Publicado en
abril 13, 2014
Por Jorge Enrique Adoum.
¿El verso?, convertido en lugar común, tiene mayor veracidad cuando se parte de un aeropuerto ecuatoriano y se enriquece, porque puede aplicarse también a quedarse o regresar: siempre se muere un poco, de indignación, de rabia, de vergüenza, de impotencia...
Ante todo, son los aeropuertos más caros del mundo: 25 dólares por persona cada vez que sale de Quito o Guayaquil. Y uno se pregunta qué es lo que se paga a un precio. tan alto. ¿Las instalaciones? La suciedad, que forma ya parte de los suelos y paredes —es sólida, no puede lavarse porque no se la ha lavado—, no es mayor porque los aeropuertos son pequeños. ¿Los servicios? Los de información no existen: hay una empleada, sí, pero no está o habla tan largamente al teléfono que el viajero debe ir al aeropuerto para enterarse allí de que el avión saldrá con tres horas de atraso o de que el vuelo, simplemente, ha sido suspendido, sin explicación alguna. Los letreros sobre llegadas y salidas son, cuando existen, contradictorios o equivocados porque no los han cambiado desde la víspera o desde la última vez que sufrieron un desperfecto. Frecuentemente es imposible encontrar un asiento: son escasos y, por cada viajero, hay una familia entera despidiéndolo con la aflicción de quien da el "último adiós"; y en la puerta de acceso al control de salida se deshacen en besos y abrazos que sirven sólo para que quien va detrás reciba los golpes de la mochila y otros aperos del viajero tan querido. (La necesidad de trabajar, no sólo en lo que sea sino también donde fuera, obliga a la gente pobre a embarcarse en un avión: cuando en el interior del aeropuerto de Quito oí el canto de un gallo -supongo que su destino era Puerto Agrio- pensé en el asombro que debe haber sentido el primer indígena que oyó en la espesura de América el primer relincho del primer caballo). Esperar en el self service de Guayaquil es, en términos absolutos y comparativos, sobremanera caro, de modo que, para beber, resulta mejor el cómodo bar atendido por lindas chiquillas; en Quito, un gran letrero de fuente de soda, colocado sobre las puertas que conducen a los servicios higiénicos, aleja más a los viajeros más sensibles de la ya imposible hamburguesa. (Hay, también, una señora sentada junto a un carrito con bebidas: no se puede obtener Coca-Cola con limón porque las rodajas "están contadas" y cada una de ellas "es sólo para el cuba libre"...). De allí al avión hay sólo unos pasos y, aunque en los vuelos internacionales los asientos han sido atribuidos con antelación, la gente suele agolparse y empujarse en la puerta de salida, quizás por la costumbre adquirida con los vuelos nacionales en los que es preciso apresurarse para "ganar puesto" junto a la ventanilla.
Cuando se aterriza en Quito o Guayaquil quienes mueren un poco son tanto los que llegan cuanto los que esperan. Pese a que se han previsto, en cada uno de ellos, ocho puestos de control de pasaportes, por lo general hay sólo uno o dos oficiales de policía, de mal o peor humor, según la hora, y lentos para poner su firma, usualmente llena de orlas y de puntos, en la tarjeta de desembarque. (Había —¿está allí aún?—, cerca de una publicidad de una tarjeta de crédito, un anuncio: "Jesús viene" del que, se quejaba un viajero, tampoco había indicación del vuelo).
En cuanto al control de aduanas habría que aplicarlo en su acepción instantánea: controlar a los aduaneros. Todo viajero ha tenido experiencias desagradables o escandalosas al respecto, que nos avergüenzan ante los extranjeros y ante nosotros mismos, porque todos sabemos que allí se encuentra la definición más precisa de la corrupción institucionalizada y cada uno de nosotros tiene algo que contar sobre la obscena "viveza" o la infamia de quienes son, en verdad, descarados funcionarios del contrabando. Por mi parte sólo citaré el caso de un vuelo procedente de Miami: los agentes de aduanas de Guayaquil dejaron pasar, sin control alguno, diez o doce cajas, unas selladas, otras atadas con cuerdas, pero inmediatamente —tal vez para demostrar celo en el cumplimiento de su deber— decomisaron un radio de transistores de juguete a un niño de siete años que volvía tras haberse sometido a una delicada, pero inútil, operación del cerebro y a quien resultó difícil explicarle, cuando preguntaba antes de morir, la razón de ese proceder.
Los de Quito y Guayaquil son los únicos aeropuertos del mundo donde —ejemplo máximo y símbolo del desprecio oficial por el ser humano— quien va a recibir a un viajero debe esperarlo a la intemperie. Este pasa por un estrecho corredor con rejas, pero, igual que a la despedida, una familia numerosa aguarda, a pocos centímetros de la salida, la distribución de besos que coincide con la que hace la familia numerosa de otro viajero —puesto que a nadie se le ocurre esperar unos metros más adelante—, mientras los que empujan los carritos con maletas tratan de abrirse paso en medio de tan conmovedora demostración de alegría. Quien viaja solo o tiene un pariente discreto sigue muriendo al momento de tomar un taxi: no funciona en ellos el taxímetro, no hay tarifas fijas, el dueño del vehículo hace la ley: al llegar a Guayaquil en la madrugada, y en vista de que sólo había uno, pregunté al amigo que lo contrataba si me permitiría compartirlo; el chofer me gritó que era a él a quien debía preguntárselo porque costaba "cinco dólares por persona".
Aunque la falta de teléfonos, o de su funcionamiento, o de fichas para utilizarlos, es común a todas, las salas para los pasajeros en tránsito difieren entre sí: en Guayaquil hay un "bar", un rincón exiguo donde caben cinco personas sentadas en taburetes, atendido por un empleado que prepara los sandwichs, sirve las bebidas, lava los vasos, hace el café y cobra. (Deben de haber cinco tazas también: en cuanto uno ha terminado de beberlo, se la arrebatan para servir a alguien que espera de pie.) Hay también una sala amplia, con aire acondicionado y una pantalla de televisión y servicios higiénicos (aunque escuché a una viajera decirle a otra: "Et, surtout, n'allez pas aux toilettes").
Guayaquil y Cuenca ofrecen un espacio cubierto para esperar a quienes llegan en los vuelos nacionales; en Quito, igual que en el "Arribo internacional", se lo hace en la acera, junto a la calle, junto a los taxis, cuyos propietarios o conductores son algo menos groseros y más honestos que en Guayaquil. (Acabo de escribir estas palabras y una llamada telefónica me indica que he mentido. A un escritor amigo, que llegó ayer, un chofer le pidió diez mil sucres por llevarlo al Hotel Tambo Real o mil sucres más de lo que marcara el taxímetro. Cuando advirtió que el taxi hacía un verdadero tour por la Mariscal Sucre y exigió que lo llevara a la dirección indicada, el taxista le respondió que debía esperar a que el taxímetro marcara nueve mil sucres). Una sala de espera tiene en la puerta un letrero que reza: "Entrada prohibida". Se supone que fue construida, para los viajeros que llegan, durante un gobierno en el cual eran numerosos los ministros y otros funcionarios de la Costa, aunque no se entiende bien qué necesidad tenían de sentarse quienes habían viajado sentados. Alguna vez un subsecretario de gobierno, que fue a recibir a un vicepresidente de la República, se identificó ante el guardia y me invitó generosamente a entrar con él. Decliné el honor por no tener derecho a utilizar la sala: yo no era funcionario del régimen y esperaba, simplemente, a mi mujer.