Publicado en
abril 06, 2014
Para saber si le convenían o si serían un desastre, la tía Eulogia analizaba a sus enamorados en un restaurante, porque ahí, ellos revelaban muchas cosas de sí mismos... ¡Y varios fueron rechazados!.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Cuando Eulogia estaba soltera, antes de que Roberto entrara en su vida y la convirtiera en otra cosa, contaba con métodos "infalibles" para averiguar si un hombre le convenía o si se trataba de uno de esos trogloditas de los cuales hay que salir arrancando.
Una buena ocasión para estudiar a un posible marido, y darse cuenta de si era o no un futuro desastre, se daba la primera vez que el susodicho la invitaba a un restaurante. Los hombres revelaban muchas cosas de sí mismos en ese lugar. Esta era una buena oportunidad para observarlos, estudiarlos y poner mucha atención en lo que hacían o dejaban de hacer.
Varios enamorados fueron rechazados después de ese primer "test de la blancura", como lo llamaba Eulogia. Uno se condenó porque comía con los dedos; otro porque no comía nada con los dedos por ningún motivo, así se tratase de una alita de pollo que no había cómo comérsela con un tenedor; un tal Rodolfo porque no quiso pagar la cuenta; Rupertino Morales, que usaba corbata y se declaraba ferviente partidario de un mundo donde no existieran las computadoras, pidió un vino francés y le propuso a Eulogia pagar a medias la botella. ¡Rechazado! Un tal Juan Alberto era vanidoso y arrogante, y cuando se desataba una tormenta salía al patio porque, según él, Dios le estaba tomando fotografías. El día que la invitó a un buen restaurante francés, la tía Eulogia lo sometió, como a los otros, al "test de la blancura".
Y Juan Alberto, completamente ajeno a las intenciones femeninas, se comportó tal como quiso, es decir, tal cual era él: se cambió tres veces de mesa, devolvió el plato de pato a la naranja porque el pato tenía sabor a conejo y la salsa no era de naranja sino de toronja (pomelo) y él era alérgico a la toronja; le trajeron un bistec y lo devolvió porque estaba un poco rosado y a él le gustaban bien rosados, casi sangrando; cuando se puso a examinar la copa por si tenía gérmenes, la tía Eulogia se levantó de la mesa, le dijo que había sido un placer conocerlo, le deseó una nueva vida y se marchó del lugar. ¡Rechazado!
Años más tarde, cuando la tía Eulogia estuvo separada de Roberto, volvió a emplear su "test de la blancura". Pero, claro, los tiempos habían cambiado, ya no era una chiquilla y las razones para descubrir a tiempo a un futuro desastre eran otras. Se fijaba, por ejemplo, en cuántas veces el candidato usaba un colirio; si se echaba más gotas en los ojos que ella lápiz labial, lo despachaba. Si tenía niños que no lo querían ver o si él no quería ver a sus hijos, ¡adiós!, si te he visto no me acuerdo; aquello era una muy mala señal. Si el candidato le pedía plata prestada no lo veía nunca más (tampoco le prestaba la plata). Si el hombre estaba peleado con toda su familia, fuera quien fuera y tuviera los atributos que tuviera, podía estar seguro de que Eulogia no lo aceptaría; no estaba dispuesta a cargar con un conflictivo, pero tampoco estaba dispuesta a cargar con uno que no pudiera vivir sin su mamá.
Había otras razones: un día la invitó a un restaurante un hombre muy simpático, ingenioso, de ideas originales que conoció en un bar. Era arquitecto, había estado casado durante siete años y su mujer se había enamorado del vecino.
—¿Mañana a las ocho? —le dijo al teléfono cuando la llamó.
—Mañana a las ocho.
Una vez en el restaurante, el arquitecto fue sometido al "test de la blancura" tal como los demás.
Durante la primera media hora, pasó el examen con bastante éxito: no devolvió los platos, no se puso la servilleta al cuello, no preguntó el precio de la langosta y no habló mal de su primera mujer. ¡Estupendo! Pero, una hora más tarde, el panorama había cambiado totalmente. Poco a poco, las cosas fueron poniéndose color de hormiga. El arquitecto tomó la palabra, como si hubiese sido el propio Demóstenes resucitado, y comenzó a dictar cátedra sobre sí mismo. Primero se refirió al largo y tortuoso camino que había emprendido en su búsqueda. La tía Eulogia, quien siempre fue medio tardía para reaccionar, no entendió bien quién se había perdido.
