NO ERA LUGAR PARA UNA DAMA
Publicado en
abril 13, 2014
Años de la fiebre del oro.
Cripple Creek fue uno de los pueblos mineros más salvajes y borrascosos del indómito Oeste norteamericano, y Mabel Barbee Lee tiene poderosos motivos para recordar el lugar, pues su padre fue buscador de oro y ella se crió allí.
"LAS CONDICIONES de vida aquí son abominables", escribía papá desde el nuevo campamento minero de Cripple Creek, en el Estado de Colorado. Corría el otoño de 1892. El año anterior, por la misma época, se había descubierto oro en aquellos parajes, y la migración de veteranos y bisoños mineros y buscadores del áureo metal estaba en su apogeo. El hospedaje y la comida resultaban costosos y escasos, agregaba papá; todas las noches se veía gente durmiendo sobre las mesas de los billares y en el suelo de las cantinas. "Enviaré por vosotras cuando pueda", prometía, "pero por ahora, este agujero dejado de la mano de Dios no es lugar para ti ni para Mabel".
Mamá leyó la carta, largamente esperada, apretando los labios. Cuando papá salió para Cripple Creek nos había dejado en casa de su hermano, Graham Barbee, en la ciudad de Kansas, mientras podía conseguir alojamiento para nosotras cerca de sus concesiones mineras. Aunque al principio mis tíos nos recibieron cariñosamente y trataron de hacernos sentir como si estuviésemos en nuestra propia casa, una mujer de más, y con una hija de ocho años, no caben fácilmente en cualquier hogar. Al ver que pasaban las semanas sin recibir noticias de mi padre, y a pesar de que mi tío seguía mostrándose cordial, la tía Ella dio en hacer preguntas, cada vez más intencionadas, acerca de nuestros planes.
En esta ocasión, mientras mamá leía la carta de papá, toda la familia la rodeaba en espera de noticias.
—¿No menciona siquiera si ha encontrado casa? —preguntó la tía Ella.
—No —le respondió mamá, a la vez que sus mejillas enrojecían—. Pero no te apures; diga lo que diga, nos marcharemos. Pienso resolver las cosas por mí misma.
Esto diciendo salió del cuarto como una exhalación y subió las escaleras con la cabeza erguida. Cuando me uní a ella en la alcoba me habló como si fuera yo una persona mayor.
—Jonce no ha debido dejarnos empeñadas con sus parientes en esta forma —me dijo—. Ya se cansaron de nosotras y no quiero seguir aquí. ¡No puedo soportar esto ni un momento más!
Resueltamente sacó las maletas y comenzó a empacar. Al día siguiente por la mañana le puso un telegrama a papá anunciándole que nos íbamos a Cripple Creek, de un modo u otro.
"UN RESBALON, Y..."
EL VIAJE fue penoso: dos días en tren y los últimos 50 kilómetros, desde Florence (Colorado), en diligencia. El paradero de las diligencias estaba colmado de barbados mineros de tosca catadura y, como era la única mujer que allí se encontraba, mamá atraía sus miradas, curiosas y admirativas. A pesar del largo y fatigoso viaje, mamá se veía fresca y guapa, y su jubón de casimir y su sombrerito emplumado hacían extraño contraste con los trajes de pana y las pesadas y encintadas botas de aquellos hombres. También yo me sentía muy elegante con mi nuevo abriguito rojo y mi gorro con adornos de piel.
Cuando apareció la enorme diligencia, avanzando pesadamente, se registró un gran alboroto para subir a ella. Antes de que mamá y yo alcanzáramos a recoger nuestros bártulos ya el vehículo estaba atestado. Nos quedamos desconsoladas, hasta que el mayoral, al salir de la posada con sus papeles, advirtió nuestra solitaria presencia.
—¿No iba usted para Cripple Creek, señora? —preguntó.
Y al saber que sí, a tirones hizo bajar a dos mineros para hacernos sitio dentro del coche.
—A fe mía que más falta hacen mujeres decentes en ese apestoso campamento que un atajo de tahúres y picapleitos y de mineros bisoños —dijo a los que había desalojado—. Pero podéis sentaron conmigo en el pescante.
El mayoral nos dejó cómodamente instaladas, cerró la portezuela, subió al pescante, hizo chasquear el látigo, soltó un terno enderezado a los tres troncos de caballos, y el vehículo, pesadamente cargado, se puso en movimiento con una sacudida. Aunque la diligencia llevaba seis pasajeros dentro y seis en el techo, los caballos partieron al galope como si fueran a desbocarse, y el pueblo se perdió detrás de nosotros entre la nube de polvo que levantábamos.
Eran las primeras horas de la tarde y hacía calor a pesar de que estábamos a mediados de octubre, pero apenas llegamos a las estribaciones de la montaña levantóse un viento frío y cayeron las sombras del crepúsculo. Subíamos rápidamente; yo iba acurrucada en un rincón, haciendo esfuerzos para no mirar a través de la ventanilla que tenía a la izquierda. No obstante, una y otra vez volvía la cabeza contra mi voluntad, fascinada por el abismo aterrador que se abría a nuestros pies. Seguíamos por un camino estrecho, abierto a tajo en la falda de la montaña; a menos de un palmo de las ruedas se acababa el terreno y el precipicio se abría a pico hasta una profundidad de 300 metros.
—Dicen que más arriba hay una curva estrecha donde es preciso desenganchar los caballos para poder pasar —apuntó uno de los mineros sentados frente a nosotros—. Un resbalón, y... —Movió la cabeza significativamente y tomó un sorbo de una botella de whisky. Otro de los pasajeros agregó:
—Cuentan que hace un par de meses le fallaron los frenos a una diligencia y todo el tren se fue al abismo.
—Y hay salteadores en la montaña— afirmó un tercero.
Yo me estremecía de miedo, mas, arrullada por el monótono gemir de las ruedas, me fui amodorrando hasta quedarme profundamente dormida. No volví a saber de mí sino cuando mamá me sacudió para despertarme al llegar a una posada del camino donde paramos con el fin de remudar los caballos.
—Anda —me dijo—. Vamos a tomar una taza de café.
La fonda, una gran barraca cubierta de cartón embreado y asentada en un recodo del camino, estaba ya llena de gente que había llegado hasta allí, bien caminando por los atajos, ya conduciendo sus propios carromatos. El acre olor a humo de tabaco, aguardiente y ropas de pana sudadas me dio náuseas. Los más de los parroquianos se encaminaron al tablón que hacía de mostrador de cantina; mamá y yo encontramos una mesa desocupada en un rincón. A poco un hombre corpulento y rubicundo se sentó al lado de mamá y dijo llamarse Oscar Burnside y que tenía negocios en Cripple Creek.
—¿Conoce usted a mi esposo, Johnson Barbee? —le preguntó mamá.
—Todo el mundo lo conoce en esta región —le respondió—. Es un gran tipo. Yo lo considero buen amigo mío y el mejor de mis clientes.
Mamá pareció muy complacida al oír esto... ¡hasta que descubrió al correr de la conversación que Oscar Burnside era cantinero!
Estaba silenciosa y pensativa cuando subimos de nuevo a la diligencia. En esta última etapa, el camino parecía aun más estrecho y empinado que antes, y los caballos resoplaban al salvar forcejeando los profundos lodazales. Pero a despecho del violento bamboleo volví a quedarme dormida.
"¡BANDIDOS!"
LO QUE ocurrió después más parece una pesadilla que una realidad. De lo primero que me di cuenta fue de una confusión de voces y del nervioso relincho de los caballos. Luego sentí que mi madre me tiraba de un brazo tratando de sacarme del vehículo.
—Chist ... No hagas ruido —me dijo al oído— y agárrate de mi brazo. ¡Son bandidos!
