POR CASTIGO CONOCÍ A TEODORO ROOSEVELT
Publicado en
abril 13, 2014
Cuando el director llama a su despacho, hay que estar dispuesto a todo...
Por Jhan Robbins (Condensado de "Christian Herald").
El 27 de octubre de 1964 fue el 106 aniversario del nacimiento de Teodoro Roosevelt. Me imagino que pocos celebraron ese día con mayor nostalgia que yo.
La primera vez que comprendí lo que significaba esa fecha fue en 1932, cuando tenía 10 años. Estaba encargado del pizarrón en una escuela de Brooklyn (Nueva York), y mi trabajo consistía en limpiar los borradores golpeándolos en una pared exterior. Una mañana los sacudí en la espalda de un condiscípulo y el director me llamó a su despacho.
El director solía hacer girar la insignia de su fraternidad universitaria cuando estaba enojado. La insignia se movía como una hélice mientras me decía que estaba castigado durante el resto de la semana. Esa tarde me presenté en el salón 321 —al que llamábamos Sing Sing (el famoso penal)—, en donde los estudiantes indisciplinados debían permanecer sentados durante una hora, con las manos cruzadas, bajo la vigilancia de la señorita Ethel Driscoll, maestra de literatura.
Aquella semana había otros dos castigados. En voz baja, me dijeron lo que les había ocurrido. Uno de los muchachos había hecho una escuadrilla de aviones con las hojas de examen y los había echado a volar por todo el salón. El otro había puesto un ratón muerto en la fiambrera de su maestra. Ambos opinaron en seguida que consideraban mi delito insignificante y falto de imaginación.
En mi fuero interno decidí elevar mi prestigio. Estábamos sentados en la parte posterior del salón, escuchando a la señorita Driscoll aleccionar a los alumnos que concursaban por la Medalla Conmemorativa Teodoro Roosevelt. Era este el trofeo no atlético más importante que se otorgaba cada año "al estudiante que escriba la mejor composición sobre la vida de Teodoro Roosevelt y la declame en una reunión pública con voz alta y clara".
Uno de los concursantes se puso en pie y exclamó: "Teodoro Roosevelt nació el 27 de octubre de 1858. Era un muchacho enfermizo que se marchó a la Dakota del Norte, donde compró un rancho y cazaba gatos monteses".
Bajé la vista a mis manos enlazadas e imité el ronquido de un gato montés. La señorita Driscoll frunció el ceño, pero mis dos compañeros de castigo se apresuraron a esbozar unas sonrisillas de aprobación.
El siguiente candidato a la medalla dijo que Teodoro Roosevelt había creado el famoso cuerpo de caballería conocido como los Rough Riders. Esta vez hice unos ruidos semejantes al martilleo de los cascos, tamborileando sobre el escritorio con mis puños.
Me di cuenta en seguida que había ido demasiado lejos. La señorita Driscoll, alta, delgada y de cabello entrecano, exclamó:
—¡Quienquiera que haya hecho eso, venga aquí inmediatamente!
Alentado por risitas de satisfacción, recorrí tímidamente el pasillo como un héroe asustado.
—Jovencito —empezó ella— ¿qué es lo que le parece tan divertido?
No respondí.
—¿Cree usted que podría hacerlo mejor?
De nuevo guardé silencio. La maestra se volvió a los concursantes por la medalla:
—Muchachos ¿qué les parecería si este joven escribiera una composición sobre Roosevelt para recitarla ante nosotros, con quienes ha sido tan grosero?
Su propuesta se aprobó en seguida por unanimidad. Con ese apoyo, la señorita Driscoll me ordenó redactar una composición de 1500 palabras sobre la vida de nuestro vigesimosexto presidente.
—¡Estaremos aquí para escucharla el viernes! —exclamó.
Le hice notar que era lunes por la tarde, que en realidad sólo me quedaban tres días para hacer el trabajo, y que tenía montones de tareas más, aparte de una cita con el dentista para que me empastara seis muelas. La señorita Driscoll no se la tragó.
