba impaciente contra los pilares de las rígidas convenciones sociales españolas. Los jóvenes vestían hoy pantalones de dril azul y se dejaban crecer el pelo como "El Cordobés"; bailaban el frug y andaban en motonetas. Como Brigitte Bardot en Francia y en Inglaterra los Beatles, en España "El Cordobés" había llegado a ser el símbolo de la nueva generación.
EN BARCELONA, Sevilla, Granada y otras ciudades reinaba la misma febril excitación (se calculaba que más de 10 millones de personas presenciarían la corrida por televisión). Pero en ninguna parte había llegado la emoción al extremo que en los dos lugares andaluces que habían representado el papel determinante en el destino del matador. En Córdoba, cuyo nombre había adoptado, la gente sintonizaba millares de televisores. En Palma del Río, el humilde pueblo que lo vio nacer, una mujer morena se arrodillaba en la iglesia parroquial ante una estatua de la Santísima Virgen. Para Angelita Benítez, lo que ese día el resto del pueblo esperaba como un momento glorioso, era motivo de intenso sufrimiento personal.
Angelita, hermana mayor de Manuel, se había hecho cargo de él cuando de niño perdió a la madre, y había pasado gran parte de su vida tratando de alejar al muchacho de los toros. Ahora rogaba a la Virgen que protegiera a "El Cordobés", y una nerviosidad especial acompañaba sus plegarias. Fue a Angelita a quien una vez el muchacho prometió: "Te compraré una casa... o te vestiré de luto". Ya había cumplido la primera parte de su promesa, y Angelita imploraba que nunca se realizara la segunda. Dentro de algunas horas, en la casa que le había regalado, ella presenciaría la ceremonia que confirmaría a su hermano en la profesión de la cual la muchacha se había propuesto alejarlo. Sería la primera vez en la vida que Angelita vería una corrida de toros.
CUANDO avanzaba la tarde, Paco Ruiz y Pepín Garrido entraron en el hotel Wellington de Madrid, donde se alojaba "El Cordobés". Eran los dos banderilleros de este, y acababan de volver del sorteo en que se habían repartido los seis toros entre los tres matadores de la tarde.
Los números 25 y 77 eran los cornúpetas más temibles entre los que esperaban en los corrales de la plaza de Las Ventas. Eran pesados y de alto morrillo, con cuernos muy afilados. Gonzalo Carvajal, crítico de tauromaquia del diario madrileño Pueblo, había escrito en su cuaderno de notas: "Los números 25 y 77 tienen un aspecto muy peligroso". Terminado el sorteo correspondieron a "El Cordobés" precisamente el 25 y el 77.
"¡LOS TOROS, LOS TOROS!"
A LAS 5:30 se desató del cielo madrileño un copioso chubasco que inundó la arena del ruedo. Un grito colectivo de desaliento se escapó de los tendidos, pero nadie se movió. El público había ido preparado con paraguas y gabardinas, y estaba resuelto a quedarse. Durante 25 minutos los espectadores soportaron pacientemente el aguacero.
Luego el frenesí se apoderó de la plaza. Veintitres mil concurrentes se pusieron en pie para dar una ensordecedora bienvenida a "El Cordobés", que entraba acompañado de los otros dos matadores, el presidente de la plaza, don Mariano de Quirós, y el empresario, don Livinio Stuyck. El público distinguió inmediatamente entre los demás la figura delgada pero musculosa de "El Cordobés", que vestía un magnífico traje de luces. Aun bajo la lluvia los tonos oro y tabaco de su terno brillaban como una llamarada.
Don Livinio esperaba nerviosamente la decisión que se fuera a tomar. Sabía que los matadores estaban facultados para pedir la suspensión de la corrida por lluvia o vientos huracanados. Si tal cosa sucediera, el empresario tendría que reintegrar el valor de los billetes a cuantos llenaban la plaza. Las pérdidas monetarias serían considerables, pero más grave aun sería el furor de la muchedumbre. Ya los gritos del público atronaban en el ruedo, coreando rítmica y roncamente:
—¡Los toros, los toros!
De repente arreció el aguacero, haciendo una sopa de la espesa arena y formando charcos aquí y allá, algunos hasta de cinco centímetros de hondo. Sin embargo, don Mariano, levantando la voz para hacerse oír en medio de la algarabía, preguntó a los tres matadores si torearían. Los subalternos que estaban detrás de "El Cordobés" le imploraron por señas que dijera que no. Mas él ya estaba decidido. Cuando se dirigían a la plaza había dicho:
—Torearemos en esquíes acuáticos, si es preciso.
Con todo, Paco Ruiz le suplicaba que reconsiderara su decisión, señalando el lodo resbaloso. "El Cordobés" le contestó:
—Paco, tú nunca has recogido algodón, como yo. No te preocupes. Mis pies están acostumbrados al barro como este.
Los matadores convinieron en torear. Se anunció una espera de 30 minutos, y el público volvió a sentarse. A las 6 y 15 comenzó a escampar, y un grupo de febriles monosabios salieron a barrer con escobas el agua de los peores charcos. Luego se alzó un rugido de la concurrencia cuando, agitando el pañuelo, el presidente dio la señal de iniciar la corrida.
La banda atacó un pasodoble, y los toreros se congregaron para el paseo de las cuadrillas. Durante un breve instante se pusieron tensos los matadores y cada cual se persignó. Luego "El Cordobés" se volvió a los otros diciéndoles:
—¡ Que Dios reparta suerte!
Y con paso lento y solemne dio comienzo al largo paseo a través de las mojadas y peligrosas arenas del ruedo.
FIN DE UNA NIÑEZ
Palma del Río 1936-1950
LLORÉ por mi hermano Manolo el día en que nació, y aún no he dejado de llorar por él —dice Angelita Benítez—. Era una calurosa tarde del mes de mayo de 1936, poco antes de la guerra. Yo tenía entonces 14 años, pero sabía lo que estaba sucediendo. Oía los gritos de mi madre, y luego percibí el llanto de un niño. También yo comencé a llorar. No lo quería. Era una boca más con la cual compartir nuestra comida.
"Nuestra casa estaba en la Calle Ancha y habitábamos en la planta alta. Se subía por una escalera exterior. Teníamos una habitación con una ventana. Éramos cinco hijos, y poseíamos una mesa, una cómoda, cuatro sillas y dos camas. Mi padre y mi madre dormían en una; nosotros en la otra".
"El día más importante en Palma era el 8 de septiembre, día de fiesta. Por la mañana todos iban a misa, y al atardecer había procesión. Los hombres llevaban en andas, sobre los hombros, la estatua de la Virgen, desde la iglesia hasta el centro de Palma. Era costumbre que, al paso del cortejo por el centro, se colgaran de los balcones colchas bordadas".
"Pero eso era solo una vez al año. El resto del tiempo todo era trabajo. Como todos los demás, mi padre trabajaba en los campos de los terratenientes ricos. Pero cuando llegaba el tiempo de recoger las aceitunas, íbamos todos. Cada familia escogía un olivo y se dedicaba a la recolección. Mi padre y mi madre trepaban al árbol y yo me quedaba recogiendo las aceitunas que caían al suelo. Trabajábamos desde el amanecer hasta que oscurecía y ya no podíamos ver".
"Así pasábamos la vida, al ritmo de las estaciones. En septiembre eran las aceitunas verdes; en noviembre, las negras; en la primavera, el arado; en el verano la cosecha. A los nueve años de edad ya me había olvidado de lo que era reír, y era yo tan dura como la tierra de Andalucía".
En julio de 1936, cuando tenía Manuel dos meses de edad, se desató la contienda civil en que casi un millón de españoles iban a morir. Palma del Río quedó en poder de los republicanos. El padre de Manuel era hombre apolítico. Nada significaban para él términos tales como comunista, socialista o anarquista. Pero en la guerra hay que tomar partido, y él combatió al lado de los republicanos. Al terminar la guerra con la victoria de los nacionalistas, en 1939, detuvieron al padre de Manuel y lo mandaron a prisión. Más tarde, puesto en libertad a causa de una enfermedad, murió en Córdoba antes de poder volver al seno de la familia.
