EL CASO DEL MARIDO PUNTILLOSO
Publicado en
junio 15, 2014
Un hombre con cara de preocupación llegó a la agencia de detectives. Su esposa presentaba extraños olvidos y confusiones; un día había regresado a la casa después de las 12 de la noche...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Era una mañana floja en la agencia de detectives. Tina estaba concentrada resolviendo un problema de dinero. Marisela andaba vagabundeando por Internet en busca de datos para comprarse zapatos de noche baratos, y Eulogia se limaba las uñas a la espera de que entrara algún cliente. En eso vieron aparecer a un hombre guapo, de unos 50 años, pero con una cara de preocupación tan intensa, que cualquiera habría dicho que acababa de perder a la señora, al mejor amigo y su trabajo, en ese mismo orden.
—¿En qué puedo servirlo? —se le acercó solícita, Eulogia.
El hombre pidió un vaso de agua, luego tomó asiento enfrente de ella y, como si hubiese estado toda la vida a la espera de este desahogo, no omitió detalles para contar lo que estaba ocurriéndole con su mujer: ella era preciosa, fue lo primero que dijo, y él estaba perdidamente enamorado. Era empresario y su mujer bióloga; no habían tenido hijos y el suyo había sido uno de esos matrimonios de película, en que todo funcionaba como un relojito suizo, tal como a él le gustaba.
—¿Y cómo es eso? —quiso saber la tía Eulogia, francamente interesada.
—Bueno —dijo el hombre—, tal como suena, tiquitaca, todo a su hora, como debe ser. Por la mañana, a las siete en punto, desayunamos, nos duchamos juntos a las ocho menos cuarto, salimos de la casa a las nueve... A las doce y media la paso a buscar para ir a comer algo, a las dos la dejo de regreso en el laboratorio, a las cinco y media la llamo para acordar la hora en que pasaré a recogerla, a las seis menos cuarto la espero en la puerta de su oficina para llevarla a la casa, cenamos a las ocho en punto, tomamos una copita de coñac a las nueve y veinte, un beso en la frente un cuarto para las once... "Y ahora apaguemos la luz, preciosa, que ya van a ser las once", y nos dormimos día tras día a las once y cinco de la noche. Llevamos 20 años igual, señora, todo funcionando a la perfección.
—¿Y por qué? —preguntó la tía Eulogia—. ¿Por qué tiene que ser todo tan cronometrado?
—Porque me pongo nervioso con los atrasos y porque me gusta la puntualidad, detesto los cambios, soy un tanto rutinario, si quiere ponerlo así, pero el orden es indispensable para la armonía entre mi cuerpo y mi mente.
—¿Y a ella, le gusta tanta puntualidad?
—A todas las mujeres les gusta la seguridad, para eso se casan, ¿no?
La tía Eulogia lo observó y súbitamente ya no lo encontró tan atractivo, en la punta de su mirada vio algo oscuro, sospechoso...
—¿Y cuál es su problema?
El hombre se acomodó en el asiento y en los próximos 10 minutos explicó de qué se trataba lo que estaba atormentándolo. Desde hacía un tiempo a esta parte su mujer presentaba extraños olvidos, confusiones, desorientaciones. Una noche había llegado a la casa pasadas las 12, sin que él tuviera la menor idea de dónde se encontraba.
—Imagínese, casi me muero, recorrí hospitales, las casas de sus amigos, todo, y ella se había hecho humo. Un cuarto para la una de la madrugada llegó diciendo que había salido a las cuatro y media de su oficina para comprar papel, cuando se encontró en una calle que no había visto antes y no pudo recordar su nombre ni el del país.
—Lo que usted necesita es un médico, no un detective —dijo la tía Eulogia—. Eso que me está describiendo se parece a una enfermedad, podría ser un principio del Alzheimer.
—¡Justamente! —exclamó el hombre, francamente aliviado, como si Eulogia hubiese dado en el clavo de la manera más notable—. ¡Eso es! Mi mujer tiene comienzo de Alzheimer, pero como para mí resulta demasiado doloroso seguirla, para darme cuenta de cómo se está manifestando la enfermedad en esta primera etapa, quiero que la siga usted. De esa manera, entre usted y yo seremos capaces de confeccionar una buena descripción de sus síntomas antes de ver a un médico. ¿Acepta? Quiero que la siga, le tome fotos, anote cuidadosamente en qué calles se pierde, a quién le pide ayuda, qué hace... en fin, todo. ¿Acepta?
—Está bien. ¿Cuándo quiere empezar?
—Ahora mismo si es posible. Sígala ahora, cuando ella salga de su oficina y se vaya a la casa. Ella sabe que hoy no podré pasar a buscarla porque tengo que ver a mi dentista, así que es la ocasión perfecta. Mire, esta es —le dijo dándole una foto de una mujer bellísima, que se veía menor que él—. Se llama Estrella y el nombre le hace honor, ¿no le parece?
—Sí, es muy bonita —admitió la tía Eulogia y luego le dijo que volvieran a verse al día siguiente, pero por la tarde, para darse un poco de tiempo, y ella tendría toda la información lista.