Me aferré a ella con todas mis fuerzas en tanto que vagábamos por allí a la luz de una linterna. Dos bandidos enmascarados, con el rostro cubierto hasta los ojos con sendos pañuelos de hierbas, obligaban a los pasajeros a formarse en fila. Aunque a mamá le hablaron cortésmente, como pidiéndole excusas, nos hicieron alinearnos con los demás. Los salteadores procedían con rapidez y destreza. Sendas linternas pendían de sus cananas, y uno de ellos encañonaba a las víctimas con su revólver de seis cartuchos mientras el otro las registraba en busca de joyas y dinero. Casi el único ruido que se oía era el tintineo de las monedas de oro y plata al ser arrojadas en un maletín.
Cuando salimos de Kansas, mi tío Graham me había regalado un dólar de plata. Jamás había poseído yo tanto dinero, y gran parte del viaje había llevado la moneda entre mis manos. Al ver que se nos acercaban los ladrones, yo apretaba mi moneda dentro del bolsillo con mayor fuerza todavía. Muerta de miedo pensé esconderla en otro lugar más seguro. Pero indudablemente me verían si me agachaba a meterla en la media y no podía evitar que se cayera al suelo si me arriesgaba a guardármela en el corpiño. Entonces, en el instante en que los bandidos se acercaban a mamá, me vino una inspiración. Haciendo como que me rascaba la nariz, me metí la rodaja de plata en la boca.
Sentí que una mano se apoyaba pesadamente en mi hombro,
—Ponte en fila —dijo una voz ronca—. ¡Este asalto también va contigo!
El bandido que hacía la colecta desenfundó el revólver como para demostrarme que hablaba en serio. Yo apenas podía respirar y la saliva me escurría por las comisuras de los labios.
—Por favor, señor, tenga piedad de ella, no la asuste más —le rogó mi madre.
El bandido la miró con ceño por un momento, luego pestañeó y se inclinó hacía mí, mirándome con ojos entrecerrados, como si no diera crédito a lo que veía.
—¡Esto es lo último! —exclamó, y le hizo una seña a su compañero—. ¿No te parece el colmo lo que está haciendo esta mocosa para estafarnos?
—Me parece que debemos darle una lección para que escarmiente— respondió el otro.
El caso, sin embargo, parecía hacerles mucha gracia a los dos bandidos, que llamaron al resto de los pasajeros para que se acercaran a ver. Estos rieron también, y me pareció que hasta mi madre hacía esfuerzos para contener una sonrisa. Yo no había podido cerrar la boca y de pronto comprendí de qué se reían: ¡La moneda había quedado a la vista de todos! Lágrimas de vergüenza y de terror vinieron a mezclarse con la saliva que me corría por la barbilla. Uno de los ladrones se inclinó y me acarició la cabeza. Luego, sin decir palabra, tomó otro dólar de plata del maletín lleno del producto del pillaje y lo deslizó sobre el que tenía yo en la boca abierta.
—La próxima vez, chatita —me dijo— no ensayes más marrullerías... Podría irte peor, pues no todos los días se encuentran caballeros como nosotros.
Cuando los salteadores se perdieron de vista camino abajo, los pasajeros comenzaron a comparar pérdidas y a alardear de la astucia con que habían ocultado sus billeteras. Pero todos convinieron en que yo había sido la más afortunada.
—Apuesto a que esta es la primera vez que un minero dobla su capital antes de llegar siquiera a la mina —exclamó el mayoral.
A eso de medianoche subíamos la última de aquellas montañosas cuestas; cruzamos la vertiente y distinguimos allá abajo el centelleo de las luces de Cripple Creek. El mayoral detuvo las caballerías para darles un respiro después de la larga subida y luego, siguiendo una invariable costumbre, las fustigó con brío y las hizo emprender furioso galope cuesta abajo hasta parar en el último momento, con gran chirriar de frenos y aparatoso patinar de ruedas, frente al hotel Continental. Una gran multitud, que había estado esperando confiadamente aquel teatral proceder, nos deparó una tumultuosa acogida con alaridos, entusiastas disparos de pistola y gritos de: "¡Bienvenidos, ilusos!"
Fue aquella una presentación adecuada en el turbulento y ostentoso campamento minero donde iba yo a ver pasar los años de mi adolescencia.
UNA TIENDA CON ANEXO
FUERA de la poco menos que tumultuosa algarabía del lugar, esa noche no pude ver mucho del carácter de Cripple Creek. Papá nos aguardaba un tanto apartado de la multitud; su aventajada estatura hacía destacar entre el gentío su fina y apuesta figura pelirrubia. En seguida nos llevó al endeble hotelucho de tablones de pino, donde ni siquiera la importancia que me daba el haber sido víctima de un asalto consiguió quitarme el sueño.
A la mañana siguiente pudimos apreciar claramente el campamento. Su pobreza y su primitiva vitalidad nos parecieron igualmente abrumadoras. Estaba enclavado en el cráter de un volcán extinguido, casi a 3000 metros de altura, así que el aire resultaba vigorizador, aunque un tanto difícil de respirar. Había unas cuantas aceras de tablones y dos o tres manzanas de destartaladas casas de comercio con altas fachadas postizas. Más allá de este sector, que bullía con el movimiento matinal, se alzaban multitud de tiendas, chozas de cartón embreado y una que otra bien cuidada cabaña de madera. Cripple Creek prosperaba, evidentemente. Se ufanaba ya de tener alumbrado de arco y una población que, desde el verano, se había elevado de 600 a 2000 habitantes.
Papá había hallado alojamiento para nosotras. Era una sucia y remendada tienda de lona, con un anexo.
—Fue una suerte encontrarla —dijo papá, curándose en salud.
Había recibido el telegrama de mamá apenas la mañana anterior. Los antiguos inquilinos de la tienda acababan de desocuparla cuando llegamos. Aún había cenizas calientes en el brasero; latas de leche condensada y trastos sucios se apilaban sobre la rústica mesa; en un rincón se veía una vieja cama de madera con un colchón nudoso, y una delgada colchoneta cubría el catre que había en el anexo destinado a servirme de "habitación". Un palanganero de rajada plancha de mármol y unas cuantas sillas incalificables completaban el mobiliario.
En el pueblecito de Utah donde habíamos vivido siempre, teníamos una buena casa con cerca de madera blanca, y mi madre se había opuesto plañideramente a dejarla. Pero los yacimientos de plata que allí explotaba papá se habían acabado al fin.
—El minero tiene que ir donde están las minas, Kitty —díjole a mamá con firmeza.
Y ahora, como buena esposa de minero, ella se puso inmediatamente a limpiar y a fregar nuestro nuevo alojamiento. Ventiló las ropas de cama, restregó las tablas del piso con lejía, raspó y pulió la cocina. Papá y yo le llevamos agua de la pila pública; el agua potable había que comprarla a los carros aguateros, a cinco centavos el cubo, pues la traían de afuera. Poco había que escoger entre las provisiones que ofrecía la tienda de víveres, pero mamá sabía dar a las cosas más comunes un sabor delicioso, y a la hora de la cena nuestra vivienda despedía un olor apetitoso a café caliente, pan fresco y tocino frito.
—Ya le has dado a esto apariencia de hogar —le dijo papá tomándole la mano—. Me alegro de que no me hicieras caso cuando te escribí que tú, y Mabel no podíais venir a Cripple Creek.
Y mi madre, en vez de decirle "cuatro cosas", como había prometido en Kansas, se limitó a sonreír mientras un rubor de felicidad coloreaba sus mejillas.
Al día siguiente muy de mañana me puse a explorar el vecindario. Cerca de nosotros había una casa de tablas, de pulcra apariencia, encerrada dentro de una cerca de malla para gallinero. Tenía en las ventanas varios tiestos de geranios en flor y, con gran sorpresa mía, oí que alguien practicaba escalas al piano. Corrí a contárselo a mamá.
—Debe de ser gente adinerada —me dijo—. Quizá algún minero rico. Ya te compraremos un piano cuando tu papá halle una buena veta.