—Bueno, yo mismo, naturalmente.
—¿Y dónde te perdiste?
El arquitecto la miró con cara de no-entiendes-nada y siguió. Caminó y caminó, dijo, pero no lograba encontrarse; eso lo tuvo un buen tiempo desesperado; incluso acudió a ver a un siquiatra, pero el médico era un pastillero y lo tapó con píldoras que no le sirvieron para nada, pues en el momento en que las píldoras dejaban de hacer efecto, se encontraba tan perdido como antes.
—Bueno, ¿y te encontraste alguna vez? —preguntó la tía Eulogia, quien a estas alturas ya estaba perdiendo la paciencia.
Entonces, él lanzó un largo suspiro y le dijo que sí, efectivamente, se había encontrado, pero no le había gustado lo que vio.
Y eso fue lo que necesitó Eulogia para despedirlo. No había aprobado el "test de la blancura". No se lo dijo así, pero pagó la mitad de la cuenta, le deseó una vida con menos búsqueda y se fue.
Las pruebas del "test de la blancura" terminaron el día en que la invitó a salir un soldado de las Fuerzas Armadas norteamericanas, que estaba pasando una temporada en Valparaíso. Eulogia nunca había salido con un soldado, mucho menos con un soldado extranjero, pero Michael (así se llamaba) le pareció simpático, bien educado... ¿por qué no? Se compró un bonito vestido, se arregló lo mejor que pudo y estuvo lista a las ocho en punto.
El soldado la llevó a un elegante restaurante con vista al mar y dos velitas, y como aquello ocurría a la luz de la Luna llena que se reflejaba en el agua, resultaba de lo más romántico.
Eulogia pidió un pisco souer, pero el soldado le tomó la mano, amigablemente, y le sugirió que lo cambiaran por champán, a lo cual ella, gustosa, accedió. Cuando trajeron la carta, la tía Eulogia pidió un bistec con papas fritas y el soldado, amorosamente, le preguntó si no prefería esa rica langosta, a lo cual, gustosa de nuevo, aceptó. A la hora de los brindis, la tía Eulogia pensó que sería una buena idea brindar por el presidente norteamericano y su política exterior, y el soldado, muy amablemente, le aclaró que, con o sin uniforme, él, como soldado, no podía efectuar un brindis político.
—Tú y yo hacer otro brindis, ¿okey? Ulogi... por ti —dijo con marcado acento.
Y así lo hicieron.
Estaban tomando el café cuando Eulogia empezó a preguntarle a Michael por su vida privada. ¿Era casado? ¿Tenía hijos? ¿Con quién vivía? ¿Desde cuándo formaba parte del Ejército? ¿Dónde había nacido? ¿Había ido a alguna universidad? Y si era así, ¿en cuál se había graduado?
Michael no contestaba ninguna de estas preguntas; la miraba con esos ojos intensamente azules, como de ángel, que tenía, pero no decía una sola palabra.
Eulogia empezó a ponerse nerviosa. ¿Qué diablos le ocurría a este tipo? ¿Por qué había enmudecido así? ¿Qué había pasado? ¿Sería un loco? ¿Un asesino en serie?
"Eso te pasa por bruta y confiada", se dijo... Y pensar que ella ya le había puesto un 10 —la nota máxima— en el "test de la blancura". ¿No sería un loco de atar que durante la primera hora se hizo el santo y ahora mostraba su verdadera personalidad? ¿Acaso estaba en peligro de ser estrangulada?
—¿Qué te pasa, Michael? —se atrevió a preguntarle.
—Oh, nada, no pasar nada, yo estar bien, pero, you are fired.
—¿Qué?
—Fired. Fired. ¡Despedida!, como dice Donald Trump —explicó el soldado sin alzar nunca la voz y con los modales de un príncipe, a la vez que pedía la cuenta, pagaba, se levantaba, se iba del lugar y dejaba a la tía Eulogia como planchada en la silla.
ILUSTRACION: TERESITA PARERA
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, FEBRERO 27 DEL 2007