Con el final de la guerra, llegaron "los años de hambre". Las aldeas andaluzas sufrieron sequías y falta de víveres, y el padre Carlos Sánchez, sacerdote de Palma, recuerda a los niños hambrientos que acudían a él en busca de un mendrugo. Entre ellos estaba Manuel Benítez, a quien Angelita llevó ante el párroco.
—No puede comer —le explicó—. Quizá usted, señor cura, pueda hacer algo por él.
El padre Sánchez hizo lo que pudo, pero la razón por la que Manuel no podía pasar bocado era que ya estaba medio muerto de hambre. El hambre misma le provocaba cólicos estomacales y comer era un suplicio para él.
Pronto apareció un nuevo plato en la mesa de los Benítez: hierba hervida en olla.
—Pero a veces pasábamos tres días sin comer nada —dice Angelita—. Una mañana mi madre se enfermó. No podía levantarse de la cama. Ahora comprendo que sencillamente se había extenuado velando por nosotros, tratando de mantenernos vivos a los hijos. Al sexto día había empeorado mucho. Tenía fiebre y estaba tan débil que casi no podía levantar los brazos. Esa noche encendimos unas velas y nos congregamos alrededor de la cama. Manolo era tan pequeño que su cabeza apenas alcanzaba al borde del lecho. Estaba llorando.
"Después de un rato, mamá me dijo en un susurro:"
"—Angelita, te encargo a tus hermanitos. Tú tendrás ahora que servirles de madre."
"Pocos minutos más tarde había expirado. Tenía 36 años. A la mañana siguiente trajeron de la carpintería un ataúd. Mis tíos cerraron la caja y se la llevaron".
Durante los años siguientes Angelita luchó para mantener unida a la familia Benítez, haciendo todos los oficios que se le presentaban. A pesar del hambre constante, Manuel fue creciendo en estatura hasta que al fin su huesuda complexión empezó a llenar la camisa y el pantalón que todos los días cogía del montón de harapos de la familia. Ya a los diez años era un jovencito ágil y musculoso, y un ladronzuelo muy diestro en robar en los campos naranjas y pollos con que ayudar a la alimentación de la familia.
Al cumplir los 14 años, en 1950, Manuel vio por primera vez una película en el viejo salón de cine de Palma. Era una cinta que trataba de un chico pobre pero muy valiente, que llegó a ser gran torero, y aquella historia sentimental arrebató al chico hacia un mundo de gloria y encanto. Al día siguiente de haber visto la película, estando solo en el cuarto de la familia, Manuel tomó la manta de la cama de su hermana y, a la vez que la sostenía delante de sí como la muleta de un matador, decía en voz queda:
—¡Eh, toro!
Y agitaba la manta, como respondiendo a algún inmemorial y poderoso instinto. Había comenzado a forjarse un sueño en su ánimo.
—¡Eh, toro! —repetía incitando al imaginario cornúpeta. En aquel Momento acabó la niñez de Manuel.
EL OJO CIEGO
MIENTRAS la lluvia empapaba las arenas de Las Ventas, "El Cordobés" miraba a la "puerta de los sustos": la puerta de madera del toril en que estaban encerrados los toros. De pronto se abrió, y el número 25, llamado Impulsivo, salió bufando al ruedo.
El negro animal mantenía en alto la cabeza y el musculoso morrillo erizado, seña segura de que vibraba de furia. Los cuernos se le curvaban describiendo una "U" ancha y terminaban en puntas tan afiladas como agujas de tejer. Con ellos podría sacar de raíz un árbol, partir en dos una traviesa de ferrocarril o destripar a un hombre.
Impulsivo había pasado sus pocos años de vida en las apacibles dehesas de una de las principales ganaderías de toros de lidia de España. Nada había aprendido de la astucia del hombre. Pero dentro del cráneo llevaba incrustado el mortal instinto, aguzado por más de un siglo de cría especializada, de embestir y destruir cualquier objeto que lo amenazase. Pasados más de 30 minutos dentro del ruedo sería imposible matarlo según las clásicas reglas de la tauromaquia, porque, según convienen los aficionados, el toro aprende más en media hora que el hombre en toda su vida. Por eso sería preciso darle muerte en menos de 30 minutos.
Paco Ruiz fue el primero en capear al toro. Era su oficio de rutina: probar las reacciones del animal y su manera de emplear los cuernos. Con su capa color púrpura y amarillo salió de uno de los burladeros. Paco desplegó el capote, y el bicho embistió en el acto.
Impulsivo era excepcionalmente ágil y excepcionalmente seguro de cascos y, al pasar como un bólido, casi arranca la capa de manos de Paco. Luego, revolviéndose sobre las patas traseras con pasmosa rapidez, embistió de nuevo. En un terrible instante de lucidez, Paco observó que la fiera no hacía por la capa: la veloz mole negra iba dirigida directamente a su cuerpo. "El Cordobés", colocado ventajosamente detrás de su burladero, notó que el toro parecía preferir el cuerno izquierdo. Los toros suelen emplear una sola asta para atacar, y es de vital importancia descubrir cuál de ellas.
Paco echó el capote adelante, luego lo acercó más, metiéndolo en la línea de visión de su enemigo. Impulsivo pasó violentamente como una mancha negra, mientras el torero corría a buscar refugio en el burladero.
Entonces se hizo el silencio en el coso; todo el público contenía la respiración: el matador salía ahora a la arena. Como primera suerte con Impulsivo, "El Cordobés" ejecutó una chicuelina. El toro embistió con aterradora rapidez, pero el diestro tiró sin esfuerzo el capote ante sus astas. Con un cambio de pies, el matador agitó la capa y citó al animal nuevamente. Al pasar otra vez la fiera como una exhalación junto al torero, se escapó de las graderías el primer sonoro ¡olé!
Siguió ejecutando "El Cordobés" una serie de pases, y luego dio la espalda a su aturdido adversario. La melena desgreñada del diestro se le escapaba por debajo de la montera; su traje de luces estaba ya manchado de barro y sudor. Con la sonrisa fácil y abierta de un niño feliz, respondía a los aplausos del público... pero la sonrisa desapareció apenas el torero se metió tras la barrera. Le había descubierto un defecto al toro: la misma anormalidad que había llevado a la muerte al mejor matador de España, el legendario Joselito.
—¡Por Dios! —le dijo con voz ronca a Paco—. ¡No ve absolutamente nada con el ojo izquierdo!
Era el momento de la entrada de los picadores, y mientras estos, a caballo, se colocaban en torno al ruedo, el público rompió en agudos gritos de mofa y protesta. Era la ingrata tarea de los varilargueros el preparar a Impulsivo para la próxima etapa de la corrida, hiriéndolo. Es la suerte más criticada, menos apreciada y quizá la peor entendida del toreo. Sin embargo, sin ella un matador no podría vérselas eficazmente con el toro.
Mientras uno de los picadores esperaba, en reserva, el otro se aproximó a Impulsivo, cabalgando frente al palco de la presidencia y junto a la barrera. Esencialmente, la tarea del picador consiste en hundir la punta de la pica en el musculoso morrillo del animal. El toro se cansará al empujar contra el caballo y agachará la cabeza, para que luego el matador pueda entrar a matar pasando la espada sobre las astas. Ante todo, la pica pone a prueba la bravura de un toro. Con un movimiento rápido y feroz, Impulsivo embistió al caballo. El picador le clavó la pica en el morrillo, pero no por ello aminoró la furia de la fiera. Con un bufido, Impulsivo enterró los cuernos en el grueso peto que protegía al caballo. La bravura del animal le ganó una salva de aplausos en los tendidos.
