HIMBA, UN PUEBLO ROJO EN TIERRAS ROJAS
Publicado en
junio 15, 2014
Las tareas diarias en la tribu están bien repartidas: los niños ordeñan las cabras.
Correspondiente a la edición de Mayo de 1995
Texto y fotos: Pete Oxford y Reneé Bish.
Namibia, país dominado por la vida silvestre, tiene ochocientos mil kilómetros cuadrados y una población de apenas catorce millones.
Al noroccidente, lejos de la incipiente vida metropolitana, está Kaokoland, un área escabrosa, seca e inhóspita. Al norte se encuentra Angola, despedazada por la guerra; al oeste, la desierta y peligrosa playa de la Costa de los Esqueletos, mientras los accesos del sur y del este están restringidos. La única manera de llegar por tierra es con vehículos de doble tracción y, por seguridad, en caravana.
La inhóspita región hospeda a los pocos elefantes del desierto que quedan y a un mermado y altivo grupo humano: la tribu de los Himba.
Al entrar en un asentamiento Himba impresionan las condiciones que lo rodean y que dan la impresión de que para este pueblo la naturaleza es un adversario.
Mujer Himba casada: el ohumba entre sus trenzas es señal de su estado civil
Para su subsistencia, los Himba dependen casi totalmente de la carne y productos animales, puesto que hay poca vegetación comestible. Son pastores seminómadas y hoy su población cuenta con unos pocos miles de personas.
Los Himba representan una de las últimas tribus realmente primitivas del Africa. Bordean la Edad de Piedra.
La sociedad Himba, con su propia lengua, está regida por leyes, jerarquías y tradiciones. Son hombres y mujeres altos y hermosos, con rostros bien definidos, que gustan resaltar su apariencia con joyas elaboradas en metal, cuero y concha. Las mujeres son más extravagantes en su ornamentación. Para ellas es un largo proceso colocarse en las mañanas sus joyas (las que no están adheridas de forma permanente) y untarse en cuerpo y cabellos con una sustancia color rojo ocre, hecha de un polvo de roca roja (hematites), grasa y la fragante savia de un árbol local. La mezcla es conocida como otzije y con ella las mujeres -desnudas de la cintura para arriba- relucen un vivo color rojo a la luz matutina y vespertina. El color ocre de la piel, su textura de porcelana sin barniz y la delicada fragancia que despiden son recuerdos indelebles.
El centro de la decoración de las mujeres es una concha en forma de cono, sumamente apreciada, recogida en la costa oeste del país y pasada de madres a hijas como símbolo de fertilidad.
Los Himba toman las joyas -tobilleras elaboradas con acero pesado o brazaletes de cobre- en la más estricta tradición y pueden usarlas sólo después de una iniciación ritual: el individuo las recibe por sus méritos y son señales de estatus dentro de la comunidad.
Una joven Himba en la pubertad lista para cambiar su peinado por el de una adolescente. Tiene en su cabeza el peritoneo de una vaca recién matada, y deberá tenerlo puesto durante todo el día.
El peinado juega un importante papel. La mujer hasta los diez años aproximadamente usa dos trenzas gruesas frente al rostro. Pasada la pubertad, se peina con varias trenzas más delgadas, envueltas en ocre, que cuelgan sin orden. A medida que la muchacha se acerca a la adolescencia y a la edad casamentera, se amarra sus numerosas trenzas hacia atrás y deja el rostro descubierto. El último cambio de peinado es al casarse: desdé entonces lleva en la cabeza un adorno (erembe) que es un arrugado pedazo de piel de cabra teñido. Los hombres también señalan su estado civil con el peinado: hasta antes de casarse llevan su cabello en una sola trenza que cae hacia atrás desde el centro de la corona y la llaman ondatu. Una vez casados, amarran su cabello a modo de turbante (ondumbu) y para dar volumen mezclan el cabello con virutas de madera. Al hombre sólo se le permite modificar este peinado cuando se encuentra de luto por la muerte de un familiar cercano. Un alambre sobresale por debajo del ondumbu y es usado para rascarse el cuero cabelludo y aliviar la picazón causada por la viruta.
