Publicado en
mayo 04, 2014
Gracias a este infatigable apóstol, un nuevo inyector revolucionario puede empezar pronto a salvar poblaciones enteras de los estragos que causan las endemias.
Por Cyril Bryant.
EN COSTA RICA, el pasado mes de agosto, un equipo de médicos inmunizó en cuatro semanas a 863.000 personas contra la viruela y a 241.000 más contra el sarampión. Llevó a cabo la ingente tarea sin una sola aguja hipodérmica, sin una escarificación, sin dolor. El artificio que posibilitó esta memorable hazaña clínica es un inyector de nuevo tipo que tiene el aspecto de una pistola automática: un rápido apretón al gatillo y dispara un chorro de vacuna atomizada que mediante presión penetra directamente en los tejidos del brazo.
La de Costa Rica fue una de la serie de inmunizaciones colectivas practicadas bajo la entusiasta dirección del inventor del flamante dispositivo, el Dr. Robert Hingson, profesor de anestesiología en la Universidad Case-Western Reserve, de Cleveland. La mayor de las ventajas que ofrece el novísimo inyector es la rapidez con que funciona. Esterilizar y preparar una jeringuilla y su aguja requiere veinte minutos. El nuevo dispositivo es capaz de administrar 1000 inyecciones por hora.
SE CONGREGAN MUCHEDUMBRES
Esta pasmosa velocidad ha hecho concebir al Dr. Hingson el proyecto de inmunizar a toda la humanidad. Cierta mañana allá en Nicaragua, donde yo trabajaba como voluntario en uno de sus equipos, me alargó una hoja de papel que había llenado de guarismos en una noche de afanosa vigilia. El día anterior nuestro equipo de cinco —médico, enfermera y tres ayudantes profanos voluntarios— había vacunado a cerca de 3000 personas. A ese ritmo, el Dr. Hingson calculó que tomaría unos 3000 años el inmunizar a toda la población del globo. ¡Empresa quimérica! Pero 3000 equipos de a cinco podrían realizar la empresa en un año, según las cuentas del Dr. Hingson; y 36.000 equipos le darían cima en solo un mes. Así es como piensa el inventor, y así es como discurrirían también los que me lean, si pasaran unas horas a su lado.
Nuestros siete equipos practicaron 302.000 inmunizaciones a 130.000 nicaragüenses en tres semanas. Cada uno de nosotros aportó voluntariamente un mes de trabajo y se costeó de su peculio particular el total o parte de sus gastos. Mas, ¡qué recompensa recibimos! Grandes muchedumbres acudían a la aldea en respuesta a los anuncios publicados por el Ministerio de Sanidad de Nicaragua. En más de una ocasión, al llegar nuestro equipo, había ya una cola de 400 personas. En los parajes montañosos, la gente se reunía en lugares predeterminados. Se juntaban en los cruces de caminos en los valles, o iban en sus canoas a los puestos de vacunación que habíamos establecido en varias islas en la región de los lagos.
El trabajo en equipo aceleraba la vacunación. A cada lado de la fila un muchacho explorador, con una brocha de pintar de cinco centímetros empapada en una solución antiséptica, embrocaba la parte superior de cada brazo del que iba a ser vacunado. Este pasaba por entre dos de los vacunadores y recibía simultáneamente una dosis contra la viruela en el brazo izquierdo y otra mixta contra la tuberculosis y la lepra en el derecho. Una pequeña recámara emplazada en la parte superior de la pistola contenía 40 dosis de vacuna. Cuando esta se acababa, se insertaba una nueva recámara. Cuando el ya vacunado se disponía a marcharse, un técnico con un gotero le hacía una aspersión de vacuna antipolio en la parte posterior de la lengua.
LA TROMPA DE UN MOSQUITO
Robert Hingson concibió su proyecto de vacunación colectiva para eliminar las enfermedades cuando, de niño, observó los estragos que hacían entre los pobres del campo en Alabama, su Estado natal. Lo confirmó en su propósito la lectura de un libro acerca de William Crawford Gorgas, el famoso vencedor del paludismo y la fiebre amarilla en el Canal de Panamá; libro que le prestó el médico de su familia. La obra del Dr. Gorgas puso de relieve lo que se podía hacer con éxito para erradicar las enfermedades de una región entera. Fue una lección que el niño no habría de olvidar nunca.
Cuando se graduó en la Universidad de Alabama, ya el joven tenía la firme convicción de que los ideales cristianos en que quería inspirar toda su vida hallarían su realización completa y práctica en el ejercicio de la medicina. Pasó a la Facultad de Medicina de la Universidad de Emory, donde se aplicó a estudiar y conocer los problemas sanitarios de otros países por conducto y asesoramiento de los misioneros que visitaban aquel centro de estudios.
