POR QUÉ UN ESTUDIANTE RECURRIÓ A LAS DROGAS
Publicado en
mayo 25, 2014
Experiencias de un recién graduado que se inició en el vicio y que hoy advierte a los demás contra sus graves peligros
Anónimo.
ERA DIFÍCIL conseguir mariguana hace tres años, cuando mi compañero de habitación y yo establecimos contacto con un proveedor y le compramos el primer "carrujo" de la hierba. Creíamos que sería cuestión de fumarla una vez, pero caímos en el vicio (junto con otros diez estudiantes de la Universidad de Yale) y empezamos a buscar regularmente la sensación de euforia que da la mariguana.
Mucha agua ha corrido desde entonces bajo los puentes. Ahora abunda la mariguana en la Universidad, así como el LSD, el hachís y las píldoras estimulantes. No me aparto mucho de la verdad si afirmo que el 20 por ciento de los estudiantes de Yale fuman la nociva hierba (más o menos la misma proporción, se supone, que en similares establecimientos). Por otro lado, nuestro grupo se ha reducido a la mínima expresión: dos de sus componentes han abandonado los estudios, otro está procesado por vender mariguana y otro se ha vuelto empedernido narcómano.
Sabíamos muy bien que estábamos haciendo algo prohibido. Y conocíamos también los peligros a que nuestro vicio nos exponía. ¿Qué era, pues, lo que nos impulsaba a iniciarnos en él?
Compleja y única es la experiencia de cada individuo en ese terreno vedado; pero los motivos que nos indujeron a abrazar la costumbre de paladear el fruto prohibido me parecían entonces muy sencillos. Las drogas me brindaban respuesta a muchas y desconcertantes preguntas que yo me había planteado a mí mismo. Me dirán, pensaba yo, quién soy, qué rumbo tomará mi vida. Me facilitaban la evasión de los problemas y de la cargada atmósfera del ambiente universitario. Picaban mi curiosidad los relatos acerca de "mundos de ensueño más allá del tiempo" que un amigo me describía, "en los que los colores emiten acariciadores sonidos y la música se puede ver". Añádase la tentación de conocer lo que sucede en esos cenáculos de viciosos. Y, siguiendo la insistente recomendación que se nos hacía en el mundo académico de explorar e investigar por cuenta propia, se desvanecieron mis últimos escrúpulos y me lancé a averiguar lo que se ocultaba en aquella región misteriosa.
Ya iniciado, conocí a un número grande de aficionados a las drogas, desde el que sólo una vez al mes fumaba mariguana hasta el adepto empecatado e irredimible. Hay marcadas diferencias entre ellos; pero son mayores sus semejanzas: todos están como hurgando y sondeando en el interior de sus espíritus, y todos desean continuar usando las drogas.
Hay la variedad de los que sólo fuman la hierba en reuniones y se sirven de ella para vencer la propia timidez y tornarse, por su influjo eufórico y liberador, en ligeros, frívolos y locuaces. Mi vecino de habitación era uno de esos. Era, de ordinario, un estudiante serio que parecía siempre como distante y alejado de su grupo. Antes de una reunión o de una cita con una chica, sin embargo, el hombre apelaba al socorrido recurso y brillaba en sociedad como un luminar. "Fumo", me confió en cierta ocasión, "para poder alternar con la gente".
El adepto confirmado suele administrarse su dosis de mariguana todas las noches. Dándose cuenta o no, ha renunciado al mundo de la realidad. "Todo me parece tan sencillo, cuando estoy remontado", me dijo uno del grupo. "Todo lo que alcanzo a saber es dónde estoy y lo que estoy haciendo en aquel preciso momento. Me importa un comino el resto del mundo, y menos aun el trabajo que tengo que presentar en clase al día siguiente".