Esperé ansiosamente a ver si allí había niños y al cabo de tres días salió una chiquilla de mi edad que se puso a saltar la cuerda. Era muy guapa, con la naricilla respingada y las trenzas doradas cogidas con cintas rojas. Me acerqué a la cerca poco a poco, sonriendo amablemente con la esperanza de que me viera, pero ni una sola vez se volvió a mirarme. De pronto, una mujer de rostro severo apareció a la puerta.
—¡Blanca! —gritó—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no salgas de casa? ¡Ven acá inmediatamente!
Cuando volví al día siguiente, la chiquilla salió de puntillas hasta el porche y me miró como si yo fuera un ogro. Decidí entonces emplear una táctica atrevida y me llegué, fingiendo indiferencia, hasta la cerca.
—¿Quieres ver mis dos dólares de plata? —le dije, enseñándoselos—. Uno de ellos me lo regaló un bandido ... ¡palabra de honor!
Ella titubeó un momento, miró en derredor furtivamente, y luego vino hacia mí sin quitar los ojos de las monedas que tenía yo en la mano. Ya hacía ademán de alcanzarlas cuando se abrió la puerta y Blanca desapareció por ella dentro de su casa.
—¡Vete de aquí! —me gritó colérica su madre, amenazándome con el dedo—. ¡Que no te vuelva a coger yo por aquí! Blanca Burnside no puede jugar contigo. ¿Lo oyes?
¡Blanca Burnside era la hija del tabernero! Cuando volví a casa llorando mamá no hizo caso de mis lágrimas.
—De modo que allí es donde viven los Burnside —comentó indignada—. Bueno, nosotros no tenemos por qué aceptar desprecios de la familia de un tabernero. ¡Ya le diré a la señora Burnside cuántas son cinco y cinco!
Me tomó de la mano, se encaminó a la casa vecina y llamó. La señora Burnside entreabrió la puerta; por el resquicio alcancé a ver a Blanca, que nos miraba medrosamente escondida tras las faldas de su madre. Después de presentarse como recién llegada al campamento, mamá le habló sin rodeos:
—Dice mi hija que usted la echó de aquí y que le dijo que no volviera a acercarse a esta casa. Quisiera saber si cometió alguna falta. Si acaso no se ha portado como una señorita...
—No, no, no hay nada de eso —repuso la señora Burnside.
—Pero me ha dicho Mabel que usted no quiere que Blanca hable con ella ni siquiera a través de la cerca —insistió mi madre—. Tendrá usted algún motivo...
—Como está recién llegada tal vez no sepa lo de la epidemia de difteria —dijo la señora Burnside, bajando la voz como si temiera que pudieran oírla los microbios. Los niños se están muriendo como moscas en todo el campamento.
Mamá se puso pálida.
—¿Ha estado Blanca expuesta al contagio? —preguntó.
—El contagio está en el aire —replicó la otra temblando—. En la tienda donde ustedes viven un chiquitín cayó enfermo no hace una semana... y se fue en pocas horas... murió asfixiado. Su niña ha podido coger la enfermedad y no quiero que se la contagie a Blanca. Y diciendo esto cerró la puerta y le echó llave.
Apenas llegamos a casa mi madre sacó el frasco de aceite de ricino, su preventivo contra todos los males infantiles. A duras penas pudo esperar la llegada de papá para verter sus exacerbados temores y resentimientos. Él confesó que estaba enterado del caso de difteria y de la muerte del chico, pero dijo que la tienda había sido fumigada y el doctor Whiting le había asegurado que no existía riesgo de contagio. En todo caso, agregó, era el único alojamiento que había podido conseguir.
Ni a Blanca ni a mí nos dio difteria. Mamá lo atribuyó al fuerte purgante que me administró. Papá, en cambio, opinó que me había salvado mi innata inclinación a ir contra la corriente, a más de la "constitución de hierro de los Barbee".
LA MINA MARIQUITA
UNA TARDE papá me llevó a su mina. Dimos una larga caminata; atravesamos todo el campamento y subimos por buen trecho la loma del Faro, al lado del pueblo. Como de costumbre, cuando salíamos juntos, no dejaba de entretenerme con su fascinante conversación. Parecía conocer a todos los que encontrábamos.
—Hola, Pete! —exclamó, saludando a un hombre pequeño y fornido de aire hosco—. ¿Cómo está Willie?
El hombrecillo le respondió con efusión, sonriendo de pronto con expresión casi radiante, y cuando nos alejamos papá me explicó:
—Es Pete Genoudski, peón de la Manzana de Oro. Ayer tuvieron un derrumbe en esa mina y Willie, su compañero, salió herido.
Al llegar junto al tiro de una de las excavaciones más activas por donde pasamos, se detuvo para decirme:
—Este es el fundo de Mike Cavanaugh. Parece que le va a resultar muy rico. Los ensayos del mineral que sacó la semana pasada le dieron 200 dólares por tonelada.
Y cuando topamos con un minero entrecano que acababa de llegar, con cama, tienda, pico y sartén a lomos de un burro de ojos tristes, papá habló con él durante diez minutos sobre los sitios más a propósito para denunciar una mina.
—Bueno, aquí tienes la Mariquita —dijo al fin señalando un gran agujero coronado por tres gruesos palos colocados en forma de trípode—. Allá abajo puede estar la bonanza que nos permita mandarte a la universidad.
Yo me asomé a aquel profundo abismo, muy impresionada.
—¿Quieres bajar? —me preguntó papá.
Yo tragué saliva, vacilé un momento y al cabo asentí con la cabeza, indecisamente. Era la primera vez que me hacía tal oferta.
—¡Entonces, arriba! —dijo, y me levantó para meterme en el gran cubo de hierro destinado a sacar el mineral.
Luego comenzó a darle vueltas a la manivela del malacate. El corazón me latía furiosamente, mientras descendía en aquella oscuridad y el cuadrado de luz allá arriba se hacía por momentos más pequeño. Una humedad acre se me metía por las narices, parecida al olor de los hongos, y muy abajo pude oír el ruido de una piedrecilla desprendida que cayó en el agua acumulada en el fondo debido a las filtraciones causadas por el deshielo del pico Pike, que se alzaba hacia el norte. El tiro estaba apuntalado con troncos de madera y atravesado a trechos por túneles laterales, o socavones abiertos por mi padre en persecución de prometedores veneros. Papá lo había hecho todo con sus propias manos, pues no tenía dinero para pagar trabajadores.
El cubo se detuvo de pronto frente a un túnel y oí la voz de papá que repercutía espectralmente desde arriba.
—Bájate allí. Yo iré en seguida para mostrarte una cosa.
Me salí del cubo que se bamboleaba, pasé a una plataforma de madera y luego me volví a mirar a papá que descendía por una serie de improvisadas escaleras hasta reunirse conmigo. Con aire misterioso me hizo señas de que lo siguiera por la galería, apenas alumbrada por la llama vacilante de la vela que llevaba prendida en su casco de minero.
Comencé a toser; no hacía mucho que papá había puesto dinamita y el aire estaba impregnado de un acre y penetrante olor a pólvora quemada. No obstante, papá siguió adelante, deteniéndose únicamente para encender las velas que había en toscos candeleros clavados a las paredes. Además de darnos luz, las velas nos advertían contra el peligro, me dijo papá; pues si una de ellas se apagaba de pronto, esto significaba que se estaban acumulando gases letales en el socavón.
Al final de la galería nos encontramos en una especie de gruta apenas lo suficientemente alta para que papá pudiera mantenerse de pie.
—¡Mira! —exclamó triunfante. Al principio nada vi salvo la negruzca roca que goteaba. Solamente cuando arrimé una vela a la pared alcancé a distinguir unas cuantas escamillas de metal grisáceo.
—¿Eso es oro? —pregunté, muy defraudada—. Yo creía que sería amarillo.
—En esta clase de minas, no —repuso papá riendo—. Está engastado profundamente entre el mineral y siempre parece opaco hasta que se calienta en la fundición. Entonces se vuelve amarillo.
Examiné la roca con más respeto y luego pregunté.
—¿Es esta nuestra bonanza? ¿Somos ricos?