Nuevamente embistió Impulsivo pero esta vez la pica penetró escasamente, y el toro metía el cuerno en el peto, buscando la carne del caballo. Luego, fatigado por las heridas y la furia, el animal respondió a la tentación del capote de "El Cordobés". Al pasar junto a este, dio un violento derrote de cabeza hacia arriba y hacia la izquierda. El matador giró sobre los talones y, quitándose de la cabeza la negra montera, hizo un ademán con ella hacia lo alto de las graderías, donde estaba el palco presidencial. Con ello significaba que pedía poner término a la suerte de la pica. Paco se quedó sin aliento. Comprendía que "El Cordobés" corría un enorme riesgo al querer lidiar aquel fiero animal que había recibido solo una pica válida.
—¡Manolo! ¡Manolo! —le gritó, haciéndose oír por encima de los aplausos del público—. Todavía no. Úna pica más, por favor.
Ya era demasiado tarde. El presidente hizo una seña con el pañuelo, y el toque de los clarines dio a los picadores la orden de retirarse del ruedo.
TEMPORADA DE AVENTURAS
Palma del Río, 1951
EL ACOSO era una carrera loca, desaforada, a través de los campos bañados de luna. Empleando como señuelo sus propios cuerpos, Manuel Benítez y su amigo Juan Horrillo habían logrado que un torete se separase de la manada. Después, avanzando y provocando al animal, lo hicieron seguirlos hasta terminar la carrera en un apartado lugar, cerca de un bosquecillo de sauces. Allí el toro sintió repentinamente su aislamiento de la manada. Levantando la cabeza, daba cornadas hacia el firmamento. Era la una de la madrugada.
En España hay dos caminos para llegar a ser torero. Uno pasa por los pequeños ruedos de las grandes ganaderías de lidia. Allí se celebran tientas donde los toreros profesionales ponen a prueba la bravura de vacas jóvenes. (Las vaquillas que pasan la prueba usarán para cría; el resto va al matadero.) También allí el muchacho que lleva recomendaciones de peso obtendrá permiso de ensayar algunos pases. El segundo de los caminos es el ilícito, que lleva, a la luz de una Luna llena, a las dehesas donde pastan los toros bravos. Era esta la única vía abierta a Manuel Benítez. Como se le negaba la entrada a las tientas, resolvió meterse clandestinamente en las dehesas de don Félix Moreno, señor de Palma del Río.
Bien sabía Manuel lo alto que era el precio de verse sorprendido: cuando menos una paliza a manos de los capataces de la granja, o de la Guardia Civil. En las noches de luna, los ganaderos ejercen una vigilancia especial de sus propiedades, pues los intrusos pueden acabar con la reputación de sus ganaderías. Solamente una vez pierde el toro su inocencia: si lo han toreado ya en los campos, recordará aquella lección cuando vaya al ruedo. Buscará con los cuernos al hombre y no al trapo, y la faena resultará un fracaso.
Pero Manuel asumía entonces riesgos aun más peligrosos. No tendría las defensas con que cuenta un matador, ni cuadrilla para ayudarlo, ni cirujano a la mano para curarle una herida. Lidiaría a la incierta luz de la Luna, sobre el terreno desigual y resbaladizo por el rocío.
No se oía en el campo otro sonido que el jadear del toro. Manuel se quedó mirando fijamente al animal, y agitó la manta de su hermana. La sombra que tenía delante comenzó a moverse y luego surgió de la semioscuridad y pasó a su lado en violenta embestida. Manuel, clavando las puntas de los pies en la hierba húmeda, deslizó lentamente la muleta frente a sus muslos, retirándola a su espalda, hacia el vacío. ¡Tuvo éxito el lance! El toro pasó frente a su cuerpo trémulo, siguiendo el mandato del trapo. Entusiasmado, Manuel se dio la vuelta y citó otra vez al toro. Cada vez que pasaba el animal, Manuel veía realizarse el milagro de la muleta. Lo invadió una jubilosa sensación de exaltación y de triunfo. Siguió dando pases, una y otra vez, haciendo girar y doblar a su antojo al toro, hasta que, exhausto, Manuel se alejó y se dejó caer donde estaba Juan tendido en el suelo.
Después de aquel día no hubo cómo contenerlo. Noche tras noche se introducía subrepticiamente con Juan en las praderas de don Félix. En señal de respeto a los cánones de la fiesta brava, Manuel, en sus corridas de media noche, por lo general toreaba vacas, que resultaban ser formidables enemigas. A menudo lo derribaban por tierra, o de un golpe lo dejaban sin aliento, y con los cuernos le causaban magulladuras en el vientre y la ingle, con lo que aprendió amargas lecciones. En casa, Angelita lloraba por su hermano, le curaba las heridas con alcohol, y le imploraba que aceptara la suerte que le tenía deparada la vida: la de ser trabajador del campo como su padre. No obstante, el chico continuó su arduo aprendizaje.
No pasó mucho tiempo sin que don Félix se enterara de lo que sucedía e informara a la Guardia Civil. En los campos se ocultaron centinelas a caballo, y una noche salieron de improviso de la oscuridad para sorprender a los trasgresores. Manolo y Horrillo recibieron una paliza terrible. Cuando reincidieron en el acto la Guardia Civil los puso presos durante diez días. Poco después alguien robó de un huerto vecino a la aldea un saco de frutas. Conocido ya como ladronzuelo, Manuel fue declarado culpable y enviado a la cárcel de Córdoba. Al ser puesto en libertad, fue en busca de nuevas dehesas.
—No quedó camino, ni campo, ni pueblo de Andalucía que no pisáramos en nuestras andanzas —dice Juan—. Eramos libres como las águilas. A veces nos llevaba gratis algún vehículo. Viajábamos en camiones de granos, de maderas y de ganado. A veces íbamos a pie días enteros o montábamos en trenes de carga. Trabajábamos cuando no había más remedio, un día aquí, otro día allá. Mendigábamos cuando podíamos, extendiendo nuestros capotes en la plazuela de algún pueblo y proclamándonos toreros con hambre.
"Solíamos comer bellotas, piñones y espárragos silvestres, y en los peores casos comíamos de la misma hierba que comen los toros. Fue aquella nuestra temporada de aventuras".
EL SEÑOR DEL GRAN SOMBRERO
TAL TEMPORADA se prolongó durante varios años penosos. Los jóyenes vagaron por los arrabales de Sevilla, a través de las marismas de Huelva y ante las murallas de Cádiz. Una vez, en la mayor miseria, volvieron a pie a Palma, y Manuel aceptó empleo en los campos de don Félix. Pero de noche, todavía impulsado por sus sueños, buscaba los toros. Para entonces ya se había agotado la paciencia de la Guardia Civil. Intimaron a Manuel y a Juan a alejarse de Palma, y así los dos jóvenes comenzaron nuevamente sus andanzas.
No estaban solos. Los dos desterrados formaban parte de una legión de muchachos sin hogar, medio muertos de hambre, que todos los años recorren España entera persiguiendo el mismo milagro. Los llaman maletillas y, por veintenas, acuden a las puertas de las grandes ganaderías, suplicando se les dé la oportunidad de torear, con la esperanza de que se fije en ellos alguno de esos "señores de sombrero de ala ancha y enorme puro", algún ganadero o empresario.
En Toledo, Manuel y Juan pasaron una semana limpiando establos, hasta ganar lo suficiente para comprarse un estoque de torero, de acero toledano. Con la noble hoja sobre los hombros de Manuel marcharon al norte, hasta Salamanca, donde se unieron a los maletillas en la Plaza Mayor de la ciudad. Vicente Ortiz, que frecuenta un café de la plaza, recuerda ese otoño de 1956.
—Cada anochecer —cuenta Ortiz—, varias docenas de maletillas se envolvían en sus muletas y se acostaban, tiritando de frío, sobre el empedrado de la plaza. Una noche lluviosa miré hacia la plaza y vi a un zagal que estaba allí de pie, solo. En la mano tenía un diario, el que usaba a guisa de capote, tratando de torear a mi perro boxer, Boris. Ese es el primer recuerdo que tengo de Manuel Benítez.