—Debió haber pensado en eso antes —contestó.
La tarde siguiente estuve en la biblioteca y saqué dos libros sobre la vida de Teodoro Roosevelt. De ahí me fui al consultorio del dentista. El viejo Dr. Berkson echó una mirada a los libros que tenía en mi regazo y dijo:
—¡De manera que te interesa Teodoro Roosevelt! ¿Te he contado alguna vez que al terminar la secundaria trabajé en su oficina, cuando era comisario de Policía de la ciudad de Nueva York ?
El Dr. Berkson me colocó unas pinzas forradas de algodón en la mandíbula inferior, me metió un aspirador de saliva debajo de la lengua y comenzó a contarme sus experiencias en la oficina del comisario:
"El señor Roosevelt se empeñaba en no cerrar nunca la puerta de su oficina. Mi escritorio se encontraba a unos pasos de la puerta, así que podía oír claramente sus conversaciones. Un día, un político de modales melosos vino a quejarse porque la policía estaba cumpliendo la ley que ordenaba cerrar las tabernas los domingos."
"—Señor comisario—, dijo el político —sé que se publicó esa ley para evitar los domingos la presencia de borrachos en las calles. Pero los taberneros de mi distrito tienen salones decentes, de tipo familiar. No necesita preocuparse por ellos. Además, siempre se ha llegado a un arreglo con ustedes. Yo consideraría como un favor personal el que usted..."
El Dr. Berkson había colgado su taladro y me estaba rociando la boca con un líquido color de rosa. Me lo tragué y pregunté:
—¿Qué pasó entonces?
—Sucedio— dijo él, dándome un vaso de papel con agua helada —que el comisario vociferó:
"—¡El favor que le voy a hacer es echarlo a la calle! —Obligó al político a salir de su oficina, lanzando su sombrero de hongo tras él, y le gritó—: ¡Y puede usted decir a sus simpáticos amiguitos que Teodoro Roosevelt está aplicando la ley con imparcialidad!"
"Realmente, cuando se le provocaba, el comisario sacaba un genio terrible. Recuerdo la ocasión en que dos patrulleros, acusados de haberse dejado sobornar por modestos comerciantes de su barrio, vinieron a la oficina del señor Roosevelt. Uno de ellos, grandote y gordo, le dijo que sólo había tomado un par de tomates."
"Ese día de veras que me preocupó el comisario. Tenía la cara enrojecida y parecía a punto de querer saltar por encima de su enorme escritorio."
"—No me importa, aunque sólo hubiera tomado un cacahuete! bramó—. ¡Queda usted despedido!"
"El fornido policía se puso en pie de un brinco y se encaminó hacia la puerta a paso veloz... con los brazos del sillón todavía ceñidos firmemente alrededor de sus caderas. Si lo vieras en el cine no lo creerías".
En aquel momento comprendí con angustia que el Dr. Berkson estaba gozando de sus recuerdos y que me iba a empastar las seis caries de una vez.
"Desde luego", continuó, "recordarás que Teddy Roosevelt era un excelente boxeador en su época de estudiante. Fomentó las competiciones de boxeo en el cuerpo de policía de Nueva York, y una vez alguien le dijo que el campeón de uno de los departamentos se las daba de bravucón."
"El señor Roosevelt llamó a aquel hombre a su oficina. Fui uno de los que ayudaron a retirar los muebles y me quedé a ver. Cuando aquel tipo entró en la oficina del comisario, el señor Roosevelt le estrechó la mano, se quitó la corbata y la chaqueta y le pidió al policía que hiciera lo mismo. Luego le entregó al oficial un par de guantes de boxear y dijo:"
"—Póngaselos."
"Empezaron a boxear. Poco tiempo después, el comisario ya había confundido al bravucón. Pasados unos cinco minutos, éste se percató de su inferioridad y dejó caer los brazos. Inmediatamente, el comisario le entregó la guerrera de su uniforme de policía, y le dijo:"
"—Ahora vuelva a su trabajo, ¡pero recuerde que siempre está uno expuesto a encontrarse con la horma de su zapato!"