Debe existir, pensaba, algún medio de extender a los menos afortunados los beneficios de la medicina preventiva. Pero, ¿cuál? Los procedimientos de inmunización al uso eran demasiado lentos. En el Hospital Naval de Staten Island, en Nueva York, donde ejercía como interno, tuvo noticia de un accidente que le dio la ansiada clave. Había ingresado un marinero con una mano monstruosamente hinchada, que, cuando le dieron un piquete, soltó una cucharada de aceite de lubricar: el marinero había estado sosteniendo una manguera de goma por la cual circulaba el aceite por presión. En la manguera había un agujero microscópico que daba salida a un surtidor de aceite con tal velocidad que penetraba en la piel del marinero sin que él lo notara. He aquí, pues, el antecedente precursor de la inyección sin aguja.
Al llevar a cabo sus investigaciones se enteró de que la idea no era nueva. Estudió los antecedentes y entonces, por espacio de nueve años, en sus horas de asueto, Hingson estuvo experimentando con inyectores que él mismo ideó y armó, y con los cuales introducía sustancias colorantes en los cadáveres para averiguar el índice de presión que se necesitaba para hacer penetrar cantidades determinadas de líquido en los tejidos humanos. En 1947 se enteró de que el Dr. F. H. J. Figge, profesor de la Universidad de Maryland, experimentaba también con inyectores de chorro. Los dos médicos unieron sus esfuerzos; probaron la pistola en sus propios brazos. Durante los nueve años siguientes se pusieron miles de inyecciones de suero fisiológico y de anestésicos locales para determinar cuál es la presión óptima con gas comprimido para el chorro de la vacuna. Finalmente se escogió como medida ideal un orificio de 0,08 milímetros, o sea, el grueso de la trompa de un mosquito y la treintava parte del calibre de una aguja hipodérmica corriente.
LISTOS PARA MARCHAR
El dispositivo resultó satisfactorio en lo que tocaba a inyecciones sueltas o aisladas; pero ambos médicos aspiraban a un inyector rápido de repetición que lanzase cantidades predeterminadas de vacuna cada vez que se apretase el gatillo. Explicaron el caso a varios fabricantes de instrumental quirúrgico. Pasaron años y no se adelantaba gran cosa en el empeño. Entonces se pusieron en contacto con una compañía de Cleveland, fabricante de equipos para pintar con pistola. Guiados por sus directivas, los ingenieros comenzaron a proyectar una pistola de tiro rápido. En 1956 Hingson tuvo, al fin, la certeza de que su sueño sería pronto halagüeña realidad.
En enero de 1957, en un congreso cívico celebrado en Louisville (Kentucky), Hingson exhortó a cuantos compartieran sus ideales a unirse a él para averiguar en qué países era más aguda la necesidad de una campaña de higiene preventiva. W. Maxey Jarman, presidente de la Corporación Genesco, Inc., fabricantes de vestidos, le dijo: "Búsquese cinco médicos dispuestos a cerrar sus consultorios cuatro meses para secundarlo a usted, y todos los gastos de viaje corren por mi cuenta". Hingson dio en buena hora con los cinco colegas; la Alianza Bautista Mundial se comprometió a patrocinar la empresa, y en 1958 un equipo multirracial y multiconfesional, subvencionado por la Fundación Jarman, emprendió la humanitaria jornada.
El grupo pasó un centenar de días estudiando sobre el terreno el estado sanitario y los recursos médicos de 27 países africanos y asiáticos, y compartió los resultados de sus estudios con los de las juntas de misioneros y con los de la Organización Mundial de la Salud. En 1961 Hingson se dispuso a probar públicamente la eficacia de su procedimiento. Se acordó del estado sanitario desastroso en que vegetaba el millón y medio de habitantes de Liberia, donde la viruela constituía un azote exterminador. Liberia, por su extensión superficial, podía ser recorrida y preservada del mal con relativa facilidad. Al llamamiento del Dr. Hingson respondieron 20 voluntarios. El grupo se embarcó en un transporte naval norteamericano destinado al Mediterráneo.
LA DILUCION TRIUNFA
Al cabo de cuatro días de navegación, el Dr. Hingson descubrió, consternado, que entre sus 100 toneladas de provisiones no había más que 10.000 dosis de vacuna, en vez del millón que iban a necesitar. Nueva York había requerido vacuna en los mismos días de la partida, y los fabricantes de medicinas que habían prometido abastecer el equipo a precios reducidos, mandaron a bordo solamente las dosis de que, según sus cálculos, podrían prescindir. El proyecto de inmunizar a toda la población de Liberia parecía, pues, condenado al fracaso.