El verano siguiente Manuel y Juan recorrieron media España, persiguiendo a los toros en las capeas, las corridas de los pueblos pequeños, en que todos pueden participar. Para la capea se cierra la plaza del villorrio con unos cuantos postes, alguno que otro camión agrícola o con carretas. Entonces sueltan al ruedo un toro viejo o una vaca, y cualquier maletilla que se sienta con valor suficiente para probar fortuna puede entrar y sentirse "torero".
Muchas capeas contravienen las reglas fundamentales del toreo, porque los animales son alquilados y no se les mata. Así, con cada capea, los instintos del cornúpeta se van afinando, hasta que algunos se vuelven sumamente peligrosos y cada año causan varios muertos y heridos entre los maletillas.
Durante dos meses, Manuel y Juan siguieron las capeas de pueblo en pueblo, recorriendo a pie 20, 25 y hasta 30 kilómetros al día para llegar de una a otra aldea. Toreaban por un racimo de uvas, o por un mezquino montón de pesetas recogidas en sus capotes cuando la corrida había ido bien. Cuando al fin se hubo celebrado en la última aldea la última capea del verano, Manuel y Juan decidieron separarse. Todas las palizas que habían aguantado juntos, todas las esperanzas que habían compartido, se redujeron entonces a un presuroso apretón de manos y un "Buena suerte", cambiados a la vera de un camino de Andalucía. Juan se volvió hacia Palma y Manuel tomó rumbo al norte, hacia Madrid.
Allí, en la primavera de 1957, Manuel aceptó trabajar en una cuadrilla de construcción encabezada por Luis López y López, que era contratista. Este no fumaba, y casi nunca se cubría la calva con sombrero, mas para Manuel sería "el señor del sombrero de ala ancha y el enorme puro".
—Mi hijo me contó que este muchacho se desvivía por ser torero —dice López—. Al enterarme de una corrida que se celebraría en una ciudad, a 160 kilómetros al norte de Madrid, arreglé que le permitieran al chico hacer la prueba con un toro... Quería yo ver si Manolo era capaz de torear. Pues bien, no sabía nada, ni siquiera coger el capote. Pero, ¡por Dios! ¡Sí que tenía valor! Y resolví ver si podía lanzarlo como torero.
Manuel no cabía en sí de dicha, pero entonces, cuando parecía que iban a realizarse todos sus sueños, lo reclutaron en el ejército. Lo licenciaron en 1959, cuando acababa de cumplir 23 años. Según las normas de la fiesta brava era ya un "viejo". A los 23, Joselito había sido aclamado ya como el matador más grande de la historia; Manolete y Dominguín eran ya ídolos nacionales al llegar a esa edad, y Ordóñez había tomado parte en varios centenares de corridas. No obstante, López aún estaba dispuesto a correr el albur, apoyándose en la valentía de Manuel, y el 15 de agosto de 1959, arregló una corrida en Talavera de la Reina.
En Madrid, poco antes de la fecha, Manuel entró en un taller que durante muchos años ha sido muy respetado por la torería. Adentro había multitud de sedas y rasos en colores resplandecientes: azul, lila, escarlata, esmeralda, púrpura, blanco. Puestas alrededor del piso había una docena de capas rojas y amarillas, sosteniéndose en pie por su propia tiesura. Inclinado sobre una gran mesa de trabajo cubierta desordenadamente de flecos de oro, estaba el antiguo propietario, Santiago Pelayo, de 58 años de edad: el Christian Dior de la tauromaquia.
Pelayo ha confeccionado trajes de luces para cuatro generaciones de matadores, y en su complicado arte no hay el más leve asomo de mecanización, modernización, ni contemporización. Se requiere la labor de siete mujeres, trabajando ocho horas diarias durante 20 días, para hacer uno de los trajes de don Santiago, y son necesarios ocho años de aprendizaje para ingresar en las filas de sus 20 costureras.
Condujeron a Manuel a un cuarto donde había 100 trajes de segunda mano, colgados en largas y coloridas hileras. Algunos, desechados por sus dueños tras media docena de corridas, parecían casi nuevos. Otros llevaban la cicatriz de un remiendo donde una cornada había dejado su huella. Manuel hizo rápidamente su elección: un traje de oro y blanco.
La suerte y una salvaje decisión de triunfar hicieron de la presentación de Manuel Benítez algo impresionante. El primer toro lo levantó por los aires media docena de veces, y un observador declaró que "temía marearse de solo verlo". Pero, cada vez, Manuel volvía a ponerse en pie y a citar al toro. Había algo casi demoniaco en su ausencia total de miedo aquella tarde y en la manera fría con que hacía alarde de su valor... y ello entusiasmó al público.
Esa noche hubo en un café madrileño una ruidosa celebración. Manuel cantó, bailó flamenco, revivió los detalles de la corrida. En eso, poco después de medianoche, entró López, que había permanecido en Talavera para contar el dinero de las entradas. Llegaba pálido y demacrado, y anunció que los taquilleros se habían alzado con las utilidades. El estreno del contratista como empresario de toros le había costado la enorme suma de 50.000 pesetas, y declaró amargamente que sus días de apoderado de toreros habían llegado a su fin.
"¡MATALO, HOMBRE! ¡MATALO!"
HABÍA cesado la lluvia, pero más allá del coso de Las Ventas se estaban arremolinando tormentosos nubarrones en el horizonte. Cuando hubieron salido del ruedo los picadores, Paco y Pepín le pusieron las banderillas a Impulsivo. Se las prendieron de modo que pendieran hacia el costado derecho del toro. (Teóricamente, al menos, esto podría corregir la tendencia del animal a cornear hacia la izquierda.) "El Cordobés" estaba ya listo para la faena, el preludio al punto culminante de la lidia, que es la muerte del toro.
Sonaron las claras notas del clarín. Se hizo el silencio en la plaza y la quietud parecía trascender más allá de Las Ventas y extenderse por toda España. Durante unos pocos momentos, esa tarde de mayo, el ritmo de la vida de la nación quedó en suspenso. El comercio y el tránsito de vehículos casi habían cesado. El político y el preso, el terrateniente y la fregona, el banquero y el peón de fábricas (más de diez millones de personas: uno de los públicos más grandes que haya visto jamás la actuación de un solo individuo), esperaban tensos ante el vasto anfiteatro de la televisión, mientras el matador se preparaba para enfrentarse a la hora de la verdad.
"El Cordobés" hizo una breve venia al presidente, luego se quitó la montera y, dando media vuelta, la extendió hacia los tendidos atestados. Con este ademán brindaba la muerte de Impulsivo a los millones de personas que lo estaban viendo. Hubo una salva de aplausos, y él, al desgaire, dejó caer la montera en la arena empapada. Luego cruzó el ruedo y se detuvo en los medios. Aislado allí, a 30 metros de toda ayuda, enarboló la muleta y con dos rápidos movimientos hizo que el toro lo embistiera.
Los diez minutos que siguieron rara vez se han visto igualados en la historia del toreo, en cuanto al terror y la emoción que provocaron. "El Cordobés" comenzó con un pase por alto. Manteniendo la muleta a la altura del pecho, levantó con ella la cabeza de su enemigo y luego retiró el trapo lentamente hacia arriba. Con indiferencia vio pasar las astas bajo sus ojos y luego cornear el aire al salir Impulsivo de debajo de la muleta, tratando de ensartar la ilusión que se le acababa de arrebatar.
Después de tres de esos pases, el torero permitió al cornúpeta un momento para que recobrara el aliento. Impulsivo era ya un animal distinto del negro torbellino de furia ciega que había entrado poco antes en el ruedo. Entonces había estado listo a embestir cualquier objeto que le llamara la atención. Ahora, atormentado por heridas vivas y dolorosas, sus arremetidas eran más meditadas.
Con infinito cuidado "El Cordobés" comenzó a avanzar de nuevo hacia el toro. Tres metros, dos metros y medio, dos... Lentamente sus pasos lo iban acercando a la invisible frontera pasada la cual él sabía que Impulsivo embestiría automáticamente. A cada paso mantenía la atención fija en los ojos pardinegros del animal. Estos eran ahora la clave de la lidia. "El Cordobés" sabía que "a veces, esos ojos se apartan de la muleta y lo miran a uno".