—Ricos, precisamente, no —respondió él alzando los hombros—; pero sí es posible que tengamos un buen filón.
Ya el día anterior le había llevado muestras al ensayador para su análisis, y tan pronto como salimos de la mina nos dirigimos a la oficina de ensayes a recibir el informe. Era este despacho uno de los sitios de más movimiento en Cripple Creek y uno de los más importantes: allí era donde eI minero venía a saber si su mineral contenía oro, y en qué cantidad.
Una media docena de individuos nos precedían en la miserable casucha de madera, y en el ambiente flotaban la expectación y la nerviosidad con que recibían los dictámenes o pasaban los taleguitos de mineral sobre el mostrador. El ensayador debía moler las muestras, separar el oro por procedimientos químicos, fundirlo luego en pequeños lingotes y pesarlos. Papá me susurró al oído:
—En la trastienda tienen una balanza tan precisa que puede pesar la raya que hace un lápiz en un papel.
Esperamos nerviosos. Al fin salió un empleado de la misteriosa trastienda y llamó aparte a papá, le habló en voz baja y le pasó un papel. Papá frunció el ceño al leerlo. Yo corrí hacia él.
—¿Tenemos una bonanza?
—No, Mabel —respondió pausadamente y haciendo un esfuerzo para ponerme atención—. Es un mineral de muy baja calidad, después de todo. Pero no te preocupes, que ya daremos con una bonanza un día de estos.
EDUCACION ESTILO CAMPAMENTO MINERO
HACIA las postrimerías de aquel otoño se abrió en Cripple Creek una especie de escuelita. Las clases se daban en una cabaña rústica de una sola habitación. Cuando me matriculé sólo había 14 alumnos, pero el número de estudiantes aumentó tan rápidamente que pronto tuvimos que mudarnos al segundo piso de un edificio hecho de láminas de cinc que se levantaba en, la avenida Myers, en un sector que ya mostraba indicios de convertirse en barrio de la vida airada. Esto contribuyó a ampliar considerablemente nuestros conocimientos.
Por la mañana, cuando los chicos nos dirigíamos a la escuela, las persianas aparecían discretamente corridas y todo estaba en silencio; pero a media tarde, mientras repasábamos las tablas de multiplicar o las reglas de ortografía, a veces alcanzábamos a oír los escándalos que armaban las mujeres en la calle. Y cuando terminaban las clases, marchábamos a casa entre groseros preludios de vida nocturna. En las mancebías tintineaban los pianos y aullaban los gramófonos alguna pieza de jazz; se habían alzado ya las celosías en todos los cuartuchos, donde se veían mujeres a medio vestir y fumando cigarrillos. Los muchachos sonreían maliciosamente y se cambiaban guiños sabihondos; las niñas grandes miraban a aquéllas de soslayo, se sonrojaban y apretaban el paso. Al poco tiempo ya conocíamos de vista a ciertas damiselas escandalosas, como Juanita la mexicana, Blanca la francesita y Lilí la rubia, aunque la chismografía escolar apenas si me proporcionó una vaga idea de sus actividades nocturnas.
Sentía yo una enorme curiosidad por aquellas "pobres y desgraciadas mujeres", como mamá invariablemente las llamaba. Mi instinto me decía que las rodeaba un encanto siniestro y prohibido, y deseaba preguntar a mamá qué hacían. Pero dudaba que ella lo supiera, así que me pareció mejor ocultarle la curiosidad que sentía. Además, durante los meses de la primavera había estado mala varias veces, y con frecuencia se quedaba en cama días enteros, de maneraque preferí no aumentar sus preocupaciones.
En realidad, mamá estaba esperando un nene, pero de acuerdo con la gazmoñería de la época, tal hecho se me ocultó cuidadosamente. Pero al irse acercando la fecha, la oí decir a papá, con creciente ansiedad, que sería necesario mandarme fuera de casa por una temporada.
Mi hermano Billie nació ese verano. (En espera del acontecimiento a mí me hospedaron discretamente en casa de una señora dueña de una granja.) La presencia de Billie hacía la vida en la tienda aun más difícil, y cuando papá acertó a dar con un rico filoncito que le permitió vender la Mariquita en mil dólares al contado, nos mudamos a una casa de cuatro habitaciones en la avenida del Dorado Oeste.
Esta empinada calle pasaba por las faldas del monte del Mineral, montaña de considerables proporciones. Ni vehículos ni animales de carga se aventuraban por la peligrosa rúa donde vivíamos, pero en cambio gozábamos de un magnífico panorama de las montañas circundantes y del campamento minero.
La población del campamento había aumentado rápidamente hasta llegar casi a los 10.000 habitantes; fluía el oro de 150 minas, cuyos feos cobertizos, chimeneas y gigantescos vaciaderos eran estridentes testigos de las fortunas que se hacían de la noche a la mañana. Tantos de los fabulosos descubrimientos hechos habían sido obra de aficionados, que ya se conocía a Cripple Creek con el sobrenombre de "el campamento de los novatos". En la cantina de Burnside, que seguía frecuentando, mi padre oía historias asombrosas.
"Cuanto menos saben de minas, más afortunados son", comentaba una noche durante la cena, al relatarnos el caso de la mina del Farmacéutico. Ocurrió que dos boticarios que no tenían ni idea de dónde comenzar a cavar, resolvieron el problema tirando un sombrero al aire y, donde cayó, allí abrieron el tiro y descubrieron una rica veta que en los ensayes dio 600 dólares por tonelada. Ya con esto se hicieron ricos, y con el tiempo la mina del Farmacéutico habría de hacer a ambos millonarios.
Dos hermanos, Sam y George Bernard, abaceros en un pueblo vecino, no sabían qué hacer para cobrar una cuenta de 37 dólares. Se enteraron de que el deudor moroso se había metido a minero en Cripple Creek y hasta allá lo siguieron para hacer efectiva la deuda. A cambio del dinero que no tenía, el hombre ofreció a sus acreedores la mitad de su poco prometedora mina, llamada la Elkton y situada en la cañada de Arequa. A regañadientes aceptaron los Bernard la dudosa oferta; excavaron en los alrededores y, con gran sorpresa suya, dieron con un rico depósito de mineral. En unos cuantos años ellos también iban a hacerse millonarios.
EL PRIMER MILLONARIO
PERO FUE en este año de 1893 cuando Cripple Creek logró su primer millonario; y no fue uno de los novatos, sino un minero experimentado, un amigo de papá, de nombre Winfield Stratton. Solamente una suerte loca impidió que su bonanza se le fuera de las manos. Ese verano, descorazonado por la pobreza de su mina, la Independencia, había aceptado una oferta que le pareció muy generosa y dio una opción de compra durante 30 días a un tahúr de San Francisco, de apellido Pearlman. El precio, si se hacía efectiva la opción, sería de 150.000 dólares. Al día siguiente, cuando sacaba sus herramientas de un socavón abandonado, Stratton dio con un gran filón, cuyas muestras rindieron en los ensayes cerca de 400 dólares por tonelada. Deslumbrado, calculó que tenía allí varios millones de dólares en mineral ... ¡y acababa de cedérselos a Pearlman! Cubrió el filón con rocas y, cuando la cuadrilla de Pearlman empezó a excavar en la Independencia, Stratton sudaba, pidiendo a todos los santos que no fueran a descubrir su tesoro.
Al expirar la opción, Pearlman le habló con franqueza.
—No he encontrado nada. No compro. Iba a trabajar esa galería abandonada el último día, pero me pareció que no valía la pena.
Exhalando un suspiro de alivio Stratton recuperó su bonanza, que resultó ser una de las más ricas de Cripple Creek. En diciembre ya había producido oro en cantidad suficiente para dar a su dueño su primer millón. Este y otros hallazgos hicieron de él, con el tiempo, el más rico y famoso de los mineros de Cripple Creek.