Lo del LSD son ya palabras mayores. Hay pocos estudiantes dispuestos a dar el grave paso que conduce a ese otro reino imaginario y pernicioso. "Me figuro que le tengo miedo al ácido", me decía una noche un cofrade mariguanero. "Aunque no me salgo por completo de este mundo, comprendo que, de perseverar, me sería sumamente difícil bajar de aquella nebulosa altura". Las estadísticas corroboran la posibilidad de trastornos síquicos de larga duración, quizá permanentes. Y no hay nada que nos pruebe tanto esa posibilidad como verla concretada en un amigo.
Un estudiante de cuarto año que vivía en el piso de arriba era de los viciosos tranquilos. Se daba su "viajecito" con el ácido una vez cada dos semanas, poco más o menos. Muchacho despreocupado y alocado, parecía andar siempre por las alturas, en una u otra forma, y sólo después podíamos saber si estuvo haciendo el payaso o hablando en serio.
Estaba yo un día en su cuarto mientras se mudaba de ropa a toda carrera para acudir al despacho del decano. Se le rompió el cordón de un zapato. "¡Maldito zapato!" vociferó: "¿Por qué me haces eso ?" Le dije que yo tenía un par que le podía prestar. "Gracias", me contestó, y arrojó sus zapatos al cesto de los papeles. "¡Vamos!"
¿Bromeaba? Aunque después accedió a recoger los zapatos que había tirado, no se los puso más. Y en las semanas que siguieron a aquella escena, comenzó a tratar a todos los objetos que lo rodeaban como si fuesen personas. Los acariciaba, o los maltrataba, según las acciones que les atribuyera. Movido de la curiosidad de conocer lo que "siente una bombilla", tocó dos hilos de polo opuesto y se quemó ambas manos. Y no comprendía por qué. Andando el tiempo, abandonó los estudios y hoy está sometido a tratamiento siquiátrico.
El adepto al LSD (ácido lisérgico) trata siempre de cohonestar su hábito. Cierta vez pregunté a uno que se había marchado de Yale en mitad del curso, si no lo preocupaba la posibilidad de que el LSD, como parece seguro, le afectase adversamente los cromosomas. "Hombre, sí, es peligroso", me dijo. "Pero resulta que lo es también todo lo que me gusta. ¿Por qué he de perder el sueño pensando en mis cromosomas, cuando el mundo entero, de pies a cabeza, es un totum revolutum? Él es el único que podría darnos la respuesta verídica; pero pongo en duda que se atreva a hacerlo alguna vez".
Los riesgos anejos a tales drogas pudieran parecer al profano harto compensados por las fantásticas sensaciones y delicias que se les atribuyen. Yo mismo fui seducido por esas falsas perspectivas.
Es más fácil hacerse de amigos cuando se está remontado. Y en cierta medida lo es; pero solamente al modo como la gente achispada por la bebida jura amistad eterna... hasta la mañana siguiente. Fumando mariguana se me soltaba la lengua y hablaba con franqueza desusada de mis asuntos particulares. Y tardé bastante en caer en la cuenta de que en tales conversaciones ninguno de los interlocutores era más sincero y veraz que en una situación ordinaria. Éramos los mismos, desempeñábamos los mismos papeles; sólo que más aturdidos y simplones, más propensos a entablar farragosas discusiones sobre cualquier futilidad. ¿Son las amistades de ese jaez "más estrechas e importantes"? No.
En cambio, es muy fácil perder una amistad cuando se está bajo los efectos de las drogas. A causa de la amenaza de la ley que pende sobre sus cabezas, los grupos de viciosos son celosamente exclusivos. Yo me vi obligado a optar entre mis amigos corrientes y mis compinches de vicio, y no tardé mucho en pasarme todos mis ratos libres entregado a la mariguana. Cuando comprendí mi situación, pregunté a varios adeptos a qué se debía esa especie de aislamiento. La mayoría de ellos, a poco de reflexionar, caían en la cuenta de que ellos también se habían quedado virtualmente sin todos los amigos que tenían fuera del círculo.