Se detuvo el torero a menos de dos metros de Impulsivo, sintiendo que estaba a punto de pisar el terreno del animal. Con gran cuidado fue girando hasta quedar de perfil al toro, exponiendo el cuerpo a la mirada del cornúpeta y con la mano derecha sosteniendo baja la muleta, al punto que la orilla del trapo se arrastraba por la arena.
Impulsivo arremetió, con su ojo bueno fijo en el trapo, tratando desesperadamente de cornearlo. El toro pasó, se revolvió, y embistió de nuevo. Una, dos, tres veces "El Cordobés" hizo que Impulsivo, siguiendo la muleta, girase en torno a él. Una ola frenética de olés resonaba en la plaza, mientras el torero iba arrimándose cada vez más a su enemigo, hasta que, en el último giro, los negros lomos del cornúpeta le rozaron el traje oro y tabaco, que dejaron manchado de sangre. Luego con un postrer movimiento de la muñeca, Manuel remató dejando alejarse al animal.
Sintió entonces una gota de agua en la cabeza, luego otra y, finalmente, se desató la tormenta. Enjugándose la cara y la cabeza, el matador ejecutó otros tres derechazos, que le ganaron nuevos aplausos del público. Luego, pasándose la muleta a la mano izquierda, se preparó a realizar un natural, el pase clásico del toreo. Con esa suerte, bella pero peligrosa, dejaría una mayor parte del cuerpo expuesta al toro y se acercaría más al cuerno izquierdo.
—¡Eh, toro!
Suavemente "El Cordobés" citaba al cornúpeta. Ahora entre su cuerpo y aquellos cuernos sólo había una cosa: la destreza con que su muñeca pudiera manejar el trapo rojo. Poco a poco fue acercándose hacia el instante de la embestida; al producirse esta, hizo pasar junto a sí los cuernos del animal e, inclinando el cuerpo, siguió la curva de la embestida hasta que Impulsivo se desvió hacia la derecha.
Cuatro veces repitió los naturales, hasta que el coso de Las Ventas se estremeció con el rugir de la multitud. Trasfigurado por la emoción del momento, "El Cordobés" hizo una pausa para recibir la ovación. Luego, nuevamente entrando por derechazos, hizo que el animal se enrollara tres veces más en torno a su cuerpo, en un círculo más y más estrecho. A cada pase escuchaba el delirante e irresistible clamor de la muchedumbre, que lo henchía de contento.
Era ya hora de entrar a matar, pero "El Cordobés" se pasó la muleta a la izquierda y se dirigió nuevamente al toro. Oyó que Paco le gritaba :
—¡No, no, Manolo! ¡Basta con eso!
Pero el matador siguió adelante, volviendo de nuevo al peligroso natural.
La lluvia caía sin cesar. La muleta, empapada, pesaba mucho, y los medios estaban marcados por las huellas de las pezuñas de Impulsivo. Ya todos los de la cuadrilla de "El Cordobés" le estaban gritando, implorándole que desistiera. Pero "El Cordobés" escuchaba solo a la frenética multitud, dejando que cada sonoro "¡olé!" lo llevara más y más allá en el torbellino de una aterradora danza de la muerte.
HABÍA comenzado, no obstante, a producirse un sentimiento de preocupación entre unas cuantas personas más avezadas. El padre Espinosa Carmona, capellán de la plaza de toros, nerviosamente liaba un cigarrillo. Durante un rato había estado rezando a la Virgen por el impetuoso matador. El Dr. Máximo García de la Torre, inquieto, iba cojeando hacia la enfermería de la plaza. Y desde el sitio que ocupaba en las barreras, don José Benítez Cubero miraba fijamente al diestro y comentó en un susurro :
—Está loco.
Don José es, en España, uno de los más distinguidos ganaderos de toros de lidia, y era de su vacada de donde procedía Impulsivo. Ya hacía mucho rato que se había satisfecho su orgullo acerca de la bravura del animal, y ahora, lleno de pavor, se inclinaba hacia adelante, clavaba las uñas en el cojín de su asiento. Parecía imposible que se le pudieran sacar más pases al toro... pero "El Cordobés" lo seguía haciendo, interminablemente.
De repente, Benítez Cubero quedó rígido. Había observado el indicio que temía: al terminar el último pase, la cabeza de Impulsivo había tirado hacia adentro, doblando hacia atrás los pliegues de la muleta. "Ya aprendió", pensó don José, "y ahora busca al hombre".
Benítez Cubero, incorporándose a medias en su asiento, gritó una advertencia que esperaba llegase a oídos del matador, erguido a solas en los medios:
—¡Mátalo, hombre! ¡Mátalo!
UNA CAJITA DE JOYAS
Madrid, 1960
UNA TARDE de invierno, Rafael Sánchez, empresario mejor conocido por el mote de "El Pipo", entró en un café madrileño para conocer a Manuel Benítez. El encuentro lo había arreglado un amigo de "El Pipo" que había sabido de las corridas de Manuel, y estaba convencido de que este podía ser el nuevo Manolete. "El Pipo", que había sido amigo íntimo del gran diestro fallecido, ponía en duda tales pretensiones. Pero ese invierno el empresario había corrido con mala suerte. Hombre que había ganado y perdido varios millones de pesetas como dueño de restaurante, magnate del negocio de mariscos y apoderado de toreros, andaba en busca de un nuevo matador y del medio de rehacer su fortuna. No creyó haberlos encontrado al ver por primera vez a Manuel.
—Tan pronto entré en el café —cuenta "El Pipo"—, sentí la penetrante mirada del torero. Me ofreció que, si quería ser su apoderado, me compraría un Mercedes.
"Me causó repugnancia. Llevaba el pelo demasiado largo, vestía harapos y calzaba alpargatas. Le pregunté si le gustaba el dinero".
"—Más que a usted —me contestó—; más que a nadie".
"—¿Sabes de qué color tienes la sangre?"
"—De este color —repuso. Se arremangó el pantalón y vi que tenía a lo largo de la pantorrilla una gran herida, aún no cicatrizada—. Deme una oportunidad, don Rafael; no le pesará, se lo prometo".
"Como es bien sabido, todos esos chicos son iguales la primera vez que uno los ve: siempre las mismas respuestas, las mismas promesas. Este era un joven apuesto, de brazos largos, lo cual es una buena señal. Pero tenía 24 años: muy viejo ya. Hay que tomarlos a los 16 o a los 17. Le dije que lo sentía, pero que tenía ya muchos compromisos. "Se me acercó y echándome el aliento en la cara, me dijo:"
"—Óigame: usted no entiende de nada... ¡Ni de toros, ni de hombres!"
"Me volvió la espalda y se encaminó a la puerta".
"En eso una voz interior me dijo: Rafael Sánchez, estás cometiendo un error. Así que lo llamé a voces.
"—Oye, muchacho... ¡Ven acá!"
"El Pipo" le dio a Manuel el sobrenombre de "El Cordobés" y lo llevó a las tientas de Salamanca.
Lo observó toreando vacas y quedó entusiasmado con lo que vio. El joven desconocía el miedo en absoluto. Bien podría ser acogido como una sensación, con solo lograr presentarlo en una corrida respetable.
Durante varios meses estuvo "El Pipo" tratando de conseguirle una corrida, y por fin pudo arreglársela en Córdoba. Esta tuvo éxito, pero no había aún nadie más dispuesto a darle a "El Cordobés" una verdadera oportunidad. Por fin una tarde, a la hora de la siesta, "El Pipo" se recostó en la cama y aplicó su ingenioso cerebro a trabajar en cierto proyecto. Si no le daban entrada en las plazas reconocidas, siempre se podía echar mano de los cosos portátiles, que se podían alquilar y montar luego, como la tienda de un circo, en cualquier pradera. Naturalmente, no disponía de dinero para alquilarlo él, pero quizá podría hallar alguna población tan ávida de presenciar una corrida, que reuniera los fondos necesarios. ¿Por qué no la propia Palma del Río, donde nació Manuel?