Fue precisamente esta desalentadora circunstancia la que puso al Dr. Hingson sobre la pista de un descubrimiento llamado a influir poderosamente en el futuro empleo de la pistola. En una congojosa noche de insomnio, se le ocurrió que la pistola no dejaría vacuna en la superficie de la piel, como sucedía con la técnica tradicional de la escarificación o los pinchazos múltiples. Toda la vacuna penetraría directamente en las capas de la piel. ¿No sería posible, se preguntó a sí mismo, diluir considerablemente la dosis normal en suero fisiológico sin que perdiera sus virtudes?
Ensayó la nueva solución, primero en los componentes del equipo, después en 300 voluntarios de la tripulación. Algunos recibieron la vacuna en la proporción de uno por diez, otros en la de uno por 25, y otros en la de uno por 50. A los tres días comprobó que todos tenían reacción positiva a la vacuna.
En Liberia se empleó la proporción de uno por diez, por lo que las 10.000 dosis de que disponía se convirtieron en 100.000. Con estas se pudo trabajar hasta que llegó más vacuna de los Estados Unidos, para completar la obra. En el transcurso de un año la incidencia de la viruela bajó notablemente. En 1966 y 1967 se registraron pocos casos. En cambio en la contigua Sierra Leona aumentaron en forma alarmante los contagios en los mismos dos años: prueba elocuente de que era posible erradicar la viruela. Es más, la vacuna diluida costaba el 90 por ciento menos.
Solo en fecha reciente se han visto palmariamente todas las ventajas de la pistola. Con ella se obtiene una reacción positiva en el 95 porciento de los inoculados contra la viruela: mientras que con el procedimiento de la jeringuilla hipodérmica se obtiene el 92 por ciento de reacciones positivas. Por otra parte, la inmunización colectiva es capaz de reducir la frecuencia de la enfermedad a un punto tal, que casi desaparece por sí sola. Regiones enteras donde el mal era endémico, pueden convertirse en zonas saludables.
¿CUIDADORES O HERMANOS?
La tarea es titánica, y tendrán que hacerla en gran parte los organismos oficiales. (En enero de 1968, por ejemplo, se habían vacunado 25 millones de personas en el primer año del programa conjunto de la Organización Mundial de la Salud y la Agencia norteamericana para el Desarrollo Internacional, programa que se extenderá hasta 1971 y se propone vacunar contra la viruela y el sarampión a 110 millones de habitantes de África Occidental.) Pero el Dr. Hingson cree firmemente que se perderá algo de infinito valor si se permite que los trabajos de los gobiernos entibien, o extingan totalmente, aquella compasiva preocupación que solo pueden sentir y brindar los médicos particulares que trabajan en cooperación con la filantropía privada y en colaboración estrecha con gobiernos y ministerios de sanidad de los países afectados.
Con el objeto de mantener ese principio capital, se ha creado en 1964 una fundación. La obra de los primeros equipos recibió el nombre de "Operación cuidemos a nuestros hermanos"; pero hubo que cambiarlo, por la protesta de un nigeriano que arguyó: "No necesitamos cuidadores; lo que necesitamos son hermanos". Por eso se escogió el título de "Operación hermanos". A estas horas Hingson y sus amigos deploran haber empleado el término fundación. "La gente cree que disponemos de mucho dinero", dice, "cuando la verdad es que estamos siempre con los bolsillos vacíos". Así, por ejemplo, el año pasado no había un triste centavo en la caja de la Fundación, cuando se recibió una petición de socorro de Costa Rica, donde una asoladora epidemia de sarampión estaba causando la muerte de uno de cada nueve niños enfermos. Solamente el costo de la vacuna ascendió a 101.000 dólares, de los que todavía se deben 75.000.
No obstante, el evangelio de Hingson se está propagando rápidamente, y su propio celo y fervor prenden en el alma de todos los que lo oyen. En abril de 1967, después de pronunciar un discurso en la Iglesia Bautista del Calvario, en Washington, invitó a reunirse con él aquella misma tarde a todos los que quisieran ofrecerse como voluntarios. Más de 300 personas respondieron al llamamiento. Entre ellos había no pocos médicos y muchos estudiantes que aspiraban a ver cristalizados en forma práctica y concreta sus generosos ideales. Al escuchar de labios de Hingson el relato de lo acontecido en Costa Rica, unos estudiantes universitarios le entregaron 700 dólares y organizaron el primer capítulo colegial de la Fundación.
Al trazar sus planes para el futuro, el Dr. Hingson tiene siempre presente los dos propósitos que ha perseguido con invariable constancia: la realización de su sueño de un mundo libre de toda enfermedad suceptible de evitarse mediante una vacuna, y la ejecución práctica de lo que el estado actual del mundo permite hacer. Está dando los últimos toques a un plan mediante el cual habrá siempre equipos de diez personas listas para trasladarse cada uno de los meses del año adonde lo requiriese el ministerio de sanidad de cualquier nación.