Papá hacía sus sondeos con una varita mágica, y a pesar de que pocos mineros creían que encontrara algo bueno en la loma del Faro, él seguía fiel a la región. Stratton, cuya rica mina Independencia estaba en el monte de la Batalla, lo instaba a explorar en la loma del Cuervo o en la peña del Toro, más al oriente.
—Si un par de boticarios fueron capaces de dar con el filón del Farmacéutico tirando al aire el sombrero —le decía —, tú con tu varita mágica fácilmente puedes hallar una Golconda.
El consejo cayó en saco roto. Papá era hombre tenaz.
—Un día de éstos —le decía a mamá— voy a hacer cantar la palinodia a todos los sabihondos del campamento.
Creía implícitamente en su varita mágica como medio de determinar la presencia del oro. Una tarde que yo recogía flores silvestres a su lado, me llamó muy emocionado.
—¡Mabel, ven aquí! ¡Corre!
Yo di un salto y corrí a ver si era que había matado alguna culebra de cascabel. Él iba caminando despacio por una leve prominencia del terreno con la varita mágica en las manos. La horqueta se inclinaba hacia abajo, temblequeando.
—Mira a esta picarona... Parece que se me quisiera ir de las manos. Si no está aquí abajo el premio gordo... me quito el nombre.
—Déjame ensayar a mí —le dije mirándolo escépticamente.
Él me dio la horquilla y me enseñó a manejarla. Nada pasó. En mis manos, la varita estaba completamente inmóvil.
—Es que no tienes suficiente electricidad en el cuerpo —dijo mi padre. Tomó otra vez la varita y echóse de nuevo a caminar sobre el terreno—. Mira, mientras más la aprieto más se resiste. ¡Se me va! ¡Ya no la puedo tener!
La varita mágica vibró un segundo y luego se arqueó violentamente hacia el suelo.
—¿Qué es lo que la tira hacia abajo? —pregunté completamente perpleja.
—El magnetismo —respondió papá con aire de autoridad—. La fuerza magnética pasa a la varita a través de mi cuerpo, y desde lo profundo de la tierra el oro la atrae con su canto de sirena—. Recogió su herramienta, pronto a volver a casa—. Tarde o temprano he de encontrar uno de los veneros más ricos del distrito, a unos 120 metros debajo del sitio donde estás parada en este momento. ¡Acuérdate de lo que te digo!
CORRERIA CLANDESTINA
LA FIEBRE del oro es sumamente contagiosa; ni siquiera una chica de diez años era inmune a ella. Cierto caluroso día de junio, camino de la mina denunciada más recientemente por papá, la Orizaba, encontré una bocamina abandonada. Las escaleras, todavía en su sitio, parecían bastante fuertes, y la curiosidad me impulsó a bajar al tiro sola, cosa que tenía yo estrictamente prohibida.
La mina era relativamente de escasa profundidad, con una sola galería lateral y, al encontrar un cabo de vela escondido a la entrada, así como unos fósforos secos en un frasco, decidí explorar. Me forjaba ilusiones pensando hallar un maravilloso depósito de oro que hubiera pasado inadvertido. Unos tres metros adentro el túnel se bifurcaba en forma de Y; recorrí los dos ramales, pero sólo encontré desnudas rocas de granito.
Ya había apagado la vela y había vuelto a colocarla en su sitio, y me disponía a subir por la escalera cuando esta se estremeció en mis manos. ¡Alguien bajaba! A poco oí voces. Eran dos hombres. El pánico me oprimió el pecho; debían de ser los dueños de la mina, e iban a cogerme in fraganti tratando de robarles su mineral.
Corrí otra vez al socavón y me interné a tientas por el ramal de la izquierda. Pronto también ellos entraron en el túnel. Ambos usaban cascos de minero con velas encendidas al frente, y uno de ellos llevaba una escopeta de dos cañones. Me acurruqué contra el fondo del socavón y no volví a respirar hasta sentir. que los hombres habían entrado en el ramal de la derecha.
—Espero que hayas cebado bien los cartuchos —le oí decir a uno.
La respuesta fue ininteligible, pero al cabo de un momento oí una detonación, y poco tiempo después otra.
En seguida sospeché de qué se trataba. Varias veces había oído hablar a papá de los distintos métodos de "sazonar" una mina para venderla a algún incauto comprador. A veces los tunantes llevaban piedras que contenían mineral de alta calidad y las esparcían por el piso; otras, como en el caso presente, cargaban los cartuchos de una escopeta con oro en polvo y disparaban los dos cañones contra las paredes de una mina.
No tardaron en marcharse los dos hombres, riendo quedamente. Yo volví a encender la vela y examiné el ramal de la derecha. Como lo había previsto, en la antes negra y monda pared de roca brillaban ahora manchitas doradas. Y, engañado por ellas, muy pronto algún primo pagaría un dinero trabajosamente ganado por una mina que no tenía valor.
Yo comprendía que era mi deber denunciar lo ocurrido. Pero sentía miedo; esos dos hombres tenían mala catadura y eran capaces de matarme si llegaban a enterarse de que yo los había espiado. Además, ¿cómo podría justificarme con papá por mi desobediencia al haber entrado sola en la mina?
Así pues, guardé mi culpable secreto y pocos días después supe que habían vendido la mina a un viejo llamado Konrad Schmidt. Atormentada por la conciencia me acerqué cautelosamente hasta donde mi atrevimiento me lo permitió, para verlo trabajar. Subía trabajosamente por la escalera con un morral lleno de mineral a la espalda. Se puso luego a clasificar los pedruscos a la luz del día y de vez en cuando movía la cabeza con desconsuelo.
Descendiendo a toda carrera la falda de la loma, me volví a casa.
—¡Qué pálida estás! —me dijo mamá, y me dio una poción de azufre con miel de caña.
Pero no había medicina que curase mis terribles remordimientos.
No obstante, una tarde llegó papá de la taberna de Burnside visiblemente contento y nos dijo:
—Konrad Schmidt acaba de encontrar un rico filón y se puso a pagar las copas de todo el mundo.
Según se supo después, Schmidt había ahondado el túnel unos tres metros más y dio con una veta de mineral de oro que valía a razón de 500 dólares la tonelada.
UN PADRE DE QUIEN ENORGULLECERSE
LA COSTUMBRE que tenía papá de beber y jugar con "esa caterva de pelafustanes de la taberna de Oscar Burnside" era una mortificación constante para mamá. Una vez lo encontró por allí, con mi hermanito en brazos, sonriendo muy satisfecho. Papá lo había sacado a lucir entre sus amigotes, y en los bolsillos de Billie tintineaban las monedas de oro y plata.
—El chico se ha ganado un dineral a las cartas —nos dijo con orgullo.
—¡Ya te he dicho que no lo lleves a la taberna! —le reprochó mamá—. Allá irá, más pronto de lo que quisiéramos, sin tu ayuda.
Pero sus reproches fueron haciéndose cada vez más superficiales y rutinarios, y yo presentía que algo mucho más serio que la afición de papá a la bebida era lo que la preocupaba. Hacía ya un año que éste venía sufriendo de una tos persistente y seca que ella atribuía a "inflamación de los bronquios", y papá se negaba obstinadamente a dejarse ver del doctor Whiting.
Una tarde de febrero sufrió un colapso cuando volvía a casa, subiendo por el callejón. Yo lo encontré recostado contra la leñera, fatigado y jadeante, el rostro contraído y pálido. Lo tomé del brazo tratando de ayudarlo a incorporarse.
—Ya estoy bien, déjame —dijo apartándome de sí.
Y siguió su camino lentamente, con las manos a la espalda y los ojos bajos.
Mamá bajó corriendo a su encuentro.
—Vamos, dame acá esa fiambrera —le dijo ansiosamente—. ¿Por qué subiste la cuesta tan de prisa? Eso te provoca siempre accesos de tos.
Pero papá entró en casa sin decir palabra.
Nuestra vecina, Molly Letts, que estaba tendiendo la ropa, se aproximó a la cerca.
—Yo me moriría de la angustia si fuera mi marido. ¿Por qué no hace usted que vaya a ver al doctor Whiting? Apuesto cualquier cosa a que ha cogido la tisis de los mineros.