Saltó de la cama y llamó por teléfono a Palma. Pronto lo comunicaron con don Antonio Caro, concejal encargado de los espectáculos públicos. Con toda la elocuencia de que fue capaz, "El Pipo" describió a su prodigio, joven que era ya heredero de las muletas de Joselito, Belmonte y Manolete. Y "El Pipo" concluyó con la noticia de que esta maravilla era hijo de Palma del Río: ¡Manuel Benítez!
A la mención de aquel nombre se estremecieron los alambres telefónicos.
—¿Qué? —exclamó don Antonio—. ¡Aquí nadie pagaría ni una peseta por ver a ese ladrón! El concejo tal vez le proporcionaría una cárcel, pero una plaza de toros, ¡nunca!
"El Pipo" imploró, recurriendo a toda su habilidad de vendedor. Pero viendo que todo era en vano, prometió irreflexivamente:
—Muy bien, entonces yo pagaré el alquiler del ruedo.
Caro titubeó, y "El Pipo", vislumbrando la victoria, remató con:
—Y también los toros.
Le aceptaron prontamente la propuesta.
Asombrado de su propia imprudencia, "El Pipo" se dirigió rápidamente a su apartamento de Madrid, donde convocó a sus cinco hijos y a su mujer. Comenzó por hacerles calmadamente un recuento de los triunfos y desastres de su variada carrera. Luego explicó por qué había reunido aquel consejo familiar.
Les contó que hoy estaba preparándose a jugar el más dramático albur de toda su vida. Repitiendo las solemnes alabanzas que había hecho a la mitad de los empresarios de España, afirmó que un joven llamado Manuel Benítez causaría una revolución en el toreo, y él, "El Pipo", jefe de la familia Sánchez, se encargaría de lanzarlo. Desgraciadamente, añadió, para lograrlo necesitaría la suma de 160.000 pesetas.
Todos enmudecieron y "El Pipo" volvió los ojos a una caja vacía que había puesto ante sí sobre la mesa. Después miró a su hija mayor, María Rosa, y le señaló el anillo de esmeralda que esta llevaba en la mano izquierda. Él mismo se lo había regalado al regreso de un viaje a la América del Sur. Con voz calmada le pidió que se lo devolviera.
—Papá —replicó ella, casi en un susurro—, estás loco.
Pero, sacándose la sortija, se la pasó, y él, sonriente, la colocó dentro de la caja, en la que metió también sus propios gemelos de perlas. Y así fue haciendo la recolecta alrededor de la mesa: un collar de oro, un anillo y aretes de diamantes, de la mujer de "El Pipo"; una pulsera de Rafaela, la otra hija; una antigua moneda mexicana, de otra de las muchachas; una placa de identidad, de oro, del hijo... hasta que estuvo llena la caja. Al final, se puso en pie "El Pipo". Hizo una ceremoniosa reverencia y en breves palabras dio las gracias a su familia por la confianza que en él depositaba. Luego, alzando el cofre con el tesoro, desapareció en una nube de humo de cigarro.
EN LA historia reciente de Palma del Río no hay nada que se recuerde con más afecto que las dos novilladas que señalaron el regreso del antiguo delincuente.
Manuel llegó pocos días antes de la corrida. Angelita se había casado, y él se hospedó en su casucha y usó su cuarto para vestirse de torero. Al ver a su hermano luciendo el resplandeciente traje de luces, a Angelita se le llenaron de lágrimas los ojos. Manuel le echó el brazo al cuello.
—No llores, Angelita —le dijo—. Hoy, o te compraré una casa, o te vestiré de luto.
Y luego se encaminó a pie a la plaza de toros.
Ese día su actuación fue apenas regular; pero al siguiente, 22 de mayo de 1960, Manuel estuvo sensacional, especialmente a la hora de banderillear. Manuel resolvió hacerlo él mismo. Tras de romper los palos en dos, siguió partiéndolos hasta que al parecer sólo tenía en las manos un par de lápices. Luego, arrodillado, dando la espalda a la barrera, citó al toro. Pocos riesgos tan peligrosos puede correr un torero como el de clavar, de rodillas, un par de banderillas diminutas, pero "El Cordobés" las clavó a la perfección. Después de eso, el público enloqueció. En el espacio de diez minutos el ex ladrón de naranjas, el delincuente crónico, se había convertido en el ídolo de Palma del Río.
Angelita Benítez se había quedado en su vivienda, orando, y recuerda el espectáculo del regreso de su hermano a casa ese día. La gente corría por la calle levantando una gran polvareda, llevando en hombros a Manuel, y este, sonriente. Los vítores de la multitud resonaban por varios kilómetros a la redonda. Finalmente el novillero saltó a tierra y se abrió paso hasta la vivienda de Angelita. Allí desató un pañuelo viejo, que llevaba lleno de billetes. Cerró la mano de Angelita sobre el dinero.
—¡Son las primeras mil pesetas para la compra de tu casa!
VERANO LOCO
INMEDIATAMENTE comprendí que el muchacho valía oro —dice "El Pipo"—. No porque fuese un gran torero. En cuanto al arte taurino, Manuel ofrecía un triste espectáculo. Pero, ¡arte ya hay bastante en el Museo del Prado! En la plaza de toros se requiere algo más: un muchacho que sepa entusiasmar a la multitud.
"En Palma pude ver cómo reaccionaban los espectadores ante Manolo. Había de todo: angustia, alborozo, sorpresa, pavor. Ante todo, pavor. Los mantuvo espantados: sus locas pruebas de destreza y su valor increíble les ponía la carne de gallina. Así descubrí qué era lo que debía yo ofrecer: su valor. Esa era mi fortuna y, con un poco de suerte, me decía yo, al terminar el verano seré millonario otra vez y él también lo será. Ya comenzaba yo a inventar frases para anunciarle. Resolví que pronto tendría yo un retrato en carteles en la mitad de los pueblos de Andalucía con lemas tales como: El domingo tengo una cita con la muerte. Venid a verme."
Así comenzó aquel verano de locura. "El Pipo" lo inició con una genial idea de propaganda: al título de "El Cordobés", añadió las palabras "el torero de los pobres". Después se dedicó a crear una leyenda en torno a su héroe. Escribió el borrador del texto para un folleto ilustrado acerca de la vida de su matador, y en él se dio maña para relacionar la existencia de Manuel con casi todos los episodios significativos de la historia y el arte españoles. La publicación circuló por todos los pueblos andaluces.
No tardaron en hacerse sentir los efectos de tal propaganda. Fue en aumento la demanda de ver torear a "El Cordobés", y, al ardoroso sol del verano, Manuel y su apoderado fueron de plaza en plaza: Priego, Lucena, Bélmez y Cardeña.
—Aquellas plazas portátiles parecían mecerse con el público —cuenta ahora "El Pipo"—. La gente gritaba y algunas señoras se desmayaban. Algunas veces los toros se metían en las graderías. Era increíble; la locura, el frenesí.
Desde un principio "El Pipo" se había propuesto que "El Cordobés" no había de torear en plazas medio vacías, y para llenarlas aumentaba el tono emotivo de sus campañas de propaganda: "Se ruega a las personas que sufran del corazón no concurrir a las corridas de El Cordobés", proclamaba un diario, "debido a las fuertes emociones que su arte provoca". Otro preguntaba : "¿Cuándo vendrá a Córdoba el Rey del Valor ?" Cierta vez "El Pipo" llegó a afirmar que el coso de Bilbao se había incendiado a causa de los chispas producidas por los aplausos que "El Cordobés" arrancaba a la multitud. No obstante, la trapacería de "El Pipo" lograba fomentar la fama de su protegido solo hasta cierto punto. De ahí en adelante, todo corría por cuenta del valor de Manuel mismo. Y ese verano el joven se expuso a tales riesgos, que hasta su teatral apoderado se quedaba alelado de admiración. El torero ejecutaba pases de pecho en que los cuernos del animal le pasaban rozándole las costillas. Forjaba lances de rodillas, en que pasaban las astas del toro a pocos centímetros de los ojos, el cráneo y la boca del diestro.