La vida diaria en una comunidad Himba gira alrededor del cuidado de los rebaños de cabras y hatos de ganado, las discusiones y toma de decisiones, para los hombres y el cuidado de los bebés, la preparación de alimentos y el embellecimiento, para las mujeres.
Pero en días de fiesta la situación cambia. Los hombres despedazan una res después de matarla por sofocación y la excitación crece entre los miembros de la tribu. Después de que los degolladores leen el futuro en las vísceras, los hombres y mujeres se acercan a inspeccionar el esqueleto.
Las mejores piezas se distribuyen de acuerdo a la tradición. Se extrae el peritóneo y se lo cuelga sobre la cabeza de una muchacha como parte de la ceremonia de iniciación: pasaba a la pubertad y estaba lista para el cambio de peinado. La sangre goteaba por su pecho. Debía llevar puesto el peritóneo el resto del día, antes de cambiar su peinado; para la noche su pelo estaba seco y duro como una galleta y había tomado la forma de dos bultos levantados de las gruesas trenzas, rastros de la prepubertad.
Madre Himba y su hijo fuera de su choza, en Kaokoland.
Los restos del esqueleto despedazado y varios trozos de carne son envueltos en la piel del animal sacrificado y cubiertos con matorrales para alejar a los perros hambrientos y a las gallinas. Comienza una noche de celebración.
Las mujeres envueltas en varias capas de piel de cabra y luciendo sus más exquisitas joyas, salen de las chozas y se reúnen para bailar al son de la música rudimentaria que tocan los hombres con instrumentos tradicionales mientras corren a la luz de la fogata. Ellos portan sandalias, el ondumbu, un grueso collar y una correa que sostiene una falda de tela por delante y un taparrabo por detrás.
A la mañana siguiente, con el primer rayo del sol, todo vuelve a la normalidad. Las familias despiertan en sus chozas. Las muchachas se dedican a ordeñar cabras. Los niños más pequeños juegan y los grandecitos se alistan para llevar a pastar a las cabras en áreas lejanas del pueblo.
Los pastores están en guardia permanente contra leones y leopardos, para los cuales las cabras domésticas son presa fácil.
Hombres y mujeres llevan tobilleras hechas de metal y cuero.
La próxima tarea es sacar a las gallinas de sus jaulas, hechas de palos y piedras, en donde las protegen por la noche de los chacales. Los hombres, masticando carne y fumando pipas, atizan el fuego con madera recogida el día anterior por las mujeres. Ellas salen de sus chozas una vez concluida su sesión privada de embellecimiento y se dedican a trabajar: luego de alimentar a los bebés, inician el ritual mañanero de recolección de agua. La fuente más cercana se encuentra a varias millas del asentamiento por un camino de rocas que las mujeres atraviesan para regresar con el peso del agua sobre sus cabezas y el del bebé amarrado a sus espaldas. A media mañana el sol ya chamusca la tierra.
Cada día trae consigo la inevitable intromisión del mundo occidental en este hermoso pueblo que, a pesar de la lejanía, su contacto con los foráneos crece constantemente.
Un pueblo nómada no se puede dar el lujo de tener más pertenencias de las que puede acarrear. La civilización trae consigo cambios de valores: los niños Himba asisten a la escuela que difunde valores occidentales y cada vez se sienten más atraídos por carros, relojes y radios, objetos que reemplazan su interés por un hato de ganado.
Llegar a poseer esos objetos ya no es un sueño pues su adquisición se facilita con el trabajo asalariado. Los Himba se encuentran al borde del abismo de la civilización. De cómo este pueblo del desierto dé ese paso dependerá que conserve un comportamiento digno dentro de la sociedad africana.
La familia entera observa al líder leer el futuro en las vísceras de la res sacrificada.