Esa tarde, a las seis, la tía Eulogia se paró a la salida del trabajo de Estrella, con sus anteojos oscuros y su boina, y haciéndose la que leía el diario, esperó. Al cabo de media hora, Estrella salió del lugar y se dirigió con pasos decididos a su auto. Eulogia se subió al suyo. Estrella enrumbó hacia el sur; cinco cuadras más adelante se detuvo en una esquina y a los pocos momentos, un hombre rubio, bien trajeado y muy atractivo se subió al auto y le dio un beso apasionado. Estrella sonrió y puso el motor en marcha. Anduvieron por espacio de unos 20 minutos hasta estacionar el auto frente a un motel, El pecado punto com, en el cual entraron los dos. Eulogia estacionó su auto un poco más allá y esperó. Los minutos empezaron a correr, luego las horas, hasta que dieron las dos de la madrugada y por fin salieron del motel, subieron al auto, regresaron por el mismo camino que habían hecho antes, el hombre se bajó en la misma esquina y Estrella continuó (siempre seguida por la tía Eulogia) hasta llegar a una casa grande, elegante y rica en un barrio acomodado. Eulogia supuso que esa era su casa y se fue a dormir.
Al día siguiente por la mañana, y haciendo acopio de sus conocimientos y sus innumerables contactos, la tía Eulogia logró averiguar el nombre y la ocupación del tipo. Esa tarde, a la hora acordada, el cliente llegó a la oficina.
—Me imagino que me tendrá un sinfín de noticias, porque tengo que decirle que ayer pasé la peor noche de mi vida. A Estrella le ocurrió algo espantoso. Salió de su oficina, pasó al mercado a comprarme el bistec que me gusta y, estando dentro del mercado, sufrió una terrible desorientación, pensó que estaba en otro país, salió corriendo de aquel lugar, y dice que corrió y corrió como una loca hasta que llegó a una plaza, ahí se sentó, exhausta, en una banca y se quedó dormida hasta las 12 de la noche. A esa hora la despertó un mendigo. "¿Quién soy?", dice que le preguntó al mendigo. "Si no lo sabe usted, ¿cómo quiere que lo sepa yo?", preguntó el hombre restregándose los ojos. "¿Cómo se llama este país?", le preguntó enseguida, y el hombre soltó una carcajada. "¿No sabe cómo se llama el país? Qué suerte la suya, señora, a mí me encantaría olvidarme del nombre de este país donde llevo 10 años tratando de encontrar trabajo"... Después, la pobrecita logró llegar a una estación de policía y un policía amable se dio cuenta de que estaba mal y la llevó a la casa.
—¿Y usted habló con el policía? —preguntó la tía Eulogia.
—No. Estrella no quiso molestarme y lo despachó antes de abrir la puerta —y se quedó callado un rato—. Pero, ¿para qué le cuento todo esto? Usted que la siguió debe saberlo ya, y seguramente tiene fotos de ella en el supermercado, con el mendigo y con el policía, ¿verdad? Lo que tiene mi mujer se llama Alzheimer, ¿no es así?
—Lo que tiene su mujer no se llama Alzheimer, sino Alberto —dijo lentamente la tía Eulogia—. Alberto Sepúlveda, arquitecto de las Naciones Unidas, 56 años, divorciado.
—¿Y qué enfermedad es esa?
—No es una enfermedad, es un placer —dijo la tía Eulogia—. Bueno, unos lo llaman adulterio a secas.
El hombre se puso rojo.
—¿Qué está diciendo?
—Lo que oyó, señor, su señora no está enferma de nada, así que puede quedarse tranquilo, no tiene Alzheimer, ya le digo lo que tiene, es una Albertitis aguda. ¿Quiere ver las fotos?
—¿Qué fotos?
—Las de su señora, claro, las que me encargó tomarle ayer.
—¿Yo tengo señora? —preguntó el hombre con una voz de niño.
—Sí, y no se venga a hacer el loco ni el olvidadizo conmigo, usted me contrató ayer para seguir a su esposa diciéndome que tenía Alzheimer. ¿Quiere ver las fotos?
—¿Qué día es hoy? —preguntó el hombre, y la tía Eulogia estaba a punto de decirle que era martes, cuando entró al despacho una mujer hermosísima. ¡Era Estrella!
—¡Estás aquí, mi amor! —saltó el hombre echándosele a los brazos. Estrella lo besó cariñosamente en la frente.
—¿Es este su marido, señora? —le preguntó.
—¡No! ¡Cómo se le ocurre! ¿No ha leído los diarios? Ayer hubo un motín en la casa de Orates y los locos se arrancaron. Hemos estado buscando a Manto por cielo, mar y tierra, por fin lo encontramos. Es mi paciente, soy sicóloga. Me llamo Amalia Ruiz.
Media hora más tarde, Amalia se llevaba al enfermo amarrado con una camisa de fuerza y la tía Eulogia entraba en la oficina de Tina, quien la citó para decirle algo "importante".
—La próxima vez trata de distinguir entre un hombre común y corriente y un enfermo mental —le dijo.
—¡Eso sí que es imposible! —dijo la tía Eulogia—. No hay manera de distinguirlos. Lo siento —y se fue a dormir.
ILUSTRACION: TERESITA PARERA
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, AGOSTO 15 DEL 2006