Estaba seguro de que el Dr. Berkson quería continuar, pero su enfermera entró para decirle que estaban esperando otros pacientes. El doctor me quitó la toalla de debajo del cuello y me escabullí del sillón. Me pasé aquella noche y la siguiente trabajando hasta mucho después de la hora de irme a dormir, escribiendo lo que el Dr. Berkson me había relatado y utilizando el material más conocido que sacaba de los libros de consulta. El viernes entregué mi composición a la señorita Driscoll. Mientras la leía, la maestra tomó un pañuelo varias veces y se lo llevó a la boca, como si estuviera tratando de ahogar una tos. Cuando terminó, me dijo:
—Léala ahora en voz alta.
Obedecí. Entonces me dijo que me levantaba el castigo.
El lunes por la mañana un estudiante mensajero interrumpió mi clase de historia diciendo que debía presentarme en el despacho del director inmediatamente. No podía adivinar qué era lo que había hecho esta vez. Atravesé el corredor con paso inseguro y encontré al director y a la señorita Driscoll sentados a la gran mesa ovalada de conferencias. El director tenía en sus manos mi ensayo sobre Teodoro Roosevelt. Me preguntó:
—¿De dónde sacó usted esta información?
Se lo dije. Entonces miró a la señorita Driscoll e hizo un leve ademán de asentimiento con la cabeza. La maestra exclamó:
—Va usted a concursar por la Medalla Roosevelt. ¡Tenemos mucho que hacer!
Durante las dos semanas siguientes me reuní regularmente con la señorita Driscoll, en compañía de los demás finalistas. La víspera del concurso, por la tarde, la señorita Driscoll nos dijo:
—Bien, ya no podemos hacer nada más. ¡Qué tengan todos mucha suerte y no dejen de ponerse mañana su mejor traje!
Aun cuando yo no tenía traje, mi madre era una mujer preparada para cualquier situación imprevista. Subió al desván y poco después había confeccionado un par de pantalones de golf de la época de "los veintes", propiedad de mi padre, y una chaqueta de lana que había pertenecido a mi hermana.
Protesté porque la chaqueta se abrochaba del lado contrario y porque los pantalones me quedaban demasiado grandes. Mi madre no pudo contestar: tenía la boca llena de alfileres. Aquella noche, mientras soñaba caprichosamente con los datos y acontecimientos de la vida de Teodoro Roosevelt, tuve la impresión de que estaba encendida una luz en la cocina. Por la mañana, los pantalones me venían bien; la chaqueta tenía otra forma.
Unas horas después, cuando avanzaba de cara al auditorio, vi a mi madre, a mi padre y al Dr. Berkson sentados en la primera fila. También vi a los jueces: el director de la escuela del distrito vecino, el señor Wilson, rector de una iglesia situada a dos calles, y el vicepresidente del banco de ahorros local.
Me aclaré la garganta y empecé, tal y como la señorita Driscoll me había enseñado:
"Señor director, dignos maestros, honorables padres, distinguidos invitados y compañeros: Los grandes hombres viven para siempre. Los hechos de nuestros ilustres caudillos constituyen una inspiración para todos los que les siguen. Teodoro Roosevelt, nacido el 27 de octubre de 1858... "
He olvidado el resto de mi alocución. Recuerdo que cuando el señor Wilson me entregó el primer premio —"Por su excelente declamación del tema Teodoro Roosevelt"—, al adelantarme a recibirlo, se me desprendió la valenciana de la pierna derecha de mis pantalones y se deslizó hasta el piso de la plataforma. Miré hacia mi madre, pero ella, por alguna razón desconocida, miraba al techo y aplaudía con entusiasmo; mi padre se encogía al recibir el vigoroso apretón de manos del Dr. Berkson; la señorita Driscoll, sentada detrás de ellos, garrapateaba furiosamente en una libreta de apuntes amarilla. Comprendí que al día siguiente conocería mis errores con todo detalle. También comprendí que el 27 de octubre iba a ser una fecha que recordaría toda mi vida.