—¡No hable usted así! —respondió mamá airadamente—. ¡No tiene usted derecho a decir tales cosas!
En aquel tiempo se consideraba oprobioso para cualquiera tener "el mal de los pulmones", como se llamaba entonces a la tuberculosis, y la familia del enfermo trataba de ocultar la existencia del mal hasta la muerte del paciente.
—Es un resfriado pertinaz que con nada se le quita —siguió insistiendo mi madre.
Papá se acostó en la alcoba. Mamá lo arropó con una manta y luego se sentó a la mesa de la cocina a mondar manzanas para una tarta.
De pronto dejó a un lado el cuenco de las cáscaras y se tapó la cara con el delantal. Aunque no hacía ruido alguno, yo sabía que lloraba.
Fue Molly Letts quien mandó llamar al doctor Whiting. Cuando éste llegó dijo que había entrado nada más "para pedirle consejo a John sobre una mina que pensaba comprar". Se quedó allí un largo rato hablando con papá y examinándole el pecho. Después le dio un remedio y le advirtió que tendría que guardar cama durante varios días. Cuando se hubo marchado, papá observó, soñoliento:
—Es raro; al fin no me dijo nada sobre lo que quería consultarme.
Yo sabía que papá contaba con muchos amigos en el campamento, aunque pocas veces los nombraba. Ahora, mientras los días de su enfermedad se convertían en semanas, los visitantes llenaban nuestra sala. Sólo se les oía mencionar por sus nombres y apodos: Speck, Chip, Bert, Griff, etcétera, y un viejo a quien llamaba Tomás el ciego.
—No hay nadie más respetado en el campamento que John —decía Jim Letts a mi madre—. Nunca ha faltado a su palabra y es capaz de quitarse el pan de la boca para dárselo al prójimo. Allí está Tomás el ciego que no me dejará mentir... Antes de perder la vista en la explosión de una mina, recibía ayuda de John, cuando me apuesto que John no tenía lo suficiente para darle de comer a usted y a sus hijos.
—Yo nunca le oí decir que estuviera ayudando a nadie —respondió mi madre tratando de hacer memoria—. Pero, en realidad, nunca se le habría ocurrido hablar de ello.
Stratton nos visitaba con frecuencia y reía con mi padre contándole sus primeras andanzas de carpintero y buscador de minas aunque a veces le daba serios consejos.
—Si llegas a encontrar un filón que valga cien mil dólares —díjo una vez— hazme caso y véndelo. Es lástima que el que tuvo la opción de la Independencia no me la comprara al fin por los 150.000 dólares que me había ofrecido. Me hubiera podido retirar entonces y vivir de la renta, libre de las amarguras y los dolores de cabeza que traen consigo las grandes riquezas. Tanto dinero no le hace a uno bien.
A mamá no la convencieron estas palabras, y cuando Stratton se marchó dijo:
—Generalmente son los millonarios los que hablan así. No hay peligro de que Jonce tenga que seguir su consejo.
Una vez, estando él enfermo, mi madre me llevó aparte y me habló del pasado de mi padre.
—Prométeme, Mabel, que suceda lo que suceda... quiero decir que, por mucho que se agrave, nunca lo despreciarás. Puede que no sea refinado como otros, pero es bien nacido. Ya oíste decir a Jim Letts cómo lo respetan por su honorabilidad... Allí está la prueba de una buena cuna y una mejor crianza, más que en los modales. ¡No lo olvides jamás!
"Tu padre es oriundo de Kentucky —prosiguió—. Su gente es de aristócratas, y si él quisiera bien podría codearse con las mejores familias del Sur —suspiró...— Lástima que no se preciara un poco más de su parentela. Por tu bien y por el de Billie no debería hacerse pasar por un cualquiera. Pero se vino al Oeste contrariando la voluntad de su padre y parece que no quiere ni recordar esos tiempos. Si hasta ha llegado a ufanarse de haber nacido de nuevo en el Oeste, donde la gente no se preocupa en absoluto por el origen de nadie. Dice que poco importa la prosapia o el saber hasta dónde se remonta un apellido. Lo que cuenta es la integridad del hombre".
Me sentí muy cerca de mi madre ese día. Comprendí que deseaba que conociera y comprendiera a papá tanto como ella, para que no me avergonzara si llegaba yo a saber que en realidad padecía la consunción de los mineros.
Con los cuidados que ella le prodigó y el largo descanso, mi padre mejoró de la tos; recobró las fuerzas y en la primavera volvió a trabajar sus minas. Mas para él las cosas ya no volverían a ser lo mismo que antes.
PAPA PIERDE LA OCASION
EN Pocos años Cripple Creek creció como la espuma. Tenía ya dos ferrocarriles, que ofrecían tarifas módicas para acarrear a las refinerías, con ganancia, incluso el mineral de baja calidad. Todo respiraba prosperidad y vitalidad incontenibles. En 1897 la población llegaba a 39.300 almas. En 1899, 475 minas estaban embarcando mineral y la producción de oro subió a más de dieciséis millones de dólares en el año. La ciudad contaba con un hotel de lujo, y distracciones tales como carreras de caballos, ópera y campeonatos de boxeo. Tenía más de treinta millonarios; Stratton llegó a convertirse en rey de todos ellos cuando vendió su fabulosa mina Independencia a una compañía inglesa por diez millones de dólares, suma sin precedente.
Los Barbee no participamos de la bonanza general. Las pocas vetas descubiertas por papá apenas servían para ir tirando. A menudo otros con tan mala suerte como él se daban por vencidos y se empleaban en alguna de las minas grandes. Papá nunca dejó de ser lo que era: explorador y minero independiente.
En 1899 se le presentó la oportunidad de hacerse rico en una mina que tomó en arrendamiento un amigo suyo, Josiah Winchester. Se llamaba la Fortuna y había producido fabulosas cantidades de oro, hasta que se perdió el filón y su dueño, incapaz de volver a encontrarlo, la abandonó. Winchester tenía confianza de hallarlo, pero nadie se arriesgaba a prestarle un centavo para maquinaria, herramientas y jornales. Finalmente le ofreció a mi padre una buena participación a cambio de que efectuara algunos trabajos en el duodécimo nivel.
—Te garantizo que no te arrepentirás —le aseguraba—. Dentro de poco tiempo tú y yo estaremos boyantes.
Papá desdeñó su oferta diciendo que no podía descuidar su mina, la Orizaba.
—Uno de estos días voy a sacar mineral —le dijo.
Una semana después llegó a casa temprano. Parecía muy agitado y nos contó que Winchester había logrado recoger aquí y allá suficiente dinero para pagar los jornales de algunos mineros que hicieron un corte transversal en el duodécimo nivel.
¡Con el primer taco de dinamita pusieron al descubierto una ancha vena de telururo de oro y plata! (En esta forma se presentaba el mineral aurífero en Cripple Creek.) Brillaba como un millar de espejos a la luz de las bujías, y son precisos tres turnos de obreros para darse abasto con la avalancha de oro. Le temblaba la mano cuando sacó un jarro de agua del cubo para beber, y añadió pensativo:
—Josiah deberá hacer un millón o dos en el primer año.
Al rechazar su oferta, papá había dejado pasar de largo la buena suerte.
LA VARITA DE VIRTUDES CUMPLE COMO BUENA
EN EL verano de 1901, por los días en que cumplí 17 años, la salud de papá desmejoró notablemente; parecía demasiado débil para resistir otro invierno en Cripple Creek y a mamá le preocupaba constantemente lo que sería de nosotros sin él. Habiendo terminado mi tercer año de estudios secundarios, lo que ya era una educación superior a la de la mayoría de las chicas que ella conocía, juzgaba que debía pensar en casarme.
—Sería una gran tranquilidad para mí —me dijo un día— el verte casada con un buen marido que supiera velar por ti.