En cierta ocasión quebró las banderillas al largo de un lápiz y dio la espalda al toro. Poco a poco fue marchando hacia atrás, acercándose al cornúpeta hasta que, en el momento crítico de la embestida, se detuvo. Una fracción de segundo antes de que los cuernos le ensartaran por la espalda, echó la pierna derecha a un lado para distraer la atención de su enemigo. Al doblar el toro, retiró la pierna, se dio la vuelta y clavó el par de banderillas en su sitio.
En Pozoblanco, "El Cordobés" se sentó en la arena, volviendo la espalda al toro, precisamente bajo los cuernos, escasamente a 45 centímetros del hocico. Lenta y deliberadamente se quitó las zapatillas. En todo momento sentía en la espalda el aliento húmedo del animal. Luego, con movimientos pausados, como de cámara lenta, volvió a calzarse, recogió la muleta, y con una rápida sacudida del trapo provocó la salvaje embestida del toro.
La temporada que había comenzado como un albur, terminaba en una creciente tempestad de vítores. Como tormenta que va cogiendo fuerza, "El Cordobés" iba de plaza en plaza actuando ante multitudes que se mostraban histéricas ante su temerario valor. Muy a menudo ocurrían frenéticas manifestaciones después que él había matado al toro. En los pueblos pequeños, los espectadores lanzaban al ruedo ofrendas consistentes en conejos, patos, trozos de salchichón y botas de vino para el fatigado matador. En las ciudades llovían sobre la arena sombreros, flores y mantillas. Sus honorarios subieron de 1000 pesetas por corrida, a 100.000.
"Este año", escribía un periodista de Córdoba, "la temporada no terminará nunca. Todas las poblaciones piden a gritos a El Cordobés. Si siguen así las cosas, este se hará dueño del Banco de España".
Pero sí concluyó por fin la temporada. Y una tarde en que llovía a cántaros, Manuel llegó en automóvil hasta la vivienda de su hermana en Palma del Río.
—Ven —le gritó a Angelita—. Quiero enseñarte una cosa.
Viajaron en el coche por entre el lodo y la lluvia hasta que Manolo se detuvo ante una casa grande y condujo a su hermana al interior.
—No había luces —cuenta Angelita—, así que encendimos una vela y recorrimos la casa, cuarto por cuarto, en la oscuridad, tocando con las manos las paredes. Era un caserón enorme. A cada paso repetía yo: ¡Qué grande! Tenía varios dormitorios... Hasta entonces, sabe usted, habíamos dormido toda la vida en una misma habitación. Y tenía agua corriente, lujo que antes nunca habíamos conocido.
Ya en el portón, cuando hubimos terminado de recorrer la casa, Manuel apagó la vela y, sacándose las llaves del bolsillo, me las entregó.
—Aquí tienes la casa que prometí comprarte —me dijo".
LA HORA DE LA VERDAD
EL único ruido que se oía en la plaza de Las Ventas era el de la lluvia que salpicaba en la arena. Bajo el cielo oscurecido, 23.000 espectadores contenían el aliento mientras "El Cordobés" se iba acercando al animal negro, que se alzaba como una estatua oscura en la distancia. Debilitado por las picas, atolondrado por el engaño de la muleta, Impulsivo parecía aturdido y pasivo. Pero su fuerza se mantenía casi intacta y sus instintos asesinos antes bien se le habían afinado con la furia y la frustración.
Era el punto culminante de la corrida, la muerte del toro, la "hora de la verdad". No hay momento de la fiesta brava que ofrezca peligros mayores que los que se avecinaban. "El Cordobés" tendría que plantarse ante el toro y maniobrar de modo de colocarlo en la posición más favorable: la cabeza baja, las patas delanteras juntas. Solo así se le separarían las paletillas lo suficiente para dejar libre el espacio, no mayor que la palma de la mano de un hombre, en que debe clavarse el estoque.
La tradición del toreo afirma que la mano que mata es la izquierda, la que sostiene la muleta. A la hora de la verdad, "El Cordobés" cruzaría la siniestra bajo la diestra, a fin de alejar de sí la cabeza del animal, y, al meter la espada, su cuerpo pasaría sobre el cuerno derecho del toro. En ese breve instante dejaría expuesta una de las partes más vulnerables de su anatomía: el pequeño .triángulo carnoso, en la parte superior del muslo, que cubre la vena y arteria femorales. Una lesión a esta última podría causarle la muerte.
Pero al llegar al toro, "El Cordobés" no hizo nada de lo esperado. En lugar de ello, agitó la muleta., incitando a otra embestida. De los tendidos se levantó un gemido de aprensión. El padre Espinosa Carmona comenzó a orar. Paco y Pepín, agazapados en sus burladeros, no podían articular palabra. En Palma del Río, Angelita permanecía inmóvil en su asiento, aterrorizada, en la espléndida casa que su hermano le había regalado. Solo el extravagante "Pipo" se hallaba ajeno a todo: no había querido asistir a la corrida y ni siquiera verla por televisión.
Durante un momento, "El Pipo" reflexionó con amargura en los últimos años. Después de aquel primer verano de locura, la fiesta brava había acogido a "El Cordobés". Este había toreado 67 corridas en la siguiente temporada, provocando el frenesí basta en el último rincón de España. Poco antes de Navidad había viajado en su reluciente Mercedes hasta El Pardo, en las afueras de Madrid, donde tiene su residencia el Jefe de Estado. Y allí, ante el mismo general Franco, había toreado para beneficio de una obra de caridad. Durante los dos años siguientes había ido creciendo su popularidad, pero también había surgido entre ambos una disputa por cuestiones de dinero. Hoy, en el apogeo de su fama, "El Cordobés" tenía un nuevo apoderado, y "El Pipo" se había conseguido a otro matador.
Pero ahora ningún apoderado, ningún sacerdote, ningún amigo podría ayudar a "El Cordobés". Al embestir Impulsivo al trapo rojo, su cuerno derecho pasó rozando el traje de luces del torero. Pero "El Cordobés" no conocía el miedo. En ese momento, como contaría más tarde, estaba "loco de contento", sin acertar a pensar en nada fuera del glorioso y embriagador sentimiento de poder que cada pase le proporcionaba. Girando en medio de la lluvia ejecutó dos naturales y se dispuso luego a realizar un tercero.
Entonces sucedió lo que todos temían. "El Cordobés" dio un paso en falso en la arena. Trató de asirse al costado de la bestia, pero perdió pie y cayó de bruces. Impulsivo se lanzó sobre el matador, al que acometió por dos veces. A la segunda acometida, al fin dio con el cuerno en lo que buscaba: el asta penetró a través del vulnerable trozo de piel que cubre la arteria femoral. "El Cordobés" dio un grito y perdió el sentido.
Los banderilleros salieron corriendo como locos, agitando sus capotes para distraer la atención del animal, y cinco ayudantes levantaron en vilo al matador y lo llevaron del ruedo a la enfermería, donde ya esperaba el Dr. Máximo García de la Torre. En Palma, Angelita se sintió desfallecer, convencida de que se había cumplido la segunda parte de la profecía de su hermano. En todas partes de España, ciudades, villas y aldeas, la noticia se esparció velozmente. La gente se precipitaba de casa en casa y se gritaba de balcón a balcón y de un campo a otro.
Pero en la arena de Las Ventas quedaba por cumplirse la ceremonia final. Pedro Martínez, el siguiente matador del cartel, avanzó hacia Impulsivo, lo colocó en posición favorable y, levantando la espada, se la clavó en el morrillo. Al morir el toro, se levantó un clamor de las gradas, y la plaza entera se convirtió en un campo de ondeantes pañuelos blancos. Era la señal tradicional de que el público pedía un premio para "El Cordobés", y el presidente de la corrida, atendiendo a la petición. Fue un hecho extraordinario, pues los cánones taurinos ordenan que el torero ha de matar a su toro antes de adjudicársele ningún trofeo.