Las drogas le enseñan a uno mucho acerca de sí mismo. Uno de los efectos que me hizo sentir la mariguana fue el de que a todo lo que pensaba, arrastrado por una oleada de ideas, seguía un asentimiento perfecto. Quedaba convencido irrefragablemente de que cuanta idea cruzaba por mi mente era verdadera. Mas no debemos llamar a ese fenómeno intuición, sino autoengaño. Las "verdades" que se me manifestaban cuando estaba yo "remontado", eran exageradas y deformes. "La mariguana me hace contemplarme a mí mismo con aspectos sumamente simplistas", me decía un amigo, "tal como si yo fuera un bloque de cemento. Pero yo sé muy bien que no soy así y pongo en tela de juicio que haya alguien en el mundo tan poco complejo".
Cuando está uno remontado, se le agudizan los sentidos. De igual manera que el entendimiento quedaba absorto por una idea determinada, mi imaginación se arrobaba ante ciertos colores, sonidos y formas. Pero, ¿es eso percepción sensorial acrecentada, o disminución de la conciencia general? "Remontado", los colores de un filme me paseaban en éxtasis por entre tornasoladas nubes de algodón; y, sin embargo, no me daba cuenta del argumento. Cualquiera que sea el grado de intensificación inicial de sus sensaciones, el mariguano llega a un punto en que hasta los colores y las formas más brillantes le parecen monótonos.
Aumento de la facultad creadora. He aquí otra verdad a medias. A medida que me iba sintiendo fascinado por ideas sencillas e imágenes coloreadas, me iba inclinando más y más a evocar desordenadamente palabras y cuadros. ¿Puede llamarse a esto creación ? Le pregunté a un artista, fumador ocasional de mariguana, si pintaba estando remontado. "Jamás", fue su tajante respuesta. "Tomo mi trabajo demasiado en serio". Un estudiante excepcional de Yale me dijo "Intenté hacer poesía estando remontado; pero cuando eché un vistazo después a mis versos, se me antojaban siempre un galimatías. Las drogas solo sirven para hacerle creer a uno que lo que escribe en ese momento tiene la calidad de arte".
La verdad es que, a la postre, las drogas producen un enorme desengaño y que son ya muchos los estudiantes que convienen en ello. "Cuando me inicié en el hábito, creí que el mundo entero se estaba transformando para mí", me declaró una estudiante de una universidad femenina; "pero cuando vi que aquello no conducía a ninguna parte, lo dejé".
"Ahora no es más que una moda efímera en franca declinación", añadió su compañera de cuarto. "Es jugar con fuego".
Por desgracia, en algunos la desilusión recrudece el vicio. Nos reíamos de los que nos advertían que el uso de la mariguana conducía fatalmente hacia el de los narcóticos. Ahora todo parece demostrar que aquellos sombríos profetas tenían razón. Según un estudiante de leyes de Harvard: "Nadie pasa del consumo de mariguana al de heroína meramente para experimentar una inyección de vigor y placer físicos. Si lo hace, es movido por la frustración y el desencanto que le produce aquella sustancia sicodélica".
He pasado por toda la gama de experiencias y he sobrevivido, cosa que no todos consiguen. El verano que precedió a mi último curso trabajé en New Haven gozando de la placentera serenidad que reina en una universidad en época de vacaciones. Disponiendo de tantos ratos de ocio, me di al vicio varias veces a la semana, en ocasiones todas las noches. Cuando se abrió de nuevo el curso, me sentí en un estado lamentable, incapaz de concentrar mi atención en lo que estudiaba y ansioso siempre de volver a la mariguana. Al principio me reía de mí mismo. Luego, comencé a darme cuenta cabal de lo terrible de mi situación.
Por último, adquirí la firme e irrevocable convicción de que el vicio no merece la pena de concederle un solo momento de nuestras vidas. El engañoso humo no vale lo que cuesta, sobre todo cuando se piensa que tras su falaz cortina se esconden, en continuo acecho, la sicosis, el vicio enraizado y dominador, o una vergonzosa hoja de antecedentes penales.