Pero papá acariciaba obstinadas esperanzas de enviarme a la universidad. Haciendo caso omiso de sus quebrantos de salud, seguía trabajando su mina infatigablemente. Era supersticioso, pues Lutie, el ama negra que lo crió en Kentucky, había atiborrado su niñez de agüeros y hechicerías. A menudo declaraba su fe en la existencia de duendecillos malignos que habitan las cavernas subterráneas y atormentan a los humanos que destruían sus guaridas, y a ellos les echaba la culpa de su constante mala suerte. Seguro de que el mineral estaba allí, se desesperaba al ver que, hallándose a punto de encontrarlo, perdía el rastro de la veta una y otra vez. Para romper lo que él juzgaba un "maleficio", se le ocurrió cambiar el nombre de la mina, la Orizaba No. 2, por algo patriótico, como el que tenía la de Stratton: la Independencia. Después de desechar los de Lincoln y Washington, resolvió ponerle la Columbia de Cripple Creek... y se juró no decirlo a nadie, no fuera a ser que los duendes se enteraran.
Dos días después llegó a casa muy contento. Acababa de salir de la oficina de ensayes, y dijo que había dado al fin con un rico filón que le aseguraba 720 dólares por tonelada.
Mamá no lo podía creer.
—¿Por qué razón no lo habías encontrado antes? ¿Cómo hiciste para hallarlo ahora?
—Por fin logré embaucar a esos trasgos —explicó; y no fue hasta entonces que nos contó lo del cambio de nombre de la mina—. Y os aseguro que eso bastó para que al día siguiente diera de manos a boca con la más hermosa veta de telururo de oro y plata que he visto en mi vida—. Luego se volvió directamente a mí con aire de triunfo—: Fue en un socavón que acababa de abrir, como a unos 90 metros debajo precisamente del sitio en que la varita mágica se me quiso escapar de las manos el día que estuvimos allá juntos, Mabel.
Aunque la noticia del descubrimiento del rico filón de la Columbia causó sensación en el distrito, los peritos no le dieron mayor importancia. Los grandes yacimientos caían todos hacia el nordeste, en las vecindades de Peña del Toro y el monte de la Batalla. Lo que había encontrado Barbee, decían, no era más que un depósito aislado que pronto se agotaría como tantos otros.
Tal escepticismo por parte de las autoridades mineras dificultó la consecución de fondos para la explotación. Finalmente, un individuo aportó unos cuantos cientos de dólares a cambio de un cincuenta por ciento de participación en la empresa; pero fue papá el que hizo todo el pesado trabajo de extraer el mineral, clasificarlo y despacharlo a las refinerías.
En vez de estrecharse, la veta se ensanchaba, formando una gran arteria que se ramificaba en multitud de tentáculos. Otros exploradores diéronse a buscar en torno a la loma del Faro y posibles inversionistas comenzaron a hacer pequeñas propuestas por la mina. Papá las rehusaba todas rotundamente; hacía tiempo que le había prometido a mamá no desprenderse de la siguiente bonanza que encontrara.
Cierto día Sam y George Bernard, los abaceros que habían tomado la mina Elkton a cambio de una deuda incobrable de 37 dólares y con ello se habían hecho millonarios, vinieron a felicitar a papá. Manifestaron deseos de conocer la veta y mi padre, con mucho gusto, los hizo bajar para enseñarles la rutilante masa de mineral. Ellos mostraron algún interés, pero dijeron que se necesitaba un dineral para explotar la mina.
—Aun así, valdría la pena arriesgar una pequeña suma —dijo George, y de improviso hizo a mi padre una oferta—: Le doy 10.000 dólares por su parte en la mina.
La suma era tentadora, pero papá le había dado a mi madre palabra de no vender.
Entonces Sam, que al parecer había contado con la negativa, subió la oferta a 12.000 dólares.
—Fuera de esto —le dijo echando mano de la chequera— me comprometo a saldar todas sus deudas. Mañana mismo podrá usted mirar cara a cara a todo el mundo... sin deber a nadie un centavo.
Todavía papá quiso rehusar, temiendo lo que diría mamá. Pero su situación era desesperada, reducido como estaba a la impotencia por las penalidades del trabajo, la pobreza y los quebrantos de salud, acosado por las deudas y el ardiente deseo de darnos una buena educación a Billie y a mí. Casi involuntariamente tomó el cheque y dijo:
—Trato hecho.
El desconsuelo de mamá fue mortal cuando supo lo que había hecho. A la postre lo perdonó por haber vendido lo que resultó ser la única verdadera bonanza que papá encontró en su vida, pero nunca llegó a consolarse de ello.
YO ME ARREGLARÉ
POR EL otoño de 1901 mis padres me pusieron en una academia de Colorado Springs para que hiciera en ella mi último año de escuela secundaria y se fueron con Billie a Utah en busca de clima más cálido. Allí, durante casi un año de vacaciones, mi padre descansó y recuperó en parte su perdida salud. Cuando regresaron a Cripple Creek, en el siguiente otoño, yo entré en la Universidad de Colorado y así se realizó el sueño que durante tanto tiempo había acariciado mi padre.
En abril papá me telegrafió que volviera a casa inmediatamente: mamá se hallaba muy enferma. Cuando llegué, ya había muerto. Se había presentado una mortal epidemia de neumonía y, tras de asistir a otros enfermos, mamá había sucumbido ante ella.
El mundo me parecía extraño y desierto sin mi madre. En cierto modo ya estaba preparada para la muerte de mi padre; la de mamá me cogió de sorpresa y me dejó confusa. Con todo, me di cuenta de que mi presencia era indispensable en casa y que debía abandonar en seguida la universidad.
Cuando le anuncié a papá mi determinación, me dijo enérgicamente:
—Nada de eso; yo no te necesito aquí y todavía queda suficiente dinero para atender a tus estudios, así que no te preocupes.
—Pero, mi hermanito... apenas tiene nueve años.
—La familia de Kitty en Salt Lake me ha ofrecido hacerse cargo de él mientras yo me acomodo de nuevo. Voy a tomar una de las habitaciones que la señora Barry tiene sobre el almacén de ferretería, en la avenida Bennett. De allí solamente hay un paso al tranvía que pasa cerca de mi mina Botón de Rosa. Y estaré en el centro de la ciudad, en donde no me aburriré por falta de compañía. Los amigos de la cantina Burnside, que queda enfrente, tendrán cuidado de mí; y si algo me pasa, uno de ellos te avisará.
Durante los dos años siguientes en que continué en la universidad, desempeñé gran variedad de trabajos: repartía invitaciones para las recepciones de la rectoría, a 20 centavos la hora; fundé, con una de mis condiscípulas, que tocaba el piano, una escuelita de baile para niños; zurcía y remendaba por encargo de las esposas de los profesores; daba clases de español a los alumnos de primer año que estaban atrasados en la asignatura; y ayudaba a corregir exámenes. En el verano me empleaba como vendedora en una confitería.
Cada vez que podía visitaba a papá. Había mejorado de salud y su aspecto era muy bueno. Mas no se conservó así mucho tiempo; el verano siguiente sufrió una súbita recaída. Había dejado de trabajar la mina Botón de Rosa, pero lo atribuía a las ventiscas de mayo. Decía que tenía el propósito de volver y que esperaba "dar con el filón de un momento a otro".
—¿Qué te parece si dejo mi trabajo en la confitería y me vengo a pasar el verano contigo? —le pregunté—. Fácilmente podríamos encontrar una casita. Estaríamos muy bien.
—Ya hemos hablado de eso otras veces —me respondió con firmeza—. Como estoy me las arreglo muy bien. Insisto en que un campamento minero no es el sitio apropiado para una jovencita si no está con su madre. Puedes venir los domingos, de vez en cuando, pero no a quedarte. Así que no hablemos más de eso ¿entiendes?
Yo sabía que era inútil prolongar la discusión, pero en los meses que siguieron no pude desechar mi desaliento y vivía con el temor constante de oír sonar el teléfono o de que un mensajero llamara a la puerta. Hasta que un día de agosto llegó el aviso: papá había muerto la noche anterior mientras dormía.