Así pues, aun en aquel momento de tragedia y de aparente fracaso, "El Cordobés" había triunfado. Según observaría más tarde el notable periodista español Tico Medina:
"Con esa cornada El Cordobés se ganó el corazón de toda España". Se había confirmado Manuel Benítez, indiscutiblemente, como el matador de toros Número Uno.
En la enfermería, el Dr. García de la Torre introdujo sus hábiles dedos en la herida del muslo del matador, explorando a través de los tejidos perforados y los músculos mutilados para buscar el valioso vaso sanguíneo. Pronto una expresión de alivio iluminó el rostro del cirujano. El asta de Impulsivo, por escasos tres milímetros, no había alcanzado a seccionar la ,arteria femoral.
Con gran paciencia el cirujano comenzó su obra curativa. Al terminar, una hora más tarde, una ambulancia condujo a Manuel a toda prisa a la Clínica de los Toreros. Su suerte dependía ahora, en gran medida, de la capacidad de su joven y fuerte organismo para reponerse del hondo trauma causado por la cornada.
DOS DÍAS más tarde, "El Cordobés" estaba fuera de peligro. Pero seguía el drama de la cornada que recibió. Aparecieron crónicas en todos los periódicos de España, y los más importantes del extranjero. Una multitud velaba afuera de la clínica, y mientras Manuel luchaba para recobrar las fuerzas, la prensa publicaba largos informes de sus progresos.
Veintidós días después de la cornada, contra los consejos de los médicos y las súplicas de sus amigos, "El Cordobés" hizo de tripas corazón para torear en la ciudad costera de Marbella, y les demostró a España y al mundo entero que no se le había escapado el valor por la herida que Impulsivo le abrió en el muslo.
CICATRICES INVISIBLES
NO HAY hombre que esté menos a solas que un matador. Hoy, a dondequiera que va "El Cordobés", se halla rodeado, como un sultán árabe, de un séquito de aduladores, gorrones, sirvientes, empresarios, ganaderos, muchachas a la busca de una romántica y fugaz aventura, y gente totalmente desconocida que toca a su puerta solo para mirarlo. Más de 150 personas dependen de él para ganarse la vida.
Él, que había sido tan pobre que se pasaba días enteros sin comer, hoy no sabe, literalmente, cuánto dinero tiene. Su fortuna se calcula en 500 millones de pesetas, y su nombre aparece en productos tan diversos como vinos, ceniceros, tarjetas postales, vasos para cerveza, cortaplumas, naipes, cigarros, muñecas, estatuillas de yeso, banderolas y un alfiler de oro de 14 kilates.
"El Cordobés" ya puede robar las naranjas de sus propios árboles y capear sus propios toros en las apartadas dehesas de sus vastos predios. Es dueño de una empresa de construcciones y de un lujoso hotel de siete pisos en Córdoba. Tiene toda una flotilla de automóviles, entre los cuales hay un Mercedes, un Jaguar Sunbeam Alpine y un Land Rover, y hace poco compró en 30 millones de pesetas un avión para cuatro pasajeros movido por dos motores de reacción.
No obstante sus riquezas, no ha olvidado el pasado. Ningún maletilla que llame a su puerta se marcha con hambre, ni mendigo alguno sin una moneda en la palma de la mano. A las fiestas de su cortijo invita a los campesinos pobres, y hace poco, al inaugurar una plaza de toros particular en su segúnda propiedad campestre, entre sus 1000 invitados se contaban 200 maletillas, para quienes había hecho llevar un camión lleno de jamones y jerez amontillado.
Pero hay veces en que a "El Cordobés" le gusta escapar de las multitudes que forman parte tan importante de su vida. A menudo, cuando está en su cortijo cercano a Córdoba, toma uno de sus automóviles y viaja a la ciudad para reunirse a solas con el padre Juan Arroyo, que por algún tiempo fue su preceptor. En un pobre cuaderno de escolar, Manuel copiaba pacientemente las frases que le dictaba el sacerdote: "Me llamo Manuel Benítez. Me gusta mucho torear".
Una tarde, después de haber visto en la televisión las hazañas efectuadas en Cabo Kennedy, Manuel le dijo al padre Arroyo:
—No comprendo cómo es que los astronautas dan vueltas y vueltas en el aire.
El sacerdote comenzó prontamente una lección de geografía.
—¡Fenomenal! —exclamó "El Cordobés", mientras hacía girar un globo terráqueo entre las manos.
Antes no sabía que el mundo fuese redondo.
Aún sigue siendo el Número Uno: el que tiene más corridas, mata más toros y conquista más trofeos que ningún otro matador del mundo. Desde 1965 ha toreado, por término medio, 100 veces al año, y tan abrumador maratón ha dejado en él su huella. En el cuerpo ostenta las cicatrices de 19 cornadas, dos de las cuales por poco más habrían sido fatales. Pero hay otras cicatrices que no se ven: las causadas por el esfuerzo, por la tensión de tener que hacer frente a los toros y a las muchedumbres día tras día. Es muy distinto erguirse ante las agudas astas de un toro y arriesgar la vida cuando se es un muchacho presa de desesperación, que hacerlo a los 32 años de edad, y ya poseedor de 500 millones de pesetas. Una vez anunció que iba a retirarse, y un estremecimiento de alarma cundió por todo el país. Era el invierno de 1967 y, de resultas de aquel anuncio, se calculaba que los hoteles de España, los taxistas, los revendedores de billetes y los dueños de cafés y restaurantes perderían en total 360 millones de pesetas. Llegó una caravana de coches a la finca de "El Cordobés", con un tropel de empresarios que venían a implorarle a Manuel que salvara del desastre la temporada taurina. Por fin, acaso temeroso de que el retirarse le pudiera costar 120 millones en pleitos por daños y perjuicios, revocó su decisión.
Y así, sigue toreando. Algunos días ni siquiera recuerda el nombre de la ciudad donde está lidiando, ni el del lugar donde deberá presentarse la tarde siguiente. Solo sabe que por la función de cada tarde, por 40 minutos de hacer frente al peligro, recibe por lo menos un millón de pesetas: 500.000 por cada uno de los dos toros que deberá matar.
Su verdadera riqueza, sin embargo, la riqueza que derrocha cada vez que entra en el ruedo, es el valor. Ese arrojo lo ha convertido en el matador más discutido de su generación, pues para muchos sigue siendo un charlatán, un payaso, un intruso que ha convertido la lidia en un ritual salvaje sin gracia ni belleza.
No hay quien desprecie más a sus críticos que "El Cordobés" mismo. Este proclama:
—Les digo que bajen conmigo al ruedo. Cuando sientan los cuernos pasarles junto a la cabeza y los pulmones, cuando los vean a pocos centímetros de sus propios ojos, entonces los tomaré en serio. Que sepan que yo podría torear como Manolete. Pero entonces no sería sino otro Manolete. Quiero ser lo que que soy : "El Cordobés", ¡el único "Cordobés"!
Quizá sea verdad que ha vulgarizado la imagen que nos hemos hecho del toreo. Pero esa vulgarización no es más que un céfiro del viento que hoy sopla por toda España. Pues el país de las castañuelas, del flamenco y la siesta, la noble e idealizada España va desapareciendo paulatinamente, ante los embates de una nueva civilización: una civilización de luces de neón, de mesas hechas de modernos materiales, de conjuntos de viviendas de bajo costo, de crédito fácil y de uniformidad. Mas esta nueva civilización lo es también de estómagos más llenos y del despertar de las aspiraciones económicas y culturales de mucha gente.
Así que, en resumidas cuentas, poco importa el juicio que sobre "El Cordobés" dicte la crítica. La aclamación de que es objeto procede de otro sector: de la afición que puebla el vasto y soleado ruedo que es España entera. A las masas les tiene sin cuidado que sea buen o mal torero. "El Cordobés" es su torero, y en él, en su silueta magra y retadora, aplauden al precursor de una vida nueva y Mejor.
*"Or I'll Dress You in Mourning", © 1968 por Larry Collins y Dominique Lapierre.