Después del entierro entré en su cuarto a recoger sus efectos personales. No eran muchos: su violín en el raído estuche de cuero; su pipa, unas pocas cartas que había guardado. Hasta los pendientes de diamante de mamá, que él tanto estimaba, habían desaparecido. Le pregunté a la patrona si ella sabía qué había sido de ellos,
—Hijita del alma —me dijo—, hace meses que los vendió para pagar unas cuentas. Era un hombre excelente, honradísimo, y no soportaba deber un centavo—. Metió la mano en el bolsillo de la bata y prosiguió—: Esto es lo único que le quedaba, y hace apenas una semana me rogó que te lo entregara, en caso de que...
Me pasó entonces el dije masónico del reloj de papá y una moneda de oro de 20 dólares. Esto era todo. Cripple Creek le había arrebatado la vida y no le había dejado sino aquello.
UN FILON INESPERADO
REGRESÉ a la universidad un día o dos antes de comenzar el semestre con el objeto de empacar los objetos que guardaba como recuerdo, mis libros y mis cuadros. Me preparaba a dejar los estudios con el corazón adolorido, pero ya no era posible continuarlos, pues no podría sostenerme aunque me había ganado una beca. Estaba a punto de romper a llorar cuando la chica encargada de los dormitorios me entregó una carta.
—Llegó anoche; trae un sello de entrega inmediata. Parece ser algo importante.
Rasgué el sobre nerviosamente, temiendo que me trajese malas noticias de mi hermanito, que vivía aún con nuestros parientes de Salt Lake. Pero no; la carta venía de Cripple Creek, y la firmaba el boticario Griff Lewis, uno de los buenos amigos de papá. Decía así:
"La noticia de que piensas abandonar la universidad ha conturbado a los amigos de tu padre. Ellos bien saben que él cifraba sus esperanzas en que terminaras tu carrera y obtuvieras un título. Algunos de ellos quisieran saber si unos 150 dólares a razón de 15 dólares mensuales te ayudarían a salir de aprietos durante el año".
Las letras me bailaban ante los ojos. ¡De donde menos esperaba me caía la cantidad exacta que necesitaba para seguir estudiando!
Llena de gozo respondí aceptando el ofrecimiento, con una condición: recibiría el dinero en calidad de préstamo y lo devolvería cuando obtuviera mi primera plaza de maestra.
El título me aseguraba la consecusión de tal puesto, el que necesitaba desesperadamente, pues mi hermano, que tenía ya 12 años, era demasiada carga para su anciana abuela, a más de que yo deseaba mandarlo a una escuela de Colorado Springs tan pronto como fuera posible.
El nombramiento me llegó pocos días antes de que me titulase. Iría a enseñar español e historia en la escuela secundaria Víctor, en Cripple Creek, con un sueldo de 1080 dólares al año.
Tan pronto como regresé a Cripple Creek me dirigí a la botica de Grill Lewis y le hablé del préstamo que me había permitido terminar mis estudios.
—He venido a arreglar la forma de pago —concluí.
Tomó Lewis un lápiz y se puso a garrapatear en una hoja de papel.
—¿ Préstamo dijimos?
Se levantó luego, rebuscó entre los frascos de medicamentos que había en un anaquel y trajo una pecera enorme, que colocó frente a mí sobre el mostrador. En uno de sus lados tenía esta inscripción en letras doradas: PARA LA HIJA DE JOHN.
—Los amigos de John sabían, naturalmente, que no había dejado un centavo —explicó Lewis— y que tendrías que abandonar la universidad. Como también sabían que su más ardiente deseo había sido que terminaras tus estudios, alguien tuvo la idea de colocar en mi escaparate, a modo de alcancía, esta pecera, para depositar de vez en cuando algún dinerillo sobrante.
Empezaba yo a caer en la cuenta de lo ocurrido.
—De modo que, en realidad, no fue un préstamo lo que usted me hizo...
—No; todo lo dieron los amigos de su padre: mineros, jornaleros, púgiles... todos contribuyeron.
Yo miraba la pecera sin saber qué decir. Griff Lewis sonrió, haciendo memoria.
—Un día entró Tomás el ciego, buscó a tientas el escaparate y comenzó a palpar. "Qué buscas, Tomás?" le pregunté. "El frasco ese de la chica de John", me respondió. Yo se lo puse en las manos, ¡y que me ahorquen si no le echó una moneda de 25 centavos! ¡Bien sabrá Dios cuánta falta le haría!
—Quisiera dar las gracias a cada uno de ellos —dije, tratando de conservar la serenidad—. ¿Podría usted decirme quiénes son?
—Ni que me fuera la vida en ello... No sabría decirlo... Imposible llevar la cuenta de todos los que entran en la botica.
—Pero de seguro que habrá alguna persona a quien pueda yo... No alcancé a terminar la frase.
—Ninguno de ellos esperó nunca una palabra de agradecimiento —me dijo Griff Lewis, poniéndome la mano en el hombro—. Lo que ellos quisieron fue convertir en realidad el sueño de tu padre. Lo hicieron por la chica de John.
Mi padre había encontrado una verdadera veta de oro en Cripple Creek ... ¡en el sitio en que menos lo esperaba!
LA BUSCA SIN FIN
MUY PRONTO la carrera pedagógica me llevó a otras partes; primero a la costa del Oeste, después hacia el Este. Con el matrimonio y una hija vinieron los cuidados y las gozosas satisfacciones de una vida activa y feliz, y así pasaron más de cuarenta años antes de que volviese por Cripple Creek.
Cuando bajé del autobús advertí que el bullicioso y pujante campamento minero de mi niñez se había convertido en una ciudad fantasma. Había sido uno de los centros más ricos en minerales de oro de los Estados Unidos, pero ya el trabajo había cesado en casi todas sus minas, y muchas casas de comercio de la avenida Bennett tenían las puertas y las ventanas tapadas con tablas o se hallaban medio derruidas. En la escandalosa avenida Myers, un solitario edificio de ladrillo rojo, que había sido una de sus casas de mala nota, habíase conservado, con todo su vistoso mobiliario intacto, como un recuerdo del pasado. Los turistas recorrían las tiendas de curiosidades y se quedaban en el hotel Imperial a ver la representación nocturna de anticuados melodramas. En realidad, toda la ciudad se hallaba en vías de restauración y se explotaba como un museo de los tiempos borrascosos de la "fiebre del oro".
Cierta tarde visité la tumba de mis padres en el cementerio del monte Pisgah. De regreso a la ciudad me encontré en el camino con un viejo barbado vestido con antiquísima chaqueta de pana y que llevaba a cuestas un saco de mineral.
—¿Ha estado buscando oro? —le pregunté.
—Sí, en la loma del Mineral —respondió alegremente—. Este viejo campamento está todavía muy lejos de haberse agotado. ¡Un día de estos voy a dar con la bonanza más rica que se haya visto jamás!
El destello de esperanza que vi en sus ojos no se apartó de los míos hasta mucho después de que perdí de vista al viejo. Comprendí entonces que, como muchos otros de su clase, no era oro lo que él deseaba en realidad. Si llegase a encontrarlo, de seguro se le escurriría entre los dedos, o sencillamente lo despilfarraría, como lo había hecho mi padre. Pues su mina, la Columbia, que impulsivamente vendió por 12.000 dólares, había constituido una bonanza inagotable. Rebautizada por los nuevos dueños con el nombre de El Paso, resultó ser una de las más ricas del distrito, y llegó a producir cerca de once millones de dólares. No, no era precisamente el oro mismo lo que mi padre y aquel viejo deseaban. Lo que en verdad deseaban era el ensueño por él representado... el ir en pos de él, de la deslumbradora visión de aquella "áurea sustancia que canta en las entrañas de la tierra".
Condensado del libro "Cripple Creek Days", © 1958 por Mabel Barbee Lee.
Esta condensación contiene material adicional proporcionado por la autora.